Fuimos subiendo el suave declive de lo que bien podría ser el cauce de un antiguo torrente, que fue estrechándose conforme nos íbamos acercando a una segunda mole montañosa, en donde terminaba formando una verdadera garganta. Yo iba también con el segundo grupo, todavía bastante alejado de la enorme angostura, cuando vi acercarse corriendo a los cuatro árabes de Ismailia, dando trompicones y gimiendo. Abdul se precipitó, agarrándome por los hombros:
—¡El Tarik, señor! ¡Es el Tarik! Estamos seguros… Lo sentimos aquí —dijo, golpeándose el esternón.
—¿Qué es el Tarik?
—El Tarik es fatídico. Nadie lo ha cruzado ni lo podrá cruzar jamás. El Tarik está prohibido… Eso traté de decirle al señor K, pero no me cree… Dice que está mucho más al norte. —Hacía enormes esfuerzos para no jadear—. Pero yo sé que es el Tarik… Está prohibido. Prohibido… Dígaselo, señor Mog, dígaselo.
Me tiraba suavemente de los hombros. Los demás, algo alejados, miraban la escena con rostro de espanto.
—Bueno, calma, ¿por qué está prohibido?
—Es la ruta de las almas de los condenados camino del infierno. Usted conoce la leyenda…
—Sí. Creo que recuerdo… Es una vieja leyenda. Pero eso está mucho más al sur, Abdul, en la dirección de Abu-Ballas.
—No, no… No, señor Mog. Es el Tarik… Es el Tarik —siguió repitiendo sin dejar de agitar los brazos y gimotear.
Curioso fenómeno: la guerra había devuelto la conciencia primitiva a aquellos egipcios que parecían emancipados por bastantes años de socialismo europeísta. Se trataba de una vieja leyenda de la región, según la cual, en tiempos míticos, una cuerda de condenados que se dirigía a Bir-el-Harasci se rebeló contra sus guardianes semi-divinos, y después de asesinarlos huyeron adentrándose en el desierto, encontrando cerrada la angosta entrada de una garganta por la espada llameante de un arcángel que los redujo a cenizas instantáneamente. Según la leyenda, estas cenizas, producto de la sublimación celestial, sirvieron de lecho, en lo sucesivo, al camino que condujera las almas de quienes ofendieran irreparablemente a la divinidad. Era increíble que un hombre de la cultura de Abdul pudiera ser pasto de tales supersticiones.
—Escucha, Abdul, tú conoces mejor que nadie esta región, y estoy seguro que habrás cruzado por ahí más de una vez…
—¡No, no! ¡Éste es el Tarik! Estoy seguro. No podría confundirlo, lo siento aquí —dijo golpeándose otra vez el esternón.
—Escucha; si nuestros cálculos son ciertos, al otro lado de este desfiladero vamos a encontrar civilización. Un puesto avanzado. El destacamento número cuarenta y cinco de Ingenieros que sirve de base de operaciones para la ruta de abastecimientos de la carretera a Selima que cruza por el otro lado del Kebir. Y es probable que todavía encontremos a alguien en este puesto…
—No, señor Mog. No hay nadie… Esto es el Tarik…
—¿Qué te ha dicho K.?
—Nada… No se ha detenido. Ni me ha escuchado…
—Ya… Está bien. Esperad aquí. Voy a ver qué ocurre. De todos modos, y aunque sea el Tarik, si os acercáis un poco…
—No, señor Mog. Nosotros le esperaremos aquí. No nos moveremos de aquí.
Eché a andar hacia la entrada de la garganta. Efectivamente, el grupo se había detenido y deliberaba. Lo primero que oí fue la voz de K. que rebatía todas las propuestas en contra de seguir adelante por aquel paso. Pretendía sin duda alcanzar aquel puesto militar y atender debidamente a los enfermos. Bosch, por su parte, trataba de conciliar el sentir de los nativos:
—Todas las leyendas populares tienen su origen en un hecho real, que tal vez resida en una dificultad física de cruzar este desfiladero por alguna razón que desconozcamos…
—Este paso está señalado en el mapa como absolutamente transitable —exclamó K. con visible acritud—. De otro modo no estaría indicado con esta línea continua.
