Desestabilización en la dictadura y crisis en la «dictablanda»
Para hacernos una idea del devenir económico transcurrido desde que las tropas nacionales alcanzaron sus últimos objetivos, hasta que el dictador pasó a rendir cuentas al Altísimo, debemos situarnos en el periodo de postguerra en el que las arcas públicas estaban exhaustas, no había divisas para costear las importaciones más esenciales y los españoles se dividían en cuatro grupos: banqueros colaboracionistas y asimilados de alta alcurnia, héroes de guerra, estraperlistas y mayoría silenciosa alimentada con pan negro.
La mejor fórmula que se ha inventado para superar una desestabilización económica es, sin duda, un plan encaminado a estabilizarla. Un régimen, ideológicamente opuesto al liberalismo de cualquier pelaje y condición, se resistió durante años a aplicar cualquier otra solución que no fuera encomendarse al brazo incorrupto de Santa Teresa, pero al fin tuvo que claudicar de mala gana a la presión internacional comandada por Estados Unidos y aceptar en 1959 el Plan de Estabilización. La pintoresca y reiterada disputa que existe en este país por constituirse en protagonista de reiterados huevos de Colón hizo que a lo largo de los años perdiera la cuenta respecto a cuantos quisieron adjudicarse la paternidad o cuando menos el padrinazgo de aquel Plan de Estabilización, pero cualquier observador objetivo sabe hoy que fue diseño exclusivo del Fondo Monetario Internacional. Medio siglo más tarde, las cosas han cambiado algo, pero no deja de sorprender que sea de nuevo la presión exterior, la que obligue a desbloquear el modelo ladrillero pergeñado por el Caudillo y a modificar drásticamente el diseño económico que de él se ha derivado. Parece que, en cualquier circunstancia, la única receta válida para que países como España puedan salir del atolladero económico sea la de encarnizarse con su gallina de los huevos de oro, superar los límites de la mesura y esperar a convertirse en un problema internacional que dispare todas las alarmas y obligue a los países algo más serios a resolvernos la papeleta; no solo por altruismo, sino fundamentalmente para evitar que acabemos contaminándolos. No debe extrañamos que el mito cinematográfico español por excelencia sea Bienvenido Mr. Marshall, ya que el tiempo es implacable y acaba forzando la emersión de la autocrítica inconsciente. También tiene que ver con el castigo bíblico que afecta al grupo de países PIGS, cuyas servidumbres y características abordaremos en próximo capítulo. No parece ser ajeno a todo ello el hecho de que los distintos gobiernos no hayan estado por la labor de permitir que el pragmatismo económico interfiriera en sus diseños políticos. Todos ellos han confundido planteamientos económicos con principios ideológicos y los resultados de esta discordante convivencia ahí están. En distintos apartados del libro, me refiero a los perversos efectos del tránsito sin contrición de la dictadura a la democracia y, en este caso, quedan una vez más evidenciados. Aun en el reducido espacio que compete al Estado, la economía sigue tan secuestrada por la política como hace cincuenta años. Lejos de esforzarse en preservar a los circuitos financieros de asedios contaminantes, han amparado la elaboración de un peculiar caldo de cultivo, en el que abreva con exclusividad una apoltronada y disoluta élite.
