9

Pocos días después, y por primera vez, la niebla se desgarró durante breves instantes, dejándonos contemplar un paisaje enigmático e iluminado por una caótica turbulencia de claroscuros. Remolinos iridiscentes que evolucionaban con increíble rapidez; cortinas oscuras desgajadas en múltiples protuberancias. Quedamos absortos, boquiabiertos ante aquel espectáculo de masas de niebla en movimiento. Finalmente se produjo un profundo desgarrón y apareció un paisaje lunar, abrupto, gris y escarpado, absolutamente irreconocible por quienes conocían el desierto. Probablemente se debía a un puro efecto óptico de acomodación, después de tantos meses habituados a la nebulosa inconsistente.

En esto vimos una figura humana a lo lejos, sentada sobre una pequeña prominencia rocosa. Nuestra mirada se clavó con avidez; nuestras botas hundidas algunos milímetros más en el lodo. Una mueca a modo de sonrisa en algunos labios… Vestía de negro y llevaba sombrero de ala corta. Su cara blanca reflejaba la luz del sol como un espejo. Las manos plácidas sobre el bastón… No… No puede ser. Es imposible: el doctor Watt está en Alejandría… Aunque han pasado tantos meses que… Es inaudito. ¿Qué está haciendo ahí? ¿Y su expedición?… No es posible que sea él… Entonces la niebla volvió a cerrarse, gruesas volutas volvieron a entrecruzarse y la noche gris cayó otra vez…

—¿Era el doctor Watt, verdad? —preguntó Leiter tímidamente.

—No es posible… —murmuró K. a mi espalda—. Pero pronto lo averiguaremos, vamos en esa misma dirección.

—¿No estaba en Alejandría?

—Bueno, de eso ya hace mucho; aunque de todas formas no debíamos encontrarnos aquí…

—¿Quién era el doctor Watt? —pregunta de pronto Raaginen.

—Doctor en filosofía y medicina por la universidad de Copenhague… No era pública su iniciación y posterior obra hermética. Rostro bondadoso, viejo traje negro de levita, ojillos negros, penetrantes y alegres o absortos. Solía contemplar el aula media hora antes de la clase, sonriendo con extrema complacencia a los bancos que darían cabida a sus queridos alumnos… Su perfil discretamente aguileño y la maraña de su barba se recortaban contra los vitrales amarillos atravesados por la luz de la tarde tranquila. Se volvía hacia la puerta cuando entraba el primer alumno y, saludando cordialmente, se dirigía a la tarima con pasos pequeños y mesurados, las manos cruzadas a la espalda… Volví a ver aquella misma placidez entre las oleadas de niebla, junto al peñasco gris; la mirada perdida tras algún delicado reflejo, en alguna curiosa ondulación del paisaje. Pero una vez se hubo cerrado la muralla gris, aquello se convirtió en pura alucinación. Para nosotros, el doctor Watt seguía estando en Alejandría.

—Un catedrático… —oigo murmurar al periodista a través del sistema auditivo autónomo—. ¿Era una persona de carne y hueso?

—Naturalmente, Raaginen, naturalmente. —Se hace un corto silencio entre nosotros y aguardo otra pregunta, pero por lo visto no sabe cómo formularla. Continúo—: No logramos llegar hasta aquel peñasco hasta el día siguiente, es decir, cuando la noche dejó de ser terriblemente negra para ser terriblemente gris…

