Pontífices de una hipocresía
El debate suscitado en torno a las agencias de rating, asimilable al del huevo y la gallina, sintetiza en sí mismo todos los problemas que inciden en el mundo de las finanzas. ¿Quién vigila al vigilante? Y, a su vez, ¿quién vigila al que vigila al vigilante? De resolverse tal disyuntiva, habríamos dado con la piedra filosofal, aplicable no solo al ámbito de las AR, sino a todos y cada uno de los estamentos financieros. No existen discrepancias sobre la necesidad de contar con unas agencias de rating auténticamente independientes y obligadas a responder de sus diagnósticos, en el caso de que se manifiesten falaces, pero en cuanto se diluye el último escándalo nadie mueve un dedo para que esta aspiración se transforme en realidad. Únicamente se habla de regeneración cuando se produce un fiasco empresarial de grandes dimensiones o se cruza una crisis en el camino. Las agencias de rating se durmieron en los laureles y las tres que conforman la «santísima trinidad» entraron en profundo sueño rem al constatar que, con el paso del tiempo, sus calificaciones habían adquirido dimensión dogmática. El emisor de títulos no es para las agencias de rating un cliente al que deben cuidar; entienden que es el cliente en su caso quien debe de estarles agradecido, por el hecho que se dignen concederle una calificación aceptable. Cualquier emisor, sea público o privado, ha precisado hasta ahora, más que del aire que respira, de una buena calificación para colocar con garantía de éxito sus productos financieros. Especialmente con los activos de renta fija, se produce un efecto perverso, ya que los fondos de inversión y de pensiones están condenados a conformar sus carteras, en función de la calificación que las agencias otorgan a cada emisión. Por idéntica razón, cuando se produce una rebaja del rating de cualquiera de ellas, los gestores de estas entidades se ven empujados a vender, a pesar de que el precio de venta quede por debajo de su fundamental. El efecto se retroalimenta por hallarse el subsiguiente y potencial comprador institucional sujeto a idénticas limitaciones, lo cual provoca por simpatía el desplome de las cotizaciones.
En el caso de los bancos, el fenómeno adquiere tintes surrealistas, ya que existen bonos gubernamentales cuyo rating a efectos regulatorios de capital computa a riesgo cero; es decir, que estas entidades pueden adquirir ilimitadamente bonos gubernamentales sin que el regulador exija capital a cambio. De esta forma, se ve incentivada la acumulación de estos bonos en sus carteras, aumentando su apalancamiento y acentuando su riesgo sistémico. Las consecuencias las vimos gráficamente no hace mucho con el derrumbe del banco franco-belga Dexia —una de las mayores instituciones mundiales en la financiación del sector público—. Para quienes no estén muy versados en apalancamientos y riesgos sistémicos, sepan que este tipo de actuaciones tiene como consecuencia directa la estrangulación del préstamo al sector privado, propiciando la esclerosis de la actividad económica. Paralelamente, se produce el desarme moral de los gobiernos para exigir a los bancos que abran el grifo del crédito. Tales interdependencias explican la postura de las tres agencias de rating situadas por encima del bien y del mal e inmunes a las fundamentadas críticas sobre su arbitraria actuación. Debieran haber visto restringido su papel al de auditores ilustrados, pero por intereses espurios se les ha permitido constituirse en árbitros inapelables; alguien creó un monstruo y ahora se queja de que le muerda. La indolencia manifestada por la clase política para liberarse de sus dictados lleva a sospechar que son oscuros intereses los que en última instancia aconsejan mantener el actual estatus, utilizando los dictámenes de las agencias para inducir movimientos de los mercados en beneficio de unos pocos. Parece incluso que el poder de los valedores de las agencias de rating excede al propio FMI, que las criticó abiertamente al incluir en octubre de 2010 un capítulo en el World Economic Outlook titulado «Usos y abusos de las agencias de calificación». Jean-Claude Juncker, presidente del Eurogrupo, y Jean-Claude Trichet, anterior presidente del Banco Central Europeo, calificaron la actuación de estas agencias de «irracional». No es para menos, si atendemos al reciente historial de sus dictámenes: WorldCom, Parmalat, Enron, AIG, Goldman Sachs, AMRO, Dubai Investments, Lehman Brothers; todas ellas, calificadas como AAA o AA por las agencias norteamericanas el día anterior a su quiebra.