A la estabilización económica, le siguió el desarrollismo con sus aparentes virtudes y los defectos inherentes a todo «ismo», liderado por franquistas-opusianos que se hicieron llamar tecnócratas. Corresponde en este punto hacer una alusión al que fue su gran fontanero Fabiá Estapé; según cualificadas opiniones, uno de los dos únicos economistas españoles que ha hecho suficientes méritos para merecer tal nombre, junto a Laurea Figuerola, el padre de la peseta. El doctor Estapé fue tal vez la única persona en España capaz de colarle un gol al Generalísimo y otro a Carrero Blanco. El inolvidable profesor fue nombrado Comisario del Plan de Desarrollo y se quedó con todo el personal, ya que inspiró su diseño en los planes quinquenales soviéticos, mezclados con fundamentos del capitalismo avanzado de la época, tales como la planificación del trabajo por objetivos y el impulso conjunto del consumo y la producción. Creo que el único que se apercibió de los ingredientes del combinado fue Laureano López Rodó, que, aunque era más del Opus que un cilicio, también era catalán y por tanto posibilista. Esperó a ver si la cosa funcionaba y funcionó; de no haber sido así, siempre podía entregar la cabeza de Fabiá. Coincido con el insigne maestro en su crítica a la política económica aznariana, en la que se incubó el plus de castigo que penaliza hoy a España (sin hacer ascos por supuesto a la puntilla de Zapatero). Se ensañó con el entonces superministro económico Rodrigo Rato, del que decía que su primera actuación de relieve en el mundo de la economía fue hundir una centenaria empresa familiar de agua mineral. Acabó con su paciencia su gestión al frente del Fondo Monetario Internacional, de donde aseguraba lo habían echado por incapaz. Lo que yo pude constatar fue que Fabiá Estapé era sin duda el mejor y si decía que Rato era muy malo, pues sus motivos tendría. A lo mejor estoy mal fijado, pero los planes de austeridad que está aplicando Europa en su intento por superar la crisis se parecen, como una gota de agua a otra, a las recetas que aplicó el doctor Estapé cuando ejercía de Comisario del Plan de Desarrollo. No creo que sea la primera ocasión en la que me vea obligado a constatar que el mundo es un pañuelo.
El desarrollismo es, por definición, crecimiento a cualquier precio y necesariamente lleva implícito una factura, a la que algún día hay que hacerle frente. El primer plazo se hizo efectivo con ocasión de la crisis de 1973 —conocida como la crisis del petróleo—, desatada a partir de que los países de la OPEP decidieran penalizar a Occidente con un drástico recorte en el suministro de petróleo, por su apoyo a Israel en la guerra del Yom Kippur. Empezó en Estados Unidos —que es donde suelen empezar este tipo de cosas— y se hizo extensiva a todos los países de la Europa occidental, provocando un efecto inflacionista, la reducción de la actividad económica y la consecuente caída de las bolsas. Si acaso cabe extraer una conclusión positiva de aquella crisis, es que no se inició en el jardín de quienes dominan el mundo y en consecuencia era potencialmente reversible. Existía la posibilidad de que las represalias por parte de los países productores de petróleo pudieran ser reconducidas, pero la resignada y general aceptación de que las reservas de petróleo se agotarían en dos o tres décadas acrecentó los temores, provocando el consiguiente efecto dominó. Aún hoy me pregunto cómo pudo calar durante tanto tiempo aquella falacia. Einstein afirmaba que solo el universo y la estupidez humana son infinitos y, en aquella ocasión, quedó una vez más constatado. Volvió a confirmarse que las crisis se retroalimentan y que los efectos inducidos a partir de un falso detonante pueden provocar que una etapa recesiva se dilate en el tiempo. Todas las crisis son distintas y también sus enmiendas, aunque con la perspectiva del tiempo podemos constatar que aquella fue un juego de niños comparada con la desencadenada en 2007.
El vigía de Occidente entrenando a fondo.
(Gagomilitaria)
Visto desde el prisma doméstico, lo ocurrido en la España de 1973 merece una reflexión, que tiene que ver con la pintoresca confianza en el Régimen de los actores sociales y financieros. Estamos hablando de dos años antes de la muerte del dictador y cuando el establishment patrio todavía no se había recuperado del atentado a Carrero Blanco. Faltaban todavía unos años para que España se incorporara definitivamente a la Comunidad Europea y el Estado conservaba intactos los resortes económicos para autorregularse. Las crónicas hablan de un régimen debilitado, pero lo cierto es que, tras tres años y medio de bonanza económica y escalada bursátil (1970-1973), se detectaba una notable confianza en las instituciones del país. A excepción de algún teórico viajado, nadie hablaba de liberalización de los mercados y a los inversores institucionales no les preocupaba en demasía el comportamiento de Wall Street; ni tan siquiera lo acaecido en las bolsas de Londres, Frankfurt o París.
