11

—¿Qué significa, Mog? ¿Qué significa?

—Un momento, Raaginen. No puedo explicar ahora…

—¿Qué ocurre? Mog…

—Espere, no me interrumpa. Tenga paciencia.

—¡No puedo, Mog! ¡Esto es demasiado!

—Está bien, pero ahora sólo puedo darle una breve definición. Si me detengo podría romperse… El camino termina en un puente, pero la oscuridad me impide verlo. Pero algo me dice que el puente está roto y se abre ante mí un hondo abismo hasta las aguas turbulentas cuyo rumor llega hasta aquí. Pienso que si me quedara mirando al fondo detenidamente, llegaría a adivinar la sombra deslizante, que sería el torrente, y a lo mejor vería también el puente o lo que ha quedado de él. Pero no me queda tiempo, no puedo detener mi carrera; mis pies no obedecen y me siento irremisiblemente arrastrado hacia adelante…, hacia el otro lado o hacia el abismo. No lo sé. Y lo curioso es que tampoco me asusta o me desagrada caer al vacío, porque no me es posible asociarle ahora la idea de miedo o de peligro. Existe simplemente una burda sensación de entrar atravesando una espesa nube, hacia el interior de una amplia estancia en la que nunca he estado, y me es absolutamente desconocida… Salir de una existencia firme y aprehendida durante mucho tiempo, para entrar en el enigma cuyo nombre ni siquiera conocemos, y para el que nuestros sentidos apenas van a servir, ¿Me sigue? Trate de hacerlo, me es difícil… Diría que mis sentidos van cerrándose a medida que puedo percibir el flotar de mis pies sobre eso que a lo mejor se llama vacío, o puente hacia lo extraordinario. Lo adivino dentro de mí, y estoy seguro que mis compañeros también lo sienten, puedo advertirlo en sus ojos nublados… Ha sido un momento…

—Continúe, por favor.

—Ha sido un momento… Ya pasó…

Fuimos penetrando con bastante precaución por aquella garganta, pero la única dificultad que encontramos se debió a la extrema estrechez de paso en algunos puntos. En cierto momento tuvimos que sujetar a Poe con correas y pasar la camilla de lado. Recuerdo aquella escena con profundo desagrado: la cabeza y los brazos colgando como los de un pelele. Ausente, inerte, extraño a lo que estaba sucediendo, absorto tal vez en alguna forma de lucidez lejana y de seguro inalcanzable para su atormentado espíritu. Por algún punto tuvimos incluso dificultad en pasar parte del equipo, pero ni rastro de desprendimientos. Las paredes eran lisas, casi con brillo metálico, como pulimentadas con piedra de esmeril; y el suelo liso y tapizado por diminutos guijarros uniformes. La humedad y el fango fueron quedando atrás; el terreno subía muy pronunciadamente.

Antes de salir, cuando ya las paredes habían comenzado a separarse, empecé a quedarme rezagado para alejarme de K. y poder echar una ojeada a la libretita. Me asaltó progresivamente un deseo irresistible de conocer su contenido. Abdul se había recuperado y continuó marchando a la cabeza. Me parece que Poe había muerto ya. El silencio entre nosotros era total. El doctor Adler ya no auscultaba a sus enfermos; esperaba que lo hiciese alguien en aquel milagroso punto de civilización que se nos ofrecía ya a pocos pasos. Me detuve en un recodo, y, so pretexto de ajustar mi equipo, saqué el pequeño bloc y leí:

Tiempo. Naturaleza. Y hombres que sobreviven. Hombres contra el tiempo. Impresos en el tiempo: hombres que reciben el apellido de «Historia».

Dios no es capaz de sufrir tanto como el hombre.

LOBO: ¿Qué es, para usted, la razón?

WATT: Tal vez la facultad de remontar o descender hasta el supremo tormento, el supremo éxtasis, hasta torturas jamás sospechadas por las bestias ni por Dios.

LOBO: ¿Qué Dios?

WATT: Mi Dios.

LOBO: Aquél no es tu Dios. Tú nunca lo has conocido. Es necesaria la destrucción de tu estado humano, de las recompensas humanas y de la razón de que hablas, para conocer a tu Dios.

WATT: ¿Qué recompensas?

LOBO: La vida y la muerte, la paz y la tortura, el fango y el éxtasis, la visión y la conciencia, en cierto modo.

WATT: ¿Todo eso es necesario eliminar?

LOBO: Eliminar no: eliminarte. Autodestrucción es la palabra, tal como la concibes tú ahora.

