Todo proceso humano exento de control y relacionado con el impulso posesivo no tiene freno ni posibilidad de autorregulación. Siempre hay alguien dispuesto a coger el relevo y avanzar un paso más por el sendero de la ambición incontrolada. Desde que la Bolsa de Chicago, dedicada a la especulación alimentaria, introdujera en 1975 el primer contrato a futuro, el juego especulativo establecido por encima de la economía real se ha convertido en una timba cubierta con el manto de la falsa dignidad. Hoy es posible apostar, además de por materias primas, por la paridad monetaria, por la evolución del petróleo, por índices bursátiles y por multitud de productos cada vez más sofisticados. En esencia, se apuesta sobre el porvenir de millones de personas, de la misma forma que se hace en las carreras de caballos o en cualquier evento deportivo. Para conformar este proceso —que lejos de aportar nada positivo nos ha abocado al colapso financiero—, ha sido indispensable la contribución de unos bancos de inversión que, hasta finales de los ochenta, habían guardado la compostura, pero que, cegados por el afán de lucro y envalentonados por la liberalización financiera y la relajación de los controles institucionales, se dedicaron a la confección de unos productos contaminados, que actuaron de detonante de una larvada crisis sistémica de imprevisibles consecuencias.
Tuve ocasión de seguir este proceso degenerativo desde mi atalaya profesional, obligado a degustar lo agridulce.
Contemplé los primeros pasos de una banca de inversión, firmemente decidida a constituirse en catapulta de una sociedad española financieramente analfabeta. Saboreé en plenitud profesional la progresiva consolidación en una etapa dorada y finalmente descubrí los registros más tenebrosos de la condición humana, cuando se ve tentada por la ambición de poder y la obsesión por el dinero. A principios de los noventa, ya era evidente la evolución a peor de un mundillo financiero conectado a unas Master of Business Administration, que empezaban a defender, sin el menor rubor, que los objetivos empresariales no debían verse coartados por interferencias éticas, enseñanzas que culminaron en la doctrina neocón. Era el anuncio de la nueva deriva por la que iban a discurrir las finanzas mundiales, cuyas consecuencias estamos hoy sufriendo, sin que nuestros comisionados manifiesten el menor propósito de enmienda.