Capítulo 9

El planeta de los simios

Hijos de un padre putativo

Somos hijos de nuestras circunstancias históricas y subsidiarios de simultáneos pecados originales. François Quesnay —considerado el padre de la economía moderna— era el protegido de madame de Pompadour, que, además de ser la amante del rey, organizaba la mayoría de encuentros galantes que se producían en la corte de Luis XV. Los economistas no hemos de avergonzarnos de nuestros orígenes. Venimos obligados a transitar por el mundo con la frente bien alta, asumiendo con gallardía que la ciencia económica se gestó en una casa de meretrices, bajo los auspicios de una madame de lujo; el derrotero por el que han evolucionado las teorías y diagnósticos de aquel pionero y reconvertido cirujano no debería sorprender a nadie.

François Quesnay. Capricho de madame Pompadour y decano de los economistas. Al igual que todos los colegas que le siguieron, no tenía ni la menor idea de cómo anticipar una crisis y mucho menos de cómo conjurarla; compensó su frustración curando la viruela del delfín de Luis XV.

Quesnay fue la principal figura de los denominados fisiócratas, un grupo heterogéneo de pensadores coordinados por Mirabeau que fueron los primeros en autodenominarse economistas. Acuñaron el término laisse faire, laisse-passet, que durante más de dos siglos fue el lema de los economistas liberales, defensores de que los mercados se regulen a sí mismos y consecuentemente de que nada ni nadie ejerza el menor control sobre ellos. François Quesnay diseñó su famoso Tableau Economique con el que pretendía explicar las causas del crecimiento económico y en la que definía a los consumidores como «la clase estéril». Madame de Pompadour ordenó al editor hacer una tirada muy corta de la Tabla Económica, para evitar que «su Françoise» hiciera demasiado el ridículo con sus rayos en zigzag, ya que hasta entonces su mayor mérito había consistido en curar la viruela al delfín del rey.

Voltaire dijo de los fisiócratas: «Aquellos economistas eran tan preclaros, que la inteligencia más torpe podía comprenderlos e incluso encontrarlos ridículos». Quien al fin acabó liándola fue Adam Smith, que recogió el testigo de mercantilistas y fisiócratas, reorganizó su discurso y lo revistió de un barniz científico. Una gran faena, que en el siglo XXI sigue pasando factura a una tutelada sociedad, aferrada a los ritos de la menos exacta de las ciencias, que fiel a sus orígenes se muestra una y otra vez incapaz de atinar en sus predicciones.

Mercenarios de una ciencia inexacta

Cuando en ocasiones me quedo traspuesto en mis esporádicos semi-sueños, se me aparece una estrafalaria manada de simios, que llegan a provocarme auténticas pesadillas. Cuando le doy al zoom de mi neopalio y consigo acercar sus rostros, descubro horrorizado, tras enmarañado pelaje, a Nixon, Bush, Soros, Alan Greenspan y a otros tantos de la misma cuerda. Hace poco, pude contemplar al ex presidente del Banco Mundial Strauss-Kahn, enfundado en su correspondiente piel de mono y abalanzándose sobre una indefensa hembra de piel azabache. Al principio estaba desconcertado y pensé tomarme un descanso, pero tras escrutar los remotos senderos de la mente llegué a la conclusión de que aquello se parecía mucho al anuncio de una plaga. Con gran esfuerzo —y apoyándome en las técnicas de José de Egipto— logré al fin interpretar sus claves: nos encontramos virtualmente en el planeta de los simios y hemos sido nosotros, con nuestra sinrazón, quienes hemos provocado en algunos casos y permitido en otros que la involución de la especie empiece a manifestarse de forma contundente, en un sector tan estratégico como es el financiero. Quienes tienen potestad para decidir se empeñan en aplicar fórmulas propias de simio para resolver los problemas económicos, cuando lo que debieran hacer es concentrar todos los esfuerzos para recuperar lo antes posible la auténtica faz humana y rescatar sus más nobles y elementales valores.

