El viejo volumen de EL RAYO QUE NO CESA publicado por José María de Cossío en el ya remoto 1949 contenía además otras poesías seleccionadas por el ilustre escritor y taurófilo santanderino. Al intentar una edición remozada y puesta al día del ya venerable volumen, un mejor conocimiento de la creación poética de Miguel Hernández, del sentido de aquel momento juvenil y de los textos hoy a nuestra disposición, nos sugiere algunas consideraciones y cambios.
Cossío incluía en su edición, como «importante contribución al estudio del poeta», un valioso borrador de sonetos amorosos, primitivo proyecto de libro ordenado bajo el título de El silbo vulnerado, que había servido de núcleo inicial del que surgió, con cambios y adiciones importantes, EL RAYO QUE NO CESA de 1936. La edición se completaba con una serie de poemas recogidos de la revista El Gallo Crisis, de Orihuela, que el crítico justificaba diciendo: «Aquella revista católica, a la que dio aliento y tono principalmente Ramón Sijé, el malogrado escritor a quien Miguel Hernández dedicara la conmovedora elegía que figura entre los versos de su libro, llegó a publicar hasta seis números y en todos ellos colaboró nuestro poeta» («Prólogo»). Tal vez estas poesías del período juvenil y católico del poeta de Orihuela, con los tres sonetos a María Santísima y otras obras de un trasfondo campestre y acentuadamente conservador —notemos que tampoco se olvida de recordar el auto sacramental—, era probablemente el tributo necesario que había que pagar a una censura que durante años había silenciado hasta el nombre de Miguel Hernández, muerto en una cárcel del régimen. Creo que estas tres partes del volumen se deben reproducir en un orden estrictamente cronológico para mejor comprender los orígenes, el desarrollo y el desenlace de la honda crisis psíquica, cultural e ideológica, que está en la raíz misma de la estructura, tono apasionado y vigor expresivo de EL RAYO QUE NO CESA y de su ciclo poemático. Sólo así podrá el lector abrir sus páginas con la información y el bagaje necesarios para una plena apreciación del mismo.
Esta poesía amorosa de juventud va surgiendo a partir de 1934. Se inicia con el soneto «Ser onda, oficio, niña, es de tu pelo», que el poeta —entre nervioso, tímido y decidido— entrega a su recién conocida Josefina bajo la dedicatoria «Para ti», ya que ella se negaba todavía a decirle su nombre[1], y alcanza cimas difíciles de superar con EL RAYO QUE NO CESA, lo más granado e intenso de una amplia obra que arranca de esta relación y que dedica plenamente a ella: «Todos los versos que van en este libro son de amor y los he hecho pensando en ti, menos unos que van a la muerte de mi amigo» (Carta de M. Hernández, 16 de febrero de 1936). La muerte de Ramón Sijé, y la conmovedora elegía que Miguel le consagra en enero de 1936, cierra, pues, este ciclo poemático.
Aunque la pasión amorosa es el hilo conductor de estos dos años de actividad poética, otros muchos ingredientes —religiosos, eróticos, culturales e ideológicos— se combinan para provocar una expresión cortante y erizada de tensiones que busca a tientas y con inevitables golpes en falso cómo plasmar su angustiosa crisis interior.
El período que transcurre desde Perito en lunas hasta la aparición de EL RAYO QUE NO CESA queda, pues, bien representado, en su rica y esencial variedad, en los poemas de El Gallo Crisis y de El silbo vulnerado. En ellos percibimos una gradual transición que va desde la octava real al soneto a través de la lira y de la silva; de la simbología y el conceptismo barroco de una visión católica del instinto amoroso como tentación carnal hacia la percepción del mismo como ímpetu vital de la sangre de una visión plenamente terrestre de la existencia. El poeta evoluciona de una poesía orientada hacia Dios, a otra dirigida exclusivamente a la mujer amada.
