Durante toda la noche el cálido viento había barrido el Adriático, y desde los abarrotados embarcaderos junto al arsenal hasta la Isola di Santa Chiara en la desembocadura occidental del Gran Canal, la vieja ciudad crujía sobre sus pilares como un barco enorme y agotado; nubes entrecortadas como velas hechas jirones se interponían ante el rostro de la luna llena, confundiéndose con las siluetas de un centenar de agujas y cúpulas fantásticas.
Sin embargo, en el estrecho río de San Lorenzo, la humeante lámpara de aceite que colgaba de la proa de la góndola proyectaba sobre el agua más reflejos que la luna, y Brian Duffy extendió la mano por encima de la borda para agitar con el dedo la negra superficie y multiplicar los puntos de luz amarilla. Se agitó nervioso en el asiento, sintiéndose incómodo, pues viajaba a expensas de otra persona.
—Iré caminando hasta mi bote desde aquí. Deténte en la fondamenta —gruñó finalmente. El gondolero hincó obediente la larga pértiga en el fondo del canal, y el pequeño navío se estremeció, se detuvo y a continuación se abalanzó hacia el embarcadero, hasta que la proa rozó un peldaño sumergido.
—Gracias.
Duffy se agachó para pasar bajo la abertura de la felze y dio una larga zancada para llegar a un escalón seco mientras el barquero mantenía la góndola firme.
Una vez en la acera, el irlandés se volvió.
—Marozzo te pagó para que me llevaras hasta Riva degli Schiavoni. Devuélvele el cambio. El gondolero se encogió de hombros.
—Tal vez.
Se apartó de la escalinata, haciendo que la barca virara graciosamente, y empezó a internarse en el río brillante, mientras llamaba en voz baja «¡Stalí!» para atraer a algún posible cliente. Duffy se lo quedó mirando durante un instante, luego giró sobre sus talones y se encaminó por la calle del embarcadero hacia el Ponte dei Greci.
Vacilaba un poco debido a las ingentes cantidades de valpolicella que había consumido aquella noche, y una forma adormilada, encogida bajo el puente, se levantó cuando oyó los pasos irregulares del irlandés. El ladrón miró con ojo crítico a la figura que se acercaba, advirtiendo la capa larga y gastada, prueba de que su propietario había dormido muchas veces a la intemperie; las botas de caña, recogidas en los talones y veinte años pasadas de moda; y la espada ligera y la daga que parecían ser las únicas posesiones del hombre. Regresó silenciosamente a las sombras y dejó que Duffy continuara su camino sin molestarlo.
El irlandés ni siquiera se había dado cuenta del escrutinio del ladrón; miraba melancólicamente la alta mole de la iglesia de San Zaccaria, cuyo diseño gótico no quedaba oculto por los adornos renacentistas que se le habían añadido recientemente, y se preguntaba cuánto echaría de menos esta ciudad cuando se marchara.
—Sólo es cuestión de tiempo —le había dicho Marozzo durante la cena—. Ahora mismo más de media Venecia es posesión turca, por culpa de ese tratado ruin que se firmó hace ocho años. Atiende lo que te digo, Brian: antes de que nuestros cabellos se vuelvan del todo blancos, tú y yo estaremos enseñando a usar la cimitarra en vez de la honrada espada recta, y nuestros estudiantes llevarán turbante.
Duffy había replicado que se raparía la cabeza y correría desnudo con los pigmeos de la jungla antes de enseñar a un turco a sonarse la nariz siquiera, y la conversación pasó a otros temas. Pero Marozzo tenía razón. Los días del poder de Venecia habían desaparecido hacía cincuenta años.
Duffy le dio una patada a un guijarro y lo oyó hundirse en el canal después de rebotar dos veces en el oscuro pavimento.
«Es hora de marcharse de aquí —se dijo morosamente—. Venecia ya ha hecho conmigo su trabajo de recuperación, y ahora tengo que buscar con detenimiento para poder encontrar las cicatrices que me gané en Mohács hace dos años y medio. Y Dios sabe que ya he matado mi buena ración de turcos. Que esta ciudad se incline ante la Media Luna si quiere, pero yo me voy a otra parte. Puede que incluso coja un barco para regresar a Irlanda. Me pregunto si alguien en Dingle recordará a Brian Duffy, aquel joven prometedor que fue enviado a Dublín a estudiar para entrar en la Santa orden —pensó—. Todos esperaban que acabara ocupando el arzobispado de Connaught, como tantos antepasados míos. —Duffy se rió tristemente—. En eso los decepcioné».
Mientras pasaba ante el convento de San Zaccaria oyó risas ahogadas y susurros procedentes de un portal.
