Capítulo 2

Funesta etapa inmobiliaria

Recién terminada la carrera, fui contratado por el Grupo Inmobiliario Figueras como responsable de tesorería. Cuando entré en la empresa, el delfín Bruno Figueras —que de mayorcito presidiría la zozobrada inmobiliaria Habitat— contaba unos doce años. Carezco de elementos para poder evaluar su trayectoria, aunque me consta el despecho de algunos de los que depositaron en él su confianza. Se dice que los pecados de los padres acaban pagándolos los hijos, a pesar de que el estudio sobre el genoma humano no ha podido establecer todavía la conexión entre lo trascendente y lo fisiológico de un fenómeno que viene preocupando a tantas generaciones.

Toda la «suerte» que acompañó en sus negocios a José Mª Figueras Bassols —en un especialísimo marco socio-político— le hubiera hecho falta a su hijo Bruno. La aparente habilidad para los negocios de su antecesor tenía mucho que ver con un padrinazgo de excepción; el del ilustrísimo don José María de Porcioles, egregio notario y sempiterno alcalde franquista de Barcelona. Bruno es culpable por su parte de haber transgredido la regla de oro de la empresa familiar catalana, que no se enseña en ningún máster. Si se sucumbe a la desmesura y a un exceso de confianza en las propias posibilidades —a lo que no fue ajeno su progenitor al hacerle creer que planeaba sobre el mundo—, el legado empresarial del inadaptado vástago acaba pereciendo en la primera etapa recesiva con la que se enfrenta. Es el llamado síndrome de los «chicos de Harvard», denominación que se aplica genéricamente a los herederos empresariales, que imbuidos de agresividad neoliberal y víctimas de los credos impartidos en las News Business Schools dan al traste con el patrimonio heredado de sus mayores.

Tras José Mª Figueras Bassols, estuvo siempre «el amigo invisible», José Ildefonso Suñol —tal como se le conocía antes de pasar a llamarse Ildefons—. Compartía este último su vocación de hombre en la sombra con la de amante de la pintura. Ambos próceres representaron la facción del empresariado catalán más colaboracionista con el franquismo, a pesar de que, conscientes de su ubicación geográfica, no descuidaron ningún flanco y jamás olvidaron poner una vela a Dios y otra al diablo.

Construcciones Españolas S. A. fue la empresa constructora de la que en 1970 consiguieron borrar todo vestigio y donde consolidaron su fortuna dos josemarías ilustres: Figueras y Porcioles. Su obra cumbre fue La ciudad Satélite de San Ildefonso (debió ser una debilidad de Suñol la de identificar a su santo patrón con la de aquel engendro inmobiliario). Cuando José Mª Figueras disolvió Construcciones Españolas y transfirió el negociado a Edificios Trade, invirtió grandes cantidades en una campaña de olvido, sin reparar en gastos y prohibiendo expresamente a todo su personal cualquier referencia a la empresa embrionaria.

Recalé en Construcciones Españolas cuando estaba a punto de iniciarse la mayor operación de maquillaje empresarial realizada en España. Sus oficinas estaban ubicadas en la calle Rosellón de Barcelona, donde la cola de inmigrantes patrios —con intención de adquirir los últimos pisos de San Ildefonso a 185.000 pesetas— daba la vuelta a la manzana. Paralelamente, se culminaba la construcción de los innovadores edificios Trade en Gran Vía de Carlos III, acreedores a premios arquitectónicos e ideales para el lavado de una deteriorada imagen corporativa.

Las viviendas de San Ildefonso estaban subvencionadas por el Ministerio de la Vivienda con 60.000 pesetas por unidad. Figueras tan solo dedicaba 30.000 al coste de construcción y fueron vendidas a un precio medio de 175.000 pesetas. Es uno de los negocios más redondos que ha visto este país. Sin arriesgar la menor inversión y partiendo de una subvención que duplicaba el coste de cada vivienda, representaba el sueño más húmedo para cualquier empresario. Seguro que el mismo Franco hubiera montado en cólera de haberse enterado de aquel negocio fraudulento que se nutría de sus paternalistas subvenciones; pero el amiguismo entre camisas viejas y la corrupción estaban tan arraigados que ni él mismísimo Caudillo hubiera podido frenar aquella perniciosa espiral.

José Mª de Porcioles. Alcalde franquista, notario «liberal» y padrino de Figueras Bassolt.

Durante la construcción de la ciudad Satélite de San Ildefonso, los camiones de cemento entraban por el acceso principal —controlado por un funcionario del Ministerio de la Vivienda— y poco después salían por una puerta trasera en dirección a las promociones de lujo de los dos socios. La sustitución de cemento por otro de menor calidad y el exceso de arena en la mezcla fueron causa directa de las grietas que al poco tiempo se produjeron en los bloques de San Ildefonso por las que se colaba un niño de doce años. Tuve en mis manos el presupuesto de pintura aprobado para cada piso: 500 pesetas. Ni brochas ni rodillos; la manguera era la única herramienta permitida a aquellos «deshonrados» pintores a los que incluso se les privaba del elemental honor de empuñar la brocha gorda.

