El hallazgo

—¿Qué ha sido eso?

—Un grito… En el fondo de la gruta.

—¡Boeringuer! Algo le ha ocurrido…

—Hay que dar la alarma a la estación de superficie. Vamos, ¡a correr!

Los dos jóvenes espeleólogos recogieron rápidamente sus equipos y echaron a correr sobre la superficie helada hacia el fondo de la gran caverna, donde, al parecer, su jefe de expedición estaba en peligro. El lejano haz de su reflector había dejado de escudriñar las abruptas paredes para caer, inmóvil, sobre algún punto de aquella espesa masa de hielo. El silencio espectral de las profundidades se vio perturbado por el rápido crepitar de las botas y el gruñido de los correajes, mientras que, por medio del receptor de emergencia, se transmitía incansablemente el silbido de alarma a la estación nodriza, instalada en la boca de la sima. Era el primer incidente con que se encontraban después del interminable y peligroso descenso.

La carrera sobre aquel extraño cauce subterráneo dejó sin resuello a los científicos suecos. Encontraron a Boeringuer postrado de rodillas, inmóvil, las manos agarrotadas en el soporte del reflector, la mirada fija en un punto del interior de la masa cristalina. Las rodillas comenzaban a fundir aquel humor congelado, probablemente desde hacía siglos. Denso líquido que volvía a helarse instantáneamente.

Antes de que los compañeros de Boeringuer pudiesen articular palabra, se dibujó bruscamente en sus ojos una mueca de espanto. Las pupilas desorbitadas se fijaron en el manto transparente: a escasos centímetros de la superficie, envuelta en un enigmático hálito, confusa entre la multitud de destellos, como emergiendo gracias a un supremo esfuerzo por arrastrar el resto del cuerpo, se dibujaba la cabeza de un ser humano.

—¡Santo Dios! No puede ser… Es una alucinación…

—No es ninguna alucinación —murmuró Boeringuer con la voz quebrada por una profunda emoción—. Ahí debajo hay alguien… Alguien varios siglos más viejo que nosotros.

—Pero, no es posible. No hemos encontrado el más leve vestigio de vida en todo el desierto.

—A lo mejor, lo que suponemos es cierto, y las muestras de las paredes y de la arena están compuestas de materia orgánica petrificada.

—Me parece… —terminó Boeringuer, incorporándose lentamente—. Me parece que a partir de este momento ya nada va a ser imposible.

El doctor Björnstrand, el anciano director de la Academia de Ciencias de Uppsala, a pesar de lo avanzado de la noche, movilizó a todo su equipo para que preparasen inmediatamente su helicóptero-laboratorio y volar, sin perder un minuto, hacia el desierto. Sus discípulos parecían haber encontrado el testigo espontáneo que la civilización noruega había estado buscando tan febrilmente desde hacía más de un siglo. El venerable profesor siguió minuciosamente los preparativos, inspeccionando cada uno de los aparatos que, sin lugar a dudas, tendría que necesitar. Y, con aquella lucidez con que siempre había guiado los destinos científicos de su civilización, mandó que preparasen a toda prisa una de las más perfeccionadas cámaras de hibernación.

A más de trescientos metros de profundidad, en las enigmáticas y extrañas formas de un desolado desierto gris, inmersos en el peligro ancestral de un silencio impenetrable, un grupo de jóvenes científicos suecos trabajaba afanosamente para preparar un insólito quirófano. Y al mismo tiempo, lenta y trabajosamente, un gran cirujano iba descendiendo por la escarpada pared hacia el misterio más terrible de todas las eras de la humanidad. En la estación de superficie iban preparando los aparejos para el descenso de aquel curioso féretro de triple cámara de aluminio, bronce y acero inoxidable, dotado de un complejo circuito de nitrógeno líquido y material aislante. Las puntiagudas crestas de los áridos acantilados parecían despedir solemnemente el extraño cortejo, ajenas e indiferentes a la febril actividad que tenía lugar en sus tiznosos intestinos.