—¿Por qué no adoptamos una solución intermedia? —propuse—. Nos dividimos en dos grupos. Yo puedo dar la vuelta con los árabes y el resto de porteadores…
—Eso es peor —exclamó Bosch—. No llegarías nunca. Es un rodeo muy grande y sería imposible encontrarnos.
—Bueno, todos vamos hacia ese destacamento militar. Es un punto inconfundible. No me costará demasiado encontrar la carretera principal… Esos muchachos no van a pasar por ahí, te lo aseguro.
—No me gusta, Mog. Nos necesitamos mutuamente, y hemos de llegar a ese puesto lo antes posible; puede que tengan suero para nuestros enfermos.
—Ni siquiera sabemos si todavía existe.
—Hemos de correr ese riesgo. Vamos a tener que hacer ese alto en nuestro camino; nuestros compañeros lo necesitan.
—Bien, eso nos dará tiempo…
—Pasaremos todos, Mog —cortó K.—, o no llegaremos ninguno.
—Bueno —dije al cabo de un tenso silencio—. Intentaré convencerles. Por lo visto, no me dais otra alternativa.
—No la hay.
—Está bien, está bien. Esperadme aquí. Voy a intentarlo.
Los cuatro árabes me esperaban detrás de una gruesa roca; se dibujaba en su semblante un espanto que tenía muy poco de humano. El resto de los porteadores se escondía unos metros más allá, por lo menos eso me pareció. Me agazapé y di unas palmadas en el hombro de Abdul.
—Vamos a ver. Las cosas están bastante difíciles, como podéis daros cuenta. Poe morirá si no llegamos a tiempo a ese milagroso puesto militar que tan oportunamente se nos cruza en el camino. A decir verdad, ya no creía que…
Mis palabras se cortaron bruscamente. El muchacho se puso a temblar, mirando con los ojos desorbitados hacia donde yo acababa de venir. Me volví, pero no distinguí nada al principio. Entre las corrientes de claroscuro serpenteante se dibujaban las dos moles verticales del desfiladero. Al poco comencé a darme cuenta de que una gigantesca sombra se iba formando sobre el estrecho tajo. Un penacho negruzco, estático. Y progresivamente fue creciendo el fragor de un trueno prolongado, como si un grueso alud se estuviera produciendo en el interior de la garganta. Inmediatamente siguió un destello, demasiado largo para tratarse de un relámpago. Me incorporé. La tierra comenzó a temblar. Vi cómo se desprendían gruesos guijarros de las paredes. En unos segundos el estruendo fue ensordecedor. Tuve que apoyarme en la roca. Un abanico cegador partió horizontalmente la enorme columna negra. Las corrientes de neblina se detuvieron y se formó un hálito circular… que fue cerrándose lentamente al tiempo que el foco luminoso se reducía hasta extinguirse y la sombra se desgajaba y se confundía con las demás.
—¿Qué es esto? —Abdul había retrocedido unos metros—. ¡Contesta! ¿Qué significa?
—No sé, señor Mog… No lo he oído nunca…
Pegado al suelo, temblaba frenéticamente. No vi a los demás. Me lancé sobre él:
—¿Dónde están los demás? ¡Aprisa, hay que ver qué ha pasado!
—No… No, señor Mog.