El prolongado declive ascendente terminaba en una pared prácticamente vertical que nos pareció bastante larga y salpicada de salientes rocosos. Yo iba en un segundo grupo algo rezagado. La niebla seguía estando en constante movimiento, como no lo había estado hasta aquel día. A través de un hondo desgarrón pude ver cómo el primer grupo había llegado efectivamente a la pared. De pronto me parecieron solamente bultos tambaleantes, sombras irreales sin demasiado en común con lo humano, petrificadas contra un muro negruzco, dudando entre escalarlo o quedar allí postrados para la eternidad. La serpiente que se muerde la cola… Entonces me asaltó un extraño destello de lucidez: No llegaríamos nunca al monasterio gnóstico porque no existía. Sólo era un nombre, una figura retórica en un antiguo jeroglífico que podía tener otro significado. No existían esos hipotéticos códices originales. Toda la verdad estaba ya escrita con la suficiente claridad en los millones de páginas que poblaban nuestras bibliotecas. ¿Qué otra verdad podía existir? Ya se había dicho mucho y bastante terrible. En eso consistía la gran ironía de la humanidad: toda la verdad estaba a su alcance, y a pesar de eso se estaba destruyendo estúpidamente. El extraño monasterio sólo era una genial mentira del último de los alquimistas, que había servido, eso sí, para arrancar de las bombas una última expedición de argonautas, igualmente alucinados y crédulos. Igualmente…

Me repuse rápidamente. No… No estoy autorizado a dudar de mis propios hallazgos, de mis propias teorías y rudimentarias conclusiones, de mis insistentes súplicas a alimentarme de las migajas que caen del banquete de la Obra. No estoy autorizado a dudar de quien admiro, de quien ha conseguido devolver la paz a mis pensamientos. No volveré a flaquear. No los abandonaré mientras me sostenga… Cerré los ojos casi pidiendo perdón, y para reconfortar mi espíritu recordé aquella frase que utilizaba el doctor Watt para describir la pureza de los iniciados: los reflejos plateados de la resplandeciente materia final, que surge de las tinieblas en el último estado de transformación, abandona toda impureza y deslumbra al sabio cuyo corazón comienza entonces a rebosar de alegría. Mortificación del mercurio que ha terminado con la ascensión de la plata nueva; luz nueva y deslumbradora para el filósofo paciente.

El cansado grupo vivaqueó al pie de aquel peñasco, pues no quedaban ánimos para plantar las tiendas. Cenamos casi en silencio, y después de una breve meditación nos entregamos a la desagradable labor de apartar pesadillas y visiones que quebraban nuestro sueño. Me desperté hacia las cinco. Silenciosas marcas oscuras se deslizaban sobre los fardos informes de mis compañeros dentro de los sacos de dormir. Me costó enorme trabajo desperezar mis miembros, ateridos por la humedad y el agotamiento; toda mi espalda parecía estar soldada contra aquella roca, sobre la que había dormido para evitar los charcos de agua. Oí crujir un buen número de articulaciones y por fin me incorporé ligeramente.

Cuando la vista se hubo habituado distinguí un bulto alargado, medio hundido en un gran charco; era un ovillo alrededor del cual el barro había cedido. Logré salir del saco y levantarme. El cuerpo estaba tan frío como el agua negruzca. Levanté la capucha: era Manuel. Ojos cerrados en un rostro de porcelana. A través de la empapada tela se adivinaban las manos plácidamente cruzadas sobre el pecho, como finalizando una oración póstuma. Los labios de plata esbozaban la sonrisa de los justos, cuya verdad les ha sido por fin revelada. Con gran trabajo levanté el cuerpo y lo trasladé a una roca. Seguidamente fui en busca de K. para comunicarle que el muchacho había muerto por no buscar un lugar seguro donde pasar la noche… El frío habría entrado sigilosamente en sus miembros hasta helar completamente la sangre.