Los príncipes de las finanzas cuentan con unos cómplices más o menos inconscientes. Son buena parte de los economistas y periodistas especializados, dedicados a crear opinión. Me arrepiento públicamente de haber participado en puntuales momentos de la fiesta. Al ser incapaces de abordar el mal de raíz, recurrimos a peregrinos argumentos, defendiendo cada uno las tesis de la escuela económica a la que decidimos adscribirnos. En la mayor parte de los casos, el discurso guarda coherencia e incluso algunos de sus intérpretes son verdaderas estrellas de la teoría económica, pero en esencia no hacen más que marear la perdiz, desempeñando el papel de tontos útiles y adornando con barnices de solemnidad las coartadas de unos desalmados. Durante años he padecido de cerca a los profesionalizados y frustrados intérpretes de una subjetiva realidad, que en el mejor de los casos no servía más que de mero reto intelectual para comprobar quién la tenía más larga. Puede representar un lúdico ejercicio para algunos, pero no pasa de ser un diálogo de sordos. Jamás llegamos a ninguna conclusión práctica y pocas veces extrajimos el beneficio de un constructivo contraste de pareceres. Mucho menos para el ciudadano de a pie, que ni tan siquiera consigue obtener una explicación convincente sobre lo que está sucediendo. Hablamos de ciclos, burbujas explosionadas, déficits, tipos de interés, inflaciones, deflaciones, de la inconsciencia congénita de los ciudadanos por endeudarse o de la laxitud de la banca por incentivar el endeudamiento y todo ello en el marco de las medias verdades y de la manipulada crónica de unos sucesos, que suelen ir por libre y ajenos a cualquier previsión teórica. ¿Han oído alguna vez decir a un economista que se ha equivocado en sus predicciones? Puede ser que los más viejos del lugar lo hayan oído de boca de algún político, pero difícilmente a un economista, cuando está actuando en calidad de tal. La culpa siempre es de los inicuos imponderables. La matemática financiera que aprendí del «hueso» profesor Lóbez está siendo prostituida hasta límites insospechados. Sistemática producción de ensayos de investigación económica, repletos de ecuaciones diferenciales que «molan cantidad» pero con conclusiones peregrinas y vacías de contenido.

Responsabilidad de las MBA en la crisis

Henry Mintzberg, eminente y vapuleado gurú del management, decía antes del estallido de la crisis: «Las Master of Business Admnistration (escuelas de negocios) están legitimando con sus doctrinas a unos chicos listos que están dispuestos a saltarse todas las reglas para llenarse los bolsillos». Parece de justicia que si las MBA han venido alardeando del éxito de los directivos que han pasado por sus aulas y que más tarde han colaborado a expandir la burbuja financiera, deben igualmente asumir —tras su estallido— su cuota de culpabilidad, al no haber incorporado a sus enseñanzas una mínima cultura de responsabilidad. En ningún momento las escuelas de negocios mostraron el menor atisbo de autocrítica, respecto a su gran pecado, al concentrar todas sus energías didácticas en el corto plazo y con la mirada puesta en el rápido enriquecimiento, sin preguntarse si aportaban algún valor añadido al conjunto de la sociedad. No sólo no se ha producido esta reflexión, sino que la mayoría no han rectificado su doctrina respecto a que a las empresas no les corresponde ser socialmente responsables. Encontramos explicación a tal impostura si atendemos a que la mayoría de las MBA están financiadas por grandes corporaciones y, en este contexto, es impensable que en sus cátedras se muestren críticas con sus benefactores. Las escuelas de negocios se exceden en las reiteradas y monotemáticas enseñanzas, simplificando una realidad que es siempre compleja y hurtando la incertidumbre inherente a toda gestión responsable.

