Era yo uno de esos niños que veía continuamente al rey desnudo y además lo pregonaba. Pasaba los veranos en la masía familiar y al cumplir los 10 años, mi padre me llevó a un bonito rincón para plantar un árbol; ignoro por qué eligió un algarrobo —quizás fuera una indirecta a mi cabezonería—. Mientras cavábamos el hoyo, me lanzó uno de esos mensajes que un hijo no olvida: «Si sigues así por la vida, no harás más que recibir palos; debes morderte la lengua y si alguna vez no lo haces, que sea por algo que valga realmente la pena». Lo cierto es que le he hecho caso y se pueden contar con los dedos de una mano, las veces en las que decidí echar los pies por delante. El algarrobo ha superado el medio siglo de vida y ha demostrado ser mucho más sabio y prudente que yo; nada se le escapa y solo quedan por encima, los jilgueros que le sobrevuelan, que no pueden evitar rendirle homenaje postrándose continuamente sobre sus ramas. En momentos de duda, me tiendo bajo su sombra y recibo los mejores consejos; no creo que haya mucha gente que le deba tanto a un árbol como yo. Este libro es un homenaje a mi padre, al que espero no defraudar.