Capítulo 5

Corrupción sistémica

Corrupción «alegal»

El mejor antídoto contra corrupciones financieras son, sin duda, las crisis. Los comportamientos irregulares se producen al amparo de un boom financiero e inmobiliario y suelen destaparse en el preámbulo de un ciclo recesivo. La crisis del petróleo de 1974 se alargó hasta bien entrados los ochenta y, en el ínterin, se produjeron muy pocos escándalos financieros.

Mario Antonio, tres veces Conde, ejercitando su característico tiro-liro. Es Conde por primer apellido; es Conde por segundo apellido y «esconde» la mayor parte del patrimonio irregularmente adquirido. (efe)

Hasta 1986 no detecté, desde la privilegiada atalaya de BANIF, la primera actuación amoral con la participación estelar de Mario Antonio Conde Conde y Jaime Soto López-Dóriga —por aquel tiempo director general de la entidad e ilustre garbanzo negro de la misma—. Ambos se ejercitaban para futuras y más sonadas actuaciones; las de Mario Conde son sobradamente conocidas, aunque hoy se haya convertido en mártir de la ultra-derecha, mejorando con un toque de solemnidad los métodos de su hermano en Cristo, Ruiz Mateos. Jaime Soto, por su parte, daría más tarde el campanazo, junto al Síndico-Presidente de la Bolsa de Madrid, Manuel De la Concha, aprovechándose del gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, en el «caso Ibercorp». Aquel mismo año se iniciaba también la ofensiva de Javier de la Rosa a lomos del corcel de KIO.

Siempre consideré que gestionar el patrimonio de nuestros clientes mediante poderes añadía un plus de responsabilidad a nuestro cometido; convicción compartida por todos los profesionales de BANIF con la excepción apuntada, que lamentablemente mancilló una trayectoria impoluta. La actuación de Soto no trascendió públicamente en aquella ocasión, gracias, al amparo cómplice de un influyente Mario Conde, que ya antes de saltar a las páginas de Hola ejercía de ídolo de financieros agresivos. Paradójicamente, la inmediata promoción de Jaime Soto a consejero-delegado del Banco Hispano Americano liberó a BANIF de una mala influencia, evitando que se desviara de la línea que hasta entonces le había prestigiado.

La cabra siempre tira al monte y Jaime Soto López-Dóriga no tardó demasiado tiempo en dejar al Banco Hispano Americano como un solar, aprovechando la debilidad de su presidente Alejandro Albert. La urgente actuación de mi paisano, el «bombero» Claudio Boada, pudo evitar en última instancia un desastre anunciado.

Se dice que la ley va siempre por detrás de la realidad. Hasta la promulgación de la Ley para la Reforma del Mercado de Valores, la «información privilegiada» era herramienta de uso común. Gracias a la jerarquía moral europea, tan abusiva práctica fue incorporada posteriormente al Código Penal, cuya ausencia había posibilitado que a lo largo de los años la banca manipulara los resortes bursátiles en beneficio propio y consecuentemente en perjuicio de los mismos de siempre.

Locos de contentos tras la venta de Antibióticos a Montedison. (marioconde.org)

El único laboratorio farmacéutico en España que en la postguerra tenía un nivel científico y empresarial homologable en Europa, era el Instituto de Biología y Sueroterapia (IBYS), con cotización en Bolsa y que junto a Zeltia, Abelló y el Instituto Llorente, controlaban la mayoría de Antibióticos S.A.

Existía un pequeño porcentaje en manos de accionistas minoritarios y alrededor de un 18% en libre contratación bursátil. La regional catalana de BANIF controlaba un importante paquete en representación de sus clientes. La sociedad lanzó en 1987 una oferta pública de compra para hacerse con el 100% de las acciones, ofreciendo un pequeño incentivo sobre la cotización y aplazando 18 meses el pago a los accionistas que se acogieran a la oferta. Desde el primer momento, algunos no vimos clara la operación ¿Para qué querían hacerse con el 100% de las acciones si con el 70% les sobraba para actuar a su antojo? ¿Qué necesidad tenía la empresa de distraer unos fondos que a priori estaba previsto destinar a nuevos desarrollos? Por otra parte, era del todo inusual el aplazamiento en el pago de una oferta pública, que más tarde se descubrió respondía a una estrategia para proyectar a los mercados una falsa imagen de austeridad empresarial.

