Epílogo: paso último

—Está amaneciendo —murmuró el lobo mientras veía desvanecerse la silueta del doctor Watt entre las brumas del eterno Dartmoor—. Está amaneciendo… Todo ha terminado.

—Sí… Ocurre a menudo con las pesadillas. Terminan al amanecer. Pero me temo que ésta le cueste un difícil informe, Quorz.

—Sí, claro… En efecto, Holguersson. Ya lo tenía previsto. Y no hay razón para que deje de hacerlo… Suelen ocurrir estas cosas en nuestra profesión.

Diminutas gotas de sudor, frío y pegajoso, perlaban su frente, y en las sienes palpitaba aceleradamente una vena recta y azulada. Hacía un tremendo esfuerzo por disimular el temblor de los dedos y en su acento se reflejaba la desazón. Agarraba, con esa ira estúpida del vanidoso, el voluminoso pliego de gráficos y registros de las últimas horas. En el pupitre de control una pequeña lucecita roja bizqueaba monótonamente.

Habían ido entrando respetuosamente, uno detrás de otro, todos los componentes del numeroso equipo médico, como si tácitamente aquel día se hubieran cancelado todas las reglas de seguridad que regían la entrada a la cámara radiactiva en cuanto al número máximo de personas que podían permanecer en ella. Incluso daban la impresión de haberse puesto el traje de penetración por pura rutina, como si ya no hiciera falta. De pronto se había convertido todo aquello en absolutamente irreal, perteneciente a una pesadilla de otro tiempo, de otro lugar, e incluso vivida por otras personas que nada tenían que ver con las que ahora se agrupaban frente a un curioso robot que les observaba con ojos inquietantemente humanos, encajados en las cuencas de una máscara que parecía terracota antigua. Su mirada se había detenido en un punto singular, en un lugar muy determinado que daba a ese conjunto de formas monstruosas, y hasta desagradablemente macabras, un extraño aire de beatitud.

La enfermera había quedado postrada en una silla, mirándolo; no sabía si llorar o echar a correr. Ella había llegado a conocer muy bien a esa momia parlante, pero en aquel momento le parecía únicamente un instrumento más. No volvería a oír el sordo rumor de la cabina deslizarse sobre los carriles alrededor de la cúpula. El señor Mog ya no necesitaría contemplar el fiordo. Al señor Mog le maravillaba el fiordo. Su dedo índice, con el que pulsaba el botón para mover la cabina-sillón, y única parte móvil de su cuerpo, había quedado levantado, señalando… La muchacha rompió a llorar. Alguien más tampoco pudo resistir el espectáculo y salió corriendo. En realidad pocos tenían acceso a la cámara, aunque todo el personal estaba al corriente de la naturaleza de aquel insólito paciente. La mayoría, desde la sala de controles, a través de los auriculares, llegó a conocerle mejor que el propio Quorz, pero jamás osaron acercarse para verle. Después de tantos años de trabajar en aquel misterio, se habían acostumbrado a «aquello»…

Dicen que sus piernas se rompieron durante la descongelación, por eso sus manos descansaban junto a un receptáculo de acero inoxidable y platino con que terminaba su vientre, y que continuaba para formar una especie de sillón-sarcófago que podía deslizarse a lo largo de la cúpula de cristal de plomo.

—No me explico… —murmuraba Quorz.

—Todo es normal. Incluso estas perturbaciones no son más intensas que otras veces. Sin duda se trata de accesos emocionales, como siempre. En todo caso, parecen repetirse con insistencia, pero eso ha ocurrido en otras ocasiones.

—Que revisen todos los circuitos de control, todos los terminales nutricios, las fuentes de alimentación, todo, absolutamente todo. Quiero que sea perfectamente revisado.

—Tardaremos días…

—No me importa. Lo quiero todo meticulosamente comprobado… —se le cortó la voz.

Aquel percance podía costarle su brillante carrera. Doscientos años y el terror universal empezaban a pesar sobre las espaldas del infortunado Quorz.

—¿Se ha fijado en estos electroencefalogramas? —intervino el doctor Holguersson, tratando de socorrerle, a pesar de su tradicional oposición al proyecto—. Parece que…

—Sí, se observa una amortiguación en la zona subliminar —se apresuró a adelantar su nervioso colega—. Un paso al estado estacionario sobre las ondas raquiales. Me he dado perfectamente cuenta. Pero eso también ha ocurrido otras veces y no ha de provocar necesariamente un paro cardíaco… irreparable. Es más, de darse un fallo en el corazón ocurre precisamente todo lo contrario: este amortiguamiento tiene lugar progresivamente, y después de haber ocurrido aquél; no antes.

—Lo sé, lo sé, Quorz. Sólo trataba de ayudarle.

—Todo esto es muy extraño —continuó Quorz, sin prestar atención a esto último—. El ciclo cardiogramático es absolutamente normal, no existe alteración diastolar, ni siquiera levemente. Por otra parte, el sistema nutricio no registra ningún fenómeno de rechazo o simplemente bloqueo de la zona cerebral. Todo esto es muy extraño. Me temo que tendremos que ir a buscar un parásito en los circuitos, alguna perturbación en las fibras ópticas. Tenga en cuenta que el sistema nervioso descentralizado seguía aún bajo el control de la unidad central… Ese amortiguamiento se deberá a alguna perturbación en los circuitos. Piense en la enorme complejidad de todo el sistema…

—Tranquilícese, Quorz, sólo trato de ayudarle. Estoy seguro de que encontraremos el problema. A fin de cuentas, esto tenía que ocurrir tarde o temprano. Con los debidos respetos, nunca creí en esa aventura de la inmortalidad. La técnica sigue siendo imperfecta, como nosotros. Esto no es más que el final de un largo experimento, y usted aceptó el riesgo; eso es todo. No creo que deba usted mortificarse demasiado… Ha sido un largo experimento. Doscientos años; varias generaciones tratando de averiguar las causas de la catástrofe… Si _viviera el doctor Björnstrand…

—¿El doctor Björnstrand? ¿Quién era?