Como cualquier otra empresa, el objetivo de las agencias de calificación es ganar dinero. Sufrieron un virtual descrédito con el estallido de la crisis financiera y, a partir de entonces, diseñaron su estrategia corporativa, apostando descaradamente por la huida hacia delante. Optaron por lavar su imagen, rebajando indiscriminadamente los ratings y convirtiéndose en abanderadas de un rigor financiero que, poco antes, ellas mismas habían hecho saltar por los aires. Puede decirse que disfrutan de un impermeable desprestigio, ya que su preocupación es escasa al comprobar que la pésima imagen no repercute en absoluto en sus resultados. Tanto Moody’s como Standard & Poor’s alcanzaron en el primer semestre de 2011 una facturación récord y un incremento cercano al 50% de su beneficios. A su puerta, se agolpaban centenares de empresas e instituciones, suplicando una mísera calificación «B» para poder captar algo de dinero, al encontrarse totalmente desecados los cauces bancarios.
Las agencias de rating iniciaron su andadura hace más de 100 años trabajando en un primer momento para los inversores, pero cayendo enseguida en la cuenta de que ganarían más dinero calificando a los emisores. Ya es sospechoso que su ranking no venga determinado por su capacidad profesional, sino por su antigüedad. En el mundo coexisten alrededor de 70 agencias de rating. La Comisión de Bolsa y Valores de Estados Unidos (SEC) tiene reconocidas una decena de ellas, pero el 92% del negocio se lo reparten entre Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch, superando los 2.000 millones de beneficios anuales.
Aunque Standard & Poor’s se constituyó a mediados del siglo XIX, adquirió su mayor relevancia a principios del XX, coincidiendo en 1907 con la quiebra de Knickerbocker Trust Co., que hizo perder a la Bolsa de New York la mitad de su valor. Este es el ranking por orden de importancia en el que el mayor mérito corresponde a la antigüedad:
1860: Standard & Poor’s - EE.UU.
1909: Moody’s - EE.UU.
1913: Fitch - EE.UU.
1976: DBRS (Dominion Bond Rating Service) - CANADÁ
1994: DGCR (Dagong Global Credit Rating) - CHINA
1995: Egan-Jones (EJR) - EE.UU.
A las agencias menores, no les quedaba otra, que reiterarse en el rigor y ser más papistas que el Papa. Egan-Jones tuvo el valor de rebajar en julio de 2011 —con solidez de argumentos— la calificación de la deuda de EE.UU. de AAA a AA+. Consiguieron que se hablara de ellos e incluso que algunos descubrieran su existencia, pero acabaron pagando su osadía con el descabezamiento de su cúpula. ¿Acaso S&P, Moody’s y Fitch no tenían la misma calculadora? Probablemente su veteranía las convierta en más patrióticas. La que tenía la calculadora bien engrasada fue la china DGCT, que decidió dar un paso más al rebajar la calificación de la deuda de EE.UU. hasta A+, pero poco importa; lo más fácil del mundo es desprestigiar a los chinos, identificándolos con el todo a cien, ¡cómo se atreven a darle lecciones al tío Sam! Cualquier persona mínimamente informada sobre cuestiones económicas sabe que un país como Estados Unidos, con un nivel de deuda que supera el 100% del PIB y con tres guerras no declaradas —que han supuesto un gasto superior a los tres billones de dólares— no puede tener mejor calificación que Canadá, cuya deuda no supera el 35% de su PIB. Otra cosa bien distinta es que la quiebra de EE.UU. sea en la práctica imposible, al emitir su deuda en dólares e imprimir la moneda que mueve al mundo, lo que nos llevaría al debate de si es mejor estar financieramente saneado o ser un gigante.
Picaresca financiera y riqueza virtual
El mundo de las finanzas ha perdido la razón y todos estamos un poco locos por permitirlo. «Locura es repetir una y otra vez lo mismo, esperando resultados diferentes». No lo digo yo; lo dijo alguien infinitamente más cualificado apellidado Einstein. Pocas cosas existen que ayuden a corroborar tanto el efecto mariposa y la teoría del caos como la economía financiera.