Tuve que cerrar precipitadamente al oír la voz de K, pero aquellas enigmáticas palabras fueron rondándome insistentemente hasta que salimos del paso y terminamos de remontar el macizo; entonces otro acontecimiento ocupó enteramente mi atención:

El destacamento número 43 de Ingenieros era tan sólo un pequeño fortín alargado y cuadrangular, de un solo piso, y rodeado por un muro blanco, sucio y desconchado. Conforme ganábamos la cresta, nos íbamos quedando paralizados ante el espectáculo que se nos ofrecía. El paisaje había cambiado sustancialmente, y al principio no atinamos a ver su causa. En realidad, el que nuestra vista se encontrara con una construcción era ya por sí solo una auténtica novedad. Pero había algo que… Tal vez la presencia de otro elemento totalmente nuevo en muchos meses: árboles, arbustos, matojos. Aunque, al irnos acercando, y una vez repuestos de la sorpresa inicial, nos fuimos dando cuenta de que sólo se trataba de troncos, esqueletos de arbustos calcinados y retorcidos. El más desaforado y tétrico torbellino de sombras y presagios cruzó nuestros semblantes: la guerra también había pasado por allí. ¿Tendría el resto del mundo aquella desolada forma? También había algo curioso: la tierra estaba relativamente seca, corno si hiciera horas o tal vez un día entero que había dejado de llover, o que lo hubiera hecho muy levemente. El terreno era firme y las rocas estaban completamente secas, sólo el tono gris…

¡Por fin! Bruscamente nos dimos cuenta de que la niebla había desaparecido. Aquellas masas de agua que se arrastraran persistentemente se habían evaporado, y el paisaje podía contemplarse en toda su extensión. Por fin… El remoto gozo que eso podía producirnos apenas duraría unos segundos. Estaba ahí, delante nuestro, silencioso, lúgubre… Aquel elemento extraño que se cruzaba en nuestro camino sobrenatural. La civilización volvía a hacer irrupción en nuestras vidas debido a un error o a un amplio rodeo. Y lo preocupante del caso es que nosotros necesitábamos, en lo más hondo, de aquella perturbación. Implorábamos aquel apéndice de lo que habíamos dejado, porque nuestras fuerzas habían llegado al límite y súbitamente se derrumbaban. El dilema de volver o quedarse había estallado en pedazos y sólo quedaba la verdad indiscutible.

Aquello pudo ser el fin de nuestra misión universal, pero no lo fue. Acaso únicamente un elemento más de la demostración, la imagen retrospectiva de nuestros primeros pasos hacia Dios… Lo insólito del paisaje también era artificial, producto de una pura recurrencia metafísica; poco a poco se fue haciendo terriblemente familiar: figuras, armonías, tonalidades perfectamente conocidas…

—¿Qué pasó en el destacamento? —pregunta Raaginen, impaciente.

—K. avanzó hacia la puerta, la empujó y los grandes batientes se abrieron sin dificultad, dejando ante nuestros angustiados ojos un espectáculo aún más desolador, vacío. Sobre la explanada no había ni un barreño, ni un pedazo de madera olvidada, ni la suela de una bota, ni una vaina… Nada. Sólo la tierra grisácea y salpicada de guijarros. Fuimos entrando despacio uno tras otro, muy despacio. Bajo los cobertizos, se amontonaba paja petrificada, paja fósil, paja de muchos siglos de edad. Algunos puntos del recinto se parecían mucho a las ruinas romanas de adobe, tan frecuentes en Egipto. Pero no cabía duda; la forma del pabellón, la distribución de las dependencias, las caballerizas, la enfermería, los dormitorios, no carecían de un buen número de rasgos inconfundibles de una construcción moderna…

—¿Cuál es el secreto de la pirámide?

—La pirámide no tiene secretos, sino funciones, doctor Watt. Es una vía de conexión con la divinidad que desciende de los cielos. No trate de buscarle más significados crípticos que los que realmente puedan atribuírseles. Es un mero nexo de unión con el cielo.