En la mente de Boeringuer martilleaban las palabras que creía haber leído en alguna parte: «Sorprendiendo a los moradores en el más cotidiano de los quehaceres…». Un frío mucho más intenso le recorrió la espalda. Levantó la mirada hacia sus compañeros. ¿Qué sentido tenía, en el devenir de las generaciones, la presencia de aquel grupo insignificante en el centro de un fenómeno de tan gigantescas proporciones? Recordó: podía haberlo leído en el Apocalipsis de Juan, o en los Diálogos del doctor Watt con el lobo, un curioso libro de filosofía hermética rescatado milagrosamente en los últimos momentos de la Biblioteca Nacional de Roma.

Al llegar a la gruta, el doctor Björnstrand se limitó a cerrar los ojos durante breves instantes y respirar hondo, e inmediatamente, con un leve saludo, indicó a sus discípulos que prosiguieran los trabajos sin pérdida de tiempo. A través de la docena de escafandras se dibujó una sonrisa de alivio en aquellos rostros asustados y desfigurados por la luz fantasmagórica de la caverna. La llegada de aquella menuda figura parecía haber aliviado la soledad trágica que los embargaba. Sus pequeños ojos azules buscaron inmediatamente «aquello». Se detuvo al llegar al fondo; a duras penas contenía el jadeo, y en sus pupilas había un brillo difícil de describir. Se sobrepuso y comenzó a dar órdenes escuetas y precisas. La operación había comenzado.

Entre tanto, los laboratorios de Uppsala iban transmitiendo las conclusiones iniciales acerca de las muestras enviadas durante los primeros días de la expedición. Efectivamente, en la mayoría de ellas se detectaba una fuerte concentración de materia orgánica en pleno proceso de carbonización, la radiactividad era elevada, y los primeros cálculos basados en el tiempo de desintegración fechaban el fenómeno alrededor de doscientos años atrás. Se había abierto un voluminoso expediente que llevaría el nombre de quien reposaba en el interior de aquel magma cristalino multicolor, y que ofrecía una aparente contradicción entre la placidez con que cruzaba las manos sobre el pecho (como si en el más profundo de sus pensamientos respirar se hubiera convertido en algo secundario, ajeno al gran fenómeno por el que estaba atravesando) y el gesto inequívoco de la cabeza que buscaba la superficie.

Utilizando el láser con una meticulosidad y paciencia de benedictino fue extrayéndose el cuerpo, procurando dejar una capa protectora de aquel líquido helado —en el que probablemente había permanecido durante aquellos doscientos años de silencio—, para depositarlo en la cámara de hibernación.

Simultáneamente se iban preparando los analizadores de radiactividad, con los que se mediría el grado de descomposición y la naturaleza de los materiales congelados. Los hombres se movían con dificultad debido a lo aparatoso de sus trajes isotérmicos de fibra de plomo. La temperatura era extremadamente baja, pero la radiactividad moderada. Se colocaron tres potentes reflectores de espeleólogo a modo de lámpara de quirófano.

El viejo Björnstrand fue el primero en ajustarse los auriculares y aplicar el palpador en cuanto apareció en las pantallas la indicación luminosa de que todo estaba a punto. Se oían las órdenes imprescindibles y escuetas a través de los micrófonos. Por fin comenzaron a aparecer en las pantallas de los analizadores la serie de curvas luminosas y la lista de datos proporcionados por la pequeña computadora: la exploración había comenzado.

Los minutos fueron transcurriendo muy despacio, como lastrados por la monstruosa inmovilidad de aquel averno. A intervalos, el semblante del anciano profesor, que no había soltado el palpador ni un momento, se contraía levemente; fruncía las espesas cejas y se ajustaba el auricular instintivamente. Boeringuer quedó ensimismado en la contemplación de aquel espectáculo, en lo insólito de aquellos cristales irisados cuya verdad no llegaría a conocer.

—¿Decía, profesor?

—No. Nada… Continuemos.

Levantó la vista una vez más hacia los registradores. Algo no parecía encajar. Se acercó a comprobar personalmente los instrumentos; todo estaba correcto. Luego indicó a sus ayudantes que iba a recomenzar la auscultación. Al poco rato volvió a murmurar algo entre dientes.