El saco de K. estaba vacío. Algo duro y ardiente me subió hasta la garganta y sentí un primitivo impulso de miedo y cólera. Blasfemé… ¿Gritar? ¿Para qué? Dejar que los demás durmiesen, o murieran tranquilamente; no tenía objeto privarles de unas horas más de sueño, puesto que lo habían conseguido… ¿Qué era aquello?… Entre los penachos negros me pareció distinguir dos figuras humanas que se movían a unos cincuenta metros. Me acerqué de prisa: efectivamente, se trataba de dos hombres que andaban despacio y hablaban en voz baja. Iba a gritar cuando se me ocurrió instintivamente que su conversación podía contener algo secreto para nosotros. Creo que esta reacción se debió a la enorme carga de tensión emocional a que estábamos sometidos. Di un rodeo sobre las rocas para no delatarme con el inevitable chapoteo. Me agazapé. Tan sólo a pocos pasos. Uno de ellos era indiscutiblemente K, por el timbre de su voz. El otro… A medida que me fui acercando… Un sombrero de ala corta, las manos cruzadas a la espalda, sosteniendo la pipa apagada… ¡Santo Dios, el doctor Watt! Luego era cierto…

—¿Y dice usted que tenía aspecto humano? —preguntaba K.

—Efectivamente, tan humano como usted o yo. Podríamos decir que abrumadoramente humano.

—Todo eso es terrible…

—Sí, tal vez lo sea en cierto modo, pero la revelación puede venir de diversas formas y ésta puede ser una de ellas. Como le digo, nuestra conversación fue muy interesante, y cuando hubo desaparecido me puse a escribir para no olvidar ningún detalle.

Sacó una libretita bastante manoseada.

—Déjeme…

K. comenzó a leer y los dos hombres siguieron andando en silencio un buen trecho. Me costó mucho seguirlos sin chapotear. Parecía que aquellas pequeñas cuartillas contenían una gran cantidad de escritura. En esto el doctor Watt se detuvo.

—¿Es el grupo?

—Sí —respondió K, levantando la vista hacia el montón de fardos acurrucados en los salientes del macizo.

—Es mejor que no sepan nada de esto… Ni siquiera que estoy aquí. Debo seguir siendo una visión. Es la única forma de mantenerlos vivos con el poco coraje que aún les queda. Vamos a hacer lo dicho: yo seguiré el camino de cabras hacia el norte. Nos encontraremos al final y evitaremos todo contacto antes. Adiós y suerte.

—Adiós. Nos encontraremos al final…

Los dos hombres se estrecharon la mano y el doctor Watt giró sobre los talones y deshizo el camino andado, con paso rápido y seguro. K. se había quedado con la libretita. Era necesario saber lo que había escrito, a toda costa… Di un rápido rodeo y volví hasta donde reposaba el cuerpo de Manuel.

—Está muerto —dije cuando K. se hubo acercado.

—Manuel…

Las severas facciones de K. se contrajeron un poco. Sus ojos, pequeños y azules, se humedecieron instantáneamente mientras los labios, delgados, monacales, se entreabrían para pronunciar algo que jamás pudo escucharse. Acercó su mano, grande y nervuda, y bajó la capucha para cubrir el rostro del muchacho.

Lo enterramos allí mismo, al pie del peñasco en que los hombres habían creído ver al doctor Watt. La meditación estuvo cargada de amargos acentos y expresiones sombrías, y sobre todo de la estertórea tos de tuberculoso del bostoniano, cuya vida tampoco tardaría en segarse. Rodaron algunas lágrimas también por aquel magnífico muchacho español, estudiante de lenguas clásicas, tan entregado al romanticismo y tan sensible hacia la belleza, que a fin de cuentas había ido a morir en el más desolador y lúgubre de los paisajes; tal vez las lágrimas eran por eso.

Antes de terminar la meditación, el doctor Adler tuvo que apresurarse a inyectar morfina al poeta, cuyos accesos de tos le habían precipitado fuera de la camilla. Poe hacía grandes esfuerzos por dominar su enfermedad, que arrastraba desde antes de la expedición. Nos prohibía cualquier sentimiento de piedad, hasta el punto de no dejarnos intervenir más que cuando ya no podía impedírnoslo. Repetía incansablemente que no se trataba de nada grave; sólo una bronquitis pasajera. Se obstinaba en ello incluso en los momentos en que a causa de un violento ataque sus grandes ojos negros de visionario parecían ir a salirse de las órbitas. Hacía varias semanas que vomitaba todos los alimentos y ya no podía mantenerse en pie…

—¿Edgar Alan Poe? —pregunta Raaginen.