—Estoy de acuerdo con usted, sin embargo…

La desolación se leía en nuestros rostros. Aquel conjunto de paredes grises y desiertas, salpicadas de manchas negruzcas y alargadas, era todo lo que quedaba del emplazamiento militar, señalado en el mapa como un hito principal en una ruta de copioso tránsito. Nuestro camino parecía concluir junto a aquellos muros, muertos hacía tiempo. Muchos se dejaron caer a dos pasos de la puerta, agotados por la larga ascensión y por los días sin descanso, pero sobre todo por aquella callada desesperación que muy a pesar nuestro había terminado por invadirnos. Los demás nos distribuimos para recorrer las dependencias en busca de algo más que piedras y estuco ennegrecido. Los que llevaban las camillas buscaron directamente la enfermería, por si encontraban algo con que…

Un estado de transición que había durado muy poco, apenas unos segundos imperceptibles, y la inmovilidad se adueñó de los moradores, sorprendiéndoles en la más cotidiana de las faenas…

—Sorprendiendo a los moradores… Pero en algunos trozos de pared pueden verse, medio borradas, dos o tres palabras escritas con carboncillo sobre el estuco por quienes no fueron sorprendidos enteramente, por aquellos pocos iniciados, con cuyo análisis y reflexión última llegaron a prever el fenómeno, y sólo les sorprendió la hora y la magnitud. Por eso digo que debéis buscar esas inscripciones o signos jeroglíficos si queréis tener respuesta a todas esas preguntas; os contestarán mejor que yo, mero espectador.

—¿Y dice que los objetos aparecerán en orden cotidiano, a punto para ser utilizados de nuevo?

—Sí, pero también es posible que no los encontréis, que se hayan convertido en cenizas o piedra. De los utensilios nada dice el jeroglífico. Fíjese, doctor Watt…

De los utensilios nada dice el jeroglífico… De los utensilios nada dice el jeroglífico… El eco de mis pasos sobre el suelo de paja o guijarros, extendiéndose pasillo adelante y penetrando por todas las dependencias vacías. Una débil luz amarillenta procedente de las claraboyas caía sobre el mismo pasillo, dando a aquel laberinto una iluminación fantasmal.

Por fuera no lo había parecido, pero aquellos pasillos no tenían aspecto de terminarse nunca; me daba la impresión de estar dando un rodeo sin llegar en ningún momento al muro exterior. Salas vacías, alcobas en la penumbra, pasillos inacabables, a lo sumo un burdo banco de hormigón en los establos o en las cocinas, o también grandes dados de piedra en las alcobas. Algunas dependencias tenían puerta; un lienzo de madera carcomida que amenazaba convertirse en polvo al menor movimiento. Silencio… Silencio. Silencio ensordecedor…

Me apoyé contra la pared, apretándome las sienes y los tímpanos, y cerré los ojos. Había rebasado el límite de mis fuerzas. Parecía como si la cabeza me fuera a estallar y vertiera el cerebro por los oídos. Mis piernas se doblaron y caí sobre la tierra putrefacta, los guijarros y la paja. Aquel carrusel de alaridos y gemidos pareció ir menguando lentamente. Me oí jadear, respirar rápidamente. Alguien jadeaba a mi lado, alguien que soy yo, y que poco a poco se va alejando de mí centímetro a centímetro. Oírme gemir, oír cómo me alejo de rodillas sobre el piso negruzco. La luz. La luz amarilla. La luz amarilla va creciendo a medida que vuelven a estallar esos gritos en mi cabeza. El martilleo insistente…

Me doblé hacia delante, haciendo un ovillo con mi cuerpo para resguardarme de aquellos aullidos, del lamento de aquellos desgraciados cuyo último testimonio estaba probablemente estampado en alguna pared que no sabía encontrar. Fuerte olor a podredumbre cuando mi cara tocó el suelo. Incorporarme. Salir… Huir… Escapar. ¿Escapar? Conseguí ponerme de rodillas; apoyé la cabeza contra la pared, y durante un buen rato quedé mirando la de enfrente, con los ojos entornados. El ruido iba y venía a oleadas. Batir de las sienes como martillo sobre el yunque. Durante largos minutos la vista se paseó con sopor, con agotamiento, por los cuarterones del muro, por los agujeros, siguiendo el perfil de aquella mancha alargada que dividía la pared en dos. Era una sombra como de humedad, negruzca, estirada y bifurcada cerca de su extremo superior por medio de un vástago horizontal. La base se bifurcaba también hacia el suelo, y todo el contorno se diluía en el estuco. Era muy parecida… Me recordaba al resto de manchas que poblaban las paredes de las dependencias y del muro exterior. En algunas partes del muro, en algunas dependencias, había una cierta concentración de ellas. Más allá, casi al final del pasillo, podía verse… Me incorporé bruscamente, sacudido por algo duro que procedía de mi interior… «¡Santo Dios, esas manchas pueden tener forma humana!».

