En corral ajeno
Contemplar el desarrollo de los acontecimientos desde sede barcelonesa, me hizo perder el cafelito de media mañana en la calle Serrano pero, en compensación, me facilitó la perspectiva adecuada para poder analizar los acontecimientos con el suficiente distanciamiento y la necesaria serenidad de espíritu. Vivir en Barcelona siempre fue para mí, además de un requisito de identificación personal, el espacio donde mis biorritmos alcanzaron pleno rendimiento. Por ello, rechacé reiteradas propuestas de traslado a Madrid. No creo que influyera la opinión de un campechano cliente y futuro biógrafo real, José Luis de Vilallonga, que pese a ser tan solo marqués superaba en nobleza al mismísimo duque de Lugo y ya no digamos al de Palma: «¿Vivir en Madrid? ¡Estás loco!, aquello es un poblacho manchego lleno de gente de pueblo. ¡Una capital europea de la cultura con cinco teatros! ¡Qué diferencia con Barcelona! Los catalanes tenemos una frontera con Francia y los madrileños con Navalcarnero; eso con el tiempo se paga». Creo sinceramente que exageraba o al menos se precipitó en sus conclusiones, ya que es de justicia reconocer que Madrid ha mejorado mucho en cuestión de teatros. Lejos de mi intención herir la susceptibilidad de mis lectores madrileños al constituirme en altavoz de los chascarrillos de un noble y donjuanesco bon vivant, que presumía de haber salvado el pellejo durante la Guerra Civil al hacerse pasar por muerto. En compensación, voy a narrar una anécdota que demuestra bien a las claras que los catalanes no acabamos de sacudirnos del todo nuestros ancestros payeses: Tenía yo en BANIF un compañero de fatigas que había realizado una gran gestión con el patrimonio de un cliente madrileño residente en Barcelona, que entre otras cosas se dedicaba a la caza mayor. En agradecimiento, le invitó a un safari por Kenia, a cazar leones «comehombres», así como lo oyen. Mi colega siempre ha sido un poco inconsciente y aceptó la invitación. Regresó impresionado de la experiencia, aunque por supuesto no disparó un solo tiro. Disponía mi compañero de una masía familiar en el Penedés con un bosque cercano en el que abundaban las garzas, lo que entusiasmó al citado cliente, que disparaba a todo lo que se movía. En justa reciprocidad, mi colega organizó una nueva cacería mucho más cercana y modesta, esta vez de aves. El hombre se presentó en la finca con un todoterreno y pertrechado con un traje de camuflaje y rifles de mira telescópica. A todos nos sorprendió un poco aquella indumentaria, pero sin darle mayor importancia —tras un refrigerio— nos dirigimos al bosque. Al acercamos al lugar, el gran cazador blanco preguntó: «¿Dónde están las garzas?». «Pues por aquí», le contestó mi amigo, señalando unos pájaros de la familia de los córvidos con la barriga blanca y de un tamaño que no supera los 35 centímetros. El hombre se quedó pálido por momentos; estaba convencido de que íbamos a cazar garzas reales. A este pajarraco de barriga blanca se le conoce en Cataluña como «garsa» y de ahí toda la confusión. No quedó más remedio que emborrachar al frustrado cazador con el mejor vino del Penedés y con la esperanza de que, al despertar, creyera que todo aquello había sido una pesadilla.