«Alguna monja hermosa —imaginó—, entreteniendo a uno de esos jóvenes moneghini que siempre andan por aquí. Eso es lo que pasa cuando obligas a tus hijas a meterse a monjas para ahorrarte los gastos de una dote: acaban siendo mucho más díscolas que si las dejas simplemente haraganear por casa. Me pregunto —pensó con una mueca—, qué tipo de sacerdote habría sido. Imagínate todo pálido y con la voz suave, Duffy, muchacho, caminando de acá para allá con una sotana que huele a incienso. Ja, ja. Ni siquiera tuve la oportunidad. Vaya —reflexionó—, a la semana de mi llegada al seminario empecé a ser asaltado por extraños arrebatos que motivaron mi expulsión al poco tiempo. Se descubrieron notas blasfemas escritas a pie de página, con una letra que desde luego yo no reconocí, en cada hoja de mi breviario; oh, sí, y una vez, durante un paseo nocturno con un sacerdote mayor, siete jóvenes robles, uno tras otro, se retorcieron hasta el suelo mientras yo pasaba. Y, por supuesto, lo peor de todo, aquella vez que me dio un ataque en la iglesia durante la misa de medianoche en Pascua, gritando, según me contaron más tarde, que encendieran las hogueras de aviso en las colinas y que trajeran al viejo rey para matarlo. —Duffy sacudió la cabeza, recordando que incluso habían hablado de buscar a un exorcista. Le escribió una rápida y vaga carta a su familia y huyó a Inglaterra—. Y has huido de un montón de sitios desde entonces. Tal vez sea hora de que vuelvas al lugar donde empezaste. Parece adecuadamente simétrico, de todas formas».
La estrecha calle llegó a su fin en la Riva degli Schiavoni, la calle que corría paralela al ancho canal de San Marco, y Duffy se encontró ahora en el gastado borde de ladrillo, a varios palmos por encima del agua, y miró inseguro arriba y abajo las aguas tranquilas.
«En el nombre del diablo —pensó irritado, rascándose la barba gris sin afeitar de varios días—. ¿Me han robado, o me he perdido?».
Tras un instante tres jóvenes bien vestidos salieron de un portal a su derecha. Él se dio media vuelta al oír sus pasos, y luego se relajó al ver que no eran una banda de asesinos de los canales. Eran claramente muchachos cultivados, reflexionó, con el pelo aceitado y espadas de empuñadura labrada, y uno de ellos arrugó la nariz por el olor salino y punzante del cercano canal Greci.
—Buenas noches, caballeros —dijo Duffy con su bárbaro italiano cargado de acento—. ¿Habéis visto, por un casual, a un bote que creo haber dejado aquí atracado antes? El más alto de los jóvenes avanzó e hizo una leve reverencia.
—En efecto, caballero, hemos visto ese bote. Nos hemos tomado la libertad, si no os importa, de hundirlo.
Duffy alzó sus pobladas cejas, y entonces se acercó al borde del canal y echó un vistazo a las oscuras aguas donde, por supuesto, la luz de la luna brillaba tenuemente sobre la quilla de un bote lleno de rocas y con un agujero en el fondo.
—Querréis saber por qué hemos hecho esto.
—Sí —reconoció Duffy, posando ahora la mano enguantada en el pomo de la espada.
—Somos los hijos de Ludovico Gritti. Duffy sacudió la cabeza.
—¿Y? ¿Quién es, el barquero local?
El joven arrugó los labios, impaciente.
—Ludovico Gritti —replicó—. El hijo del Dux. El mercader más rico de Constantinopla. A quien os referisteis esta noche como «el chulo bastardo de Soleimán».
—¡Ah! —dijo Duffy, asintiendo con un poco de tristeza—. Ya veo por dónde sopla el viento. Bueno, mirad, muchachos, estaba bebiendo y maldecía más o menos a todo aquel que se me pasaba por la cabeza. No tengo nada contra vuestro padre. Habéis hundido mi barca, así que demos por zanjado el asunto. No hay ninguna…
El más alto de los Gritti desenvainó la espada, seguido un instante después por sus hermanos.
—Es una cuestión de honor —explicó.
Duffy masculló una maldición impaciente mientras empuñaba la espada con la mano izquierda y la daga nacarada con la derecha, y se ponía en guardia cruzando las armas al frente.
«Probablemente me arrestarán por esto —pensó—; enzarzarme en un duello alla mazza con los nietos del Dux. Menuda tontería».
El más alto de los Gritti acometió al fornido irlandés, la enjoyada espada alzada para cortar y la daga a la altura de la cadera en posición de parada. Duffy esquivó fácilmente la acometida de la hoja y, bloqueando el avance de la daga con el filo de la espada, se hizo a un lado y propinó al joven una potente patada en el trasero, que lo levantó del suelo y lo hizo caer con una sonora salpicadura al canal.
Tras girarse para enfrentarse a sus otros dos atacantes, Duffy esquivó la punta de una espada que corría hacia su cara, mientras que la otra lo golpeaba en el vientre y se doblaba contra la camisa de la cota de mallas.
Duffy golpeó a uno de los jóvenes en la cara con el pomo de la espada y luego saltó hacia el otro, haciendo un rápido tajo con la daga que cortó la mejilla del joven desde la nariz hasta la oreja.
