Con cuidado casi ridículo, el anciano le llevó la jarra de cerveza al otro hombre, todavía más viejo, que estaba reclinado en la cama junto a la ventana. Una mancha de barro seco estaba pegada a los pies.
—Aquí tenéis, sire —dijo, sirviendo el oscuro líquido en una copa de cerámica que el viejo rey había tomado de la mesa que estaba situada al lado de la cama.
El rey se llevó la copa a los labios y la olisqueó.
—Ah —suspiró—. Una remesa potente esta vez. Incluso los vapores son reconfortantes.
El otro hombre había depositado ya la jarra sobre la mesa, tras hacer a un lado una oxidada punta de lanza que había junto a la copa.
—Faltan unas pocas onzas —confesó—. Se coló aquí en la tarde de Pascua y robó un vaso. El rey la probó, y cerró los ojos embelesado.
—Ah, sí que es una buena cerveza. —Abrió los ojos y miró al otro hombre—. Bueno, no creo que podamos negarle una copa, Aureliano. Ciertamente, si tenemos en cuenta cómo están las cosas, no creo que se la podamos negar.