12

—¡Mog! ¡Mog! ¿Qué ocurre?

Es una voz lejana que se parece mucho a la de Raaginen. Luego vuelve a sonar la mía, con el mismo acento monstruosamente cansado e irreal de ahora.

—Figura blanca, delicada, arrodillada grácilmente delante de uno de los muros de estuco. Donde el camino comenzaba a descender hacia los barrancos. Oración. Las yemas tocaban la piedra. Los ojos entornados, la capucha caída sobre los hombros delicados. El cabello agitado levemente…

—Continúe, continúe.

—Allí estaba K.

—Allí estaba K. —Era la voz del lobo otra vez.

Me sentaría a unos metros de él y esperaría todo lo que fuera preciso. Contener la respiración para no turbar aquel supremo momento… El camino seguía descendiendo hacia los barrancos. Aquéllas serían sin duda las ruinas de las antiguas dependencias… Palabras. Estaba hablando muy quedamente. Oración. Comunicación. Comunión. Palabras sin brusquedades, cualquier forma de violencia quedaba engullida por un tremendo éxtasis, y afuera sólo salía una concatenación de sílabas, residuo insignificante de una apoteosis indescriptible…

—¿Qué le pasa, Mog? ¿Por qué se detiene? ¡Siga!

—No recuerdo… No recuerdo muy bien las palabras.

—Por favor, Mog, recuerde. Recuerde. Tiene que hacerlo.

—Era algo así como… alma blanca que surge en la estrella de las tinieblas…

… Pasos en el carbón de la vida… Al fin surge encaramada a la estrella nueva… Transformación… Surge… Y el carbón será blanco, porque es el objeto y el protagonista de la tragedia… Tragedia, ascensión incontrolable. El hombre ha puesto en ella todos los elementos menos el último: su mutación, la imagen de la mutación de esos elementos…

—No se detenga. No se detenga ahora.

—Espere… Es difícil. Tenga paciencia.

—Lo siento, es superior a mis fuerzas, Mog.

—Sus dedos recorrían la pared siguiendo probablemente algunos grabados, que desde donde me encontraba no pude ver. Entornaba los ojos y murmuraba una y otra vez aquellas palabras. Fui acercándome despacio; en mi interior había una mezcla de respeto y terror: conciencia de que lo que tenía que pasar estaba concluyendo en aquel momento; la larga transformación tocaba a su fin. Oí a mi espalda el rumor de mis compañeros que se acercaban, pero era dudoso que se tratara de ellos en la forma que los había conocido. Ni siquiera K. era el mismo; se trataría de un sujeto extraño o entrañablemente próximo, pero no podía saberlo. Adivinaba que mi espíritu se había quedado rezagado en el eslabón final, incapaz de encontrar el puente en las tinieblas, inmovilizado ante la corriente universal que se precipitaba bajo mis pies. Me resignaría a ser mero espectador, pero había valido la pena: por lo menos estaba seguro de que existía el puente, sólo que a mí no me estaba permitido…

—¿Cuándo se disipó la niebla? —pregunta Raaginen muy excitado, y me parece que ha estado evitando esa pregunta desde hace bastante rato.

—No recuerdo con exactitud. Me parece que fue al llegar al destacamento… En aquel momento, la luz dorada del crepúsculo recortaba el perfil de K. contra la masa oscura del macizo rocoso, pero no puedo recordar hacia dónde estaba poniente. Mi atención se centraba en la figura de K, en aquellos breves instantes en que dejé de pertenecer a la marea gris de lo natural, de lo explicable…

—¡El sol! —corta otra vez el periodista, visiblemente nervioso, con voz trémula y haciendo un esfuerzo por contenerse—. ¿Vio el sol? ¿Vio usted el sol? Por favor, recuerde.

—Pues… no; no puedo recordar haber visto el disco del sol. Debía de ser ya muy tarde. Sea como fuere, estaba completamente extasiado… Sólo recuerdo la luz dorada que surgió de pronto como un extraño y lento crepúsculo, las jornadas interminables que la niebla había sumido en la más absoluta continuidad de claroscuros indefinibles.