Sorprende a la mayoría que el efecto provocado por el estallido de la crisis hipotecaria estadounidense pudiera repercutir de forma tan contundente y en tan corto espacio de tiempo, en todos los rincones del planeta. Sucede que determinadas decisiones políticas, que en ocasiones pueden pasar desapercibidas, son potencialmente susceptibles de pervertir gravemente el sistema. Alguien tan aparentemente inocuo como Bill Clinton fue determinante en este sentido, al plegarse a las exigencias de los grupos financieros de presión norteamericanos, dando luz verde a un diseño que tendría graves consecuencias al actuar como plataforma de posteriores desmanes bancarios, que actuaron como detonantes de la crisis. Por supuesto que no me refiero a cuando hizo un frívolo uso del habano con la complicidad de Mónica Lewinsky, sino cuando derogó la ley que exigía la separación entre banca comercial y banca de inversión. El modelo español, por su parte, mantuvo siempre esta aparente independencia, aunque, fiel a su tradición picaresca, se manifestara tan solo como una simple separación de habitáculos, ya que la gran banca comercial siempre ha ejercido un control absoluto sobre sus filiales de inversión. No se persigue en el caso español, ni mucho menos la transparencia, sino el curarse en salud ante la previsible eventualidad de que pueda destaparse algún escándalo financiero. Llegado el caso, el banco matriz se reserva así la facultad de escindir a su filial contaminada o, en caso extremo, disolverla.
Existe una diferencia fundamental entre la banca de inversión española y la anglosajona —especialmente la norteamericana—. Allí las entidades dedicadas a este menester son (o eran) grandes instituciones autónomas de ámbito multinacional y algunas de ellas con actividad centenaria. España se encontraba antes del crash en una etapa post-iniciática y en situación de éxtasis permanente ante el fulgurante modelo de Wall Street.
Es práctica común que los bancos de inversión incluyan en las carteras gestionadas de sus clientes uno o dos títulos de conveniencia denominados en el argot «marmolillos». Suelen ser activos de cosecha propia y, en cualquier caso, de escasa solvencia y dudosa viabilidad. Dos pueden ser las motivaciones que lleven a incluirlos en las carteras administradas: intereses de grupo o altas comisiones de colocación. Repasemos el detalle de las comisiones percibidas por las entidades de inversión, de sus clientes de cartera de valores:
Pasa igualmente inadvertido el cobro de comisiones a los participes de un Fondo de Inversión, al ser estas deducidas internamente, en concepto de comisiones de gestión. De ahí que la inmensa mayoría de fondos garantizados jamás generen los resultados previstos, neutralizando las comisiones buena parte de la rentabilidad destinada a los partícipes.
La palabra clave y en ocasiones letal para el incauto inversor es «diversificación». Se esgrime con profusión este concepto, cuya recta aplicación persigue minimizar el riesgo de la inversión, pero, en más ocasiones de las deseables, se prostituye tal finalidad, atomizando innecesariamente la estructura de las carteras y allanando así la posibilidad de incluir los preceptivos «marmolillos». Tan viciada práctica, no suele plantear mayores problemas en situación de alegría bursátil. Si las carteras se diversifican con una docena de valores y diez de ellos presentan revalorización —fracasando los «marmolillos», tal como era de prever—, el balance final es satisfactorio y todos tan contentos. El conflicto aparece cuando nos enfrentamos a un escenario de crisis bursátil; los valores con cotización normalizada empiezan a generar minusvalías, mientras los «marmolillos» las triplican y en ocasiones se muestran totalmente invendibles. En el caso de que sea factible su venta, siempre queda el recurso de consolar a los clientes, diciéndoles que podrán compensar fiscalmente las minusvalías que se les haya provocado.
Existe una diferencia abismal entre el primitivo BANIF —cuna de la mejor tradición de banca de inversión inspirada en el modelo europeo— y el que se ha convertido hoy, en una franquicia ideológica del peor modelo yankee. La tradición de BANIF se fraguó al amparo del grupo Europartners y con un enriquecedor intercambio de experiencias. Los códigos de actuación interna consensuados con las divisiones de banca de inversión de Commerzbank, Banco di Roma y Credit Lyonnais, avalaron la época dorada de una institución cuya filosofía ha sido sustituida en los últimos años por el mero afán de lucro. Nada tiene que ver el asumir una puntual pérdida en renta variable —inherente al riesgo—, que hacerlo con unos títulos de renta fija como los de Lehman Brothers o Madoff que se vendieron a los clientes como garantizados. La entidad colocadora es la responsable de que tal garantía sea cierta; para ello, cobra una jugosa comisión que no se justifica por ningún otro concepto. Necio sería quien, para obtener una modesta rentabilidad, arriesgara la pérdida de todo su capital.