Alargadas, con vástagos en la parte superior y bifurcadas en la base… Una concentración de ellas en la sala grande… «¡Dios del Cielo, esto es demasiado!». Segundos. Batir desenfrenado de las sienes. Callar. «Es mejor no hacer ruido. Salir lo antes posible, sin hacer ruido, que nadie se dé cuenta de mi presencia… Es necesario escapar. Frío en la espalda. El terror me paraliza. He de levantarme…». Súbitamente me di cuenta de que me iba estirando y que mis dedos se dirigían hacia la pared, lentamente, a tocar aquella mancha de carbonilla… «¡No puedo evitarlo, no me obedecen! Mis dedos van a tocar eso que ha quedado impreso desde hace mil años… ¡No! ¡No puede ser! ¡No es cierto! ¡Es inaudito!».

Sin poder evitarlo mis labios murmuraron algo así corno: «O desde hace apenas unas horas».

… Sorprendiendo a los moradores en la más cotidiana de las faenas.

Cerré los ojos y dejé que mis dedos tocaran la pared. ¿Qué sensación puede tenerse al tocar una pared de estuco con las yemas ardientes por la fiebre? Lo más probable es que se encuentre la pared fría…

Cuando el terror ha rebasado los límites soportables por el hombre, y el cansancio agotado la capacidad de reacción ante el miedo, entonces sobreviene, casi bruscamente, una apacible sensación de beatitud, como la que producen los estupefacientes. Tranquilidad incontrolada, externa a la voluntad del individuo y dominadora de las reacciones… La pared estaba tibia, caliente. Mejor dicho, lo estaba la superficie manchada de carbonilla, para definirla de algún modo.

Eché la cabeza atrás y aparté los dedos. El retículo metálico de las claraboyas aparecía sinuoso, y los barrotes goteaban al fundirse. Estoy seguro de que llegó a dibujarse una sonrisa de alucinado en mi rostro, en aquel rostro que huía a varios metros de mí. El estado de tormento es el éxtasis, y la recta acaba de cerrarse en círculo sobre un estado infinitamente discontinuo. Y el propio infinito ha detenido su carrera, paralizándose en un punto cualquiera, un punto vulgar…

No recuerdo el tiempo que pasó, pero me desperté de un largo y apacible sueño, recostado en la pared, con las piernas estiradas sobre el piso. Me despertó el sonido de unas voces, alguien hablaba en la estancia vecina. Empecé a reconocer… Jacobus Bosch, James Joyce, sir Walter Raleigh, y algunos otros que parecían estar discutiendo el itinerario o la situación de aquellas construcciones. Eso… Eso se me antojó historia, acontecimientos pasados hace mucho, aventura que ya terminó. Voces en sueños, familiares, recuerdos. Me levanté… Las voces persistían, venían claramente de una de las dependencias del final del pasillo iluminada probablemente por una linterna de gas, porque la luz había decrecido mucho. Apenas se distinguían los perfiles de las puertas.

A medida que me iba acercando, distinguí claramente la voz firme de lord Raleigh, que proponía remontar la cuenca del Ab-Narfud en dirección a los montes Dhera, para encontrar el Nilo y la civilización. Jacobus Bosch insistía en proseguir a toda costa; después de aquel fuerte, el camino descendía hacia los antiguos templos de Urak, lugar en que reemprenderíamos el jeroglífico… El manuscrito, el jeroglífico. Me pareció que hacía mil años de todo aquello; los signos, las coordenadas cabalísticas, se habían borrado totalmente. Qué lejos, y sin embargo para ellos no había pasado ni un día. Probablemente habían recorrido ya todas las dependencias del fuerte y se habían reunido para deliberar. Conversaban como siguiendo el hilo de unos acontecimientos en los que yo no tomaba parte. Olvidado… Lejos. Lejos en el tiempo. La cuarta coordenada se había colapsado para mí, se había detenido en algún momento sin que me diera cuenta…

Efectivamente, estaban reunidos alrededor de nuestro viejo manuscrito. K. no estaba con ellos. Miré insistentemente desde el umbral, pero no le vi. Tampoco estaban Abdul, ni Raskolnikov, ni Durrenmatt, ni Russell. Fui hacia ellos despacio, escuchando atentamente como si no fueran ellos quienes hablaran, creyendo que se trataría de una grabación antigua que alguien hubiera puesto en un magnetófono otra vez. No se dieron cuenta de mí. Ni siquiera los que estaban sentados o recostados en la pared con aire de cansancio. Probablemente Poe habría muerto ya, y también Raskolnikov… ¿Cuánto tiempo había pasado?