Se volvió hacia nosotros. Su rostro se había vuelto blanco como una máscara, y sus facciones estaban algo endurecidas. El ángulo de los pómulos más agudos y pronunciado, como el de… Un invisible cincel parecía estar tallando muy lentamente el mentón, afilándolo mientras iba volviendo la cabeza. Sus ojos estaban estáticos, extraviados en alguna mancha del infinito; duros, pero al propio tiempo sin perder un destello de aquel candor infantil de siempre, que iba dejando paso progresivamente a aquella severidad austera de… Fue inclinando ligeramente la cabeza hacia atrás, dejando que una segunda imagen se dibujara contra la pared de estuco… Finalmente apareció con claridad: era el rostro de Fletcher-Christian con los ojos dulcemente entornados, un rictus severo en los labios, pero el mentón redondeado; el mentón de K… Me postré de rodillas, y creo que mis compañeros también. El astro estaba recompensando nuestro esfuerzo y sacrificio, permitiéndonos asistir a la mutación de nuestros sentidos tal como la habíamos aprendido en los libros de los iniciados. Sólo que en aquella ocasión fue más lejos de la pura transformación dual.

Poco a poco, detrás del perfil orante de Christian fue apareciendo un tercero… Watt. Granito arrugado, replegado sobre sí mismo, después de haber dejado escapar la sustancia grávida de la piedra para ofrecer una dureza etérea, libre del lastre y la servidumbre de la propia fortaleza… La trilogía se había formado; no era necesario ir más allá. Había sublimado un cuerpo, delicadamente arrodillado frente a los dibujos incomprensibles de la pared de estuco, para convertirse en unidad y receptáculo de la trilogía metafísica, uno de los triángulos filosóficos encarnados en seres que habíamos conocido, sin sospechar ni remotamente que serían sus objetos hasta aquel momento en que la larga peregrinación tocó a su fin: la sabiduría, la tenacidad y la fortaleza. Tres potencias transmutándose alternativamente entre sí con perfecta dinámica. Christian cambiándose en Watt, y alternativamente en K, y así sucesivamente. Raro privilegio el que nos deparó nuestro destino, probablemente con la condición de transmitirlo a las generaciones venideras, a los supervivientes, para que intentaran comprender a través de nuestra vivencia. Pude saber que se trataba de la trilogía dinámica, pero lo que mi conciencia no puede es comprenderla, porque no ha podido escalar los estados superiores de hiperconciencia, inalcanzables a todo ser corriente. En resumen, lo esencial de mi supervivencia es poder comunicar el fenómeno, aun sin llegar a explicarlo, porque cada conciencia debe explicarlo a su modo, según sus propias características.

El lobo contemplaba con respetuoso silencio la febril actividad con que el doctor Watt había aceptado el reto, precipitándose, pluma en mano, sobre el primer cuadernillo que encontró a su alcance. Constituía una ardua tarea, sin duda, transcribir el ingente contenido de aquellos largos diálogos en cuestión de horas; no disponían de más tiempo. La complacencia del lobo no tuvo límites al ver que su viaje no había sido en balde, como estuvo a punto de suponer ante la consternación con que el científico recibió aquellas últimas revelaciones que, inmediata y milagrosamente, se habían transformado en un vehemente deseo de plasmar, transferir, proyectar, trascender aquel gigantesco dilema hacia planos comprensibles y asimilables por sus discípulos aprisionados entre las nieves de un grande y caluroso desierto… Aprisa, hay que darse prisa: va a cerrarse otra vez el círculo y es absolutamente necesario advertir que se trata de otro más del haz doblemente infinito de círculos concéntricos con el punto desconocido por naturaleza.

—¡Siga! ¿Por qué se ha detenido?

—Éste es el final, Raaginen. Nuestro viaje acabó allí, sobre el camino que conducía a los barrancos de Gilf Kebir. Encontramos, si usted quiere, el vellocino en la persona de nuestro propio Jasón transfigurado.

—No… No puede ser… No puede ser eso todo —gime, haciendo tremendos esfuerzos por hablar correctamente—. Eso no es todo… No ha concluido. ¿Qué pasó después? ¿Cómo regresaron? ¿Cómo lograron encontrar el camino de vuelta? ¿Hacia qué país se dirigieron?

—No hay nada más, Raaginen. El resto sólo es caos e imágenes delirantes. Ya le digo que habíamos encontrado el camino, el verdadero camino.