Llegó el momento de instalarnos en los confortables edificios Trade; era el pistoletazo de salida de la operación «Cambio de imagen». Me adjudicaron un despacho con una vista espectacular; me sentía importante y todavía inconsciente del historial que arrastraba la empresa. Figueras esbozaba constantemente una media sonrisa y ejercía siempre de poli bueno; para aplicar consignas de bajo perfil, contaba con media docena de esbirros de colmillo retorcido, macerados en rancias servidumbres al Régimen.

En cierta ocasión, estábamos despachando y recibió una llamada de Porcioles. En el transcurso de la misma pude hacerme una idea aproximada de lo tratado; finalizada la conversación, las instrucciones que me trasladó Figueras no dejaban ninguna duda al respecto. El señor alcalde le había hecho saber que «Madrid» últimamente venía detectando que Banca Catalana insistía en su amparo a las corrientes catalanistas y todo empresario catalán afecto venía obligado a reafirmar más allá de toda duda su lealtad al Régimen. Porcioles estaba haciendo una recomendación que equivalía en la práctica a una orden. Era necesario desvincularse de cualquier colaboración con la entidad entonces presidida por Jordi Pujol y Figueras me trasladó el encargo de la inmediata venta de las acciones de Banca Catalana en poder de su grupo familiar. Tuve que negociar la operación con la entidad bancaria, ya que los títulos eran sindicados y no cotizaban en Bolsa. A pesar de contar con una lista de espera de compradores particulares, hubo que ceder en una rebaja sobre la cotización del momento, debido a que Figueras no había sido el único empresario «advertido» por el establishment franquista y la presión vendedora se había hecho notar en los últimos días. Unos meses más tarde y por caprichos del destino, mi actuación profesional se iba a desarrollar en el grupo financiero de Banca Catalana. De haberlo sabido, hubiera apercibido a Jordi Pujol para que tomara nota de por dónde le iban a venir los tiros.

Al causar baja uno de los antiguos empleados de contrastado colmillo retorcido, me fue encomendada una de sus funciones que produjo un gran impacto en un alma todavía cándida como la mía, que había abrevado en los arroyos de una banca, que hasta donde yo había podido percibir, guardaba todavía las formas. Recibí el encargo de entregar cada mes 100.000 pesetas en efectivo a la secretaria del alcalde de Cornella (municipio al que pertenecía la ciudad Satélite). No tardé en descubrir el concepto de aquel pago: un buen día acudí a la promoción inmobiliaria y fui testigo de un espectáculo que me turbó; unos pequeñuelos, ajenos a cualquier peligro, chapoteaban alegremente en un barrizal maloliente receptor de aguas fecales. Desde hacía tres años, Construcciones Españolas S.A. venía obligada a instalar un colector y nadie parecía estar por la labor. Realicé algunas pesquisas; la obra estaba presupuestada en 30 millones y las 100.000 pesetas mensuales que me habían encargado entregar al señor alcalde constituían el argumento para que el edil demorara ad infinitum la construcción de aquella infraestructura. Lo consulté durante una semana con la almohada y decidí presentar mi dimisión; no quería formar parte de aquella felonía, aunque fuera en calidad de mensajero. Tenía proyectado casarme en dos meses, pero mi decisión estaba tomada; no se trataba de ninguna heroicidad; en aquella época un joven economista catalán con experiencia bancaria, tenía trabajo asegurado en una semana. En cualquier caso, me casé, me fui de viaje de bodas y al regresar me puse a buscar un nuevo empleo.

José Mª Figueras estaba tan complacido con el éxito de su cambio de imagen, que años más tarde pensó en convertirse nada menos que en la reencarnación de Cambó. En 1977 se presentó a las elecciones generales al frente de una coalición de partidos denominada Lliga de Catalunya, tratando de emular al histórico partido catalanista del primer tercio del siglo XX. Consideró que los damnificados de la ciudad Satélite no iban a ser un problema ni un altavoz contra su candidatura; ellos jugaban en una «lliga» distinta y en realidad la mayoría de sus habitantes no identificaban a un Figueras instalado en su pedestal con el responsable de sus pesadillas. A pesar de ello, su proyecto político fracasó estrepitosamente. Pasó el resto de su vida buscando un instrumento que le permitiera redimirse de su mala conciencia y ocupar un lugar en la historia. Tras la fracasada intentona política, probó con el mecenazgo y, apurando sus últimas influencias, intentó el reconocimiento social accediendo a la presidencia de la Cámara de Comercio. Al finalizar su mandato, pretendió a la desesperada pasar a la posteridad como introductor en Cataluña del rugby americano. Todo daba a entender que los vicios adquiridos al amparo de «40 años de paz» no le permitieron manejarse con soltura en democracia. Espero que su paso por el purgatorio no se dilate en exceso, ya que lo vi en varias ocasiones departiendo con otros buenos feligreses, en la escalinata de la iglesia de La Salle Bonanova —presumiblemente tras propinarse una buena ración de golpes de pecho—. En el fondo, tan solo era uno más entre tantos otros y lo único novedoso para mí fue que me pilló cerca.