Capítulo 8

La madre del cordero

Las tazones de fondo y el amigo Heinrich

Razones estructurales: Hace algo más de un siglo, se adoptaron unas medidas económicas absolutamente perversas. En 1946 fueron ratificadas y, veinticinco años más tarde, se convirtieron en irreversibles y lamentablemente en imprescindibles para que un engendro parasitario denominado dólar no muera de inanición y, con él, el actual sistema económico mundial.

Todo comenzó en 1909 con la «Legislación de Curso Legal», responsable directa de la primera gran crisis del siglo XX. Los billetes de banco del Reichsbank de Alemania y los de la Banque de France se convirtieron coercitivamente en moneda de curso legal y, poco después, el resto del mundo siguió el ejemplo. Monetizando la deuda, se eliminaban los obstáculos a la financiación de la guerra que se avecinaba. Hasta entonces, los billetes de banco circulaban como dinero, aunque su uso era totalmente voluntario. Los ciudadanos tenían derecho en todo momento a canjearlos por monedas de oro. Si un banco no estaba en disposición de entregar las monedas a cambio de los billetes, entraba en mora técnica y sus responsables no se iban de rositas con una millonaria indemnización, como sucede en la actualidad; acababan con sus huesos en la cárcel y respondiendo con todo su patrimonio.

La expresión «curso legal» procede del hecho de que la Casa de la Moneda cambiaba las piezas desgastadas por otras recién acuñadas, sin gastos para el tenedor. Los gobiernos absorbían la diferencia de peso del oro con cargo a los presupuestos generales, proporcionando un servicio público. Lo que se consiguió con la Ley de Curso Legal fue sustituir este servicio público por una conveniencia entonces inconfesable, obligando a los ciudadanos a usar deuda como dinero y planteándolo cínicamente como una iniciativa de modernidad. El aumento ilimitado de la circulación monetaria sobrepasó con creces las reservas de oro, trasladando directamente a los ciudadanos la carga financiera de una guerra de carácter hegemónico que los políticos presentaron como inevitable. Cuando pocos años después estalló la Primera Guerra Mundial, se exigió además a los esquilmados contribuyentes que dieran su vida por sus respectivas patrias. A partir de la promulgación de la ley de 1909, las monedas de oro continuaron circulando durante cinco años más y la ingenua ciudadanía no perdió la confianza en sus gobernantes, ni se precipitó a cambiar su dinero por oro. Cuando estalló la guerra en 1914, el noble metal desapareció de repente de la circulación y los bancos, con la anuencia de políticos y jueces, procedieron a interrumpir el canje de billetes.

El primero en denunciar la conexión entre las leyes de curso legal y el inicio de la guerra fue el economista alemán Heinrich Rittershausen, que pronosticó, además, la Gran Depresión. Tuve el privilegio de conocer a este visionario, a finales de los setenta, cuando ya era un anciano de 80 años; había perdido algunas de sus facultades, pero conservaba la lucidez suficiente para arrepentirse a medias del error de haber sido en su momento uno de los teóricos del nacional-socialismo. Como cualquier heterodoxo, tuvo que pagar su peaje al haber sido muy crítico con la peculiar forma en la que el Tercer Reich interpretó sus teorías. El sabio economista estaba convencido de que, de no haberse promulgado las Leyes de Curso Legal, probablemente las guerras no se hubieran declarado y, en el caso de producirse, hubieran tenido una corta duración debido a que muy pronto se hubiera agotado el oro necesario para su financiación. Dada la envergadura de los conflictos, hubiera sido inviable hacerlo a través de los impuestos.

Dice la leyenda urbana que, además de Rittershausen, solo otro hombre en el mundo, de nombre John Davison Rockefeller, fue capaz de anticiparse al gran crack bursátil de 1929. Pocos días antes de la semana negra y mientras a John le estaban lustrando los zapatos, el limpiabotas empezó a darle consejos sobre las acciones en las que debería invertir. Le faltó tiempo al llegar a su despacho para dar orden de venta de toda su cartera de valores, poniendo a salvo de esta forma buena parte de su gran fortuna. Sea cierto o leyenda, todavía no se ha inventado mejor señal de alarma que la utilizada por John Davison. Háganme caso; en cuanto el tendero de la esquina, empiece a hablarles de otra bolsa que no sea la de la compra, corran como alma que lleva el diablo a vender todas sus acciones. Aunque sigan subiendo, no cometan el error de volver a invertir hasta que el de la tienda de ultramarinos deje definitivamente de hablarles de Bolsa y de lo mucho que ha ganado.