—¿Decía profesor?

—Es extraño…

Hizo un amplio gesto con la mano y respiró profundamente. Murmuró algo más para sí y describió el mismo amplio gesto con el palpador. Los demás abrían los ojos como preguntándose qué era aquello que sorprendía tanto al profesor. Consultó de nuevo con minuciosidad los gráficos y se volvió a Boeringuer:

—Vamos a ver, ¿cómo interpretaría esto?

—Bueno… La distribución de frecuencias… —comenzó, haciendo un tremendo esfuerzo por dominarse. Se había distraído y no pudo evitar una bochornosa vergüenza. La situación sobrepasaba su estabilidad emocional. El anciano profesor pareció esbozar una benévola sonrisa y le ordenó suavemente:

—Por favor. Recomencemos toda la serie de lecturas, pero lo haremos con perfecta simultaneidad. Compruebe que nuestros analizadores estén sincronizados a la misma frecuencia. Vamos a repetirlo juntos con la mayor precisión. Olof, necesitamos toda la amplitud de frecuencias que pueda dar el osciloscopio. ¿Está listo, Boeringuer?

—Cuando quiera.

—Vamos allá.

Las plumillas de los registradores volvieron a iniciar su descripción de picos y valles, y en la pantalla verde aparecieron de nuevo las series de datos y las inquietas ondas, miles de cifras por segundo, vibrantes curvas que se superponían y abrían en abanico… De pronto el profesor gritó:

—¡Ahí! ¡Escuche ahí! Intentémoslo otra vez. Escuche con la mayor atención, Boeringuer, en el mismo instante de aplicar el palpador. Escuche… Ahora…

—Parece… No acierto a…

—Repito, ahí mismo otra vez. Escuche…

—Parece una segunda…

—¡Eso es, por todos los santos! ¡Una segunda vibración! ¡Está usted oyendo una segunda vibración!… Karel, ¿podemos disponer de una selección de bajas frecuencias?

—Voy a intentarlo.

—Es absolutamente preciso aislar esa frecuencia… Mire esa pequeña ondulación que se superpone al trazo principal. ¿Podrá hacerlo?

—Sí, profesor. Déjeme diez minutos.

—Adelante. Hay que conocer la naturaleza de esa vibración. Podría tratarse de algún proceso de desintegración secundario por haber sacado el cuerpo de su alojamiento. Necesitamos conocer también la banda del espectro dentro de la que se está moviendo esa perturbación. Podría servir el explorador espectroscópico que traje con la cámara de hibernación. A lo mejor se trata de algo distinto. ¿Puede conectarlo?

—En seguida.

—Quiere decir que…

—No, Boeringuer, no estoy tratando de aventurar la más mínima conclusión; podríamos deformar la realidad, de por sí ya demasiado deformada… ¿Están listos? Adelante otra vez, y mucha atención.

Los registradores volvieron a ponerse en marcha, amplificando la curva principal hasta convertirla en recta. Sobre aquella línea, lentamente, y a medida que el osciloscopio seleccionaba frecuencias cada vez más bajas, iba dibujándose una segunda curva de picos y valles perfectamente rítmicos.

—¡Quieto! ¡Quieto ahí, Boeringuer! Ahí. Escuche…

—Parece…

—¡Siga! Ahora se escucha perfectamente…

—No estoy seguro, pero parecen…

—¡Termine! ¿Qué cree estar oyendo?

—No es posible…

—¿Qué está oyendo?

—Ondas… Ondas cerebrales…

—¡Eso es, por todos los santos! ¡Está usted oyendo ondas cerebrales, Boeringuer! ¡Dios bendito, esto vive! Vive…

El eco de aquella terrible afirmación, estereotipada por el altavoz del traje de fibra de plomo, fue repitiéndose en tétrica resonancia a lo largo de la inmensa caverna, reproduciéndose con macabra meticulosidad en cualquier grieta o recodo de la pared.