LOS POEMAS DE EL GALLO CRISIS
Miguel Hernández se mueve, en este momento, en la órbita de Ramón Sijé, estudiante de la Universidad de Murcia, amigo y maestro, que le orienta e invita a colaborar en la revista El Gallo Crisis, que se publica en Orihuela. Ésta logra sacar seis números desde el Corpus de 1934 a la Pascua de Pentecostés de 1935, y en todos ellos aparece la firma de Miguel. Allí cristalizan los ideales religiosos, sociales, políticos, literarios y artísticos del joven grupo de intelectuales oriolanos, a los que aglutina en torno a este proyecto el dinamismo y la superior inteligencia del también joven estudiante, al que solían llamar sus amigos «Pepito Marín». La revista recoge, pues, la inquietud espiritual y cívica de un núcleo de jóvenes católicos sensibilizados por la inseguridad y riesgos a que el advenimiento de la República estaba exponiendo los valores tradicionales. El cristianismo de Ramón Sijé se revela severo, ascético y combativo. Al desánimo, a la apatía muelle y la entrega a las exigencias de la carne, opone Sijé el «no del libre albedrío», como afirma en su artículo «La majestad del no». Esta actitud ascética cristaliza en textos de clara inspiración barroca en contenido y forma, textos de un barroquismo que es culminación del proceso renacentista y también momento cenital del catolicismo y de la monarquía española[2]. Miguel Hernández, al colaborar asiduamente en la revista, se integra en una atmósfera intelectual y en un círculo de amigos que le nutrirá espiritual y poéticamente durante un cierto período y que le servirá como «trampolín de lanzamiento».
De aquel clima cultural y teológico plenamente barroco, abrevado de sus lecturas del Siglo de Oro y de su entorno oriolano, luminoso, campestre y de gran riqueza sensorial, surgen estos poemas. En ellos confluye también la vivencia del paisaje manchego, con su severidad majestuosa de páramos e inmensos trigales, y la experiencia de la vida madrileña con sus ruidos y sobresaltos.
La visión teológica del paisaje y de las labores del campo comunica a su verso un aire de original inocencia. El pan eucarístico en su blancura («sombra blanca») eclipsa y revela a un Dios «para nuestro uso». El poeta invoca a la espiga de los campos que hace «deiforme» el trigo, ligando los más sublimes dogmas católicos con las preocupaciones cívicas y políticas del momento histórico de 1934 («ECLIPSE-celestial»). También en «PROFECÍA-sobre el campesino» recuerda a éste su participación en la preparación del misterio eucarístico:
¡tú!, que has sacado a Dios de los Trigales
candeal y redondo
para afearle las huelgas y el abandono del cultivo de la vid y del trigo, dirigiéndole severos reproches por dedicarse a incendiar cosechas y sembrar muerte, hechos que ocurrían con frecuencia durante el verano de 1934:
Se cosecha ceniza,
parvas de llamaradas,
en la Sagrada Forma de la era.
La exaltación teológica de las labores del campo y la metáfora eucarística no hacen sino acentuar el carácter sacrílego de esta profanación de la vida y de los trabajos del labriego, quien de hecho ha declarado la guerra a Dios cuando más bien debería buscar su alianza, si quiere convertir el campo en nueva tierra de promisión, como se sugiere en los últimos versos. A ello añade el poeta que tales odios, gritos de rebelión, reivindicaciones amenazadoras y la furia revolucionaria a que se alude con el emblema de «la hoz» y los «arcos acerados», no llevarán sino a provocar una mayor represión por parte de los que se sienten amenazados. Éstos reducirán al campesino a una mayor esclavitud: «para sacar de todo / más trabajos, más bueyes y más yugos». En las páginas de El Gallo Crisis la poesía se va comprometiendo con serios intereses políticos, como pone bien de relieve el hecho de que a este poema preceda una viñeta con la doble inscripción «Orden público» y «Reforma agraria». A. Sánchez Vidal considera la «PROFECÍA-sobre el campesino» como vastamente influida por «tesis típicamente sijenianas» y la entiende así:
frente a la reforma agraria laica, él propone una reforma agraria religiosa: lo que ha de hacer el campesino es ocuparse de la tierra con amor, considerando que, al laborar el pan y el vino, tiene el privilegio de trabajar a Dios, al ser éstas las especies eucarísticas. Hay que preguntarse si el poema no es una exhortación al abandono de la «huelga de la cosecha» propiciada por la izquierda de 1934 como respuesta a la orden gubernamental de expulsión de las tierras ocupadas temporalmente por los campesinos[3].