Las Leyes de Curso legal no han sido hasta la fecha revocadas y los distintos gobiernos gozan hoy de los privilegios obtenidos con aquellos falsos alegatos. Los bancos son los máximos beneficiarios del soborno y siguen disfrutando de aquel usufructo vitalicio, creando depósitos bancarios sin respaldo alguno. En justa compensación, siguen fieles al compromiso adquirido de absorber todos los bonos gubernamentales que no encuentren contrapartida en los mercados. A eso se le llama hoy cooperación voluntaria.

Ante cataclismos imprevistos de cualquier clase, el ser humano trata de buscar explicación en los antecedentes históricos, decantándose casi siempre por acritudes revisionistas. Franklin Delano Roosevelt representó para muchos el ideal de una actuación económica que contenía sin embargo grandes lagunas. Se hizo famoso su «Nuevo Trato» (New Deal), una variante del keynesianismo, que primaba la intervención del Estado en la economía. En un primer momento, sus recetas parecieron funcionar, pero la realidad es que en 1937 el paro en EE.UU. rozaba el 20% y la producción estaba estancada en niveles por debajo de los previos al crack del veintinueve. De nuevo, el recurso a la guerra iba a ser su tabla de salvación. Pese a sus reiterados y vacuos discursos, denunciando los intereses belicistas de los grandes magnates de la industria y las finanzas, decidió embarcar al país en la mayor guerra de su historia —una muestra más de que los políticos suelen hacer justo lo contrario de lo que defienden—. El estallido del conflicto en 1939, la consecuente industria de guerra y la reconversión de parados en soldados, sacó una vez más al país de una crisis que no mostraba signos de remontar. La segunda «Gran Guerra» había contribuido a paliar los efectos de una herida infectada, que se cerraría en falso a lo largo del siglo XX y supuraría en el XXI.

Los acuerdos de Bretton Woods de 1946 consagraron el principio del fin del patrón oro, al aprobarse que únicamente Estados Unidos mantuviera el sistema dólar-oro, aunque sin acceso a la libre convertibilidad. Los acuerdos fueron el resultado de la reunión que, dos años antes, había convocado Naciones Unidas, para diseñar el sistema monetario internacional de postguerra. Desde el primer momento, la reunión fue controlada y dirigida por Estados Unidos y dio origen al Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, que posteriormente se disgregaría en Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial. Los acuerdos consagraron el dominio de EE.UU. en sustitución del decadente imperio británico y su influencia sobre los países en vías de desarrollo. Se establecieron cambios fijos con relación al dólar y un precio invariable del oro, fijado en 35 dólares la onza. Los países miembros tenían derecho a canjear en la Reserva Federal sus dólares por oro al precio oficial.

El Banco Mundial es el encargado desde entonces de presionar a los gobiernos de todo el mundo para que acepten los principios del libre mercado, mientras que el Fondo Monetario Internacional, por su parte, no se planteó en ningún momento impedir el excesivo endeudamiento ni la reducción de deudas de los Estados en situación comprometida. Lejos de ser un benefactor de países en vías de desarrollo, es en buena medida responsable de su descomunal deuda externa, obligándoles a insertar sus economías en un mercado globalizado, en clara posición de dependencia, y propiciando que las desigualdades respecto a los países desarrollados no dejen de crecer.

El «ejecutor» de las finanzas y su legado

En 1971, el mundo selló definitivamente su pacto dinerario con el diablo. El encargado de suscribirlo fue el presidente estadounidense Richard Nixon, a quien cabe considerar como uno de los mayores genocidas socio-económicos de la historia. Los indeseables efectos de aquella decisión crecieron exponencialmente desde entonces y han culminado con el caos global del siglo XXI.

El «eje financiero del mal» estaba infiltrado en realidad en las mismísimas entrañas de un modelo perverso que el presidente Nixon abanderó. Decidió divorciarse del patrón oro y amancebarse con el promiscuo papel moneda, al que vendió definitivamente su alma y la de las generaciones venideras. Fue el principio del fin, considerado por la revista Forbes en un momento de lucidez, «el peor delito de cuello blanco de todos los tiempos, al incorporar violación de contrato, robo, fraude y falsificación de moneda».

