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Me tiraste un limón, y tan amargo,
con una mano rápida, y tan pura,
que no menoscabó su arquitectura
y probé su amargura sin embargo.

Con el golpe amarillo, de un letargo
pasó a una desvelada calentura
mi sangre, que sintió la mordedura
de una punta de seno duro y largo.

Pero al mirarte y verte la sonrisa
que te produjo el limonado hecho,
a mi torpe malicia tan ajena,

se me durmió la sangre en la camisa
y se volvió el poroso y áureo pecho
una picuda y deslumbrante pena.