Mi postura profesional era bien conocida y cualquier aspirante a ocupar un sillón capitalino sabía que no iba a encontrar en mí rival alguno. Tal vez, por esta razón, me convertí en el confidente de la mayoría de mis colegas madrileños, enfrascados en sus luchas palaciegas. Alguien decidió que mi voluntario ostracismo debía de ser recompensado. Saltándose cualquier protocolo, fui distinguido con un puesto en el Consejo de la Sociedad de Inversión del Grupo. Durante años compartí mesa de Consejo con el presidente de la Bolsa de Madrid Antonio Zoido y con el actual director general de La Caixa, Juan María Nin —que entiendo llegó demasiado tarde a la entidad catalana para evitar un «clienticidio» como el de Criteria—. Nin procede del sector comercial bancario y debatimos ampliamente sobre los aspectos éticos de las inversiones financieras. Con independencia de coyunturas bursátiles, para un inversor medio, es una redundancia participar accionarialmente en un pool corporativo de valores cotizados en Bolsa, fácilmente adquiribles en el mercado sin duplicidad de comisiones. Lo de Criteria cabe considerarlo un diseño propio de un neófito torpón o una faena a clientes y empleados. Los primeros han quedado como damnificados irredentos de unas acciones que llegaron a perder el 50% de su valor, mientras que 28.000 empleados deben hacer frente, además, al crédito personal concedido por la propia entidad de hasta 30.000 euros a ocho años (prorrogado posteriormente a diez). Su situación es parecida a los que pierden su casa y siguen siendo deudores de la hipoteca. La Caixa, por su parte, ingresó 4.000 millones que le vinieron de perilla para ayudar a su recapitalización.
Juan María Nin. Mi añorado compañero de pupitre oval.
Dos errores elementales que infringen el abc de un inversor:
1. Evitar la redundancia de cualquier producto financiero (muñeca rusa) que suele duplicar o triplicar las comisiones percibidas por la entidad promotora.
2. Prohibido endeudarse para invertir en Bolsa. La inversión bursátil debe nutrirse siempre del ahorro prescindible.
Tal vez los incautos inversores de Criteria ignoraban estas dos reglas de oro, pero les puedo garantizar que mi estimado Nin las conocía de sobra; yo mismo me encargué de su catequesis. La entidad se beneficia, además, de un gratuito argumento comercial para apaciguar a los clientes cuando estos van a quejarse al director o empleado de oficina: «¡Qué me va usted a contar, si yo también estoy pillado!».
Isidre Fainé. Del ala más dura de la vieja escuela del Urquijo y devoto siervo de San Josemaría.
(xsiforum.com)
En demasiadas ocasiones, los clientes y empleados de determinadas instituciones padecen un síndrome reverencial al considerarlas poco menos que sus guías espirituales. En esta ocasión, se trataba de utilizar una clientela cautiva, traspasándole todo el riesgo de un entramado empresarial en vísperas de una depreciación bursátil anunciada. La entidad permanece indemne, manteniendo su objetivo prioritario, que no es otro que el control político de sus sociedades participadas. Para ser justo, debo exonerar de buena parte de culpa a Juan María, porque cuando llegó a la entidad parece que la suerte ya estaba echada. No creo, por otra parte, que hubiera podido oponerse a los diseños y decisiones de Fornesa y del supernumerario Fainé; este último debió recurrir a la escuela Urquijo —que lleva en su sangre— y que, por supuesto, también albergaba su lado oscuro. Pese a esta crítica, no abrigo la menor duda de que —dentro de los grandes—, La Caixa ocupa el primer puesto en el ranking de ética bancaria. Ahórrense imaginar cómo será el que ocupa el último. Lo importante en este tipo de guerras es no destacar de la media en usos y abusos; sin duda, la mejor receta para manifestarse indestructible por los siglos de los siglos y evitar que las puertas del infierno puedan prevalecer contra la entidad que se la aplique.
Lo que pudo ser y no fue
Juan Antonio Ruiz de Alda, fundador de BANIF y alma máter de su primera etapa, le imprimió el carácter que se mantuvo a lo largo de 30 años, hasta que en las postrimerías del siglo XX, desembarcó el Banco de Santander y decidió convertirla definitivamente en un cebo para inversores. Ruiz de Alda, graduado en Harvard, diseñó unos servicios financieros novedosos para la época, basados en la más exquisita profesionalidad. Cualquier emisión, antes de ser aceptada por cuenta de los clientes, pasaba por rigurosos filtros. Los irrepetibles analistas de BANIF, encabezados en un principio por Carlos De la Cruz y más tarde por Agustín Malo, trabajaron con total autonomía y sus recomendaciones jamás fueron mediatizadas por intereses corporativos. Cualquier emisión con una comisión de colocación remunerada en exceso disparaba de inmediato todas las alarmas y era sometida sistemáticamente a los controles analíticos más rigurosos. En general, las emisiones suscritas por cuenta de los clientes no trascendían el ámbito europeo, preferentemente en el entorno del grupo Europartners, que constituyó un precedente histórico en la colaboración interbancaria europea, entre destacadas entidades de Alemania, Francia, Italia y España.