El Gritti del canal chapoteaba, maldiciendo con furia y tratando de encontrar una escalerilla de cuerda o unos escalones. De los que estaban en la acera, uno yacía inconsciente sobre los adoquines, sangrando por la nariz rota; el otro, de pie, apretaba una mano ensangrentada contra su cara cortada.
—Bárbaro del norte —dijo éste, casi con pena—. Deberíais llorar de vergüenza por llevar una cota de mallas oculta.
—Por el amor de Dios —replicó Duffy, exasperado—, en un lugar donde la nobleza ataca tres a uno, creo que soy un idiota por no salir con una armadura completa.
El joven sacudió la cabeza con tristeza y se acercó al borde del canal.
—Giacomo —dijo—, deja de maldecir y dame la mano. En un instante, sacó a su hermano del agua.
—Mi espada y mi daga están en el fondo del canal —rezongó Giacomo, mientras el agua resbalaba por sus ropas estropeadas y formaba charcos alrededor de sus pies—, y había más joyas engarzadas en la empuñadura de lo que me atrevo a pensar.
Duffy asintió, compasivo.
—Creo que esos pantalones también se han echado a perder.
Giacomo no contestó, pero ayudó a su hermano menor a levantar al tercero, que continuaba inconsciente.
—Nos marcharemos ahora —le dijo a Duffy.
El irlandés vio cómo ambos se retiraban torpemente, cargando con su hermano como si fuera un mueble roto. Cuando desaparecieron en las sombras de la calle, Duffy envainó sus armas, se apartó del borde del agua y se apoyó cansado contra la pared más cercana.
«Es bueno no volver a verlos —pensó—, ¿pero cómo voy a regresar a mi habitación? Es cierto que, de vez en cuando, he nadado este cuarto de legua de helada salmuera, una vez para impresionar a una muchacha, e incluso manteniendo una antorcha encendida fuera del agua todo el camino…, pero esta noche estoy cansado. Tampoco me siento demasiado bien. Toda la fatiga de una noche entera bebiendo y comiendo siempre me acaba sentando mal. Qué forma de pasar la velada… “Junto a las aguas del canal de San Marco me senté y vomité”».
Cerró los ojos e inspiró profundamente.
—Perdonadme —dijo una voz de hombre, en alemán—. ¿Habláis por casualidad la lengua de los Habsburgo?
Duffy alzó la cabeza, sobresaltado, y vio a un anciano delgado y de pelo blanco que se asomaba a una ventana dos pisos por encima de él; unas diáfanas cortinas, tenuemente iluminadas desde atrás, aleteaban alrededor de sus hombros como un fuego pálido.
—Sí, anciano —replicó Duffy—. Mejor, de hecho, que este complicado italiano.
—Gracias a Dios. Entonces de momento puedo dejarme de charadas. Tomad. —Una mano blanca aleteó, y un momento después resonó una llave de latón en el pavimento—. Subid.
Duffy se inclinó y recogió la llave. La hizo girar en el aire, la pilló al vuelo, y sonrió.
—Muy bien —dijo.
La escalera estaba oscura y fría, y olía a coles pasadas, pero la puerta de arriba, abierta de par en par, revelaba una escena de opulencia iluminada por las velas. Los lomos estampados en oro de libros de cuero y pergamino cubrían la estantería situada en una pared, y mesas ornadas, cajas lacadas, túnicas resplandecientes y cuadros oscuros y perturbadores llenaban el resto de la habitación. El anciano que había llamado a Duffy se encontraba junto a la ventana, sonriendo nervioso. Iba vestido con una gruesa túnica negra con bordados dorados y rojos en el cuello, y llevaba un fino estilete al cinto, pero ninguna espada.
—Tomad asiento, por favor —dijo, señalando una silla.
—No me importa estar de pie —le respondió Duffy.
—Como prefiráis —abrió una caja y sacó de ella un estrecho cilindro negro—. Mi nombre es Aureliano.
Duffy miró con atención al cilindro, y se sorprendió al ver que tenía forma de gusano, estirado y seco, con un lado abierto como si fuera la boca y el extremo de la cola recortado.
—¿Y el vuestro? —añadió.
—¿Qué? —preguntó Duffy, parpadeando.
—Acabo de deciros mi nombre, Aureliano, y os he preguntado cuál es el vuestro.
—¡Oh! Soy Brian Duffy.
Aureliano asintió y se llevó la cola del gusano a la boca, y luego se inclinó hacia delante a fin de que la cabeza cayera dentro de la larga llama de una de las velas. El gusano empezó a chasquear y desprender humo, y Aureliano aspiró por el extremo de la cola.
—En nombre de Dios, ¿qué hacéis? —preguntó Duffy, boquiabierto, empezando a desenvainar la daga.
—Os pido perdón. Qué desconsiderado por mi parte. Pero ha sido un día de… duro trabajo, y necesito relajarme.