Hacía apenas un año que habíamos decidido participar en IBYS; el departamento de análisis la consideró en su momento una excelente inversión con unas previsiones de crecimiento que a mi entender justificaban un precio sensiblemente superior al ofrecido en la OPA. A pesar de ello, Jaime Soto utilizó su condición de director general de BANIF, presionando para que nos acogiéramos a la oferta. Cada dirección regional era responsable de los resultados de su cartera de clientes e imposiciones de este tipo constituían un hecho excepcional. Sorprendió que, en aquella ocasión, alguien se aplicara con tanta contundencia. A lo largo de toda mi carrera, me vi en dos ocasiones forzado a realizar operaciones contrarias a las conclusiones derivadas de unos análisis aliados con una intuición que se forja con la experiencia. Podía armarme de razones y esgrimir un mayor conocimiento de la situación, cuando se trataba de una empresa ubicada en Cataluña, pero no era el caso. No tuve más remedio que ceder, si no quería poner en peligro mi futuro profesional. Estaba todavía en mi mente la experiencia vivida en el sector inmobiliario y tampoco se trataba de pasarme toda la vida ejerciendo de caballero andante, arremetiendo contra todos los molinos de viento que se cruzaran en mi camino. No tardé demasiado en constatar que aquellos movimientos bursátiles formaban parte de una operación a tres bandas relacionada con la macro-operación de Antibióticos que más tarde, conformaría la plataforma de lanzamiento para que Mario Conde pasara de indiscutible modelo de yuppies a liderar el ranking de los despilfarradores de su talento condicionados por la codicia. Antes de lanzar la OPA, la Empresa, ya tenían cerrado el compromiso de venta de sus acciones de Antibióticos a Juan Abelló, Mario Conde y los hermanos Botín. Un crédito concedido por Jaime Botín a través de Bankinter contrarrestó cualquier tensión de tesorería.

El azar es un elemento que cabe considerar entre las variables de cualquier negocio. La italiana Montedison tenía prácticamente cerrada la compra de una fábrica de penicilina en Suecia y en el último momento el propietario se echó para atrás. Antibióticos era una de las opciones y el encantador de serpientes Mario no iba a desaprovechar la oportunidad de su vida, ni iba a renunciar a utilizar los registros de su alma zíngara para alcanzar sus objetivos.

A finales de los ochenta, los países con pedigrí de la Unión Europea ya jugaban con las exigencias medioambientales y a Mario Conde no se le podía escapar tal circunstancia. Cuando los italianos llegaron a visitar la planta de Antibióticos, ya había hecho construir una depuradora con un coste de 500 millones de pesetas que mostraba una gran apariencia externa, pero que depuraba menos que la piscina de su finca. No es lo mismo cerrar un trato con alemanes que con nuestros primos hermanos italianos. La misión enviada por Montedison, la conformaban contables y economistas y si había entre ellos algún técnico medioambiental, no debía ser precisamente una eminencia. La depuradora fue elemento determinante para cerrar la operación. No tardaron demasiado los italianos en darse cuenta del engaño y a los pocos meses de la compra, tuvieron que afrontar el coste adicional de 5.000 millones de pesetas para construir una depuradora que cumpliera con las exigencias medioambientales europeas. En 1993, Raúl Gardini principal propietario del grupo Ferruzzi-Montedison, se saltó la tapa de los sesos y muy pocos se atreven a defender que la operación Antibióticos y la traición de un Mario Conde al que consideraba su caro amico, no fueran elementos desencadenantes de tan drástica decisión.

Las acciones de Antibióticos fueron vendidas a Montedison cuadruplicando el precio pagado a los antiguos accionista e ingresando por la operación 58.000 millones de pesetas. Llegué a indignarme cuando tuve la evidencia de que Jaime Soto participó de la fiesta, habiendo adquirido a título particular un paquete de las acciones IBYS que nos había forzado a vender y que puso a disposición de su amigo Mario Conde para que este pudiera acelerar el proceso. Con la ley vigente en 1987, no se puede hablar de delito, pero cabe definir aquella operación como un vituperio a la ética profesional.