Si esto fuera así, Miguel Hernández, sin duda por sugerencia más o menos directa de Ramón Sijé, estaría participando activamente en las luchas sociales de su época adoptando posiciones que irónicamente serían las que muy pronto iba a condenar con gran decisión.
Esta bella visión teológica y eucarística del campo, de signo político claramente conservador, es la que nos revela también el sentido profundo de «LA MORADA-amarilla». Ésta es la meseta castellana con sus pastores, páramos, trigales y viñedos, con su pura espiritualidad y proximidad a Dios, como subraya en abundantes pasajes: «Sube la tierra al cielo paso a paso, / baja el cielo a la tierra de repente». Pero este utópico vergel paradisiaco se halla también amenazado por la revuelta de los campesinos:
… Esta Mancha manchega,
¿por qué? se desarrima
al cielo en este tiempo, y le da voces.
La religiosidad barroca y su tradición poética, que ávidamente devora Miguel Hernández, ha dejado ecos muy perceptibles en los tres sonetos «A María Santísima», donde el conceptismo teológico y el gusto abarrocado se reavivan poéticamente al soplo de un sentimiento de la naturaleza auténtico y vivificador. Las faenas del campo y el paisaje del entorno oriolano le proveen de imágenes apropiadas y sugestivas para aludir, con respeto y ternura, a sublimes misterios como la concepción virginal y el parto de María.
Es «El silbo de afirmación en la aldea» el que nos da los primeros indicios de que una sorda tormenta está a punto de desencadenarse en el alma de Miguel Hernández. Francisco Umbral, aunque preocupado por otros aspectos, vislumbra certeramente el dramatismo del momento:
Miguel se nos muestra desazonado en este poema, inquieto y con mala conciencia, perturbado por algo que quizá no acierta a razonar, y que atribuye a la estridencia de los metros y los tranvías. Pone en versos magníficos su ruptura con la ciudad, su afirmación en la aldea, pero no acabamos de saber claramente a qué responde todo esto[4].
Creo que sí podemos adivinar el porqué de estas hondas inquietudes. Publicado este «silbo» en junio de 1935, había sido escrito en diciembre de 1934, por lo que todavía revela una orientación católica y conservadora, a la que estábamos acostumbrados en prosas como ésta:
Y vosotros, hombres de la soledad, campesinos de Dios, buscáis la compañía de la ciudad mala… Los hombres urbanos, cultos, pero sin cultura campesina introdujeron en nuestras funciones las arañas que no pueden vivir si no es atadas a sus vicios brillantes, sus hilos que impiden el desarrollo de las plantas. Os han destetado del campo (La Verdad, Murcia, 8 de febrero de 1934).
La ciudad está comenzando a significar para Miguel las avanzadas ideas políticas y artísticas a que le llevan amigos madrileños como R. Alberti o P. Neruda, mientras que «la aldea» es Orihuela con Ramón Sijé y sus ideales de renovación católica. Los dos mundos se van haciendo incompatibles y están a punto de chocar en el momento en que se va a publicar este poema, como confirma una carta de Ramón Sijé escrita el 12 de mayo de 1935:
Tú me dices que Orihuela ahoga, amarga, duele, hiere con sus sacristanes y sus tonterías de siempre… Mas, Orihuela es la Categoría… Yo, por el contrario, no podré vivir nunca en Madrid. Te convendría, Miguel, venir unos días…
«El silbo de afirmación en la aldea» es un poema altamente revelador del momento que está viviendo el poeta, todavía indeciso entre dos mundos que le llaman a voces.
LOS SONETOS DE «EL SILBO VULNERADO»
José María de Cossío nos ofrece en su edición de EL RAYO QUE NO CESA de 1949, como borrador que proyectaba Miguel Hernández en 1934, «una porción de sonetos que luego no tuvieron cabida en el libro impreso» de EL RAYO de 1936 («Prólogo»). Son los que constituyen El silbo vulnerado, sobre cuyo contenido ha abundado la controversia[5]. Incluso en los casos en que esta colección nos ofrece los mismos sonetos contenidos en EL RAYO, su versión diferente y más primitiva resulta valiosísima por darnos claves muy reveladoras para conocer la trayectoria de estos poemas. Es, pues, El silbo vulnerado, que incluimos en esta edición, preludio y cantera de donde salen pulidos muchos de los sonetos que formarán EL RAYO QUE NO CESA, que publica José María de Cossió en 1949 y que también reproducimos aquí.