Hasta 1971, cualquiera que se presentara ante el Tesoro en Washington con 35 dólares en mano, recibía a cambio una onza de oro. En 1965, Charles de Gaulle había enviado algunos barcos de su marina de guerra para que custodiasen de regreso a Francia doce toneladas de oro a cambio de 150 millones de dólares. Siempre suelen barajarse en política las medias verdades para justificar cualquier desmán; la escasez del preciado metal y el hecho de que para los postulados keynesianos era inconcebible la manipulación monetaria fueron los argumentos que Nixon utilizó como coartada, para convencer a los más suspicaces y consolidar una estafa planetaria.

Richard Nixon. El mayor delincuente de cuello blanco de todos los tiempos según la revista Forbes.

Al igual de lo que hicieran antes Alemania y Francia, a raíz de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos empezó a imprimir billetes compulsivamente para cubrir los desorbitados gastos de la guerra de Vietnam. La proporción de oro con relación a los billetes en circulación volvió a descender sin freno, provocando que hoy se registre una devaluación del dólar de un cinco mil por ciento con respecto al oro. En todo este tiempo, Estados Unidos ha ido agregando billones de dólares al circulante mundial, mientras que se han extraído tan solo 58.000 toneladas de oro en todo el mundo. Los norteamericanos pagaron sus deudas con dólares devaluados y los países productores de petróleo empezaron a reclamar más papeles verdes por su oro negro. Los petrodólares de los años setenta propiciaron, en los ochenta, la crisis de deuda de los países del Tercer Mundo.

Estados Unidos ha salido prácticamente indemne del mayor «superpelotazo» que han visto los siglos. A los gobiernos subsiguientes les costó muy poco seguir imprimiendo billetes, mientras que el resto de países tenían que ceder a cambio sus recursos para obtener la moneda que mueve al mundo. Cuando el secretario del Tesoro de Nixon, John Conally, recibía la visita de algún mandatario extranjero, solía espetarle con extrema arrogancia: «El dólar es nuestra moneda y vuestro problema». Era un zafio personaje, aunque el tiempo le ha dado la razón. Una de sus mayores víctimas es el gigante chino, que tiene tres cuartas partes de sus reservas en bonos del Tesoro de Estados Unidos, de los que no pueden desprenderse sin provocar una catástrofe financiera.

John B. Conally. Tal vez uno de los políticos norteamericanos más abucheados al visitar otros países. Como gobernador demócrata de Texas fue el principal testigo de cargo para inculpar a Lee Harvey Oswald de la muerte de Kennedy. Nixon premió un oportuno cambio de chaqueta, nombrándolo secretario del Tesoro. En 1980 se presentó como candidato a la presidencia, pero fue superado por Ronald Reagan.

Podemos considerar el modelo económico de Ronald Reagan, antagónico con el aplicado por Roosevelt en su «Nuevo Trato». Sus recetas eran pretendidamente liberales y consiguieron seducir emocionalmente a la peculiar sociedad americana, pero la realidad es que jamás redujo el tamaño del Estado, contribuyendo por el contrario a disparar el gasto público, —en especial en el capítulo de defensa—, al incrementar el presupuesto en 140.000 millones de dólares anuales. Hizo famosa una demagógica frase al respecto: «Si tengo que elegir entre la seguridad nacional y el déficit, siempre estaré al lado de la defensa nacional». Reagan llegó a crear escuela con su política, en la que se inspiraron los neocones de Bush y algún que otro seguidor foráneo, que han venido entendiendo el liberalismo como una doctrina exclusivamente económica, desconectada de cualquier otra convicción liberal. Lejos de liberalizar la economía, se han dedicado a crear oligopolios, vulnerando cualquier principio de libre concurrencia y beneficiando en todo momento a minorías influyentes.

Franklin Delano Roosevelt y Ronald Reagan. Representantes del yin y del yang del modelo económico yankee.

Arriesgarse a borrar al género humano de la faz de la Tierra con una nueva guerra mundial tampoco parecía la mejor solución y los que velan por el bienestar del mundo decidieron que podían conseguir efectos similares diseñando puntuales guerras estratégicas, inventándose si es necesario los motivos. Hassan era uno más de los dictadores sangrientos que habitan la Tierra, pero no poseía armas de destrucción masiva, ni tenía nada que ver con el ataque a las torres gemelas; no obstante, su país fue elegido al ser un importante productor de petróleo. Este tipo de conflictos —que a no tardar veremos reproducidos en Irán y tal vez en Corea del Norte— son los sucedáneos de las guerras mundiales.