—¡Santo Dios, aunque sea lo último que…! —Lo levanté por las solapas—. ¿Dónde están los demás? Tal vez ha sido un desprendimiento. Puede haber heridos…
El muchacho no me miraba, había entornado los párpados y sus labios temblequeaban. Lo zarandeé un par de veces para hacerlo reaccionar, pero fue inútil, a lo sumo conseguí hacerle proferir un gruñido animal, un lamento indescifrable. Entonces terminó de cruzar ante mí una gruesa corriente, y detrás de los últimos torbellinos, escasamente a diez metros, estaban los otros árabes, un puñado de estatuas boquiabiertas, los dedos tiesos, las botas hundidas, sólo sus ropas se agitaban por la brisa. Se diría que iban a estar así por toda la eternidad, pero cuando hice ademán de acercarme, arrastrando a Abdul, giraron sobre sus talones como sacudidos por una fuerte descarga, y desaparecieron pendiente abajo, gesticulando y aullando.
Me quedé unos instantes absorto ante aquella desbandada. En adelante tendríamos que realizar las excavaciones por nuestros propios medios: eran los últimos brazos jóvenes que nos quedaban. El torpe y múltiple chapoteo tardó bastante en perderse. Mis dedos se aferraron, de forma automática, a la guerrera de Abdul, era el único que podía conocer bien aquellas tierras. Me volví pesadamente hacia el desfiladero y el corazón comenzó a palpitar de prisa. ¿Qué habría pasado?… El silencio y la persistente procesión de capas de niebla de distintos tonos. El silencio de muerte; soledad infinita, monstruosa…
Arrastré unos primeros pasos dentro del untuoso barro. No me atrevía a pensar en nada; sólo llegar hasta… A medida que me fui acercando el grupo se dibujó… ¡Mis compañeros! Estaban de pie; al principio sombras, sombras de las sombras, espectros de entre las formas de una interminable pesadilla… Se movían; de pie. Todos. La camilla… Mis pasos se activaron y salvé los últimos metros a todo correr arrastrando al fardo de Abdul.
—¿Qué… ha pasado?
—No lo sé —me respondió Jacobus Bosch con cautela. Todos estaban vueltos hacia el interior del paso—. Oímos un potente ruido, como un trueno… A lo mejor ha habido un desprendimiento…
Entonces me fijé en K. Estaba lívido y sus labios murmuraban algo ininteligible. Unos ojos inyectados se clavaban en un punto de la niebla, por encima del desfiladero. Era la mirada de Abdul. Me volví yo también, pero no conseguí distinguir absolutamente nada…
—«Y el ladrón sorprendió a los moradores en la más cotidiana de las faenas» —recitó solemnemente.
—¡Eso es! —gritó de pronto el lobo—. ¡Sorprender es la palabra! Sorprender… ¿Me comprende?
El doctor Watt apartó la vista del libro y escudriñó fijamente a su interlocutor. Se había obrado un cambio, sus ojos brillaban con un extraño fulgor, su expresión era nueva. Continuó:
—Sorprender es la palabra… Nostradamus no se equivocaba, pero se hubiera extrañado, a su vez, de cómo iban a desarrollarse sus profecías. De la misma forma que usted se sorprenderá de cómo la naturaleza ha interpretado su solución del jeroglífico… Si no se está ya sorprendiendo.
—K. —exclamé y se sobresaltó.
Parpadeó repetidas veces y balbuceó algo así como:
—¿Qué ha sido ese resplandor?
—Vimos un destello allá abajo…
—¿Qué destello?
—No puedo precisar… Un punto luminoso, un brillo alargado, como una explosión…
—¡Tonterías! —dijo bruscamente K, como si se despertara de una pesadilla—. No es más que producto de nuestra imaginación. ¡Vamos, estos hombres no pueden esperar por culpa de nuestras alucinaciones!
—Pero K…
—No perdamos más tiempo. Recoged todo y entremos de una vez.
Tendió el plano a Bosch y se ajustó los correajes de la mochila… Sus manos temblaban, e incluso me parece que también apretaba los dientes, pero frunció el ceño con actitud enérgica. Leiter siguió insistiendo, en voz baja, en lo que podía haber visto yo, pero me temo que no le saqué de dudas.