Mientras en el último trimestre de 1973 las Bolsas europeas se hundían, la española continuó imperturbable, escalando posiciones hasta abril de 1974, sin plantearse que la falta de combustible pudiera llegar a estrangular la economía del país. Franco ejercía con convicción el papel de líder visionario, adquiriendo a veces tintes esotéricos. Algunos de los que pocos años después presumirían de demócratas de toda la vida creían a pies juntillas que Franco era un machote que superaba en habilidad negociadora a cualquier otro líder y que no tendría mayores dificultades en sortear un reto que había puesto en jaque al mundo civilizado. No parece que hoy interese a nadie remover aquellas vergonzantes servidumbres; más bien se detecta un afán por correr un tupido velo. La mejor prueba para constatar los logros de la inducida amnesia es que, al preguntar a las nuevas generaciones por Franco, los más leídos y viajados contestan que se trata de una antigua moneda francesa. El Caudillo conocía mejor que nadie la idiosincrasia de su pueblo; solo tenía que llamar a rebato con la excusa de una supuesta ofensa foránea a la patria, para que los españolitos se arremolinasen en la Plaza de Oriente, aferrados a su unidad de destino en lo universal. A pesar del tiempo transcurrido, permanecía fresco entre la población el recuerdo de aquel mítico encuentro del dictador con Hitler en Hendaya, que lo consagraba como el supermán de las negociaciones. Existía el convencimiento de que, para el Caudillo, atajar aquella crisis sería un juego de niños. Su presunta y «secular» amistad con los árabes obraría el milagro y, a poco que nos descuidáramos, nos ahogarían en petróleo. No se pueden desligar aquellos acontecimientos del contexto histórico, pero lo cierto es que, al recordarlo, resulta difícil esquivar una sensación de vergüenza colectiva.
(Flick photo)
Cuando al fin la cruda realidad se impuso, hacer levitar a treinta y cinco millones de almas resultaba una misión imposible, incluso para Franco. A partir de abril de 1974, la economía entró en clara recesión y la Bolsa inició un camino descendente que tardó varios años en ser enderezado. El Caudillo por su parte, dando muestras una vez más de su intuitiva habilidad, supo librarse a tiempo y antes de que la crisis se consolidara, decidió abdicar de lo terrenal y someterse al juicio divino.
Es obligado reconocer que Franco supo manejarse hábilmente a lo largo de cuarenta años, poniendo internacionalmente en valor su arraigado anticomunismo y es obvio que consiguió seguir triunfando aun después de muerto. Nombró a su sucesor y consiguió que, a través del pacto de la Transición, sus herederos trasladaran buena parte de sus dictados a una democracia cautiva. Cuatro décadas después de su muerte, ha logrado que media España siga inconscientemente palpitando junto a él. Hay cosas en este país que siguen siendo intocables y sobre las cuales la sociedad biempensante ha decidido asumir el fideicomiso. Buena muestra de ello es el visceral rechazo de una parte de la población —aliada con Falange Española y la organización ultraderechista Manos Limpias— que han conseguido sentar en el banquillo a un magistrado de la Audiencia por declararse competente para investigar los crímenes del franquismo. Más allá de las leyes que se consensuaran con los representantes del anterior régimen, es como si las juventudes hitlerianas imputaran a un juez alemán por investigar el Holocausto.
El Caudillo dando buena cuenta de la crisis del petróleo y prestando sus últimos servicios a la patria.
(franciscofranco.com)
Desconfíen de quienes intenten convencerles de que la Transición fue una especie de big bang que provocó un cortocircuito en la historia y que por arte de birlibirloque nos convirtió a todos en demócratas sin mácula. Fue tan solo un coitus interruptus, en el cual los papeles siguen estando perfectamente definidos y un vano intento por esconder unos ancestros ideológicamente bastardos. Difícilmente lograremos interpretar las claves de nuestra dispersa realidad, propiciando un agujero negro en la memoria colectiva.