—Sí, claro, de él estoy hablando. ¿De quién si no? Tenía una formidable personalidad. Cuando la enfermedad le concedía alguna tregua y le permitía participar en nuestras sesiones, se elevaba prodigiosamente por encima del mundo de las cosas tangibles, más intensamente que cualquiera de nosotros, y era capaz de comunicarnos fantásticas vivencias hiperconscientes, utilizando incluso aquella brillante entonación poética como sólo él sabía hacerlo.

—Pero Poe murió en Baltimore, en 1849… —dice de pronto Raaginen.

—¿En Baltimore?… No, sin duda debe usted confundirlo con algún otro.

—Es probable… Pero siga, por favor, doctor Mog.

—En aquellos momentos de éxtasis no podíamos tener lástima de él; tenía un extraño poder que nos atraía fuertemente… No vería los manuscritos. Ni tampoco aquel alucinado estudiante de medicina de Kiev, cuyo cuerpo también se retorcía por la enfermedad…

—¿Raskolnikov?

—¿Cómo? No he mencionado su nombre…

—Bueno, lo recuerdo por haber oído algunas de sus sesiones con el doctor Quorz… Pero, ¿no era de San Petersburgo?

—No, se confunde otra vez, querido Raaginen. Era de Kiev.

—Sí, también debo confundirme, pero eso ahora no tiene importancia.

—Sí, desde luego…

Seguimos la marcha rodeando la pared por un sendero de cabras con la idea de alcanzar la cima de lo que creíamos un amplio altiplano. Desde aquel día K. se mostró más huraño, apenas hablaba, y en sus meditaciones se había eclipsado casi todo su solemne optimismo. Sus dulces ojos azules se habían vuelto turbios, y con frecuencia desviaba la vista cuando mencionábamos nuestro objetivo; sin lugar a dudas la muerte de Manuel había producido honda impresión en su sensibilidad… O se trataba de algo realmente grave en su conversación con el doctor Watt. Durante los días siguientes me afané por quitarle la libretita y salir de dudas. Esperaba a la noche, pero cada vez me extrañaba comprobar que no dormía y creo que sus ojos seguían abiertos hasta el alba. Me acercaba so pretexto de compartir alguna pesadilla o buscar alivio a mis temores, y me contestaba siempre con voz clara, como si el sueño hubiera desaparecido completamente de su cuerpo; sus ojos extraviados hacia aquella masa de agua que flotaba sobre nuestras cabezas… Algunas veces estaban humedecidos.

Hasta que por fin una noche el bostoniano se puso a delirar ferozmente despertándonos a todos. K. se levantó de un salto y cruzó el espacio que le separaba del atormentado gesticulante, preparando rápidamente una fuerte dosis de morfina. Corrí hacia la guerrera de K, que le servía de almohada, y me llevé la libretita. Cuando K. extrajo la aguja, el enfermo dejó caer los brazos y en sus ojos había una expresión de sorpresa que sustituía al profundo dolor. Entornó los párpados, tratando de escudriñar algún punto en la lejanía, y sus labios se abrieron como los del agonizante que intenta todavía respirar. Luego se desplomó. Nos habíamos quedado mirándole como si se tratara de un espectáculo inesperado. El doctor Adler le comprobó el pulso y la presión. Algunos permanecieron bastante rato inmóviles frente al moribundo. ¿Sería él el siguiente…?

Mi atención estaba puesta, sin embargo, en K, pero no pareció prestar atención a su guerrera ni echar en falta aquella extraña documentación. A partir de aquel momento debía procurar no encontrarme de frente con su mirada; su elevada intuición podía delatarme, aunque por supuesto no podía hacerlo frente a los demás, que sin duda tendrían igual interés por aquellas paginitas garabateadas. Sea como fuere, sería demasiado dolorosa una ruptura entre nosotros, y aunque me repugnaba obrar deshonestamente con aquel gran hombre, estaba decidido a indagar aquello que por su importancia trascendental teníamos el derecho de conocer.