Con independencia de los expolios y de sus efectos sobre numerosos damnificados, la operación Antibióticos constituía la mayor inversión extranjera de la historia de España, después de la de SEAT. Si la legislación española hubiera contemplado entonces el delito de información privilegiada y las instituciones oficiales hubieran ejercido un efectivo control, probablemente la escalada de corrupciones y corruptelas se hubieran atemperado y no conformaría hoy un elemento más del paisaje.

La actividad de delincuente de cuello blanco crea sin duda carácter. Una vez que uno la emprende, no ceja en su empeño hasta el día en que es enterrado boca abajo; en el caso de ser enterrado boca arriba es muy capaz de regresar y reincidir. Juan Abelló, por ejemplo, vicepresidente de Repsol —que tiene fama de buen chico—, utiliza habitualmente la doble contabilidad y la falsificación de facturas en sus empresas de producción de opio y morfina, dejando de pagar varios millones de euros en impuestos sobre beneficios. La inspección tributaria detectó el fraude en 2007 y levantó acta por importe de dos millones de euros a su empresa Alcaliber y a Postuero de Las Navas y Dehesa de los Lobillos —participadas estas dos últimas en un 60%— por diseñar una trama de facturas falsas. Lo curioso es que el importe de lo defraudado era superior en un millón de euros a la sanción impuesta —en realidad, no es lo curioso sino lo normal cuando afecta a la élite financiera.

Obviamente, la sanción se ciñe a los cuatro ejercicios anteriores, pero el fraude que ha prescrito fiscalmente se viene produciendo desde que la empresa Alcaliber iniciara su actividad en 1973. Según el Código Penal, un delito fiscal de estas características debe llevar aparejada la pena de privación de libertad, pero nunca hay que perder de vista que seguimos viviendo en la España postfranquista, por mucho que sus perennes beneficiarios se empeñen continuamente en ocultarlo. La desvergüenza de esta gente no tiene parangón; son famosas las cacerías que Abelló organiza en sus fincas de Postuero de Las Navas y Dehesa de los Lobillos —rememorando las míticas escenas de La escopeta nacional—, a las que acude puntualmente el rey acompañado de las más altas autoridades. ¿Quién osaría meter en la cárcel a un tipo así?

Hace muy poco, la decantada y servil justicia española dejó una vez más sin castigo y por negligente prescripción el flagrante delito de información privilegiada del presidente de Telefónica, Cesáreo Alierta, durante su paso por Tabacalera, perpetrado junto a su sobrino Luis Javier Plácer (en cambio, jamás prescriben los delitos de los desgraciados). Las distintas instancias judiciales deberían ser el vehículo de la garantía procesal para cualquier encausado enfrentado al Estado de Derecho, pero en este país la Administración de justicia se convierte en mero divertimento para determinados individuos, mientras esperan que su expediente llegue al tribunal de un amigo del alma o, en el peor de los casos, a un amigo del amigo del alma. El mundillo financiero celtibérico es más pañuelo que otros mundos y al final todos sus miembros confluyen junto a jueces, fiscales y altos cargos, en el tendido del siete de Las Ventas o en el hoyo dieciocho de Puerta de Hierro.

El precavido Juan Abelló Gallo. Huele el peligro a una legua y en el momento del «crimen» siempre se encuentra en una subasta de arte. Sus convicciones superan cualquier pragmatismo; evoluciona ideológicamente del socialismo al neoliberalismo y viceversa, en función del color de cada legislatura.

Posteriores restricciones legales lograron atemperar sobre papel mojado aquellas insaciables dinámicas de información de privilegio, pero en el entramado en el que nos movemos es prácticamente imposible llevarlas a la práctica. Cuando a causa de algún olvidado fleco pillan a algún eminente personaje pervirtiendo las reglas del juego, la prescripción o el defecto de forma siempre acuden puntuales a la cita, mientras que el único alivio para los afectados son los baños de árnica.