Compañeros de pupitre
En los gloriosos sesenta, tuve ocasión de deleitarme con una experiencia religiosa, cuando combinaba mi trabajo en la banca con los estudios nocturnos de Peritaje y Profesorado Mercantil en los Escolapios de Barcelona. El rollizo intendente mercantil doctor Arús, alma máter del centro, el todavía más orondo padre Quadras y una pléyade de pintorescos profesores amenizaban aquellas jornadas que se iniciaban con el crepúsculo. Recuerdo especialmente y con tierna nostalgia a uno de mis esforzados mentores que, según decían, padecía pediculosis testicular. Mientras nos impartía la asignatura, no paraba de rascarse compulsivamente los genitales. Era un fanático del tenis y, cuando nos explicaba la catenaria o la aplicación estadística de la campana de Gauss, acababa rememorando algún partido de Pancho Gonzales, en el que sus lobs —aseguraba— eran ejemplo impagable para entender la trayectoria elíptica. Siempre agradeceré sus esfuerzos y disculparé sus escozores; concentrarse en los estudios tras una jornada laboral bancaria era tarea complicada, por lo que siempre era bienvenido un toque de distendido divertimento.
Concluido el horario lectivo, llegaba el momento del relax y probablemente el más creativo del día. Tres o cuatro compañeros nos reuníamos a la luz de la luna y de un puñado de estrellas, que la incipiente contaminación lumínica todavía permitía contemplar en la tibia noche barcelonesa. Al amparo de los últimos serenos, cuyos chuzos resonaban al percutir sobre las ahuecadas aceras, pasábamos un buen rato debatiendo sobre lo divino y lo humano. Miquel, Pep y Salvador eran, junto a quien se lo cuenta, los más habituales. Conectaba con Salva, con quien me sentía especialmente identificado, a lo que no era ajeno su agudo sentido del humor. Debieron de ser escasas las materias que no abordáramos, contrastando pareceres sobre estilos y tendencias pictóricas; Van Gogh y los impresionistas, enfrentados a Velázquez y Picasso como eslabón perdido. Podíamos pasarnos una velada escudriñando una reproducción de la Habitación o de Les Demoiselles d’Avignon. Quedó grabada en mi mente una frase que alguno de ellos soltó con relación al famoso retrato de las cinco prostitutas. «Con este cuadro, Picasso acabó con la pintura y empezó el movimiento». Recuerdo que la frase provocó en mi todavía atolondrada mente una inconsciente concordancia; pensé que, de enterarse el Generalísimo, la hubiera adoptado como eslogan para su Régimen.
Tampoco eran materias ajenas al debate la música o el ajedrez, en cuya afición coincidí también con Salvador. En contadas ocasiones y complementados financieramente por Pep (hombre de más posibles), nos permitíamos el lujo de refugiarnos en un bar especializado en almejas, a pesar de que teníamos que conformamos con verlas en perspectiva, mientras nos apañábamos con un snack de aceitunas o patatas fritas. En vísperas de un trascendental partido Barca-Madrid —que entonces no abundaban—, la tertulia derivó en la rememoración de un acontecimiento protagonizado en su día por Salvador. Nos reveló que, a los once años, había acertado una quiniela de 14 resultados y, al día siguiente, nos trajo los recortes de los periódicos en los que aparecía cual niño prodigio empuñando un puntero frente a una pizarra y mostrando al mundo cómo se confecciona una quiniela ganadora. Con el importe del premio, su familia había adquirido un garaje, que estoy seguro no revestiría excesiva complejidad administrativa, pero Salvador, como si de la General Motors se tratara y haciendo uso de los conocimientos de contabilidad y «teneduría de libros» de los que disponíamos, los aplicaba al negocio familiar con inusitada ilusión y relevante destreza, en un ejercicio sin duda más eficaz para su formación académica que los supuestos prácticos propuestos por nuestro catedrático de cabecera Goxens Duch.