—No puede detenerse ahí, Mog… Ha dicho que la niebla desapareció, pero que no pudo ver el sol… Tiene que continuar. Su viaje es demasiado fantástico para que termine así…

—Pero…

—Debe continuar… Por favor. —Está al borde de una profunda crisis, probablemente no ha comprendido mis últimas explicaciones—. ¿Qué fue de sus compañeros? ¿Qué fue de K.? ¿Cómo lograron salir?

—Le repito que no teníamos que salir a ninguna parte. Habíamos llegado al final, y no teníamos por qué salir de él.

—No, eso no puede ser el final. No es ningún final… ¿Qué significan K, Christian, Bosch… los demás? Nunca pudieron haber sido sus compañeros de expedición: Poe fue un poeta de Boston que murió en el siglo diecinueve. Raskolnikov, Christian, el mismo K. sólo son personajes de una novela… No puede ser… ¿Qué ha querido decir con todo eso? ¿Qué significan esos nombres? Esto es demasiado, doctor Mog, esto es demasiado…

Su excitación está llegando al paroxismo. Yo tampoco entiendo sus preguntas. ¿Qué importancia tiene una simple coincidencia de nombres? Ha habido millones de Brown y Smith en la historia. ¿Qué importa un nombre frente al contenido de los hechos?

—No entiendo su pregunta, querido amigo. Por favor, explíquese…

—Mog, por el amor de Dios. Ha contado este relato docenas de veces a los médicos, escalonada y entrecortadamente, pero ha utilizado cada vez nombres distintos… Nombres distintos, Mog… Y todos ellos sacados de páginas de antiguas narraciones o de la historia… ¿Qué ha querido significar con eso?

—¿Nombres distintos?… ¿Personajes de novela? ¿Christian, Raskolnikov?… Es increíble, Raaginen. ¿No se da cuenta? Es maravilloso y fantástico a la vez. Reflexione. Nadie me lo había hecho notar hasta ahora. Me doy cuenta que no podría, por más que quisiera, recordar los verdaderos nombres, la marea de la historia… ¿Se da cuenta, Raaginen? La historia superpone sus personajes en el curso de su marea milenaria, de su movimiento browniano inacabable, y la historia va poniendo en mis labios todos esos nombres. ¿Comprende ahora? Yo soy solamente un mero receptáculo, soporte para traspasar la información de mi civilización a la suya…

—No tengo mucho tiempo, Mog. No puedo permitirme reflexionar. Estoy aquí para dar cuenta de todo lo que usted pueda recordar de aquellos momentos. Y he de hacerlo mientras me queden fuerzas. Usted debe ayudarme. Estoy seguro de que tiene que haber algún significado en la utilización de esos nombres históricos.

—No puedo encontrarle otro, Raaginen. Y, si me permite, le diré que me parece suficientemente sencillo y plausible. La marea histórica vuelve a colocar sus personajes en lugares distintos, al azar, arrancando de entre la nube de personajes unos cuantos aleatoriamente. ¿Le parece poco riguroso?

—¿Cómo van a entender eso los señores de la Real Sociedad? ¿Qué demonios es eso de la conciencia de la historia? ¿Cómo puedo explicar un flujo impalpable de nombres presentes entre nosotros por los siglos? Eso es imposible.

—Lo siento, Raaginen, no se me ocurre ahora otra explicación… Ya le he dicho que hemos de encontrar la comprensión del fenómeno entre los dos, la verdad entre las dos civilizaciones, y a través de una profunda comunicación…

—¿Pobres muchachos? —murmuró el lobo—. ¿Todavía le quedan ánimos para sentir piedad? Es usted admirable, doctor Watt, pero la historia es implacable, y no puede hacer usted nada por ellos… Cristo tampoco pudo, a pesar de haberlo intentado con todas sus fuerzas.

—Pero puedo advertir a los supervivientes —volvió a insistir el científico—, puedo dejar una señal sobre las cenizas; una palabra, algo que sean capaces de entender y que conduzca sus pasos por otro camino que evite la catástrofe…

—Me temo… —contestó el lobo después de un corto silencio, en voz muy baja—. Me temo que sea demasiado tarde, si es que alguien pueda llegar a entender su mensaje.