—¡El doctor Björnstrand! —exclamó Holguersson—. Uno de los científicos más grandes que ha conocido la historia de la humanidad, padre de este experimento. El que descubrió a este…, a este hombre: a Alexander Mog.

—¡Ah, Björnstrand! Sí, claro, desde luego… Desde luego —repitió Quorz, sin despegar la vista de los gráficos y sin prestar demasiada atención a las reflexiones de su colega.

—Tal vez todo esto haya sido un error; un monstruoso error de muchas generaciones —continuó Holguersson, como si estuviera hablando ante un gran auditorio—. En realidad, aquellas primeras expediciones que se realizaron en el desierto del Mediterráneo no representaron más que utopías, elucubraciones intelectuales que pocas veces lograron los objetivos perseguidos, es decir, llegar a la conciencia popular, a presentar al mundo una gran lección que ha de estar grabada en la mente de todos antes que cualquier otro sentimiento, pero que sigue sin estarlo. Por más expediciones que se hagan, nadie comprenderá realmente lo que pasó.

—¿Qué expediciones? —murmuró Quorz, que había comenzado ya a tomar sus notas directamente sobre los gráficos.

—Ni siquiera con la ayuda de este…, de este hombre —continuaba por su parte el anciano Holguersson, para quien aquel desenlace no representaba un engorroso informe, sino motivo idóneo para hundirse en las más profundas reflexiones— se podrá comprender aquel trascendental momento: ni lo que pasó, ni por qué pasó. Él mismo empieza por no comprenderlo. Algo extraordinario debió de ocurrirle que provocara en su mente esas descabelladas visiones fantásticas, esa turbulenta mezcla de nombres y situaciones históricas, esa vuelta incoherente a la alquimia tradicional. Dicen que en el momento de descubrirlo se estaba a punto de abandonar el proyecto, por los enormes gastos que ya había costado recorrer aquella peligrosa área, en la que aún se dejaban sentir fuertes trazas de radiactividad. La expedición de Boeringuer sería la última, recogerían algunos materiales más de aquellas profundas grietas que se habían abierto en el lecho del mar, y regresarían para tratar de darles una explicación lógica. Al encontrar a Mog, los ánimos se redoblaron y toda nuestra civilización se volcó de nuevo en aquel insólito fenómeno. Se multiplicaron las expediciones, y por consiguiente la aparición de nuevas teorías, que tampoco lograron dar una satisfactoria explicación a la brusca evaporación de las aguas y posterior resquebrajamiento de los fondos marinos, convirtiendo aquella zona del antiguo Mediterráneo en un desierto de cenizas y materias calcinadas, donde el agua había escapado a otras latitudes, o engullida hacia profundas oquedades de la tierra. La causa de todo lo cual sigue siendo nuestro más terrible enigma… ¿Me está escuchando Quorz?

—Sí, sí. Conozco perfectamente todo eso, sólo que, de pronto, el nombre de Björnstrand no se asociaba…

Quorz había ido extendiendo todos los gráficos sobre el pupitre de control enmudecido, y sobre el suelo, ayudado silenciosamente por los demás. Mientras, Holguersson contemplaba plácidamente el paisaje tranquilo del fiordo, intentando, por millonésima vez, reflexionar sobre aquellos acontecimientos.

—Debió de ser una terrible odisea, pero sabemos muy poco de ella…

—A nosotros no nos llegará —se apresuró a decir mecánicamente Quorz.

—No… Esperemos que no. Aunque la muerte vendrá de todos modos. Si bien, después de Mog, hará falta revisar el concepto de la muerte… Desde luego, ya hemos tenido que revisar bastantes conceptos clásicos en los últimos tiempos. Inclusive el del terror colectivo de los últimos europeos: ahora hablamos de «adormecimiento colectivo». Debió de ser verdaderamente terrible para aquellos infortunados que lanzaron la libertad de pensamiento hasta límites jamás igualados en la historia, hasta comprender que se acercaba el final inaplazable y que iba a desaparecer todo lo que habían construido con tanto esfuerzo, que ya no habría otra generación ni descendientes. Esto debe ser insoportable para una mente despierta y libre… Terrible. Pero lo que más me intriga es esa historia del cohete, ese objeto que se eleva en los cielos envuelto en una nube de fuego. También figura en el relato de Mog, pero casi de paso, como si de pronto se hubiera acordado de un detalle insignificante, y absolutamente previsible, y que al fin nos mencionó… Ese pequeño detalle que ya conocíamos, pero que necesitábamos comprender con la necesaria profundidad… Un cohete de gigantescas proporciones que se lleva, al parecer, a los supervivientes. ¿Qué puede significar? Esperábamos que Mog nos lo dijera… Un cohete…

—A lo mejor, otra vez la leyenda de los mayas —agregó burlonamente Quorz, haciendo un alto en la clasificación de los gráficos—. A lo mejor…