Se sentó y dio una larga calada a aquella cosa ardiente, dejando que el humo aromático siseara entre sus dientes un momento después.
—No os alarméis. Es sólo una especie de gusano acuático que, curado con las, ah, hierbas y especias adecuadas, produce un humo… de carácter beneficioso.
—¡Oh! —El irlandés sacudió la cabeza y volvió a envainar la daga—. ¿Tenéis algún refresco más mundano que ofrecer a un invitado?
—Qué descuidado soy. Disculpad. Circunstancias extraordinarias… Pero sí, hay una buena selección de vinos en el mueblecito que tenéis a vuestra diestra. Las copas están detrás. —Duffy abrió el mueble y eligió una botella de sauternes, y con gran habilidad le quitó el tapón—. Entendéis de vinos —dijo apreciativamente Aureliano, mientras Duffy se servía en una copa el líquido dorado.
El irlandés se encogió de hombros.
—Por casualidad no tendréis un bote, ¿verdad? Tengo que llegar a San Giorgio, y tres payasos hundieron el que tenía.
—Sí, eso he oído. ¿Qué hay en San Giorgio?
—Mi habitación. Mis cosas. Vivo allí.
—Ah. No, no tengo un bote. Pero sí una propuesta que haceros. Duffy miró a Aureliano con escepticisrno.
—¿Sí? ¿De qué?
—Empleo —dijo con una sonrisa—. No estáis pasando, supongo, por uno de los momentos más boyantes de vuestra vida.
—Bueno, no —admitió Duffy—, pero esas cosas siempre van a rachas. He sido rico y pobre, y sin duda volveré a ser ambas cosas. ¿Pero qué es lo que tenéis en mente?
Aureliano aspiró a través del gusano chisporroteante y contuvo el humo en los pulmones durante unos breves momentos antes de dejarlo escapar.
—Bueno —suspiró—, por vuestro acento diría que habéis pasado bastante tiempo en Austria. El irlandés pareció molesto, luego se encogió de hombros y tomó otro sorbo de vino.
—Es cierto. Estuve viviendo en Viena hasta hace tres años.
—¿Por qué os marchasteis?
—¿Por qué lo preguntáis?
—Os pido perdón; no era mi intención ser indiscreto. No sé por qué me cuesta tanto ir al grano. —Se pasó los delgados dedos de la mano por el pelo, y Duffy advirtió que estaba temblando—. Dejad que me explique. En estos momentos soy el propietario de la taberna Zimmermann.
Duffy alzó las cejas amablemente.
—¿Dónde está eso?
Aureliano pareció sorprenderse.
—En Viena —dijo—. ¿No…? Oh, claro. Lleváis fuera tres años. Antes de que la adquiriera se llamaba Monasterio de San José.
—Ah, sí. De donde procede la cerveza Herzwesten. Espero que la cervecería no haya cerrado, ¿no?
Aureliano se rió en voz baja.
—Oh, no.
—Bueno, gracias a Dios. —Duffy apuró la copa—. ¿Cómo demonios conseguisteis que el clero os vendiera el lugar?
—La verdad es que lo heredé. Un antiguo litigio sobre la tierra que había pendiente. Es bastante complicado. Pero dejadme continuar… Ahora he convertido el lugar en posada, y no resulta mal negocio. Viena es un buen sitio, y la cervecera Herzwesten tiene tan buena reputación como la Weihenstepan en Baviera. Pero mi problema, veréis, es que no tengo…
Llamaron vacilantemente a la puerta y Aureliano dio un respingo.
—¿Quién es? —preguntó con voz agitada.
La respuesta se produjo en un dialecto griego.
—Soy Bella. Déjame entrar, pichoncito. Aureliano cerró los puños.
—Vuelve más tarde, Bella. Tengo un invitado.
—No me importan los invitados. Me gustan.
Se oyó repicar la aldaba y el anciano se llevó una mano a la frente enrojecida.
—Márchate, Bella —susurró, con una voz tan baja que Duffy apenas pudo oírla.
—¡Yuu-ju, invitado! —dijo la voz estentórea, cargada de licor, desde el otro lado de la puerta—. Decidle al viejo prestidigitador que me deje entrar.
«Santo Dios —pensó Duffy—, trifulcas domésticas. Será mejor no darse por aludido». Se acercó a la estantería y empezó a mirar los títulos en latín.
—Tengo noticias —canturreó Bella, burlona—. Valen un ducado o dos, creo que estarás de acuerdo.
—¿Noticias sobre qué? —susurró Aureliano.
—El Kanuni, como dicen mis amigos de piel oscura.
—Eres una ramera indigna, Bella —susurró con aire triste el anciano—, pero pasa. Abrió la puerta.
Precedida por un insoportable olor a perfume rancio y grappa, una mujer de mediana edad que lucía una falda algo deshilachada entró en la habitación.
