Cognoscetis veritatem et peritas liberabit
Pese a no tratarse de una historia con final feliz, me consideraría afortunado si este libro resultara para el lector la mitad de tonificante que ha sido para mí el escribirlo. Anticipo que va a ser desmitificador y, en conciencia, obligadamente iconoclasta. Incide en aspectos de los que por caprichos del destino, fui testigo muy cercano y que —a pesar de encontrarnos en la era de la información— permanecen ocultos y ocultados a una mayoría de ciudadanos.
Los pre-revolucionarios del siglo XXI tienen precisamente en la información su mejor arma; tan solo les resta utilizarla con tino para identificar a sus auténticos enemigos. Que no caigan en el desánimo cuando falsos profetas les regañen y vayan predicando por ahí, que han sido insolidarios con futuras generaciones al haberse endeudado en detrimento de sus nietos. Es la condición humana la que no tiene remedio; la misma que llevó a algún reconvertido telepredicador a delinquir cuando surcaba los procelosos mares de la abundancia y amarraba su yate junto al del rey. Mi generación fue algo más austera e idealista que la actual, aunque mucho menos que la de mis mayores. No fue debido a que el Espíritu Santo estuviera más atento en su tarea de inspirar a los humanos o porque fuéramos de mejor pasta. En un dilatado periodo de postguerra —sobrellevado con «seiscientos» de motores recalentados— no había más salida que la de apretarse el cinturón y soñar con un mundo mejor. De haber nacido medio siglo más tarde, sin duda hubiéramos cometido los mismos errores.
La peor lacra para la sociedad biempensante es la hipocresía emanada por el que yo he dado en llamar «Gran Sanedrín Financiero», avalada por una clase política a la que ha abducido. Se expande simpáticamente a través de una falla de sedimentos yuxtapuestos, de cuya presión pocos pueden sustraerse. Transcurrido un siglo desde que el primer mundo decidió apostar por su homologación democrática, el reducto de las finanzas continúa resistiendo como un valiente, manteniendo su endogamia y consiguiendo que los instrumentos de control público se manifiesten absolutamente estériles. Si atendemos a incorporaciones tardías, como es el caso de España, el panorama es todavía más desolador. La eficacia de instituciones como la Comisión Nacional del Mercado de Valores es prácticamente nula, mientras que el Banco de España persigue hormigas y se le cuelan los elefantes. La Ley para la Reforma del Mercado de Valores de 1988 acabó con los excesos de unos peculiares fedatarios públicos conocidos como Agentes de Cambio y Bolsa, pero una vez más salimos de Málaga para meternos en Malagón. El resultado fue la rendición sin condiciones a una banca que, desde entonces, se hizo con todos los resortes de intermediación y que goza de una inmunidad absoluta, por sus posiciones de privilegio e información privilegiada. Lo que queda del sistema financiero español tras las obligadas cesiones a Europa adolece de un mal congénito que deriva de un engranaje económico acrisolado en la autocracia y contaminado por una voraz bancarización, que impide desplegar la auténtica igualdad de mercado. Todo ello ha influido decisivamente, agravando el impacto de una crisis que, pese a ser global, no ha afectado por igual a todos los países.
Quienes controlan las finanzas mundiales se enriquecieron con desenfreno durante la década de los noventa y primera mitad del dos mil, amparándose en las políticas de interés cero diseñadas por Alan Greenspan y secundadas por sus homólogos europeos. Ello les permitió levantar posteriormente el pie del acelerador y asumir una crisis que no fue tan imprevisible como pretenden hacemos creer. La bancarrota de medio mundo es la nueva plataforma a partir de la cual podrán seguir amasando sus fortunas e incrementando exponencialmente sus cotas de poder. El mundo de las altas finanzas, y el de las no tan altas, está colonizado por las malas conciencias. Las circunstancias de la vida me llevaron a tener que soportar el aliento de algunos de los que contribuyeron con entusiasmo a convertirnos en damnificados de sus excesos. Una vez liberado de las servidumbres que a todos nos condicionan, la más elemental conciencia social me empuja a dar testimonio de todo ello.
No se repriman y satisfagan su natural curiosidad a través de las páginas de este libro; en ellas, encontrarán la crónica de una contaminada banca de inversión cuya única virtualidad es la de ser totalmente prescindible. Espero que mi relato sirva como mínimo, para prevenir al lector de por dónde le pueden venir los tiros, disparados por los francotiradores del «Gran Sanedrín Financiero».
La que se nos ha venido encima, con la mayor crisis que ha padecido el mundo desde hace 80 años, no tiene nada que ver con una inesperada plaga enviada por los dioses para castigar los excesos de la humanidad y tampoco con una crisis cíclica inherente al capitalismo —tal como han venido defendiendo ilustrísimos autores—; es más bien una historia trufada de corrupciones y de actuaciones perversas, en la que lo de menos son las puntuales rapiñas de Madoff, Ornel o Jerôme Kertviel, a pesar de que metieran descaradamente la mano en el cajón. Las grandes averías en el sistema las ha provocado una corrupción institucionalizada, amparada en la impunidad de una franja que discurre entre la ausencia absoluta de ética y el delito. Se las ha ingeniado para hacer rehenes a unos políticos que están condenados a relevarse, mientras que el núcleo duro de los financieros permanece y en último término pasa de padres a hijos. Ya era demasiado tarde cuando la clase política cayó en la cuenta de que había creado un monstruo, que la tiene absolutamente sometida y obligada a plegarse a sus dictados. El virus se inoculó en EE.UU., pero sus emisarios europeos se apuntaron entusiasmados desde el primer momento a la fiesta. No se pueden hacer concesiones a quienes con su falaz actuación han condenado a la indigencia —e indirectamente a la muerte— a millones de personas en todo el mundo. No es ninguna broma; las repercusiones de una crisis inducida han provocado en cuatro años el triple de víctimas que el holocausto judío. Con la nueva metodología, se ha conseguido sedar a una humanidad cada vez más insolidaria, que no se escandaliza en exceso y que compensa la mala conciencia de sus cómplices silencios, con la cuota trimestral a una ONG. Pese a la gravedad del acontecimiento, no voy a convertir mi relato en una historia de terror; la vida está llena de matices y, afortunadamente, anécdotas amables se intercalan en la crónica de unos sucesos, que inevitablemente deberán rendir tributo a una subjetividad, a la que ningún ser humano puede sustraerse. Espero que, aunque sea en puntuales momentos, las musas me concedan el favor de acceder a la ironía para ser capaz de reinterpretar un drama en clave tragicómica.
He esperado diez años a publicar este libro, cuando la mayoría de mis protagonistas se han jubilado o están a punto de hacerlo. No es mi pretensión erosionar prestigios, más allá de lo estrictamente necesario. Desde mi modesta experiencia, pretendo alertar a la sociedad de mis nietos respecto a determinadas actuaciones, que hasta la fecha se han revelado extremadamente dañinas, abrigando la remota esperanza, de que sean capaces algún día de conjurarlas. Más allá de cualquier pretensión didáctica, esta es en esencia la historia de tres clases de botines: los que calzaba Joan Hortalá en la universidad, los que acumularon unos desalmados y el Botín Emilio, de profesión impune.