Gonzalo Milans del Bosch, sobrino del osado teniente general, fue quien mantuvo a BANIF en el liderazgo español del mercado de capitales a lo largo de tres lustros. Nadie llegó a entender que, cuando la entidad había alcanzado sus máximas cotas, desembarcara en ella a principios de los noventa un pintoresco personaje procedente de otras guerras y totalmente ajeno a la filosofía que BANIF había desarrollado como pionera de la banca de negocios en España. Por dignidad profesional, Gonzalo abandonó la entidad seguido de la inmensa mayoría de sus ejecutivos. El recién llegado, con apellido de connotaciones avícolas, contrató —tal vez por mimetismo— a un tal Palomero, que organizaba una especie de mítines de empresa, similares a un aquelarre evangélico, en los que tras forzar hasta el ridículo la comparación del investido con Steve Jobs, se invitaba a hacer la ola a todos los ejecutivos al grito de «¡BANIF ya tiene un líder visionario!». Créanme, no es ninguna broma; tan solo Carlos Castellanos —director regional de Valencia— y un servidor —asumiendo el riesgo que nuestra pasividad conllevaba— nos negamos a saltar y a jalear aquellas consignas en un BANIF recientemente descabezado y colonizado por una gente muy rara, que el «líder visionario» se había traído en el equipaje. Las consignas se resumían en que nuestro nuevo líder era la reencarnación celtibérica de Steve Jobs y todos nosotros pasábamos a ser trabajadores de Disney, prestos a actuar de cabezudos de Mickey, del pato Donald o a ejercer como vendedores de perritos calientes cuando fuéramos requeridos para ello. Literalmente, es así cómo sucedió. Solo recuerdo haber contemplado una escena similar, con ocasión de una visita a Torreciudad, cuando San Josemaría lograba abducir a un nutrido grupo de ilustrados numerarios y supernumerarios, obligándoles a saltar como posesos, al grito de «¡Somos burritos de Dios!». Pensé que estaba asistiendo a un episodio puntual —aunque surrealista— al que está expuesta cualquier empresa que ha experimentado un descabezamiento traumático de su cúpula y pretende provocar una catarsis colectiva, pero con el paso del tiempo y con mayor perspectiva pude constatar que aquello marcaba un hito, que se correspondía con un cambio de tercio en el mundo de las finanzas, coincidiendo con el culmen de la liberalización financiera, la libre circulación de capitales, los prolegómenos de una política globalizadora y el amparo de unos paraísos fiscales inmunes a cualquier intento de regularización. Constituía el campamento base del que partió la escalada de despropósitos que nos ha conducido al cráter de un volcán, a la espera de ser rescatados tras haber perdido todo el equipo de suministros.
En un grupo de tradición austera como la del Banco Hispano Americano, causó sorpresa mayúscula que un recién llegado apellidado San Pío fuera nombrado de la noche a la mañana consejero-delegado de BANIF y obsequiado con un simulacro de hipoteca a coste cero, para adquirir la que fuera anterior mansión del capitán general Muñoz-Grandes en Puerta de Hierro, dotándolo así de un estatus del que carecía. Algunos hallaron respuesta tardía y ataron cabos con lo ocurrido meses atrás, cuando este personaje, sin la menor vinculación con la entidad, era lanzado en paracaídas y nombrado —como paso previo— subdirector general del Banco Hispano Americano, cuando se estaba gestando la fusión con el Banco Central y la sombra del Santander revoloteaba sobre las negociaciones. El advenedizo consejero-delegado quiso imponer un nuevo orden y no se le ocurrió otra forma de hacerlo que proclamando que la etapa de los gurús había concluido. Nunca me habían llamado así, aunque lo cierto es que me sentí halagado. Debió de exonerarme de aquel defecto o recibió algún tipo de presión, ya que, coincidiendo con la transformación de BANIF en banco, me ratificó en el cargo de director regional, a pesar de que la falta de feeling entre ambos era más que evidente.