A lo largo de mi trayectoria profesional he podido constatar algunas paradojas. Una de ellas es que, a partir de un cierto límite, el dinero deja de ser moneda para convertirse en unos apuntes recogidos en un extracto de cuenta. Hay gente que pasa a mejor vida y durante años lo único que han visto de su amasada fortuna ha sido movimientos y saldos contables reflejados en unos extractos bancarios. Cuando desaparezca el soporte papel —objetivo en el que están empeñadas las entidades financieras—, se habrá dado un paso de gigante hacia la definitiva riqueza virtual.
En el fagocitado Banco Central-Hispano, se hizo famosa una clienta que era objeto de generalizada y subterránea chanza por parte del personal, debido a que cada mes acudía puntual a la ventanilla de caja y pedía que le dieran todo el dinero que tenía en su libreta de ahorro. Después de contarlo minuciosamente y comprobar que el importe coincidía exactamente con el saldo anotado, lo entregaba de nuevo al cajero para que lo volviera a ingresar. En el fondo, aquella buena señora reaccionaba inconscientemente ante una potencial amenaza y mostraba tener más previsión de futuro que sus sonrientes detractores, ajenos al peligro que les acechaba de ser sustituido por una máquina digital. La señora en cuestión era de derechas de toda la vida y tenía como todo el mundo sus fobias y sus filias; ni les cuento cómo se puso el día que entró en su oficina y la vio toda pintada de rojo y además le habían cambiado al cajero de toda la vida.
Justicia subordinada
No vamos a descubrir a estas alturas que la prueba del algodón para medir la salud democrática de cualquier Estado es la real y visualizada separación de poderes. Se hace difícil poder demostrar que sean prevaricadoras sentencias que ofenden al sentido común, a no ser que por un exceso de confianza los guardianes de la ley se excedan, extorsionando a los ciudadanos —tal como sucedió con el juez Pascual Estevill—. Es grotesco que el Consejo General del Poder Judicial actúe de juez y parte y, en general, castigue a los oficiosos prevaricadores con la suspensión temporal del cargo o con un simple cambio de jurisdicción. Estevill no fue el único magistrado corrupto de las Españas; fue al que se le pilló con las manos en la masa; perdió el norte, organizando —en connivencia con el catedrático Piqué Vidal— una trama judicial que sufrió filtraciones, impidiendo que, por una vez, sus corporativistas colegas pudieran seguir haciendo la vista gorda.
Pascual Estevill no fue cliente de BANIF; depositaba el producto de sus extorsiones en Lloyds Bank. Sí lo fueron, en cambio, otros magistrados que durante años ingresaron respetables cantidades de dinero negro en pagarés del Tesoro, en primas únicas o en cesiones de crédito. No puedo asegurar con certeza la procedencia de sus recurrentes caudales, pero es un hecho que las cantidades aportadas superaban con creces su salario y no se les conocía otra actividad que justificara aquellos emolumentos.
Juez, Luis Pascual Estevill. La única persona en España que puede presumir públicamente de haber extorsionado con éxito a un banquero (Alfonso Escámez).
Hay cosas que solo pueden suceder en un país PIG como España. ¿Qué se podía esperar de un pastor de cabras como Pascual Estevill, que a los veinte años leía con dificultad y que en 1971 se había presentado a Procurador en Cortes por Tarragona? La peculiar democracia española lo consagra, nada menos, que como vocal de su Consejo General del Poder Judicial. Es la síntesis y el genuino representante de los monstruos que es capaz de generar un régimen político pactado con la dictadura y cuyas servidumbres y carencias democráticas —en todos y cada uno de sus estamentos— son ignoradas por una sociedad que en el fondo se avergüenza de haberlas auspiciado de forma irreversible. Si algo tienen en común Estevill y Piqué Vidal —además de un absoluto desprecio por la justicia— es que no son tontos. No se iban a lanzar a organizar una trama judicial de estas características sin antes asegurarse de que se movían en un terreno abonado de corrupciones que garantizara el éxito de su negocio. No es casualidad que lanzaran sus anzuelos en empresas como Asland, Macosa o Fecsa controladas por la gran banca, dedicando especial atención al más franquista y permisivo de sus presidentes (Alfonso Escámez).