El término «silbo» del título de este libro tiene claras resonancias a San Juan de la Cruz y aquel verso de su Cántico espiritual: «el silbo de los aires amorosos». Hace también referencia a una serie de poemas así denominados: «El silbo de la sequía», «El silbo de las ligaduras», etc., en cuya escritura se ejercitaba el poeta por entonces. En este libro se combinan los ecos de la literatura mítica y un metaforismo de marca religiosa con el lamentar de la poesía pastoril y las heridas de amor tanto de los cancioneros como de la tradición petrarquista. El silbo vulnerado es en realidad el trino del pájaro en celo, canto que es expresión de la crisis total del amor, que como tal no puede menos de salir dolorido:
¡Ay!, todo me duele: todo:
¡Ay!, lo divino y lo humano.
Silbo para consolar
mi dolor a lo canario,
y a lo ruy-señor, y el silbo,
¡ay!, me sale vulnerado (PC, 289).
Para comprender plenamente cómo han ido cristalizando estos poemas como proyección de la honda crisis humana del joven poeta, M. Chevallier ha analizado cuidadosamente veintiún sonetos anteriores a El silbo, unos recogidos por D. Puccini y otros publicados por Losada, en cuya ambientación se suele aludir al frescor de la mañana, el cielo, la naturaleza y la vida pastoril. Dios está todavía muy presente en casi todos ellos, aunque hay algunos orientados hacia la amada. Pero también sorprenden otros por la ambigüedad o ambivalencia de su inspiración, que puede venir de Dios o de ella, desvelando la dolorosa batalla interior por la que ésta va a ocupar plenamente en El silbo el puesto que en estos sonetos todavía tiene Dios. La pena es en ellos «angustia cristiana de culpabilidad carnal», pero comprende todo tipo de pecado, incluida la vanidad; es, con frecuencia, «alejamiento de Dios o de la amada», quedando a veces indecisa la voz del poeta entre estas dos posibilidades. Esta pena impregna casi la totalidad de los poemas, mientras que son escasos los que inspiran alegría y disfrute del amor, contándose entre éstos «Ser onda, oficio…»[6]. El trasfondo teológico sigue impregnando la forma del lenguaje, si bien su contenido amoroso se va volviendo claramente profano y terrestre. El poeta lo formula claramente en el soneto «Trinar-de amor», recordando el fervoroso silbo del ruy-señor enamorado para concluir:
¿por qué no he de cantar en la exquisita
soledad de mi amor, a lo divino,
yo, un hombre humano, que a una humana adoro?
(PC, 331)
Las formas expresivas del amor religioso y místico que venía utilizando tras la huella de San Juan de la Cruz, ¿por qué no han de servir también para expresar la pasión encendida del amor humano? Es exactamente lo que va a ocurrir de manera lograda y plena en El silbo vulnerado.
Emociones, sentimientos y experiencias, se encarnan en este libro en imágenes sencillas, vigorosas y de sentido fácilmente descifrable. La fauna y la flora levantina prestan a la palabra el sello de lo primigenio y auténtico. La vida del huertano, a la orilla del río, dedicado a sus labores, le sugiere metáforas como la de la pena que cual arado se le va clavando en las entrañas. Las profundas heridas abiertas por el amor en el alma del poeta, sus estados anímicos, buscarán expresión en afiladas imágenes metálicas de cuchillos y puñales.
Miguel ha ido pasando paulatinamente de la angustia de vivir como pecado las tentaciones carnales, que le alejaban de Dios, hacia una valoración positiva del amor de mujer. En este momento «la pena» y la vida atormentada del poeta es también «mal de ausencia», pero no de Dios, sino de la persona amada. El amor divino ha sido sustituido por el amor humano.