Me referí en anterior capítulo a las indudables capacidades de Claudio Boada como gran gestor en situaciones empresariales difíciles, lo cual no comporta que estuviera libre de culpa. Por segunda vez a lo largo de mi carrera, mi astuto paisano me forzó —en contra de lo que aconsejaban las conclusiones analíticas— a vender en 1987 a una sociedad interpuesta del Banco Hispano Americano un importante paquete de acciones Popularinsa, poco antes de que el Banco Popular anunciara su absorción a un precio un 35% superior. Volví a revivir la experiencia de IBYS y Antibióticos, aunque en honor a la verdad, es preciso introducir algunos matices. Don Claudio no era ni mucho menos un ambicioso patológico como lo fueron los protagonistas del caso precedente. Debido a la nefasta gestión de sus antecesores y dada la delicada situación de la entidad que presidía, estaba obligado a sacar dinero de debajo de las piedras. Pese a los eximentes, existía un denominador común entre esta operación y la de Antibióticos: los damnificados eran una vez más los clientes. Casos como este, me llevaron a constatar que, pese a que la ambición humana es determinante en el mundo de las finanzas, las reglas de juego son por definición perversas y acaban abduciendo a individuos de naturaleza honesta.

La banca posee infinitos recursos para adaptarse al entorno, preservando su estatus a través del control que directa e indirectamente ejerce sobre los medios informativos. Si sus prebostes traspasan el umbral de la ley y son pillados en renuncio, tendrán a su disposición una batería de los más insignes letrados y juristas y, en última instancia, contarán con la mejor predisposición por parte de los miembros de una magistratura que, de ser probada su hipotética prevaricación, disfrutarán de un retiro dorado, complementado con la generosa contribución de su eternamente agradecido beneficiario.

Si algo nos salva es que los deteriorados caminos de la decencia en España suelen ser asfaltados de cuando en cuando por Bruselas y Estrasburgo. La Ley para la Reforma del Mercado de Valores de 1988 supuso un auténtico big bang, en línea con lo acontecido en el mercado londinense dos años antes. La práctica desaparición de los Agentes de Cambio y Bolsa y su sustitución por Agencias y Sociedades de Valores marcaron el final de una era, en la que la banca se había enriquecido cometiendo toda clase de tropelías. ¿Cambiaría el decorado? Evidentemente no, ya que la bancos y cajas pasaron a controlar el 75% de las Sociedades de Valores y Bolsa, consagrando definitivamente la bancarización del mercado.

Los Agentes de Cambio y Bolsa eran rehenes de una banca de la que dependían para intermediar operaciones bursátiles e intervenir toda clase de créditos y avales. ¿Se imaginan lo que daba de sí disponer de un margen de siete días, en ocasiones incluso diez, para liquidar sus operaciones de Bolsa y asentarlas en los libros oficiales? Los bancos disponían a su vez de todo este tiempo para aplicar libremente cada apunte a quien más interesara —o a su propia cartera, según evolucionaran las cotizaciones—. A partir de ahí, imaginen todo lo imaginable y se quedarán cortos. Si tuviéramos acceso a las operaciones bursátiles de las carteras de valores propiedad de los bancos, contemplaríamos con sorpresa que los precios de compra eran siempre los mínimos de los últimos ocho días y sus precios de venta los máximos. En cambio, las operaciones de sus clientes (exceptuando puntuales compromisos) se producían justo en sentido contrario; compraban al precio más alto y vendían al más bajo de los últimos ocho días. Era habitual que las operaciones de la mayoría de sus clientes tardaran un mínimo de una semana en realizarse. Jamás nadie movió un solo dedo para atajar tan reprobable actuación o establecer las bases de un mínimo control.

Una inmoralidad complementaria con la anterior se producía con el manejo de sus propias acciones y, en esta vergonzante praxis, no recuerdo ninguna excepción. La contratación en las Bolsas oficiales de Madrid, Barcelona y Bilbao se realizaba de forma independiente y las diferencias de cotización entre los tres parqués podían habitualmente superar un diferencial del 10%. La actuación de la banca en este apartado no representaba ninguna sofisticación financiera; consistía simplemente en comprar sus propias acciones en la Bolsa más barata, venderlas en la de cotización más alta y quedarse con la diferencia. Esquilmar a los propios clientes recibía en este caso el pomposo nombre de «arbitraje» y la igualdad de oportunidades no era más que una bonita definición jamás llevada a la práctica. La contratación de las acciones bancarias no se realizaba en los corros como el resto de valores. Sin el menor rubor, los Agentes de Cambio y Bolsa se dirigían al representante de cada banco, el cual iba anotando en una libreta las peticiones de compra y venta que cumplimentaba total o parcialmente en función de sus conveniencias. Al final de cada sesión, decidía la cotización del día y nadie osaba rechistar.