El joven Salvador se ha convertido, transcurrido medio siglo, en don Salvador Alemany Más; consejero-delegado de Abertis y uno de los más reconocidos empresarios del país. Siendo testigo de sus primeros pasos, no me extraña en absoluto que llegara a donde ha llegado; lo que me sorprende es que no le hayan nombrado todavía ministro de Economía o presidente del Banco Central Europeo. Empezó administrando un modesto garaje de sus padres; continuó en SABA aparcando todos los coches de Cataluña; pasó a controlar los vehículos que se desplazaban por las autopistas y últimamente se dedica a aparcar aviones en treinta aeropuertos de todo el mundo; pero ya verán ustedes cómo la cosa no acaba ahí.
Salvador Alemany Mas. Uno de los hombres que el cínico Diógenes hubiera elegido para su colección.
(negocios.com)
Durante años, no acerté a conectar su imagen juvenil con las de su edad madura, a pesar de que durante su etapa en SABA pude haber acompañado en alguna visita a los analistas del Servicio de Estudios y aclarar mis dudas; obligaciones ineludibles y coincidentes debieron de impedírmelo. Tal vez, cuando liberado de sus compromisos regrese al mundo real, podamos rememorar a aquel enjuto profesor de Estadística, que aseguraba en los gloriosos sesenta que el precio de los inmuebles tenía que caer irremediablemente. Según aquel buen hombre, el hecho de que un piso en el ensanche barcelonés llegara a costar la friolera de un millón de pesetas podía sumirnos en un caos económico, derivado del estallido de la burbuja inmobiliaria que preveía inminente. Como ven, la colección de iluminados ya viene de lejos; cuentan con la ventaja de que a la larga, siempre acaban acertando.
Pese a no ser excesivamente dilatada en el tiempo, mi relación con Salvador fue intensa y es una de las personas sobre las que guardo mejor recuerdo. Aparte de la comprensible idealización de los dulces años de juventud, influye sin duda en mi valoración el gran respeto que me merecen los empresarios con mayúscula; inversamente proporcional al desprecio que siento hacia los nefastos especuladores que acaban contaminando la imagen de los auténticos generadores de riqueza.
Un personaje de excepción y el «cornac» de Frankelo
No puedo dejar pasar por alto el impacto que supuso mi encuentro en sede universitaria con una persona tan especial como Ernest Lluch, que, junto con el actual presidente de la Bolsa de Barcelona, Joan Hortalá, ejercía de auxiliar en la cátedra de Política económica del doctor Estapé. Espero que no se moleste el presidente de la lonja financiera catalana si descubro que Ernest despertaba mayores simpatías entre un alumnado con cuyos miembros se llevaban ambos muy pocos años. Siempre pensé que era debido, a que el expresidente de Esquerra Republicana calzaba una especie de botines blancos parecidos a los del gánster de Con faldas y a lo loco, lo que contribuía a que algunos desconsiderados lo identificasen con lo que la actual generación definiría como «un pelo friqui». Fue una falta de caridad que nadie le advirtiera, ya que al hombre se le veía encantado con aquel look. No ayudó a desterrar aquella imagen el que, años más tarde, reincidiera en el pintoresquismo al cubrir su campaña electoral a lomos del elefante Frankelo, que en su momento algunos pretendieron identificar como un despectivo guiño al dictador, pero erraban en su apreciación, ya que el proboscídeo era de ascendencia prusiana y lucía este nombre desde su alumbramiento.
Ernest Lluch i Martí fue expulsado de la universidad en 1966 por razones políticas
(fundacioernestlluch.com)
Disfruté del incomparable placer de jugar algunas partidas de futbolín con Ernest y de compartir más de un «bocata» en el frankfurt-chiringuito situado en la acera de la Avenida del Generalísimo Francisco Franco, reubicado años más tarde en un exitoso establecimiento frente a la Universidad Politécnica. Su figura me fascinó y seguí con interés su trayectoria hasta el mismo día de su muerte.