La columna se formó rápidamente. Yo tomé la delantera arrastrando al pobre Abdul, que parecía estar reponiéndose. K. marchaba en segundo lugar, luego Leiter, Joyce, etc. Nos turnaríamos en llevar la camilla, ya que podíamos encontrar efectivamente algún desprendimiento que nos dificultara el paso. Me giré un par de veces hacia K. tratando de encontrar alguna expresión identificable en su rostro, pero se había puesto aquella máscara de autoridad impenetrable, lo cual me preocupaba mucho más. No acertaba a comprender que aquel extraño fenómeno le hubiera impresionado tanto, a no ser que conociera sus causas, que era lo que intentaba descubrir… Me acordé de la libretita. ¿Sería la explicación una explicación profética? Tal vez, pero era demasiado peligroso leer en aquel momento. Sin lugar a dudas ya la habría echado en falta. Era peligroso, pero no por ello necesario, aunque…
No fue una travesía, sino más bien una entrada; como penetrar en un recinto extraño. Una puerta que se ha abierto con ruido. Trasponer el umbral… Los aullidos de Alan Poe disparando su mirada febril y agitando su cuerpo de animal herido… El final de la pared se pierde en lo incorpóreo. Caminar sobre pequeños guijarros. Subir. Guijarros cada vez más secos. Paredes lisas… Una puerta estrecha… Alguien ha pasado antes que yo… No hace mucho rato…
Alguien ha pasado antes que yo, no hace mucho rato… Alguien antes que yo…
La sombra de Meleagro moribundo. Perfiles vacilantes que tratan de destacar alguna forma identificable a través del vacío desconcertante de la niebla que ha invadido ya toda la casa. Suena un clavicémbalo… Al final del pasillo suena un clavicémbalo. Notas… Ornamentación recargada, lámparas de bronce barroco cuyas formas delirantes se retuercen obstinadamente sobre el mismo eje torturado… Notas. Arabescos inútilmente floridos, arabescos de estuco inútilmente floridos, inútilmente barrocos. Notas desgarradas… Silencio mortal a lo largo de todo el pasillo cuyas baldosas han dejado de dibujarse sepultadas por esa niebla blanca, incomprensiblemente espesa que viene de otro mundo. Notas recargadas… Las sombras de los dinteles barrocos alineándose estáticas y silenciosas como testigos de una civilización muerta, petrificada en la expresión de su más profunda angustia. Suena un clavicémbalo… Nadie. Avanzar con los pies hundidos en la niebla, engullidos en ese cuerpo etéreo y ligeramente blanquecino que ha aparecido de pronto procedente de muy lejos, sin que los moradores pudieran hacer nada por detenerlo, sin que se dieran cuenta. El teclado… Notas… Nadie está sentado ante el clavicémbalo arrancando del teclado acordes demasiado melancólicos para ser reales, demasiado tristes… Porque sus dedos jamás aprendieron a… La sombra de Meleagro moribundo. El perfil aguileño recortado contra el tapiz isabelino y el hogar de formas retorcidas y agonizantes del barroco. Los labios esbozando una sonrisa de compasión mientras escucha sin alterarse esas notas medievales que vienen del otro lado del pasillo. Del otro lado en el que sabe que no hay nadie, ni siquiera la muerte. ¡Meleagro ha rebasado la muerte, la soledad se ha convertido en algo más poderoso que la muerte, algo más eterno que la muerte! Ha perdido su partida de ajedrez como el soldado, y con el semblante contraído la gran señora de los vivos se retira. Le deja solo. Tranquilo, apacible. Meleagro ha podido más que la muerte. La soledad de Meleagro ha podido más que la muerte porque es infinitamente más monstruosa, más gigantesca, más agobiante… Y el clavicémbalo seguirá sonando sin interrupción hasta incluso después de que nos hayamos ido. Las notas medievales que lo acompañan son su cuna y su féretro… La sombra de…