Inmoralidad de Estado

Los pagarés del Tesoro fueron instrumentos financieros creados a mediados de los ochenta, libres de impuestos y con menor remuneración que otros activos. Legalmente, había que declarar los rendimientos pero, al tratarse de títulos al portador, no era posible detectar su posesión y, por tanto, nadie lo hacía. Al margen de la rentabilidad, el tenedor se beneficiaba de su opacidad fiscal y consecuentemente de la ausencia de retención. El Gobierno, que tenía la urgente necesidad de captar capital para financiar la reconversión industrial, no solo no ponía la menor traba, sino que pactó con la banca la creación de un nuevo instrumento igualmente opaco, denominado AFRO (activos financieros con retención en origen).

La captación de dinero negro en pagarés del Tesoro adquirió tal magnitud que, en tres años (1983-1986), el saldo vivo pasó de 1,3 a 5 billones de pesetas. Si computamos el dinero negro invertido en instrumentos paralelos puestos en circulación por bancos y cajas de ahorro, más el saldo latente en el sector inmobiliario (no se había promulgado todavía la ley de tasas), podemos hablar, a mediados los ochenta, de un volumen estimado de dinero negro cercano a los 10 billones de pesetas. Pagarés y afros convivieron con otros activos diseñados por la banca, que tuvieron una vida tormentosa. En un primer momento, fueron consentidos por la Administración, pero Carlos Solchaga —que había accedido en 1985 al Ministerio de Economía y Hacienda— no estaba por la labor de hacer la vista gorda a las bolsas de dinero negro controladas por la banca, al constituirse en competencia de los pagarés del Tesoro. A partir de 1987, empezó a ejercer una presión que no podía ser rotunda ni demasiado explícita, ya que el propio Estado, a través de los pagarés del Tesoro, seguía amparando el mayor volumen de dinero negro. Quedó una vez más demostrado que la moralidad institucional de determinados Estados varía en función de sus necesidades.

Sucesivamente, la banca utilizó como soporte de sus operaciones en dinero negro letras avaladas, cesiones de crédito y primas únicas (emitidas por la compañía de seguros de cada grupo). La sensación de inmunidad era tan evidente que La Caixa, por ejemplo, anotaba las operaciones de dinero negro de cada cliente en una libreta de ahorro. Muchos de ellos venían tan contentos a BANIF con su libreta de dinero negro, con la intención de pasarlo a otro instrumento mejor remunerado. Viéndolo con la perspectiva del tiempo, todo aquello adquiere la dimensión de una tomadura de pelo institucionalizada, que se constituyó en germen de posteriores desajustes presupuestarios, momentáneamente maquillados por la subsiguiente etapa de bonanza económica, lo que permitió —al estrenarse el siglo— que algunos pudieran abanderar la falsa percepción de que España iba montada en el euro. Aquellos déficits presupuestarios se añadían a otros déficits estructurales que dejaron al descubierto en 2007 todas las debilidades del sistema, cuando hubo que enfrentarse a la segunda crisis más severa de la edad contemporánea.