Así ocurre en El silbo vulnerado, en que el interlocutor, cuando se dirige a una segunda persona, es siempre la amada. A ella le reprocha el olvido en que le tiene, que provoca en él un gesto de pena [1], le confiesa los deseos («las fatigas divinas») que le asaltan con sólo verla, la pasión que se desencadena cuando la contempla:
con esa leche audaz en apogeo
y ese aliento de campo con espigas [2].
El limón que juguetona le tira ella no hace sino encender más en él la «picuda y deslumbrante pena» del amor no satisfecho [5]. El poeta le reprocha su frialdad de «naranja helada» [8], confiesa que no halla sosiego sin sus besos [10] e intranquilo por la esquivez de ella a sus reclamos deja de invocarla con el apelativo «amor» para llamarla «contramor» [12]. La pena es en este libro ansias de verla y oírla, y es tal su obsesión de enamorado que al fin pide que Dios venga a serenarle de su angustia, siendo ésta la única vez, junto al silbo final, en que el poeta solicita la ayuda ultraterrena [16]. La pena es soledad y ausencia de ella [18, 21], que lo deja al atardecer «hecho una pura llaga» con un arado que se hunde en sus entrañas [17] o es el sufrimiento del poeta ante su presencia hostil convertida en «cardo» y amarga «tuera», «zarza» y «ola» huidiza [19]. Es esta pena la que le hace silbar cuando, hundido en su soledad, lanza como ruiseñor «el amoroso silbo vulnerado» [14]. Él sabe que sólo el amor de ella será «la tabla» y «el norte» que lo salvará de este naufragio [24]. El poeta está buscando soluciones terrestres a sus penas de enamorado con la única excepción de aquel grito de auxilio lanzado a Dios en el soneto [16] que, no obstante, resultaba ambiguo, pues la puntuación permite interpretaciones muy diversas.
Sin embargo, en la composición final de este libro, El silbo de las ligaduras, el poeta desesperado tal vez de una solución humana a sus angustias amorosas, se plantea, aunque sólo en forma interrogativa, como posible liberación de las esclavitudes y prisiones del amor humano, la salida ascética, tan presente en poemas de épocas anteriores, el recurso a Dios cuando todo lo humano falla. El poeta se pregunta cuándo quebrará las ligaduras carnales que le impiden volar hacia «el amor más puro», cuándo romperá con todo lo que le aprisiona a la tierra para atender solamente «al silbo del cielo». La respuesta es que sólo la muerte le liberará de la prisión del cuerpo y de sus impulsos eróticos. El poeta no ha querido cerrar esta colección sin plantearse de nuevo, y por última vez, la viabilidad de la solución teológica. Al encontrar cerrada la posible escapada sobrenatural llega inevitablemente a EL RAYO QUE NO CESA con la angustia del hombre que, abandonado a sus propias fuerzas, tiene que enfrentarse con los grandes problemas de la muerte y el amor. La ambigüedad de motivación de esta pena, que antes oscilaba entre el amor divino y el humano, ha logrado plena clarificación. El canto del poeta («silbo») se ha deslizado lentamente hasta convertirse en este libro en expresión de dolor y queja de un amor enteramente profano. Sin embargo, las preocupaciones y el sentimiento religioso no se hallaban muy lejanos y han dejado un último testimonio en El silbo de las ligaduras, que cierra esta colección de sonetos[7].