—¡Dame un poco de vino, por el amor de la Virgen! —exclamó—, no vayan a matarme los vapores.
—¿Por el amor de quién? —preguntó Aureliano ferozmente—. Olvídate del vino. Los vapores serían una bendición, considerando todo lo que tienes.
—Allá se te pudra el hígado de envidia, pequeño monje. —La mujer hizo una mueca. Duffy, mostrando un mínimo de modales, hacía ver que estaba absorto mirando los libros y que no se daba cuenta de nada.
Aureliano se volvió hacia él para pedirle disculpas.
—¿Seréis tan amable de excusarnos un momento? —Sus manos se retorcían de vergüenza.
—Por supuesto —aseguró Duffy con un gesto de indiferencia—. Me entretendré con esa excelente biblioteca.
—Bien.
El hombre agarró bruscamente a la mujer por el brazo y la arrastró hasta el otro extremo de la habitación, donde continuaron conversando en acalorados susurros.
Duffy enterró la nariz en un libro, pero, siendo un hombre cauto, se esforzó por escuchar tanto como fuera posible.
—Se comenta que han empezado a reclutar a los akinji en Constantinopla… —oyó decir a Bella. Aureliano hizo una pregunta sobre suministros y los jenízaros, pero Duffy no pudo oír la respuesta de la mujer.
«Noticias de los turcos —pensó el irlandés—. Es lo único que se oye hoy en día. Me preguntó por qué le interesarán tanto al viejo pájaro».
—Muy bien, muy bien —dijo Aureliano por fin, agitando las manos ante la mujer—. Tus especulaciones personales no me interesan. Ten, aquí tienes un poco de dinero. Ahora vete. Pero primero deja la daga.
Bella suspiró tristemente y sacó una daga enjoyada del prodigioso regazo de su vestido.
—Sólo pensaba que una mujer necesita protegerse.
—¡Ja! —El anciano se rió sin ningún humor—. Son los turcos los que necesitan protección, vieja vampira. ¡Fuera!
Ella se marchó, dando un portazo, y Aureliano encendió inmediatamente varias barras de incienso con la llama de la vela y las colocó en unas bandejas de latón por toda la habitación.
—Preferiría abrir una ventana —dijo—, pero en las ciudades muy viejas nunca se sabe qué puede pasar volando en la oscuridad.
Duffy asintió, inseguro, y luego alzó el libro que tenía en la mano.
—Veo que sois estudiante de esgrima.
—¿Qué tenéis aquí? Oh, sí, el libro de Pietro Moncio. ¿Lo habéis leído?
—Sí. De hecho, he estado cenando esta noche con Moncio y Achille Marozzo.
—Oh. —El anciano parpadeó—. Bueno, en realidad no he utilizado una espada desde hace un montón de años, pero aun así procuro mantenerme al día sobre los avances del arte. Esa copia de Della Torre de allí, el de pergamino oscuro, es muy raro.
—¿Lo es? —observó el irlandés, mientras regresaba a la mesa y volvía a llenarse la copa—. Entonces debería vender el mío. Podría ganar algún dinero. El texto no me impresionó demasiado.
Largas telarañas de humo aromático flotaban por la habitación, y Duffy agitó el aire con un pequeño portafolio de láminas.
—Empieza a oler mal aquí dentro —se quejó.
—Tenéis razón —respondió el anciano—. Soy un pésimo anfítrión. Tal vez si la abro una rendija…
Se acercó a la ventana, se asomó un instante y a continuación volvió junto a Duffy con una sonrisa de disculpa.
—No, no la abriré. Dejadme explicaros claramente por qué os he hecho entrar, y luego podréis poneros en camino antes de que los humos empiecen a molestaros seriamente. He mencionado la taberna Zimmermann, de la cual soy propietario; es un establecimiento popular, pero yo viajo constantemente y, para ser sincero, a menudo hay problemas con los clientes que no puedo controlar aunque esté presente. Ya sabéis…, un fraile mendicante se enzarza en una discusión con algún seguidor de Lutero, un bundschnch superviviente de la Guerra de los Campesinos acuchilla al luterano y en un dos por tres la sala está patas arriba y las sirvientas llorando. Ese tipo de cosas reducen muchísimo los beneficios. Daños, clientes asustados, es más difícil contratar mozos… Necesito un hombre que pueda estar allí todo el tiempo, que sepa hablar a la mayoría de los clientes en su propia lengua y que pueda interrumpir una pelea mortal sin matar a nadie… Como acabáis de hacer ahora mismo con los muchachos Gritti junto al canal.
Duffy sonrió.
—Queréis que sea vuestro guardián contra los alborotadores.
—Exactamente —reconoció Aureliano, frotándose las manos.
—Hum. —Duffy hizo tamborilear sus dedos sobre la superficie de la mesa—. Veréis, si me lo hubierais pedido hace un par de días, os habría dicho que lo olvidarais. Pero… es que Venecia está un poco aburrida de un tiempo a esta parte. Admito que añoro la vieja Viena. Anoche mismo tuve un sueño…
—¿Sí? —preguntó Aureliano, alzando las cejas con gesto inocente.
