Ahora…
Debe de ser muy tarde ya, probablemente todos estén durmiendo. Esta noche de fin de año ha sido demasiado fría para ver a alguien deambular siquiera por la avenida de Pedro I. A las doce estarían todos en sus casas. Estarían todos…
Luz amarillenta y difusa recorre los juguetones torbellinos grises de neblina, que dibujan curiosas volutas entre las farolas. Luz… Es una luz conocida, familiar; farolas de gas que tendrán que dejar paso al neón. Mi padre solía decir… Mi padre debe de estar en casa leyendo, como todas las noches. ¿Qué solía decir mi padre? Ya no me acuerdo, pero eso no importa ahora. Mi vista se ha detenido en un punto del viejo enrejado de la farola. Un punto cualquiera; eso es, mi vista se ha detenido en un punto cualquiera… Lo importante es que se ha detenido y que se trata de un… ¿Qué solía decir? Es una fotografía muy antigua. Una calle de arrabal antes de que cambien las farolas y recubran los adoquines con asfalto. La era del asfalto… Ha sido el fin. El asfalto ha sido el último de los materiales que recuerdo bien. Después de que recubrieran los rústicos y desiguales adoquines de la calleja… Una fotografía. Sí, eso es: una fotografía antigua, cuyos perfiles en ocre y negro ya no se distinguen, se han convertido en una mancha amarillenta en la que nadie podrá reconocer su original contenido… Pero yo sí. ¡Oh, naturalmente que puedo reconocer sus formas! Para mí no es ninguna mancha… Ésa era la calle donde nací, muy cerca de la Porte de Bagnolet… París. Yo tenía…
Ahora quiero morir. Desaparecer, desintegrarme, o como deba decirse en mi caso. Ya no tiene ningún sentido permanecer. Lo que nos diferencia de las cosas y de los animales es que nuestra razón ha de poseer, necesariamente, una cierta dinámica, el más leve sentido de dirección o precario desarrollo; estar para algo, por alguna finalidad. Creo que esto, inconscientemente, es lo que me ha mantenido en este estado semivegetativo durante tantos decenios: comprender a los que escaparon de la tragedia, creyéndome en óptimas condiciones para ayudarles, aportarles los datos necesarios que nosotros no supimos utilizar, prevenirles. Pero todo ha sido completamente inútil: su gigantesco esfuerzo técnico, y mi persistencia en explicarles hasta el más mínimo detalle. El periodista, ese gran muchacho, ha venido a confirmarme esta terrible verdad: la fatalidad es un hecho real; el devenir de los pueblos y las civilizaciones, y del hombre mismo, están sujetos a remotas y férreas leyes contra las que luchar se convierte en un zambullirse y dar manotazos en una espesa niebla… Niebla…
Han venido todos, incluso mis nietos. Hacía tanto tiempo que nos reuníamos; toda la familia otra vez en la vieja mansión de Dorset. Las lilas y las begonias han florecido maravillosamente este año. Qué serenidad contemplar sus frágiles pétalos bañados por este incomparable crepúsculo de abril. Se oyen las voces de las mujeres desde el porche. Hoy va a ser una cena importante. Todos… Mi abuelo solía decir… Yo sería muy niño todavía.
No me siento con fuerzas para continuar. Toda prolongación de este estado estéril representa una contradicción demasiado monstruosa para ser soportable. Desconozco el destino que espera a esta civilización que escapó hace tres siglos a nuestra catástrofe, pero ni siquiera yo, cuya existencia ha trascendido totalmente su concepto normal, puedo o podré jamás, no hay ninguna duda, ayudarles en su tragedia. De eso me he dado cuenta hoy con demasiada claridad. Nuestra historia volverá a repetirse: creímos comprender la catástrofe de los mayas y de los incas, pero no pudimos… Ahora quiero morir. Es lo único que importa, porque es lo único sobre lo que tengo voluntad: destruirme. Sólo tengo voluntad sobre sensaciones internas de miedo o alegría, de angustia o beatitud, y es por medio de alguna de ellas que puedo provocar una crisis emocional que logre anular el control de la computadora.
Estoy absolutamente convencido de ello, porque el éxito de la computadora se basa en que, a pesar de cualquier momento depresivo y angustioso, en el más interno de los estratos de la conciencia ha prevalecido un fuerte deseo de vivir; vivir y ayudar a vivir. Pero ahora estoy seguro que se ha eclipsado definitivamente.
He de intentarlo, y mi cuerpo se descompondrá en cuestión de minutos. Hace demasiado tiempo que permanece latente su descomposición. Por supuesto, no serviría de nada forzar la respiración o estrangular la sonda yugular: no tardarían en aparecer los enfermeros. Todo está controlado menos las profundidades imprevisibles del pensamiento; una crisis procedente de una honda contradicción existencial… ¡Sí! Eso es, una contradicción. Es la clave. Hay que llegar a una situación de antagonismo dentro de mi yo consciente, desdoblarlo en dos personas igualmente sólidas y poderosas, pero enfrentadas radicalmente. Separar un yo antagónico que se oponga al yo real. No perdamos más tiempo… Vamos allá:
No soy Alexander Mog, ni he estado jamás en la universidad de Berlín… No soy Alexander Mog ni he oído hablar nunca del Evangelio de la verdad, ni he estado nunca en Gilf Kebir… No me llamo Alexander Mog, ni he conocido jamás a John-Fletcher Christian… Odio a quien pudiera llamarse John-Fletcher Christian… Odio a quien pudiera llamarse Alexander Mog…
Repudio a quien diga llamarse Alexander Mog… La verdad no existe. No es más que una farsa sin sentido… Quien diga llamarse K. miente, la única verdad válida es el bien tangible, material…
No existe Alexander Mog… No existe la divinidad… No existe otra forma que la vida presente: el bien material, racional…