Me dio un vuelco el corazón cuando, en el año 2000, escuché la inconfundible voz de Ernest al otro lado del hilo telefónico. Había puesto mi piso en venta y por aquellos caprichos del destino —y a través de un amigo común— se interesaba por él. Por motivos de seguridad, buscaba un piso en un edificio con vigilancia continua. Departimos un buen rato, intercalando los detalles de la vivienda con el recuerdo de los viejos tiempos. Quedó en volver a llamarme para visitarlo pero no le dieron tiempo; pocos días después, moría asesinado en el garaje de su domicilio. Experimenté una sensación difícil de explicar; el destino me había concedido el privilegio de poder despedirme de un hombre bueno, de una honestidad intelectual fuera de lo común, heterodoxo y en consecuencia incomprendido por muchos. En ocasiones, he pensado que de dilatarse la fecha del atentado y haber tenido la oportunidad de adquirir aquel piso, tal vez hubiera salvado la vida, ¡quién sabe! Hay gente que presume de hablar con el corazón y de expresar lo que piensa, pero pocos suelen plasmarlo en la realidad; es algo reservado a unos elegidos y su práctica suele resultar especialmente molesta para una mayoría que acostumbra a supeditar lo conveniente a su propia conveniencia. Desengañado Ernest de los oropeles de la política activa, había regresado a la docencia y pocos como él han profundizado tanto en el conocimiento del fenómeno de ETA, al que dedicó buena parte de sus energías, convencido de que trabajaba para el bien de la sociedad. Nadie más pragmático y refractario al dogmatismo se ha acercado con tanta valentía al fenómeno terrorista y a la búsqueda de soluciones racionales. Sus conclusiones nunca fueron improvisadas y, cuando creía haber aislado una evidencia, la defendía con altura de miras y con la tozudez de una mula. No me cabe duda de que su irrenunciable compromiso con la verdad condicionó al fin su muerte.
Bolcheviques reciclados
Nada más iniciada la Transición, me llamó la atención el contraste entre la aparente radicalidad de un partido comunista que clamaba entre otras cosas por la nacionalización de la banca y los impúdicos abrazos que se daban con los jerarcas de la misma, a la firma de algún crédito sindicado de los que nunca se devolvían y en los que intervine profesionalmente. El PC, posteriormente Izquierda Unida, fueron rehenes absolutos de la banca y utilizados por el «Gran Sanedrín» cuando este decidió recuperar el poder político, recurriendo a lo que en su momento se dio en llamar «pinza».
Siempre es de agradecer que un «luchador por la libertad» como Ramón Tamames —excesivamente mitificado por su schumpeteriana Estructura económica de España— decidiera un buen día hacer de su capa un sayo y desprenderse de sus máscaras. Con su loa a la dictadura de Primo de Rivera, consiguió labrarse el definitivo rincón en el corazoncito de la derecha ultramontana, estableciendo su hábitat entre los sectores más reaccionarios y ultracatólicos. Como es habitual en los de su especie, decidió recuperar el tiempo perdido, reconciliándose con el ladrillo y acercándose libidinosamente a quienes hasta entonces fingía haber combatido. Los «afrancesados» siempre han disfrutado de un gran cartel entre la ultraderecha y, con este aval, Tamames protagonizó los escándalos inmobiliarios de «Cava Baja» en Madrid y de «Casa de Arizón» en Sanlúcar de Barrameda, arrasando un conjunto monumental del siglo XVII.
Ramón Tamames. «Jabato de las libertades» y destacado ejemplar evolutivo.
La corrupción de los poderosos propicia también la corrupción de los villanos. La cosa funciona más o menos así: alguien se pone de acuerdo con el concejal de urbanismo o el alcalde de cualquier localidad con capacidad para recalificar suelo. Se constituye una sociedad que compra el solar rústico a un aldeano por una miseria. El edil recalifica el terreno como edificable y la empresa solicita un préstamo hipotecario por un precio cien veces superior al que pagó. Una vez repartido entre todos el beneficio, la sociedad se declara insolvente y entrega el solar a la entidad financiera como dación del crédito. Esta tiene que devolver el dinero al Banco Central Europeo y, como se ha quedado sin él, es el Estado en nombre de todos los ciudadanos quien corre con los gastos. No puede ser más sencillo; sin embargo, nuestros próceres aparentan sorpresa con el enésimo caso que confirma la regla, en todos y cada uno de los puntos cardinales de la piel de toro.