—Sí, sobre una muchacha que conocí allí. La verdad es que no me importaría verla…, ver qué está haciendo ahora. Y si me quedo por aquí, esos tres Gritti acabarán por desafiarme a un combate real en el champ clos oficial, y ya soy demasiado viejo para ese tipo de cosas.
—Probablemente lo harían —reconoció Aureliano—. Son jóvenes apasionados.
—¿Los conocéis?
—No, pero he oído hablar de ellos. —Aureliano recogió el medio consumido gusano y lo volvió a encender—. Sé cosas sobre un buen número de gente —añadió, casi para sí— sin conocerlas en persona. Lo prefiero así. ¿Aceptáis el trabajo, pues?
«Oh, qué demonios —pensó Duffy—. De todos modos nunca podría adaptarme otra vez a Dingle, seamos realistas». Se encogió de hombros.
—Sí. ¿Por qué no?
—Ah. Esperaba que lo hicierais. Sois más adecuado para el trabajo que nadie que haya conocido.
Se cruzó las manos a la espalda y se puso a dar vueltas por la abarrotada habitación.
—Tengo negocios en el sur, pero si pudierais encaminaros a Viena tout de suite, os quedaría muy agradecido. Os daré dinero para el viaje y una carta de presentación para el maestro cervecero de la Zimmermann, un viejo amigo llamado Gambrino. Asimismo, le daré órdenes de que os entregue otra suma similar a vuestra llegada. ¿Cuándo creéis que podría ser ésta?
Duffy se rascó la cabeza canosa.
—Oh, no sé. ¿A qué estamos hoy?
—A veinticuatro de febrero. Miércoles de Ceniza.
—Es verdad. Monico llevaba una cruz gris en la frente. Veamos…, tomaría un barco hasta Trieste, compraría un caballo y cruzaría los Alpes al este de aquí. Luego tal vez viaje al norte con algún mercader de maderas húngaro; normalmente no faltan en esos lugares. Cruzar el Sava y el Drava, y luego seguir el viejo Danubio hasta Viena. Digamos que un mes, más o menos.
—¿Antes de Pascua, sin duda? —preguntó Aureliano, ansioso.
—Oh, desde luego.
—Bien. Es cuando abren los barriles de cerveza fuerte, y no quiero tumultos.
—Sí, para entonces llevaré allí mis buenas dos semanas.
—Me alegra saberlo. —Aureliano se sirvió una copa de sauternes y volvió a llenar la de Duffy—. Parecéis estar familiarizado con Hungría occidental —observó con cautela.
El irlandés frunció el ceño durante un instante, pero luego se relajó y asintió.
—Así es —dijo en voz baja—. Luché con el rey Luis y el arzobispo Tomori en Mohács en agosto del veintiséis. No tendría que haber estado allí; como austríaco entonces, Hungría no era nada para mí. Supongo que pensé que Viena era la siguiente en la lista de los turcos.
«No tiene sentido hablarle de Epiphany», pensó Duffy.
El vino estaba desatando sus recuerdos. El cielo estaba cubierto, recordó, y ambos bandos se habían apostado en lados opuestos de la llanura de Mohács hasta pasado el mediodía. Entonces la caballería húngara cargó; el centro turco cedió, y la infantería de alemanes de Duffy siguió a los húngaros a la trampa.
«Espero no volver a pasar por semejante infierno en lo que me queda de vida —pensó entonces, mientras sorbía el vino—, cuando aquellos malditos turcos interrumpieron inesperadamente su retirada y se volvieron sobre las tropas que los perseguían».
Su boca se deformó con una mueca al recordar el seco retumbar de los cañones turcos y el sisear de la metralla barriendo la llanura hasta alcanzar las filas cristianas, el remolino de las cimitarras de jenízaros aullantes bloqueando cualquier intento de avance y los gritos de desesperación que emitían los defensores de Occidente cuando quedó claro que habían sido flanqueados por los turcos.
—Obviamente, tenéis suerte —dijo Aureliano, tras una pausa—. No muchos hombres escaparon de allí.
—Cierto —respondió Duffy—. Estuve escondido en los cañaverales del río hasta el día siguiente, cuando llegó Jan Zapolya con sus tropas. Tuve que explicarle que el idiota de Tomori había atacado sin esperarle a él, a Frangipani y los demás refuerzos. Que casi todos los del bando húngaro, Luis, Tomori y miles de hombres más, habían muerto y que Soleimán y los turcos habían vencido. Zapolya se retiró entonces y huyó hacia el oeste. Yo huí hacia el sur.
El viejo depositó el gusano humeante en un cuenco para incienso y exhaló reacio los restos de humo.
—Os habréis enterado, supongo, de que Zapolya se ha pasado ahora al bando de los turcos. Duffy frunció el ceño.