Alguien debió sentirse iluminado por el Espíritu Santo o se levantó de mal pie un buen día de 1990 y decidió cortar por lo sano. La Agencia Tributaria realizó un ensayo de policía fiscal, aunque no tuvo continuidad; eran los tiempos en los que las películas de Rambo arrasaban en las pantallas. Una de sus primeras y fugaces incursiones la llevaron a cabo precisamente en BANIF. En plena noche, irrumpieron en el domicilio del hombre de confianza que hay en toda empresa que se precie, derribando la puerta de su domicilio y provocándole un susto de muerte. Al bueno de Venancio no le faltaba demasiado para jubilarse y nadie se explica quién tuvo la genialidad de relacionar su domicilio particular con una presunta irregularidad empresarial. Esta acción coincidió con la investigación en el Banco de Santander que acabaría llevando a Emilio Botín ante su buen amigo el juez Moreiras. Hallaron un documento relacionado con ambas instituciones que llevaba la firma de Venancio (habitualmente firmaba los documentos que directivos de mayor rango eludían firmar) y fueron a por él, como si del enemigo público número uno se tratara. Lo curioso fue que, a los tres días de haber entrado a degüello en su domicilio, aparecieron unas declaraciones a toda plana del entonces Secretario de Estado Antonio Zabalza, jurando al mundo que la única entidad que poseía cesiones de crédito era el Banco de Santander, lo cual les puedo asegurar que era una descarada falsedad.

En 1991, el gobierno se decidió a dar definitivo carpetazo a los pagarés del Tesoro y emitió una deuda especial a 6 años, remunerada al dos por ciento y brindando la posibilidad de amnistiar a sus suscriptores. De mantenerse la inversión a lo largo del periodo, podía aflorarse el capital invertido, sin miedo a represalias. No parece que los defraudadores se fiaran demasiado, ya que el éxito de la deuda especial no fue ni mucho menos apoteósico. El importe invertido no superó los 800.000 millones de pesetas, mientras que el saldo en pagarés del Tesoro era cuatro veces superior. Al mismo tiempo, la presión ejercida sobre los activos opacos en poder de la banca pasó de moderada a contundente. Finalmente, el gobierno dio a los bancos y cajas dos opciones: liquidar a su cargo los correspondientes impuestos sobre el capital —y en su caso el IVA—, o bien, facilitar a Hacienda las listas de los titulares. No se produjeron deserciones, ni era previsible que las hubiera; como un solo hombre, todas las entidades decidieron facilitar a la Agencia Tributaria la relación de sus clientes.

Alfonso Escámez y FILESA

El «Gran Sanedrín» deja hacer a los socialistas cuando estos están en el gobierno, mientras no se interfieran en sus planes. Uno de los pasajes más descriptivos de la manipulación política que ejerce este poder en la sombra fue el caso FILESA, percibido por lo que a mi respecta desde la trastienda del que fuera mi eventual copatrón Alfonso Escámez, a raíz de la fusión Central-Hispano. Le ordenaron que el Banco Central y CEPSA pagaran a medias 450 millones de pesetas a FILESA. Fue elegido para esta misión, al estar próximo a la jubilación y a cubierto por razones de edad, de una improbable pena de prisión. Sólo había que poner en marcha la operación, para que el banquero más franquista se inculpara al proclamar a los cuatro vientos haber autorizado los pagos a FILESA, constatando así la existencia de la trama de financiación irregular de unos socialistas que ingenuamente habían caído en la trampa. «No ordené, solo autoricé», decía el bueno de don Alfonso. La coartada judicial había sido minuciosamente orquestada; quienes realizaron los registros a las empresas implicadas fueron los peritos judiciales y no el juez o el secretario judicial, tal como exige la ley. Un simulado error de primer curso de Derecho que el abogado de Escámez no desaprovechó, ya que garantizaba la nulidad del proceso y mantenía intacto el escándalo político. Sorprende la ingenuidad de un PSOE, al no haberse informado acerca de las auténticas fidelidades. Alfonso Escámez era el único banquero español que llegó a la presidencia de uno de los grandes partiendo del cargo de botones y eso era del todo imposible que sucediera, de no haberse forjado en la inquebrantable adhesión al Caudillo y haber contado con la específica bendición de este. La sensación de impunidad lo había acompañado durante cuarenta años y entendía que no tenía por qué cambiar; si había que pagar unos cientos de millones de pesetas a un juez como Estevill para librar de la cárcel a dos de sus fieles colaboradores, se pagan y nos fumamos un puro en el tendido del siete.