El acontecimiento tuvo su traslación en el Consejo de la Sociedad Gestora, que compartí además de con el recién llegado consejero-delegado, con Antonio Zoido, Juan María Nin, los tres representantes sectoriales del grupo Central-Hispano y con Juan Antonio Bueno en calidad de secretario del Consejo y brillante abogado, que había dirigido con relevante éxito profesional la división jurídica de BANIF desde sus inicios. Javier de San Pío, no tuvo la menor consideración con los servicios prestados por este profesional y, por el pecado de haber colaborado con el anterior equipo, lo sustituyó de forma inmisericorde por un recomendado político turolense, que desalojado por las urnas, se había quedado en paro. No solo destituyó a Juan Antonio como secretario del Consejo, sino también del cargo de director de la división jurídica de BANIF, provocando que, por dignidad profesional, este presentara la dimisión en la empresa.
Juan Antonio Bueno y Antonio Zoido eran amigos personales y vecinos en una conocida urbanización madrileña. Eran habituales las barbacoas con familiares y amigos en el jardín de uno y otro, pero cuando el primero fue represaliado, Zoido no solo miró hacia otro lado, sino que decidió romper con una relación personal de varios años. Me unía una estrecha amistad con Juan Antonio, forjada en mil batallas. Al término del Consejo en el que se decidió su destitución, estaba realmente abatido y consideré oportuno retrasar mi vuelta a Barcelona para atenderle y prestarle apoyo moral. En el transcurso del Consejo, había mantenido intacto su orgullo, pero cuando estuvimos a solas, se derrumbó; no podía asimilar lo que había sucedido y lo dejé en su casa muy abatido. Intenté hacerle entender que aquello no era el fin del mundo, pero él no estaba por la labor. Pensé que transcurridos unos días volvería a la realidad, pero no fue así. A partir de aquel momento, todos los esfuerzos para establecer contacto con él resultaron inútiles; no cogía el teléfono y parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Por lo visto, la depresión se adueñó de él y poco tiempo después, me informaron que había puesto fin a sus desdichas. Creo que en toda mi vida, habré llorado en dos o tres ocasiones de rabia; esa fue una de ellas.
Antonio Zoido Martínez. Del banco de Blas Piñar y Manuel de Arburúa a presidente de la Bolsa con la bendición de Botín. Más partidario del ahorro que del endeudamiento, ya que siempre me tocaba pagar la cuenta en el restaurante del Club Financiero. (efe)
Antonio Zoido, hasta hace poco presidente de la Bolsa de Madrid, es el típico superviviente de todas las absorciones con una acusada capacidad de adaptación al medio. Lo conozco desde sus tiempos del Banco Mercantil e Industrial cuando esta entidad fue absorbida por el Hispano Americano. Fue el único directivo que procedente del banco de Blas Piñar y medrando lo suyo, consiguió acceder a la dirección general del Banco Hispano Americano. Manejando influencias, consiguió ser nombrado presidente de la «bancarizada» Bolsa de Valores madrileña, turnándose en el cargo en un principio con Francisco Pizarro, pero quedándose con la plaza en propiedad y confirmado insólitamente en el puesto por el nuevo patrón del Santander. Es, junto a Antonio Basagoiti, el único ejecutivo que procedente del Hispano Americano ha hecho carrera bajo los auspicios del magnate cántabro. En un país serio, nunca un banquero o un bancario en ejercicio debe presidir la Bolsa de Valores, al constituirse en juez y parte, por mucho que todos tengamos asumido que Spain is different.