La ventaja del nuevo modelo es que la fiesta no decae y la industria bélica lo agradece, incorporando además la variable de la corrupción, emboscada en la supuesta reconstrucción del país damnificado. Cuando la corrupción adquiere visos irrefrenables, puede dar al traste también con la reconstrucción de un país con manifiesta incapacidad para defenderse, cuando es invadido con falaces argumentos. The New York Times denunció en diciembre de 2008 que el que tenía que ser el mayor proyecto de reconstrucción en Irak tras el Plan Marshall derivó, en la práctica, en «un fracaso de 100.000 millones de dólares, motivado por disputas burocráticas y la falta absoluta de sintonía con la sociedad iraquí».

Razones coyunturales: Tres son las vertientes de este apartado, aunque podemos resumirlas, una vez más, en la desmedida ambición de la condición humana, con capacidad para transmutarse en ave de rapiña cuando se siente tentada por el «gran señor» y por el poder.

Quienes rigen nuestros destinos están convencidos de que mantener el nivel de bienestar del primer mundo solo es posible con le coexistencia de un segundo, tercero y cuarto, a los que como mucho puede concedérseles el beneficio que oscila entre la supervivencia y la aniquilación. Están convencidos de que, a medio plazo, la eclosión de China, India y Brasil amenazará el frágil equilibrio y convertirá al mundo en un manantial de residuos muy complicado de gestionar. Entienden que asimilar el nivel de vida de estos tres gigantes al primer mundo —y la de otros que pudieran añadirse— generaría una demanda de materias primas que dispararía los precios y conduciría a un indeseado crecimiento de los países productores, retroalimentando el proceso. Para ellos, el cupo de ricos está cubierto. Con farisaico puritanismo, justifican que Dios pudo haber hecho el mundo de otra manera, pero decidió implantar la ley de la selva y, a partir de este mensaje, se sienten legitimados para aplicar sus conclusiones. Se nutren de los residuos doctrinales del Ku Klux Klan y defienden que no podemos ser todos leones; para que unos vivan, otros deben perecer.

Falta muy poco para traspasar el umbral del no retorno.

Tienen también sobre la mesa el problema de la explosión demográfica. No voy a entrar en especulaciones conspiratorias para determinar si los encargados de la regulación son la Trilateral, el Club Bilderberg o los Illuminati, lo de menos es el nombre. Precisamente, estos últimos están sometidos desde hace algo más de un año al férreo y voluntarioso mareaje del prestigioso analista financiero Jeffrey Saut, jefe de inversiones estratégicas de Raymond James Financial y nada sospechoso de paranoias conspiratorias. Se llamen como se llamen los malos, cayó en manos de Jeffrey un informe confidencial, manifestando la decidida voluntad de esta organización a aumentar la presión para evitar, por todos los medios, que el mundo supere los 8.000 millones de habitantes, habida cuenta de que el recurso de financiar a los genocidas del mundo y armarlos hasta los dientes empezaba a mostrarse insuficiente.

El tercer elemento gira en tomo a los intereses geoestratégicos, el control de la energía y los recursos petrolíferos. El gendarme del mundo, aunque algo degradado, sigue siendo Estados Unidos y, aunque no todos los presidentes fueron el demonio, los hubo ciertamente nefastos: William H. Taft, Harry S. Truman, Lyndon B. Johnson, Richard M. Nixon y George W. Bush son los más representativos del lado oscuro. Tal vez el presidente Taft sea el que suene menos, pero fue quien puso los mimbres en 1909 para desencadenar la Gran Depresión de 1929, que a su vez fue la madre de todas las crisis. El bueno de tío Willy soltaba perlas como la siguiente: «No está lejano el día en que tres banderas de barras y estrellas señalen en tres sitios equidistantes la extensión de nuestro territorio: una en el Polo Norte, otra en el Canal de Panamá y la tercera en el Polo Sur. Todo el hemisferio será nuestro; en realidad ya es nuestro moralmente, en virtud de nuestra superioridad racial». No sé a ustedes, pero manifestaciones de este calibre —por mucho que se produjeran en el siglo XX— provocan en mí unos deseos irrefrenables de convertirme en negro. Luces y sombras se entremezclan en toda obra humana, pero los anteriormente citados tienen mucho que ver con las peores crisis económicas de los siglos XX y XXI.