Infructuosa lucha por la decencia

La velada amnistía fiscal de 1991 amparada en la «deuda especial» me enfrentó con el nuevo Consejero Delegado. La decisión de facilitar a la Agencia Tributaria las listas de los clientes invertidos en cesiones de crédito planteaba un problema añadido en un BANIF repleto de personajes ilustres. Presionado por ellos, Javier de San Pío decidió eliminar de las listas a unos cuantos elegidos, aprovechando que los datos que poseía la Agencia Tributaria sobre el volumen total de las operaciones en dinero negro era inferior al real. Los más preocupados ante aquella situación de emergencia fueron los políticos, a quienes el tránsito desde la dictadura y la reforma fiscal de Fernández Ordoñez les había apagado la luz. La presión ejercida por personajes como Marcelino Oreja —que paseaba su perro por Juan Bravo y se cruzaba diariamente con el interfecto— o los ahorros opacos del difunto padre de Alberto Ruiz Gallardón —que fueron preservados sin que nadie lo solicitara— hizo que pudieran embarcar en el último bote del Titanic, ocupando el lugar de la mayoría de los clientes de Cataluña, que fueron abandonados a su suerte. Estos políticos eran también víctimas de las circunstancias; tras cuarenta años de ¡viva la Virgen!, en donde nadie se paraba a pensar si el dinero era blanco o negro, la clase política se enfrentaba a una papeleta que en caso de ventilarse podía afectar gravemente a su carrera. Los ciudadanos de a pie pudieron acogerse sin problemas a la amnistía fiscal que planteó Fernández Ordoñez, pero los políticos no tenían salida; hicieran lo que hicieran, podían en cualquier momento ser puestos en la picota. Si se acogían a la amnistía, mostraban que hasta entonces no habían sido del todo ejemplares y, si no se acogían y eran descubiertos, mucho peor. Es uno de los mil inconvenientes que se suscitan, cuando un país de la noche a la mañana pasa a ser demócrata de toda la vida por decreto; no hay redención posible. Uno de los damnificados por tal circunstancia fue Mariano Rubio, que acabó pagándolo muy caro. Su caso no tiene desperdicio y lo trato en posterior capítulo.

Desde una visión global y atendiendo a sus repercusiones fiscales, cabe considerar lo anterior peccata minuta, comparado con lo que se dio en llamar «ingeniería financiera» y que ha venido constituyendo la mayor fuente de ingresos para la banca de inversión. Consiste en la utilización de los instrumentos de inversión colectiva para aflorar dinero negro, cerrándose el circuito con la consiguiente operación generadora de minusvalías fiscales ficticias y aportando al mismo tiempo suculentos beneficios para el mediador. Los grupos bancarios poseen gran cantidad de sociedades de cartera, domiciliadas tanto en territorio nacional como en el exterior —especialmente en Mónaco, Suiza y Luxemburgo—, el control sobre estas sociedades, con cotización en distintas bolsas, es total —al ser poseedores del 100% de sus acciones—. A través de distintas aplicaciones, con la titularidad muchas veces de los propios empleados —conocidos en el argot como «mariachis»—, se provoca una bajada en la cotización de una determinada sociedad de cartera. Los clientes interesados en aflorar dinero negro compran las acciones; con nuevas aplicaciones se vuelve a llevar la cotización a máximos y a continuación los titulares proceden a venderlas, consiguiendo de esta manera unas plusvalías fiscales ficticias, que permiten aflorar dinero negro a un coste razonable. En contrapartida y para completar el ciclo, las acciones que los primeros titulares han vendido a precios máximos son compradas por los interesados en realizar minusvalías fiscales. En este punto, se procede a bajar de nuevo la cotización y estos últimos venden sus acciones, materializando la correspondiente pérdida ficticia. En operaciones de gran envergadura, se recurre a una ampliación de capital de una SIM o una SICAV; los interesados adquieren los derechos de ampliación, suscriben las acciones y pasados unos días las venden, consiguiendo por esta vía idénticos resultados. Todavía era más escandaloso cuando la venta de los derechos de ampliación estaba exenta de tributación. Algunos recordarán la venta de la empresa Revilla, famosa por sus chorizos y por el secuestro de su propietario. La operación de venta se realizó a través de una ampliación de capital y la propiedad fue transmitida a través de los derechos de suscripción. Revilla obtuvo una plusvalía multimillonaria sobre la que las arcas públicas no recibieron ni un solo centavo. A partir de este escandaloso suceso, España fue invitada a modificar la tributación de estos derechos.