Estoy en condiciones de asegurar que, si en 2008 el nuevo BANIF del Santander hubiera dispuesto de un puñado de los denominados despectivamente gurús, en lugar de una pléyade de sumisos y clónicos funcionarios, no se hubiera encontrado entre las manos el importante paquete de estructurados basura de Lehman Brothers que, junto a los activos de Madoff y al mutado «BANIF Inmobiliario», han estado a un paso de provocar la desaparición de la decana y antaño prestigiosa entidad. No existe una razón de peso que obligara a alejarse de una filosofía de inversión proclive a un mayor control de los activos. Las ansias de sofisticación y, en ocasiones, la exagerada fascinación por lo yankee acabaron entroncando con una actividad dolosa, amparada en la insólita y continuada impunidad de sus promotores. La fórmula Botín supuso la introducción en BANIF de emisiones de derivados de alto riesgo, que se pretendió justificar con el falaz argumento de la elevada demanda de productos financieros exóticos. Connivencia dolosa con emisores extranjeros, desatada ambición e incompetencia en la gestión son los ejes que conforman el hábitat de la actual banca de inversión. Tras la inconcebible solvencia otorgada entre otros a Lehman Brothers por parte de las sociedades de rating, no parece que hubiera nadie dispuesto a verificar la bondad y garantía de los productos contaminados que estas entidades emitían. Los departamentos de estudios y análisis de la mayoría de bancos y sociedades gestoras no solo se han transformado en coladeros de basura financiera, sino que actúan como departamentos de cosmética al servicio de estos subproductos. La codicia de algunos banqueros patrios, tentados por las suculentas comisiones de colocación, ha acabado con la credibilidad de una banca de inversión, que se había labrado con mucho esfuerzo un merecido prestigio. El cambio de siglo consagró definitivamente en BANIF el inicio de una etapa, en la que el cliente pasaba a convertirse en mero instrumento para ganar dinero, sin reparar en el perjuicio que se le pudiera ocasionar.
Beneficiarios de un oprobio
Tal vez algunos piensen que las fusiones o absorciones en banca son una cuestión entre caballeros, pero lo cierto es que las más sonadas cuchilladas traperas las he contemplado en este contexto. Larvados acuerdos entre el ingenuo Amusátegui y el inquebrantable Echenique para entregar el Banco Central-Hispano a Botín en bandeja de plata pasaron de puntillas y descansan hoy en el almacén de los olvidos selectivos. José María Amusátegui fue el seducido y abandonado coprotagonista de un vodevil bancario, cuyo guión había empezado a escribirse desde el mismo momento en que sustituyó a Claudio Boada en la presidencia del Banco Central-Hispano. El libreto terminaba con su epitafio, escrito por el insaciable Emilio Botín. El cántabro no se fía de nadie, ni aun tratándose del ingenuo Amusátegui. Para asegurar la jugada, forzó el desembarco de Ángel Corcóstegui en el Central-Hispano; un mercenario que ya había mostrado sus credenciales cuando prestaba sus servicios en el Banco de Vizcaya, que le había encomendado la defensa de sus intereses corporativos en el proceso de fusión con el Banco de Bilbao. Corcóstegui no vaciló ni un instante en vender a toda su gente a la cúpula del Bilbao, que procedió a la inmediata laminación de los altos ejecutivos del Vizcaya, con excepción de su persona.
Amusátegui lo intentó con todas sus fuerzas, pero sus carantoñas no lograron ablandar el impasible ademán de Botín.