HERIDO POR EL RAYO QUE NO CESA
Llegamos con este libro a la culminación de la poesía amorosa de juventud, que es a su vez proyección de una honda crisis personal. El fuego y la pasión volcánica desencadenada cristalizan en perfectos endecasílabos y cultísimas estructuras de soneto clásico. El libro está concebido como un todo simétrico en el que destacan, por sus formas métricas excepcionales, su introducción («Un carnívoro cuchillo»), su momento cenital («Me llamo barro») y el final dramático («Elegía») como hitos estructurales. Un crítico ha llamado la atención sobre la peculiar distribución de sus composiciones: un poema largo, trece sonetos, otro poema largo, trece sonetos, una elegía larga y un «Soneto final» como colofón:
1 13 1 13 1 1
El tema amoroso ha logrado una estructuración severa y bien meditada[8]. Esta pasión ardiente encerrada en una estructura severa es lo que impresiona al gran Juan Ramón Jiménez cuando, en la Revista de Occidente, tiene la oportunidad de saborear una prueba de lo que era EL RAYO QUE NO CESA. Al tropezarse con la furia arrebatada del fuego y la desesperación, aprisionados en perfectos sonetos clásicos, no puede menos de escribir entusiasmado:
En el último número de Revista de Occidente publica Miguel Hernández, el extraordinario muchacho de Orihuela, una loca elegía a la muerte de su amigo Ramón Sijé y seis sonetos desconcertantes. Todos los amigos de la poesía pura deben buscar y leer estos poemas vivos. Tienen su empaque quevedesco, es verdad, su herencia castiza. Pero la áspera belleza tremenda de su corazón arraigado rompe el paquete y se desborda, como elemental naturaleza desnuda. Esto es lo excepcional poético, y ¡quién pudiera exaltarlo con tanta claridad todos los días![9]
Miguel Hernández va revelando en este libro, ya desde sus primeros versos, una rica interioridad poblada de inquietudes, a veces intensas y angustiosas, que nos recuerdan el período de grave crisis ideológica y estética en que se escribieron estos poemas. Fueron surgiendo entre 1934 y 1935, en que Miguel reside fundamentalmente en Madrid, con algunos viajes y frecuentes visitas a Orihuela. Son momentos de graves convulsiones sociales y políticas que afectan hondamente al joven poeta y provocan una crisis total de personalidad. Ésta, inevitablemente, va dejando constancia incluso en este libro de sonetos amorosos. Mientras escritos suyos de 1934 todavía revelan una visión religiosamente embellecida y transfiguradora de la vida del campesino:
Amenazad a la espiga y no al hombre con la hoz del filo grande. Que todo el aire sea una iluminación de cantares y azadas… Venid conmigo, hermanos; entre estos aires puros de almendras florecidas nos iremos robusteciendo finamente en Dios, por esta senda donde están sus huellas y sus analogías en paz[10],
en Los hijos de la piedra (1935), tras la revolución de Asturias, ya se ha cambiado esta actitud en una clara incitación a la revuelta[11]. Ideología y escritura experimentan hondos y radicales cambios, que el propio Miguel confiesa en una carta a don Juan Guerrero, que fue escrita probablemente en junio de 1935:
Ha pasado algún tiempo desde la publicación de esta obra [el auto sacramental], y ni pienso ni siento muchas cosas de las que digo allí, ni tengo nada que ver con la política católica y dañina de Cruz y Raya, ni mucho menos con la exacerbada y triste revista de nuestro amigo Sijé.
En el último número aparecido recientemente de El Gallo Crisis sale un poema mío escrito hace seis o siete meses [«El silbo de afirmación en la aldea», escrito en diciembre de 1934]: todo él me suena extraño. Estoy harto y arrepentido de haber hecho cosas al servicio de Dios y de la tontería católica…, estaba mintiendo a mi voz y a mi naturaleza terrena hasta más no poder, estaba traicionándome y suicidándome tristemente[12].
La terrible crisis es constatada también por Ramón Sijé, que escribe el 29 de noviembre de 1935:
Quien sufre mucho eres tú, Miguel. Algún día echaré a alguien la culpa de tus sufrimientos humano-poético actuales. Transformación terrible y cruel. Me dice todo esto la lectura de tu poema «Mi sangre es un camino»[13].
Y no es de extrañar, porque esta crisis total tiene ramificaciones en las más variadas facetas de su personalidad. En «Mi sangre es un camino», escrito en el otoño de 1935, antes de la aparición de EL RAYO, se vislumbra ya un amor no sólo profano, sino carnal, sexual, como fuerza vital que irreprimiblemente se desborda:
… ando pidiendo un cuerpo que manchar.
Hazte cargo, hazte cargo
de una ganadería de alacranes
tan rencorosamente enamorados (PC, 424).