El remate cutre de la picaresca nacional lo viví en primera persona a raíz del chantaje planteado por Juan Antonio Díaz Álvarez, presidente de SEAT. Este sujeto era cliente de la regional catalana de BANIF —posteriormente imputado por desfalco en su empresa y salvado in extremis por la campana del presidente de Volkswagen, que decidió abortar un escándalo corporativo—. Díaz Álvarez tenía en su cartera acciones procedentes de una emisión de obligaciones convertibles de la sociedad inmobiliaria Cartemar. A lo largo de los años, había sido una de las pocas inversiones fallidas en su cartera, que en conjunto acumulaba importantes plusvalías. Cartemar había desarrollado una gran promoción inmobiliaria en Canarias y, por el parón del sector a principios de los noventa, se vio forzada a declararse en suspensión de pagos. El presidente de SEAT, haciendo gala de inaudita prepotencia, exigió que se le rembolsara el importe de la fallida inversión. Me negué en redondo y salió jurando de mi despacho. Al día siguiente, recibí la visita de Emilio Gutiérrez, director regional del Banco Hispano Americano, intercediendo por el personaje, ya que le había amenazado con retirar todo el negocio que la empresa automovilista mantenía con el banco. Mi respuesta fue la misma; me negué a cualquier compensación si no se hacía extensiva al resto de clientes afectados. Gutiérrez acudió al recién llegado consejero-delegado de BANIF. Me telefoneó muy alterado: «¡Te ordeno que compenses de inmediato las pérdidas al presidente de SEAT! ¿Quién te crees que eres?». Yo llevaba dos décadas en BANIF, acostumbrado a un trato exquisito, y en todo este tiempo jamás me había visto forzado a realizar a conciencia un acto inmoral, que en este caso constituía además un delito. Atemperé mis impulsos y decidí actuar con serenidad. Le pedí que me confirmara la orden por escrito; a continuación, di instrucciones para que se pusiera en marcha la operación. Hubo que pedir-autorización especial a la Comisión del Mercado de Valores y a la Bolsa para efectuar una aplicación especial a su valor nominal, ya que la cotización de Cartemar estaba suspendida sine die. Fue preciso que se implicara también la Sociedad de Valores del Banco Central-Hispano y el mismísimo Antonio Zoido. Cuando tuve en mi poder las pólizas de compra-venta y el resto de documentación, me presenté en el despacho del consejero-delegado y, como quien no quiere la cosa, le exigí su dimisión. Se puso lívido. «¿Te has vuelto loco? ¿Por qué tendría que dimitir?». «Porque eres un presunto delincuente», le dije sin inmutarme, «y por principios no suelo trabajar con delincuentes». Su lividez progresaba; me miró con expresión asombrada sin mascullar palabra y sin poder creer lo que estaba escuchando. Pasados unos segundos pudo balbucear: «¿Por qué dices que soy un delincuente?» «Porque, de acuerdo con la ley del Mercado de Valores, la compensación de pérdidas en Bolsa es un delito». Descolgó mecánicamente el teléfono y llamó al asesor jurídico, quien le confirmo tal extremo. En aquel momento, su cara parecía un arcoíris. Ignoraba que mi compromiso con los clientes tenía carácter de juramento hipocrático. Ya había soportado con anterioridad dos episodios similares —a pesar de no haber sido consciente hasta que se produjeron—; ahora no estaba dispuesto a tragar con el tercero. No podía permitir aquel trato de favor en perjuicio del resto de clientes y mucho menos en beneficio de un chantajista megalómano como Díaz Álvarez. Es muy posible que los jóvenes ejecutivos habituados a invertir en estructurados basura no sean capaces de entender mis razones, pero es importante que conozcan que existe algo más allá del Mississippi y que recibe el nombre de dignidad profesional. A pesar de ello, no me siento investido de la menor autoridad para dar lecciones a nadie; mucho menos cuando constato que, en estos momentos y enfrentados a semejantes retos, la mayoría de profesionales se verían abocados a optar entre la dignidad profesional y el INEM.