No puedo determinar con exactitud el tipo de influencia que Botín ejerce sobre el Banco de España —mi impresión es que superior a la del propio gobernador—, pero lo cierto es que, valorando la taimada actuación que Ángel Corcóstegui interpretó en la fusión Bilbao-Vizcaya, decidió infiltrarlo en el Banco Central-Hispano, aprovechando la coartada suministrada por el Banco de España al señalarlo como su favorito. Concluida su misión, el mercenario vasco fue recompensado (oficialmente) con 108 millones de euros, presentándolo además como el salvador del Central-Hispano, cuando en realidad no había nada que salvar. Su misión se redujo a allanar el camino para que el Santander pudiera fagocitar a su competidor sin mayores contratiempos. Amusátegui, entre tanto, no se enteraba de por dónde le venían los tiros y, pese a estar por encima en el escalafón, «solo» recibió 56 millones de euros (oficiales) tras su patética despedida. Un grupo de accionistas consideraron que este comportamiento trascendía la mera generosidad y lo denunciaron a la justicia. Como de costumbre, los jueces fueron magnánimos con Botín; la sentencia concluyó que el patrón del Santander era hombre de ética extremadamente dudosa pero que, pese a ello, su actuación no había infringido la ley. El cántabro se maneja como nadie en la franja que discurre entre la ausencia de ética y la delincuencia.
Desde observatorio privilegiado, fui testigo directo de media docena de fusiones y absorciones bancarias: la del Banco Mercantil e Industrial por parte del Hispano Americano; fusión entre Banco Unión y Banco Urquijo; su resultante Urquijo-Unión absorbido por el Banco Hispano Americano y fusión de este con el Banco Central. La pesadilla concluyó con la oficial fusión y oficiosa absorción del Central-Hispano por parte del Santander.
Amusátegui fue toda su vida el gris secretario de Claudio Boada. Al poco tiempo de acceder a la presidencia del Banco Hispano Americano, ya quedó claro que su historia iba a ser la de un fracaso anunciado. Logró atemperar sus propias carencias, disfrazándolas con una ininterrumpida campaña de imagen, a cargo de un gabinete especializado que acabó convirtiéndose en su obsesión. La historia deja titulares y suele ser generosa con el epílogo de los mediocres, pero la autentica realidad queda en el recuerdo de quienes tuvimos ocasión de seguir de cerca los acontecimientos.
Claudio Boada fue un personaje excepcional por su versatilidad y por la sabiduría inherente a todo viejo zorro. En el ámbito empresarial, lo hizo igual de bien como presidente de Altos Hornos, del INI o del Banco Hispano Americano. Era lo que podíamos llamar un ejecutivo a la vieja usanza, que garantizaba el éxito en todas sus intervenciones. Cuando accedió a la presidencia del Hispano Americano, el banco estaba al borde de la suspensión de pagos, tras la funesta gestión del dúo Alejandro Albert-Jaime Soto. La experiencia estrictamente bancaria de Boada se reducía a unos pocos años en el Banco de Madrid, aunque ya dejó allí su impronta. Tan solo precisó de algo más de un año para reflotar a uno de los «grandes» y retornarlo al puesto que le correspondía. De la raza de «don Claudio» solo se reproduce un ejemplar cada 25 años. Hubiera supuesto un hecho insólito que su escudero Amusátegui repitiera la mitad de sus genialidades. Claudio Boada tenía su corazoncito y acabó cogiéndole cariño a aquel abogado gaditano. Desde que asumiera la presidencia de Altos Hornos, lo reclamó como hombre de confianza en todos los cargos que ostentó. Sin el amparo de su valedor, Amusátegui se mostró muy pronto como un gran ingenuo; un corderillo con ambiciones y escasas luces en manos de Botín. Una vez ocupada la poltrona del Banco Central-Hispano y con un Escámez crepuscular, pensó que sería invulnerable a las acechanzas del capo de las finanzas, pero al poco tiempo experimentó la soledad del dirigente y buscó refugio entre quienes consideraba sus amigos. Lamentablemente para él, se equivocó una vez más al elegir como confidente a Rodrigo Echenique, consejero-delegado del Santander, con el que había entablado «amistad» en los tiempos en el que ambos coincidieron en la Asociación Española de Banca. A él se confió, convencido de que las viejas intenciones de absorción por parte del Santander eran agua pasada. Se creyó aún más fuerte tras la fusión con el Central; vana fortaleza que su «amigo» Echenique se afanó en incentivar. Llegó este a sugerirle el nombre de varios ejecutivos que supuestamente deberían reforzar la postura del Banco Hispano frente a hipotéticas e improbables acometidas de terceros, pero la intención de Echenique era bien distinta; los recomendados eran quintacolumnistas de Botín. Amusátegui cayó en la trampa y permitió el desembarco en el Central-Hispano de una unidad de zapadores que tardaron siete años en minar toda resistencia. Una vez consolidadas las posiciones de estos mandos intermedios, se remató la faena con la incorporación al más alto nivel del ejecutor Ángel Corcóstegui.