En plena transición, ejercía de Fiscal Jefe de la Audiencia de Barcelona un individuo proclive a algunos vicios entre los que sobresalía el del juego. Vamos a dejarnos de subterfugios; era un ludópata de tomo y lomo. Cliente habitual del casino de Sant Pere de Ribes y buen cliente de dinero negro de BANIF. Un día que había sufrido un descalabro en el bacará, le pidió con carácter particular un préstamo de dos millones de pesetas a su gestor de cuentas —miembro de una acomodada familia—. Pasaba el tiempo y no saldaba la deuda. El gestor era licenciado en Derecho, pero desde que terminó la carrera jamás había ejercido. El ilustrísimo fiscal de la mano agujereada le propuso que —para saldar la deuda— le conseguiría un nombramiento de magistrado suplente. Se presentaban ocho candidatos para cubrir nueve plazas y el aspirante no tuvo que hacer frente a oposición ni prueba alguna de aptitud. Por Real Decreto publicado en el BOE, el gestor financiero se convirtió de la noche a la mañana en magistrado de la Audiencia. El absentismo de los titulares de los distintos tribunales era algo más que un hábito y sus actuaciones como magistrado suplente se multiplicaron en el tiempo. Actuó como ponente en varias causas y llegó a juzgar a la remanguillé, delitos de sangre de delincuentes como el Vaquilla. El ilustrísimo ludópata pasó con los años a mejor vida, pero un puñado de magistrados suplentes apadrinados por él siguieron ejerciendo con el único mérito de haberle hecho algún favor. Vivimos en un país en donde gobierno y oposición se pelean constantemente por las causas más peregrinas, mientras que el control democrático sobre estamentos clave no pasa de ser una quimera. Nos guste o no, la sociedad en su conjunto es responsable subsidiaria de estos desmanes y, más pronto que tarde, pagará caras sus servidumbres a la indiferencia.
Durante años tuve de compañero de profesión a un personaje pluriempleado. Complementaba su jornada laboral en BANIF con la fiscalía de cuatro importantes localidades, además de ostentar la Presidencia de la Cruz Roja y con tiempo sobrado para cumplir religiosamente con todos sus compromisos con el Opus Dei. Va a ser difícil que alguien haga variar mi opinión respecto a cómo funcionan las cosas en España y concretamente en el ámbito de la justicia. Lo que me llama poderosamente la atención es que la gente se sorprenda de haber llegado a donde hemos llegado y se rasguen las vestiduras con cada caso que adquiere dimensión mediática. Multiplíquenlos por diez mil y tendrán una idea aproximada de los casos que no tienen acceso a las páginas de los periódicos.
¿Realmente alguien pensaba que una Administración de justicia, heredera de una dictadura y gestionada desde el principio por tenebrosos jueces y fiscales, pudiera redimirse de forma espontánea? El relevo generacional se ha producido, pero gracias al impenetrable corporativismo sus tics se han mantenido inalterables entre las nuevas promociones. El estamento judicial será, sin duda, el último reducto del «nepotismo ilustrado» en el caso de que este país se libere algún día de los nexos espirituales que le ligan a su reciente pasado. Existen cientos de pruebas en este sentido; el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo condenó en 2011 al Estado Español a indemnizar a un tal Arnaldo Otegui, porque el Tribunal Supremo le impuso un año de privación de libertad, por afirmar que S.M. el rey era el jefe de los torturadores. Ocurre que entre los integrantes de las altas instancias del Estado, tampoco sobra inteligencia y lo que no pasaría de ser una simple anécdota, se transforma en el implícito reconocimiento por parte del más alto tribunal europeo, de que en España se sigue torturando a la gente. Lo que en cualquier país civilizado provocaría una crisis de gobierno, aquí no ha producido ni tan siquiera, el menor debate político ya que todo el mundo da por sentado que el afectado es más malo que la tiña y se merecía un mayor castigo. Es por otra parte la propia Constitución, la que determina, quien es el jefe supremo de todas las Fuerzas Armadas, torturadores incluidos.