Me sorprendió gratamente enterarme de que los alumnos de la Harvard Business School (la creme de la tremé) habían puesto en marcha un proyecto por motu proprio, denominado «Reimagining Leadership» en el que pretendían demostrar cómo se puede reformar el capitalismo desde sus entrañas. Pese a tratarse de un gaseoso experimento, no deja de ser esperanzador que sean precisamente ellos los que muestren alguna preocupación, mientras sus mayores siguen reiterándose en el error. De cualquier forma, su buena voluntad tendrá el mismo recorrido que el tiempo que transcurra hasta que caigan en las garras de uno de los honestos banqueros que imprimen carácter en el actual mundo de las finanzas. Los atisbos de regeneración más consistentes han partido siempre de la vieja Europa; las únicas escuelas de negocios que decidieron incorporar la crítica social a sus programas han sido británicas, holandesas y escandinavas, a través de la corriente teórica «Critical Management Studies». Más vale tarde que nunca y abjuran ahora de las enseñanzas basadas en la gestión del cambio y el liderazgo de equipos, para centrarse en los aspectos de control del poder. En un intento por recuperar el back to basics, abogan por devolver el protagonismo al cliente, retornando al largo plazo y a la sostenibilidad económico-social. Un rayo de luz que nos mantiene vivo el último rescoldo de esperanza.

Auténtico «animal» financiero

Desde temprana edad, el racionalismo fue mi defensa contra la represiva y churrigueresca educación de la España nacional-católica; tal vez por ello, soy un entusiasta del método científico y me felicito con la progresiva constatación de las teorías darwinianas, al tiempo que experimento vergüenza de especie ante la proliferación de ridículas corrientes creacionistas. Llevo con inmenso orgullo que mi predecesor fuera un simio, a cuya especie siempre agradeceré su iniciativa, siendo consciente, al mismo tiempo, del elevado riesgo de involución que padecemos, al depender en cuestiones fundamentales del grupo humano con peor cualificación ética.

La valoración de mis antepasados subió para mí muchos enteros, tras la exhibición realizada por el chimpancé Santino en Wall Street. Le fueron entregados unos dardos para que los lanzara sobre las páginas de cotización bursátil del The Wall Street Journal. Con las acciones que el insigne primate eligió, fue confeccionada una cartera de valores que, meses más tarde, se comparó con otra, elaborada por los analistas de mayor prestigio. La selección del broker Santino superó en más de un 20% a la de los teóricos especialistas. Eso no fue todo; también batió al 88% de los Fondos de Inversión que operan en la Bolsa de Nueva York. Todo ello no hizo más que confirmar la Random Walk theory (teoría del camino aleatorio), que concluye que no es posible predecir con garantía la evolución de los mercados financieros. Burton G. Malkiel defiende en Random Walk, in Wall Street que los métodos de pronóstico bursátil fundamental y técnico no son más eficaces que los utilizados por los astrólogos para predecir el futuro. No se trata de ningún iluminado; la formulación matemática de Malkiel ha sido contrastada en los campos de la ecología y de la física para modelar el camino seguido por una molécula en un medio líquido o gaseoso.

El experimentado broker Santino

Santino es (espero que siga vivo) de origen alemán y, probablemente por envidia, fue desterrado a Suecia. En el exilio, volvió a concitar el interés de los científicos por sus increíbles capacidades. Al despertarse por las mañanas en su residencia del zoo de Furuvik —y sin otra salida para canalizar su despecho—, hacía acopio de pedruscos para lanzarlos a los visitantes. Lo relevante no es que los lanzara, sino que preparara con antelación su munición y la alineara cuidadosamente frente al mirador. ¿Por qué no le quitaban las piedras?, se preguntarán. Pues sí que lo hicieron y tan solo le dejaron en el cercado las rocas que por tamaño no podía mover, pero Santino nunca se rindió y obtenía sus proyectiles troceando partes del muro que le separaba de su auténtica vocación. El hielo acumulado entre las grietas de hormigón debilitaba alguna de sus partes y Santino tanteaba la pared hasta que sonaba a hueco y golpeaba con fuerza, obteniendo así sus proyectiles. He conocido a muchos yuppies, brokers y dealers incapaces de actuar con tanto juicio. Lo más novedoso de la investigación fue detectar su capacidad para planificar el futuro. Es fácil para mí ponerme en su piel y comprender su enojo al no ver reconocida su labor en Wall Street. El lanzamiento de piedras era sin duda una manifestación de su estado anímico. Tuve el honor hace unos años de hacerle una visita acompañando a un grupo de científicos. Al estrecharle la mano, emitió un sonido que interpreté como lenguaje y, cuando se cruzaron nuestras miradas, intuí que me consideraba un colega del que se sentía cercano y con el que podía conectarse intuitivamente a través de un común neopalio[2].