A. Corcóstegui. ¡Cuidado con ese!
(savialogos.com)
Cuando Amusátegui se dio cuenta de la celada, ya era demasiado tarde; intentó el recurso de los tribunales ya que don Emilio incumplió los pactos, como en él es costumbre. Alguien debió de convencerle de que en el ámbito de la justicia Botín es imbatible. Decidió al fin recoger un «dinerillo» y disfrutar de un exilio dorado. Quiso ser cabeza de ratón y debió de conformarse con ser cola de león. Fue un buen segundo a las órdenes de un buen señor como Claudio Boada, que ya había resistido con éxito reiteradas acometidas del cántabro.
Mutación inmobiliaria
Recuerdo, con contenida emoción profesional, los días en que pusimos en marcha el primer fondo inmobiliario español «InmoBANIF» y la escrupulosidad con la que trabajamos al tratarse de un producto novedoso, conscientes de que podía llegar a ser una referencia de futuro. Analizamos rigurosamente cada uno de los inmuebles que iban a integrar la cartera; la mayoría, edificios singulares que fueron adquiridos en condiciones ventajosas, aprovechando las especiales circunstancias del mercado a mediados de los ochenta. Aplicamos unos criterios de máxima seguridad y adecuada rentabilidad, incluyendo un porcentaje de activos dinámicos para dotarlo de una liquidez que triplicaba el mínimo exigible y que suele ser el talón de Aquiles de este tipo de fondos. Un producto ideal para clientes conservadores que pudieran permitirse consolidar una inversión a medio plazo y en concordancia con los flujos previamente diseñados. Este fondo embrionario se fusionó en 1988 con Vallehermoso (entonces empresa del grupo) y la Corporación Inmobiliaria Hispamer, aportando un patrimonio en inmuebles de 38.000 metros cuadrados en las mejores zonas y una cotización en Bolsa del 1.080%.
Aprovechando la buena imagen de su ancestro y con la vana pretensión de emularla, Botín acometió la aventura con su «BANIF Inmobiliario», pero, a diferencia del que fuera pionero en España, el estallido de la crisis dejó al descubierto una cartera de inmuebles que era un auténtico despropósito, con opacos intercambios entre empresas del grupo, que dejaron todas sus vergüenzas al descubierto. Una cosa es el estallido de una crisis —cuya magnitud por otra parte despreciaron—, y otra bien distinta es que una cartera de inmuebles se asemejara más a una colección de sepulcros blanqueados.
El «puro» amo.
(savialogos.com)
La Fiscalía considera que BANIF Inmobiliario se utilizó como un fondo «especulativo», que vendió inmuebles a «precios simulados», lo que constituye un claro delito de «estafa y maquinación para alterar el precio de las cosas».