Estamos muy lejos del amor espiritualizado, o a veces humano, que hallaba sus moldes expresivos en San Juan de la Cruz. La visión teológica y sobrenatural que sustentaba tanto su conservadurismo político como su percepción del amor como tentación carnal ha dado paso a una visión terrestre y material de la existencia, del problema social y del amor. Y este hecho es imprescindible para entender en su plenitud humana y poética EL RAYO QUE NO CESA. A. Sánchez Vidal señala las fechas y hechos que dan testimonio de tal cambio:
si en el verano de 1934 está escribiendo para El Gallo Crisis y publica su auto sacramental, en el de 1935 su producción va destinada a Caballo verde para la poesía y su teatro (Los hijos de la piedra), será el arranque de sus escritos de signo proletario (PC, LXXVII).
Es esta honda crisis y subversión interna la que nos puede ayudar a explicar los chocantes desequilibrios formales y de contenido de EL RAYO. Como he formulado en otro sitio:
En año y medio ha tenido lugar un vuelco total de sus actitudes, y en esta atmósfera de inestabilidad y de reconsideración permanente de las bases de su existencia han ido cuajando los sonetos de su ciclo de poesía amorosa. Esta insatisfacción y desequilibrio interno le empujarán a una búsqueda sin tregua: metáforas vegetales, campestres, imágenes metálicas, sangrantes, tiburones, toros, islas. El libro está henchido de tensiones, la pasión explota a veces, el sentimiento «rompe la cáscara» en expresión juanramoniana, la pena se clava como un aguijón y la desesperación le sobrecoge. De una poesía enraizada en la tradición literaria se va deslizando a las osadías de la expresión impura y desgarrada, de un amor místico-religioso se evoluciona a un erotismo pasional y carnal. Y es que en la raíz de esta crisis está el amor como experiencia y urgencia personal que choca con las barreras de una moral provinciana. Lo estético y lo ideológico se funden en esta crisis que conmueve toda la personalidad hernandiana[14].
El poeta católico del período oriolano se ha trocado en el apasionado cantor del amor profano, y según M. Chevallier: «La oración a Dios se cambia en súplica y alabanza a la amada»[15], como prueba el cotejo de unas estrofas. Si la versión de El silbo dice:
Que venga, Dios, que venga de su ausencia
a serenar la sien del pensamiento
que me mata con su eterno rayo [16],
en EL RAYO aparecerá así:
Quiero que vengas, flor desde tu ausencia
a serenar la sien del pensamiento
que desahoga en mí su eterno rayo (12).
Se ha resaltado, tal vez demasiado, apoyándose en datos biográficos, la base de experiencia personal, de vivencia humana y pasión arrebatada, que impregna el verbo encendido y la metáfora vigorosa de estos sonetos y los pone al rojo vivo. Vivencias reales, gracias al soplo transfigurador del genio, cristalizarían en estructuras métricas impecables. Pero creo que, para no dar una visión simplista o distorsionada, conviene no olvidar que hay también toda una rica tradición poética que pesa considerablemente sobre este libro. Además de otros elementos, clásicos o barrocos, de Garcilaso o de Quevedo, recordemos que los de EL RAYO no son poemas de amor, son poemas de un amor rechazado, de las angustias que causa el amor cuando una moral provinciana deja incompleta la relación amorosa, cuando la mujer que despierta los deseos y que podría saciarlos se resiste ahogando los poderosos instintos de la vitalidad y de la sangre y convirtiéndose en tormento. De ahí las tentaciones de suicidio y la proximidad de la muerte, pues como dice M. Chevallier: «la pena del amor evoluciona hacia una desesperación más lúcida pero más definitiva»[16]. Todo esto es cierto, pero recordemos también la rica intertextualidad de la tradición pastoril y petrarquista que ha nutrido el espíritu curioso y voraz del cabrero poeta. Don Luis Almarcha nos dice que él le prestó «a Virgilio traducido por fray Luis de León», y sabemos que lo que éste tradujo fueron las Églogas y las Geórgicas. Miguel leyó también los poemas bucólicos de Garcilaso, como nos demuestra su «Égloga». Lo pastoril le atrae particularmente porque es para él experiencia personal y vivencia de lector que le sugiere abundantes poemas: «Pastoril» (PC, 5), «ÉGLOGA-nudista» (PC, 205), «ÉGLOGA-menor» (PC, 261), «CÁNTICO-corporal» (PC, 228), como inversión del «Cántico espiritual» de San Juan de la Cruz, «Égloga» (PC, 431).