Aquel camino de cabras desembocó en una nueva pendiente rocosa. Probablemente nuestro error fue haber dado la vuelta al Kebir un poco más al norte porque esperábamos encontrar más bien un terreno horizontal. A decir verdad, me parece que nuestras mermadas facultades ya no eran capaces de identificar fielmente la orografía que encontrábamos, con los mapas de la región. Tal vez por ello no hallamos unas conocidas mastabas de la época de Amenofis IV, o los vestigios de poblados moabitas que habitaron la ladera sur de la meseta. Aquella incapacidad de encontrar concordancias demostraba probablemente que estábamos entrando en una nueva etapa de nuestro viaje, un trayecto abrupto donde no iba a servir la metodología, sino sólo la iluminación. Y ello me hace pensar aún más que efectivamente se trataba del eslabón final, en el que la conciencia, después de haber construido pacientemente la casi totalidad de los peldaños, sería atraída por la propia mano divina para vencer de un salto el corto espacio que la separaba de ella.

Es fácil imaginar que ésa fue la etapa más turbulenta y frágil, en la que las dudas, temores y vacilaciones se multiplicaron enormemente. Dejamos de montar las tiendas para pernoctar. Muchos porteadores habían desertado o simplemente desaparecido. Gran parte del equipo se había ido deteriorando o perdiendo; sólo manteníamos con el indispensable esmero el laboratorio alimenticio, los medicamentos y un sencillo instrumental de análisis, que Brunswick acarreaba casi por inercia, pues ya no teníamos ánimos para preparar los reactivos. Cuando encontráramos el otro extremo de la espiral, ya pensaríamos en reponer las lentes del espectrógrafo o ajustar las sondas magnéticas o preparar los reactivos. Recogíamos, eso sí, también por pura rutina, ciertos objetos y minerales de interés, guardándolos en alguna bolsa que terminaría también por perderse, como había pasado con otras…

—¿Cuál era el nivel de radiactividad? —pregunta Raa­ginen.

—Muy bajo, por supuesto; aquélla era una zona alejada. Aunque, ahora que lo menciona, observé un fenómeno curioso: gran parte de los materiales que componían aquel barro negruzco presentaban un fuerte nivel de transformación orgánica, y en algunas zonas, es cierto, los niveles de contaminación alcanzaban el límite de tolerancia. Posiblemente hubiera tenido lugar algún conflicto cerca de allí, pues, como le digo, abandonamos la civilización seis años atrás. Todo era posible, pero eso es secundario.

En esto el lobo se volvió hacia el doctor Watt tendiéndole el libro primero del Tao-Te-King, señalando con el índice la estrofa XIV:

—Por ejemplo, ¿cómo traduciría esto?

—Bien… Apenas visible, carece de nombre, vuelve de lo insustancial. Se llama la forma sin forma. La imagen sin sustancia. El concreto indefinible. Encaramándote nunca llegarás a su cabeza; dando la vuelta nunca encontrarás la espalda… —terminó el doctor Watt, alzando la vista.

—Efectivamente, ésa puede ser una aceptable traducción. Pero no es la única. Recuerde las palabras de su compañero Éluard: «Hay otros mundos, pero están en éste». Cosa que no hace más que corroborar las suyas propias. El gran tormento consiste en comprobar que la verdad que voy alcanzando trabajosamente a cada paso, no es la única. Es posible que necesite creer en la divinidad única para tranquilizarme y para encontrar armonía conmigo mismo; pero sé que tampoco eso es absolutamente cierto. Ya se lo he dicho en otra ocasión: su gran tragedia es la de alcanzar ilimitados niveles de reflexión.