El fiscal acusa además a la entidad de «utilizar información privilegiada para favorecer la salida del fondo de un grupo de elegidos partícipes, al valor liquidativo más alto». Para pagar a estos privilegiados —habida cuenta de su invendible cartera inmobiliaria—, el Banco de Santander concedió al Fondo un préstamo de 170 millones de euros, con un interés referido al euribor, más 300 puntos básicos (muy superior al precio de mercado); importe que, junto a sus intereses, verán deducido los más de 15.000 clientes afectados, cuando dentro de varios años recuperen, en el mejor de los casos, la cuarta parte de su inversión. O mucho cambian las cosas o no hace falta ser un lince para adivinar el fallo de los tribunales con respecto a Botín: prescripción del delito o absolución con leve regañina por parte del presidente del tribunal. Tras el indulto concedido por el gobierno a su consejero-delegado Alfredo Sáenz —al haber acusado falsamente a unos empresarios, provocándoles graves daños—, la moral de Emilio Botín se ha venido arriba. Ya nadie puede discutir que levita permanentemente por encima del bien y del mal y que su impunidad es superior a la del rey. Claro que los norteamericanos no están sujetos a estas servidumbres y, allí, la Fiscalía lo ha identificado como delincuente y el juez ha decidido procesarlo. Me temo que todo se reducirá a dinero y el cántabro superará este obstáculo sin mayores problemas, ya que serán al final los propios accionistas del Banco quienes corran con los gastos. Tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, Botín decidió que los citados familiares y allegados recuperaran su inversión, para lo cual mantuvo artificialmente durante unos días la cotización de BANIF Inmobiliario, mientras se producían los rescates. Una vez cubierto este objetivo, procedió a efectuar una nueva tasación a la baja, valorando los inmuebles a precios de mercado, con el consiguiente perjuicio para el resto de clientes sin pedigrí, que de la noche a la mañana vieron sus ahorros encerrados en un corralito, con una previsión de pérdida en euros constantes, superior al 35% y dejando claro una vez más que la única ley que funciona en España es la del embudo.
Los hipotecados en los últimos siete años —desahuciados o no— están condenados de por vida a hacer frente al pago de una propiedad cuyo valor de mercado, es por término medio, un 25% inferior a su coste; carga que no eludirán entregando su piso a la entidad hipotecaria. Para nuestra desgracia, España no es Estados Unidos, ni el mercado inmobiliario es el de las titulaciones hipotecarias. Aquí no hay «mark to market», la norma que obliga a los bancos y cajas a valorar sus activos inmobiliarios a precios de mercado y que, en justa correspondencia, se vincula con la dación del inmueble como amortización de la deuda. La banca española ha estado hasta ahora facultada para mantener sobrevalorados los inmuebles en sus balances. Por el contrario, los activos incluidos en los fondos inmobiliarios pueden ser valorados a precios de mercado según convenga, generándose un descarado agravio comparativo y que, como hemos visto, puede ser utilizado además para favorecer a unos partícipes en detrimento de otros. Ello nos da una idea de la equidad jurídica existente en España, muy similar a la que se da en el resto de países PIGS. No hace falta ser muy despierto para darse cuenta de que, si las entidades financieras se vieran obligadas a valorar sus activos inmobiliarios a precios reales, mermarían seriamente sus recursos propios; es decir, su solvencia se vería fuertemente afectada al quedarse por debajo de los ratios mínimos de capital.
Previendo que las directrices europeas —en aras de la transparencia contable— obliguen a los Estados miembros a valorar los activos inmobiliarios en poder de la banca a precios reales, algunas entidades ya se están curando en salud, creando sociedades inmobiliarias en las que aparcar sus inmuebles (Altamira del Santander, Aliseda del Popular, Anida del BBVA, etc.), logrando de esta forma que ponderen al 100% en los activos de riesgo —que son los que cuentan para los ratios de capital— y eludiendo la ponderación del 150%, que es la que correspondería a los créditos morosos en cuentas propias, ahorrándose además una provisión del 25% del crédito. Por otra parte, intentan desprenderse de los inmuebles más antiguos —con plusvalías latentes— conservando los que tienen contabilizados con pérdida, hasta que el mercado se recupere y les permita venderlos sin quebrantos. Para que puedan ir trampeando, ahí están nuestros representantes políticos para echarles una mano con el dinero de todos nosotros, procurándoles un tránsito lo más confortable posible.