Se habían formado dos claras facciones en cuanto a la decisión a tomar: seguir adelante o abandonar… Antiguo. Eso es repetición. Sus palabras me sonaban… Sus rostros me parecían sacados de un retablo antiguo, y colocados a modo de máscaras de teatro en unos cuerpos inmóviles y sin vida. Lo que estaba diciendo lord Raleigh lo había oído yo en alguna otra parte, o leído en algún libro de historia. La expresión de ferocidad solemne de Bosch estaba descolorida en algún lienzo medieval. Sus vestiduras… No, aquello era demasiado grotesco, pero por un momento, a lo mejor en un instantáneo parpadeo, vi que llevaban túnicas griegas, Solón, Lisícrates. O mejor dicho, Orfeo, Jasón…

Debo estar más vivo que muerto. Un espectro, sombra incorpórea. He debido morir allí, arrodillado en el pasillo, probablemente de un fallo cardíaco, y ahora ni siquiera tengo cuerpo. Por eso no me ven, no se han dado cuenta de que estoy a su lado, que no sé todavía —creo que ellos tampoco lo saben— si ha terminado nuestro viaje, y cuál ha sido nuestra meta, o simplemente en qué punto se ha detenido nuestro camino… Sea como fuere, soy un espectro que ve las cosas muy distorsionadas, mezcladas con perfecta solución de continuidad. Ahora Oliver Brunswick es Pirro, o eso me parece a mí, porque no conocí a Pirro… Y a lo mejor ni siquiera a Brunswick. A fin de cuentas, la muerte no es más que un sumidero en el que se funden entre sí, en un vasto magma de polvo, los millones de seres que han tenido el privilegio de existir. Pero, ¿quién está muerto? ¿Ellos o yo?

—El bostoniano ha muerto —dijo entonces alguien que pudo ser mi viejo amigo Leiter—. No hemos podido hacer nada por él. Esto está desierto, no hay medicinas ni siquiera agua… No hay nada.

—¿Y Raskolnikov? —pregunté mecánicamente.

—También ha muerto, se ha suicidado —dijo en voz baja, acercándose a mi oído, y añadió—: ¿Dónde te habías metido? Te hemos estado buscando.

—Estuve por ahí… ¿Dónde está K.? —Pero Leiter pareció no oír mi pregunta y volvió hacia el grupo—. Leiter, Leiter, ¿qué ha sido de K.? —repetí en voz baja, pero no parecía oírme; alguien había desconectado el conmutador y colocado en el rostro de mi amigo una máscara de piedra—. Leiter… Leiter… —seguí repitiendo, pero algo me paralizó de nuevo.

Una extraña fuerza me impedía hacerme oír… Entonces grité con todas mis fuerzas:

—¡Soy Alexander Mog! ¡Estoy vivo! ¡Por lo que más queráis, escuchadme! ¡Estoy vivo! Nadie respondió.

—¡Leiter! ¡Howard Leiter!

Nadie se volvió…

Oía sus voces como procedentes de alguna vieja cinta magnetofónica. Estaban discutiendo las dos posibilidades a considerar… No pude resistir más y me acerqué hasta el centro de la sala y agarré al primero que tuve al alcance… Contacto sólido, carne, dedos que agarran un brazo de carne, y un cuerpo que reacciona. Luego una voz exclama:

—Un momento. ¿No ve que estamos trabajando? Espere. Ya estaremos con usted y nos explicará su caso. Espere en la antesala.

Solté aquel brazo como si hubiera tocado fuego. Retrocedí unos pasos tambaleándome. Me apoyé en el dintel… Piedra, piedra fría. Tacto. Estaba tocando… «¡Estoy tocando la piedra y he tocado un brazo, y alguien me ha respondido!». Estaba vivo, pero ¿quién me había contestado?…

Estoy viviendo una situación y me muevo por un escenario, y veo unos hombres que discuten; los conozco y sé sus nombres, y también sé que han sido mis compañeros, pero no sé cuánto hace de ello…

Recuerdo que eché a correr vociferando como un loco mi nombre y el de mis compañeros, una y otra vez. Doblé hacia la derecha, luego a la izquierda. Detrás de mí se levantaba una estela de polvo gris; y el ruido de mis pisadas me dictaba otro nombre que gritar. No sé cuánto tiempo estuve corriendo, ni el número de pasillos y salas que atravesé, hasta que, súbitamente, logré salir fuera, al patio desierto… Soplaba una leve brisa. Había oscurecido un poco. Lentamente dejé de correr. Salí al exterior del recinto. Los nombres seguían repitiéndose: los de mis compañeros, el mío, el de los pabellones… Nombres, piedras ennegrecidas, tierra gris, negra sobre la pared fría… sobre la carne fría, la pared caliente… Mog… ¿Quién es Mog?

El lobo sonrió otra vez, y salió también de la casa.