Los ciclos económicos

A raíz del estallido de la crisis en 2007, se habló mucho de reconducir el sistema financiero, pero tanto los que actuaron como inductores universales, como sus franquiciados locales, dejarán que el mundo se desangre antes de renunciar a su lucrativo montaje.

Intereses inconfesables se han agazapado durante años en la trastienda bancaria de este periférico país de piel torera, esperando la inercia de una complicidad foránea, para camuflar sus manejos en la penumbra de una crisis inducida. El subterráneo acuerdo con los distintos gobiernos y el pacto de sangre suscrito con los miembros del impenitente «bando nacional» son los puntos fuertes de la élite financiera, frente a una sociedad comprometida con la inmediatez, a la que mantienen cautiva de sus deudas y de su dependencia a la zanahoria.

Es inmoral recurrir a argumentos de tinte keynesiano, para justificar la inyección de miles de millones de dinero público en una banca de praxis perversa, que ahora hay que detraer de servicios públicos básicos, dando al traste con un estado del bienestar alcanzado con el esfuerzo de varias generaciones. Sólo estarían justificadas estas medidas, si aceptamos que un sistema corrupto requiere de soluciones bastardas, primando —en el mejor de los casos— la presunta incompetencia de quienes juegan con la ventaja de saber que sus desmanes deberán ser inevitablemente reparados, para evitar el hundimiento del sistema. No se trata de descubrir ahora la sopa de ajo; he asistido a tres crisis y la liturgia de los pérfidos ha sido siempre la misma. Nos enfrentamos a una de las más severas y una resignada sociedad sigue permitiendo que vuelvan a reproducirse los mismos errores.

El argumento de los «ciclos económicos» conlleva cierta sumisión al conformismo y bordea el sofisma, por mucho que venga avalado por una teoría económica, que encuentra siempre explicación tras producirse los acontecimientos. Excepción hecha de impenitentes aves de mal agüero —que fallaron en precedentes ocasiones más que una escopeta de feria—, nadie ha sido capaz de predecir con la justa antelación y fiabilidad cuándo se producirá el punto de inflexión que dé lugar a una etapa recesiva. No es imposible hacerlo; aunque para lograrlo, se hace imprescindible la leal colaboración de unos actores protagonistas que no están ni mucho menos por la labor. Predecir con exactitud la llegada de un ciclo económico recesivo equivale a anunciar la fase terminal de una persona y muy pocas suelen estar interesadas en este tipo de información. Los proyectos, las inversiones y los planes de desarrollo quedarían en lógica consecuencia abortados y sería el anuncio lo que precipitaría la crisis misma. Los gobiernos no suelen poseer esta información y, de poseerla, tampoco la darían a conocer; de la misma forma que tampoco alertarían ante una presunta catástrofe si consideran que el efecto pánico derivado del anuncio pudiera acarrear peores consecuencias.

John Maynard Keynes.

El infierno está empedrado de buenas intenciones.

La economía no tiene porqué ser necesariamente cíclica. Keynes y Krugman consiguieron convencer al mundo de que las crisis son fenómenos inherentes al capitalismo. Personalmente, estoy mucho más cerca de las tesis de Mises y Hayek. Independientemente de las bases teóricas en las que los gobernantes respalden sus políticas económicas, lo que llamamos ciclos son, en buena medida, consecuencia de la utilización sistemática de los tipos de interés como instrumento de política monetaria, violentando un fenómeno de mercado cuya función es la de reflejar la valoración de los bienes presentes respecto a los futuros. La reiterada manipulación de los tipos de interés distorsiona el proceso de toma de decisiones por parte de los agentes económicos y ha sido el caldo de cultivo en donde se han fraguado las crisis. Ahorro e inversión son las dos caras de una misma moneda y lo sensato es invertir la parte de renta que hemos renunciado a consumir, con la intención de consumirla en el futuro. Pueden considerarme demodé e incluso es posible que alguna compañía de rating rebaje mi particular calificación por decirlo, pero es el ahorro, no el consumo desenfrenado, lo que hace que la economía crezca de forma ordenada y sostenible. Ha sido necesario que se produzca la enésima y más seria crisis para recordar a quienes presumen de innovadores que no es posible ahorrar y consumir a la vez. No sería tampoco suficiente que algún heterodoxo ilustrado intuyera o se armara de argumentos, constatando la llegada de una crisis. Correspondería al «Gran Sanedrín Financiero» conceder el aval al anuncio y difícilmente iban a renunciar a sus multimillonarios ingresos en aras del bien común. Anticipar la llegada de una crisis favorecería suavizar la profundidad de la misma, pero la voraz ambición de unos pocos impide una y otra vez que se traduzca en una realidad. De repente, caemos en la cuenta de que animar a un ciudadano con contrato temporal a hipotecarse con una vivienda sobrevalorada —que condicionará toda su existencia— solo se le podía ocurrir a quien asó la manteca o a quien pretenda agravar las consecuencias de una crisis sistémica.