—Sí. Me imagino que se conforma con ser el gobernador de Hungría y que está dispuesto a besar la mano de quien parezca poseerla. Pero aún me cuesta trabajo creerlo. Lo conozco desde mil quinientos quince, y ya entonces hacía incursiones contra los turcos, De todas las cosas que habría jurado que eran imposibles…
Aureliano asintió, comprensivo.
—Si pudiéramos tener la certeza de que hay cosas imposibles, todos estaríamos mejor. —Cruzó la habitación y se sentó ante una mesa abarrotada—. Pero os ruego que me disculpéis; no pretendía reavivar vuestro pasado. Tomad —dijo, sacando de un cajón abierto una bolsa de tela—, son quinientos ducados.
Duffy los agarró al vuelo y se guardó la bolsa en un bolsillo.
—Y aquí —continuó Aureliano, haciendo aparecer una hoja de papel—, escribiré una carta de presentación.
Mojó una pluma en un tintero y empezó a escribir.
Duffy había descubierto hacía tiempo las ventajas de leer del revés, y las aprovechó en aquel momento para mirar casualmente lo que Aureliano escribía con letra precisa.
«Mi querido Gambrino —leyó—, el portador de esta misiva, Brian Duffy —aquí Aureliano se detuvo para dibujar un diestro y rápido esbozo del irlandés—, es el hombre que hemos estado buscando…, el guardián de la casa de Herzwesten. Encárgate de pagarle quinientos ducados cuando llegue, y a partir de entonces el salario mensual que acordéis entre ambos. Me reuniré con vosotros pronto; a mediados de abril, probablemente, y con toda seguridad para Pascua. Confío en que la cerveza esté madurando adecuadamente, y que no haya acidez esta temporada. Con mis mejores recuerdos, AURELIANO».
El anciano vestido de negro dobló la carta, vertió una gota de densa cera roja tras calentarla con una vela, y la selló. Dejó el sello a un lado y agitó la carta en el aire para enfriar la cera.
—Aquí tenéis —dijo—. Entregadle esto al maestro cervecero cuando lleguéis.
Duffy agarró la carta. Advirtió que el sello era una representación de dos dragones enzarzados en combate.
—¿Cuáles serán mis deberes? —preguntó—. Decídmelo de nuevo. Aureliano sonrió.
—Lo que vos mismo habéis dicho: guardián contra los alborotadores. Impedir las peleas. Mantener la paz.
El grandullón irlandés asintió, dubitativo.
—Parece extraño que hayáis tenido que venir a Venecia para encontrar a alguien a quien dar trabajo en una taberna de Viena.
—Bueno, no he venido aquí para eso. Estoy aquí por otros motivos completamente distintos. Completamente. Pero cuando vi la forma en que tratabais con esos muchachos ahí delante, supe que erais el hombre adecuado para el trabajo.
—Ah. Bueno, está bien. Es vuestro dinero.
«El viento debe de estar arreciando —pensó Duffy—. ¡Mira cómo se sacude la ventana!». Aureliano se levantó.
—Muchas gracias por vuestra ayuda en este asunto —dijo con rapidez, estrechando la mano de Duffy y empujándolo prácticamente hacia la puerta—. Os veré dentro de un mes o así.
—Bien —accedió Duffy, y se encontró un momento después en el oscuro rellano mientras la puerta se cerraba a sus espaldas.
«Menudo tipo más raro —pensó mientras bajaba a tientas por las escaleras—. Tengo ganas de ver si de verdad hay quinientos ducados en esta bolsa».
Al pie de las escaleras advirtió el aroma del licor rancio, y Bella se despegó de las sombras cuando llegó abajo.
—El pequeño eunuco os ha dado dinero, ¿verdad?
—Perdonad, señora —dijo Duffy—. Nada de eso.
—¿Por qué no os venís conmigo y nos vamos a beber vino a alguna parte? —sugirió ella—. Hay montones de cosas que os podría contar sobre él.
—No estoy interesado en él. Disculpad. Duffy la esquivó y salió a la calle.
—Tal vez os interese un poco de compañía femenina.
—¿Por qué iba a preocuparos eso? —preguntó él por encima del hombro mientras se marchaba. Ella le gritó algo con voz desagradable, aunque no llegó a entender las palabras.
«Pobre vieja —reflexionó—. Se ha vuelto loca por beber tanto licor italiano barato. Gritando cosas desagradables a los extranjeros y acosando a viejos raros».
Miró el cielo… Pasaba una hora o así de la medianoche. Pensó que ahora no tenía sentido volver a San Giorgio.
«Lo único que me espera allí es un casero, con toda la razón para estar enfadado conmigo porque no le he pagado el alquiler. Sería mejor que encontrara algún tipo de casa de huéspedes para pasar la noche, y así poder partir mañana temprano. Unas cuantas horas de sueño en una cama moderadamente limpia es todo lo que necesito. Ha sido una noche agotadora».