Se pueden aducir abundantes versos que podrían sonar a ecos de conocidas escenas o a ambientes propios de la vida pastoril. Si la experiencia vivida los hace más convincentes, hay que recordar, no obstante, que la literatura bucólica ya había consagrado todos estos objetos, flores, frutos y ambientes, prestándoles un barniz lírico que el poeta aceptaba sin la menor vacilación:
Me tiraste un limón, y tan amargo… (4)
Mi corazón una febril granada (5)
Yo te libé la flor de la mejilla (11)
Besarte fue besar un avispero (20)
y en otros muchos casos como en los sonetos 7, 9, 11, 14, 18, 20, 25, 26, 28.
William Rose es el que mejor ha notado esta vieja tradición pastoril en que se mueve no sólo la obra, sino la misma vida personal de Miguel Hernández, y señala los posibles ecos de la vieja tradición bucólica en abundantes obras de Miguel Hernández y en EL RAYO[17]. Recuerda el tópico de presentar a la pastora esquiva como fría y cruel, lo mismo que hace Miguel: «Tu corazón una naranja helada» (5). Si pastoras como la Diana de Montemayor o la Galatea de Cervantes son ejemplo de costumbres puras, también la amada de Miguel es de una limpieza indiscutible:
Te me mueres de casta y de sencilla:
estoy convicto, amor, estoy confeso
de que, raptor intrépido de un beso (11).
El tono desesperado y los deseos de muerte ante las heridas del amor, como aparecen en la «Égloga»:
Me da cada mañana
con decisión más firme
la desolada gana
de cantar, de llorar y de morirme.
Me quiero despedir de tanta pena…
y quiero ahogarme por vivir contigo (PC, 433)
es un claro eco de los lamentos de las églogas de Garcilaso y de las quejas de Damón en la Égloga VIII de Virgilio. Si bien podemos constatar variantes entre los pastores bucólicos y los lamentos amorosos del poeta cabrero, el tema del amor frustrado, las heridas y la desesperación de enamorado, es una constante de la tradición pastoril. Renato Poggioli lo ha notado resaltando facetas plenamente aplicables a las quejas de Miguel en EL RAYO:
El amor… puede quedar insatisfecho, aun cuando es correspondido: cuando es la moralidad pública, o los lazos del honor o del deber, más bien que la inconstancia o la indiferencia del corazón lo que impide a la amada ceder a las súplicas de su amante. El amor nació libre, pero familia y sociedad aprisionan a esta criatura alada en una jaula dorada. Con frecuencia la poesía pastoril no es sino una voz de protesta contra el poder de la sociedad para sustituir los goces por las frustraciones del amor[18].
Estos mismos sufrimientos del amor son los que comprueban los poemas de tono surrealista y de sexualidad y erotismo desbordados que siguen a EL RAYO, y ciertas cartas de Miguel, como aquella en que afirma: «por eso me gustaría tenerte aquí en Madrid, porque aquí no se esconde nadie para darse un beso» (Carta a Josefina, 1935). De modo que la rica intertextualidad pastoril, que tanto abunda en lamentos de amor frustrado, se ha sumado a las experiencias de la vida real y a las presiones sociales, que impiden la unión de los amantes, para prestar a estos sonetos ese singular sabor a un bucolismo que nos es familiar y a la espontánea experiencia de algo vivido. Miguel se halla ya perfectamente anclado en la tradición pagana de Garcilaso y en el ideal de un «anarquismo erótico absoluto» típico del pastor virgiliano y de la revuelta moral de la República. Como dice W. Rose: «al eliminar las resonancias de la tradición pastoril cristiana, coloca el libro en la tradición pagana»[19]. En ello tenían que desembocar sus experiencias vitales del Madrid de los años treinta y sus lecturas que ya no iban guiadas por Ramón Sijé, el defensor de ideales neocatólicos. Desde este momento (enero de 1936) las colaboraciones del poeta se las disputan Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset y Unión Radio Madrid. EL RAYO QUE NO CESA es el libro que convierte a Miguel Hernández en una de las voces poéticas más auténticas de su tiempo, tan rico en figuras cimeras de las letras y de la poesía.
JUAN CANO BALLESTA