El «Gran Sanedrín» no podía dejar de controlar un elemento tan estratégico como es la judicatura. A una señal suya, sus peones afectos funcionan como un banco de pirañas. Cuando alguno de sus colegas es señalado, se muestran implacables. El juez Garzón se atrevió a tocar la fibra más sensible, arrogándose la potestad de investigar los crímenes del franquismo. De mirarse con lupa la trayectoria de cualquier juez o magistrado con años de servicio, la mayoría podrían ser procesados por cohecho impropio y el resto por prevaricación. En esta ocasión, le tocó el turno a Garzón, pero cualquiera de sus colegas podría ocupar su lugar en el caso de ser señalado. Mientras, a la sociedad española no parece preocuparle en exceso este tipo de arbitrariedades; los medios serios del mundo, como The New York Times, calificaban el hecho de «ofensa contra la justicia y la historia». De la misma forma que he criticado los puntos débiles de EE.UU. y especialmente la funesta actuación de algunos de sus presidentes, es de justicia manifestar que la prensa de aquel país es probablemente la única del mundo a la que se puede considerar genuinamente libre y democrática y el más eficaz contrapeso de los excesos de sus políticos, financieros y jueces. Es de vergüenza colectiva que tenga que ser el New York Times —en su edición del 5 de febrero de 2012— el que tenga que denunciar que la judicatura española ofende a la justicia y a la historia, aunque lo más grave de todo es que la mitad del país avale tal proceder, mientras la judicatura se muestra satisfecha de sus rictus pre-democráticos y de una herencia autocrática, que consagró y propicia sus continuos atentados contra la ley natural.
La banca tiene en la Administración de Justicia a su mejor aliado. Las sentencias en firme falladas en contra de bancos y cajas no superan el 8 por 100 del total de querellas. Para los delitos de mayor enjundia, siempre existirá un magistrado dispuesto a incurrir en un defecto de forma o a apurar el plazo de una prescripción. En el peor de los casos, cuando sea pillado en renuncio, el travieso guardián de la ley y el orden —siempre que no se muestre beligerante con el régimen establecido— será «duramente castigado» con un traslado de jurisdicción y, en caso extremo, suspendido de sus funciones con un retiro dorado. Si todo esto falla, siempre tendrá garantizado el indulto por parte del gobierno. A los ciudadanos no nos queda otra que felicitarnos por la buena sintonía entre quienes rigen nuestros destinos. Debemos de estar agradecidos a los miembros del poder legislativo porque un bendito día decidieran derogar la ley de vagos y maleantes.
No sólo resulta desagradable reflexionar sobre tan lamentable situación, sino que a uno le embarga la desazón cuando decide profundizar mínimamente en sus circunstancias. Se echa en falta el trabajo serio de un especialista en derecho comparado, que analice las consecuencias que acarrearía a los recurrentes delincuentes españoles de cuello blanco el hecho de que les fuera aplicada la justicia norteamericana o inglesa. Les aseguro que ninguno de ellos estaría hoy jugando al golf. Con la excepción de Javier de la Rosa —al que la élite financiera consideraba un improvisado advenedizo—, todos los condenados por esta causa lo fueron porque intereses políticos antagónicos al diseño marco sobrevolaron sus procesos (incluido el de Mario Conde), lo cual le añade un plus de perversión democrática.
No le den más vueltas, ya que todo pende de la misma cuerda. Una sociedad que hincó su rodilla ante una dictadura fascista, que cuenta con un jefe de Estado que juró fidelidad a los principios del Movimiento, con una mesa constitucional presidida por un ministro del régimen con derecho a veto, con los sables amontonados en la habitación de al lado y con unos ponentes constitucionales afectados por el síndrome de Estocolmo, no tiene redención posible. Habría que darle la vuelta a un calcetín calcificado con la candidez de un pueblo políticamente analfabeto, que sucumbió a la propaganda de un referéndum constitucional planteado con una propuesta perversa: «Votar sí, es votar democracia; votar no, es votar dictadura».
En los últimos años, ilustrísimos magistrados españoles se han debatido en un mar de dudas; no sabían si extorsionar a los reos para brindarles la oportunidad de evitar su ingreso en prisión; si decantarse por la caridad cristiana dejando en libertad a eminentes capos mafiosos o ejercer su responsabilidad social colaborando con las prioridades estratégicas de este imprescindible instrumento social denominado banca. De todas formas, no me hagan demasiado caso; si quieren seguir siendo considerados probos ciudadanos, opten por lo políticamente correcto y, cuando se les presente la ocasión, suelten con el mayor énfasis posible la gran frase: «¡Tengo una fe ciega en la justicia!».