—A un lado, abuelo, estamos intentando descargar un barco.
Duffy miró ferozmente al joven estibador, pero obedeció y se apartó. La luz de la mañana brillaba sobre el agua como un puñado de monedas de oro recién acuñadas, y Duffy entornaba los ojos y se los frotaba con los nudillos. Le habían dicho que buscara una galera chipriota llamada la Morphou, que tenía que recalar en Trieste en el viaje de vuelta.
—Buscad una vela triangular con tres ojos tristes pintados —le había dicho un servicial egipcio—. Ésa será la Morphou.
«Bueno —pensó irritado—, no veo ningunos malditos ojos tristes. De todas formas, la mitad de los barcos tienen las velas recogidas».
Se sentó sobre una bala de algodón y contempló molesto la actividad de toda aquella gente ruidosa y completamente despierta que lo rodeaba. Niños de piel oscura, corriendo, gritándose entre sí en una mescolanza de lenguas mediterráneas y arrojando trozos de col a un mercader barbudo e indignado; marineros bronceados que se paseaban por los muelles, pretendiendo impresionar a las muchachas venecianas con sus monedas extranjeras y sus bellos jubones de seda; una anciana, de rostro de granito, vigilando con atención sus pescados ahumados, dispuesta tanto a sonreírle a un cliente como a darle un puñetazo en la oreja a cualquier posible ladronzuelo.
Duffy se había despertado al amanecer en un hostal de mala muerte, sintiéndose envenenado por el licor que había bebido la noche anterior, pero se animó al recordar la bolsa de tela y cómo, al abrirla bajo la luz de una farola, vio que en efecto contenía quinientos ducados.
«Y hay quinientos más esperándome en Viena —pensó—, si soy capaz de encontrar esa apestosa Morphou chipriota».
El canoso irlandés se puso en pie con esfuerzo… y un hombre situado en un balcón a unos cien pies detrás de él se agazapó y le apuntó con un arcabuz. Apretó el gatillo, el serpentín del arma giró y arrojó chispas a la cazoleta y un momento después el arma golpeó contra el hombro del individuo mientras disparaba la carga.
Un jarrón de cerámica estalló junto a la oreja de Duffy, rociándole la cara de vino barato y trozos de loza. Duffy dio un salto hacia atrás, aturdido, y se agazapó tras la bala de algodón, maldiciendo con todas sus fuerzas y forcejeando para desenredar la espada.
El tirador se asomó a la barandilla del balcón y se encogió de hombros. En la acera, dos hombres fruncieron el ceño con impaciencia, desenvainaron las dagas y empezaron a abrirse paso entre la multitud.
Duffy, ya en pie, empuñó la espada desnuda y miró ferozmente a su alrededor.
«Probablemente sea uno de esos indignados Gritti —pensó—. O los tres. ¡Después de la paciencia que demostré con ellos anoche! Bueno, pues esta mañana no pienso hacerlo».
Un hombre alto, con un sombrero de plumas, cuyo bigote parecía untado de aceite, se acercó al irlandés y sonrió.
—El que os disparó se escapa en esa barca —dijo, señalando.
Duffy se dio la vuelta, y el hombre saltó sobre él, golpeando con saña el pecho del irlandés con la daga. La cota de mallas que llevaba bajo el gastado jubón salvó a Duffy de la primera puñalada. Sujetó la muñeca del asesino con la mano derecha antes de que pudiera descargar otro golpe, y entonces, dando un paso atrás para ganar distancia, atravesó el muslo del hombre con la espada. El hombre del sombrero de plumas cayó de rodillas, pálido de dolor.
«Me marcho de Venecia justo a tiempo», reflexionó Duffy, aturdido. Advirtió con malestar que le temblaban las manos.
Los asustados mercaderes y estibadores habían echado a correr, así que advirtió de inmediato dos figuras corriendo hacia él. Uno de ellos era un desconocido, el otro era el joven Giacomo Gritti y ambos llevaban un cuchillo en la mano.
—¡Llamad a la guardia, por el amor de Dios! —gritó Duffy hacia la multitud, pero sabía que era tarde para eso. Enfermo de tensión, desenvainó la daga y se agazapó tras sus dos armas cruzadas.
El desconocido saltó por delante de Gritti, con el brazo dispuesto a descargar una sólida puñalada… y entonces sus ojos se abrieron llenos de dolorido asombro y cayó de cara, la empuñadura de la daga de Gritti asomándole entre los omóplatos.
Separados unos diez pies, Gritti y Duffy se miraron mutuamente durante un momento.
—Hay hombres esperando para mataros en la Morphou —jadeó Gritti—, pero el viejo mercante griego atracado al sur también se dirige a Trieste. Deprisa —dijo, señalando—, están recogiendo cabos ahora mismo.
Duffy se detuvo tan sólo para volver a envainar sus armas y dar las gracias con un gesto cortante y sorprendido, antes de echar a correr enérgicamente hacia el tercer muelle.