Los responsables oficiales de la crisis de 2007

La cautiva prensa económica se permitió, cuando ya no había solución, señalar a los responsables de la crisis con nombre y apellidos. En realidad, no son más que peones avanzados; ejecutores de las órdenes recibidas por parte de quienes controlan bienes, haciendas y principios morales. Su función consistió en apurar la situación hasta el límite, mientras recibían los aplausos y parabienes de una legión de miopes por conveniencia.

Alan Greenspan. Presunto y «honorable» colaborador de las desgracias que nos afligen.

Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal entre 1987 y 2006, permitió la formación de la burbuja inmobiliaria al propiciar tipos de interés innecesariamente bajos. Apoyó los prestamos subprime e instó a los hipotecados a sustituir tipos fijos por variables. Cuando los tipos de interés iniciaron la escalada, la parte de población más desfavorecida quedó al descubierto. Defendió el boom de los derivados, que apenas existían cuando se hizo con las riendas de la FED. Cabe dudar de su alegada ingenuidad cuando manifestó que había depositado su confianza en los grandes gestores financieros, fiándose de que antepondrían el amparo de clientes y accionistas al enriquecimiento personal.

Bill Clinton y George Bush. Imbuido de fervor socialdemócrata, Clinton pecó por exceso al forzar a las hipotecarias a relajar sus requisitos a la hora de conceder préstamos a los más desfavorecidos. Revocó la ley que exigía la separación entre banca comercial y banca de inversión, siendo aprovechada tal decisión por el lobby financiero, para crear una superbanca que favoreció el desarrollo de las hipotecas subprime, que acabarían convirtiéndose en el germen de oscuras operaciones de derivados. Bush aprovechó el escenario heredado de su antecesor para relanzar el producto. No solo alentó la continuidad del diseño sino que impulsó, sin el menor rubor, la universalización de los hipotecados «ninja» (no income, no jobs, no assets).

Kathleen Corbet

¿Quién vigila al vigilante?

Kathleen Corbet, consejera-delegada de Standard & Poor’s, la mayor de las tres agencias de riesgos, que al igual que sus colegas de Fitch y Moody’s —pese a sus sofisticados montajes—, en ningún momento advirtieron de los riesgos de los activos respaldados por hipotecas subprime. Solo existen dos posibles veredictos: connivencia o colosal ineptitud. Ahí siguen con su huida hacia delante, endureciendo sus diagnósticos y dando, con absoluta desfachatez, nuevas lecciones al mundo.

La tela de araña tejida alrededor de quienes manejan impúdicamente las finanzas del mundo es tan inaccesible que ni tan siquiera el FBI pudo traspasarla. Barajando las posibles causas, solo resta considerar que el Federal Bureau esté igualmente abducido por la maquinaria que posibilita su pervivencia y que es, además, la que financia sin solución de continuidad las campañas electorales de su máximo mandatario.

Éstas son algunas de las preguntas a las que la división económica de la policía federal todavía no ha respondido: ¿Los productos financieros elaborados a partir de las hipotecas subprime fueron fruto del patológico impulso de unos desalmados o encerraban una segunda y premeditada intención? ¿Se concedieron créditos hipotecarios a personas insolventes, con el ánimo de desahuciarlas por impago, confiando en que la burbuja inmobiliaria continuaría todavía unos años más? ¿Fue una actuación a la desesperada para salvar el fiasco de las subprime lo que les llevó a inundar los mercados con un regalo envenenado?

Lo verdaderamente dramático es que, si algún Estado hubiera emprendido un camino divergente en su política económica, estaría de antemano condenado al fracaso, independientemente de que su opción hubiera sido la acertada. La mayor o menor virulencia solo podía oscilar a tenor de la rigurosidad de sus previas políticas económicas. Excepcionalmente, economías planificadas como la china pudieron elegir su opción, al beneficiarse simbióticamente de las políticas de emergencia aplicadas por la comunidad internacional.