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—Sé lo que está pensando, Raaginen, y admito que pudiéramos haber incurrido en un grave error de cálculo que nos desviara considerablemente de nuestra ruta hacia otras regiones del desierto. No deja de ser sintomático, desde luego, que cambiara radicalmente el clima precisamente cuando el terreno comenzó a descender de forma muy pronunciada… Pero no, sin duda se trata de una impresión deformada con el tiempo, pues en las estribaciones de Gilf Kebir existen numerosos y amplios valles…

—¿Tan amplios?

—Sí; no le quepa duda. Alcanzamos el objetivo, tal como había vaticinado Christian, a pesar de que después de dejar atrás a Bir Misaka, y cerrar uno de los sectores de la espiral, fue cuando nos comenzamos a ver realmente perdidos.

La precisa geografía del doctor Watt se vio interrumpida inexplicablemente por una erizada cordillera que cortaba la continuidad de cuanto habíamos conseguido hasta aquel momento. Hacía bastantes días que el terreno había dejado de descender y comenzaron a multiplicarse las apariciones. Finalmente se hizo imposible cavar, los picos se rompían, las palas se doblaban. En medio de una gran excitación buscábamos lugares más blandos donde trabajar y nos desviábamos de la ruta cabalística. Al principio creímos que todo se iba a solucionar a base de elaborar predicciones en los cálculos, hipótesis con que suplir nuestras forzadas desviaciones, y esperábamos reemprender los trazos de la espiral en terrenos normales, tal vez al otro lado de aquel macizo inesperado. Podría pensarse que habíamos entrado en un lugar donde se debía librar una batalla muy superior a nuestras fuerzas.

Una segunda vía se iba haciendo camino poderosamente en nuestro pensamiento: abandonar las excavaciones y tratar de alcanzar el objetivo con la información que poseíamos. Esto era muy tentador, pero altamente peligroso; en cada excavación se reunían materiales e improntas que servían para verificar y construir nuevas etapas, algunas de las cuales eran de vital importancia ya que toda la información que se tenía del monasterio estaba escrita en un jeroglífico que había que resolver. De todas formas, lo crítico de la situación hacía cada vez más atractivo el intento de extrapolación, dar un salto hacia la solución o tal vez hacia etapas posteriores a las que constituían en aquel momento nuestro freno…

—Hábleme del Mediterráneo —interrumpe bruscamente Raaginen—. ¿Recuerda cuándo comenzó a ser un mar muerto, cuándo dejaron de reproducirse las especies y creció drásticamente su salinidad?

—¿Qué tiene que ver el Mediterráneo con mi historia?

—No lo sé; siento curiosidad por conocer su época.

—El Mediterráneo sólo es una parte del todo; una consecuencia más… La salinidad, la extinción de las especies…, eso fue obra de muchos lustros. Cuando niño solía oír que se estaba convirtiendo en un mar muerto; se había roto el equilibrio ecológico por escasez de recursos para luchar contra la contaminación química. Las naciones no lograron regular aquellos desmanes. La espiral inflacionaria del último cuarto de siglo no pudo detenerse en muchos países, comprometidos con fuertes tensiones políticas y sociales, dependientes cada vez más de las cuatro eternas potencias del siglo veinte que, para sobrevivir a sus propios cambios de estructura interna, forzaron una inflación de costes de materia prima. Los países, principalmente los mediterráneos, se vieron obligados a consumir masivamente para mantener su economía en equilibrio con sus tensiones políticas, el resultado de todo lo cual fue un vertido monstruoso de residuos tóxicos al mar de forma imparablemente progresiva. Después sobrevino la desintegración de la OTAN, la crisis de Yugoslavia, etcétera, a lo que ha de añadirse la escalada de sabotajes a las centrales nucleares por los nuevos anarquistas empeñados, como siempre, en una causa perdida y carente de la más mínima dosis de lógica, que provocó una contaminación radiactiva irreparable de las aguas, y que ustedes ya conocen. Pobres idealistas, si hubieran sabido el destino que tendrían sus bombas… Querían evitar la guerra destruyendo sus medios, y cuán equivocados estaban… Cuando tuvo lugar el litigio nuclear de Irán, la carbonización de la vida marina era ya irreversible. Nadie podía evitar ya… Pero, ¿por qué me ha de preguntar por esas cosas tan sumamente desagradables? Me resulta profundamente doloroso recordar toda aquella sarta de insensateces. A veces rozo el peligro de dejar de creer en el género humano, que sería lo más doloroso. No vuelva a insistir sobre ello, por favor.

—No se preocupe, doctor Mog. No volveré a hacerlo.

He cerrado los ojos para que el calor de las lágrimas no se pierda deslizándose por una piel que ya no tiene vida, que ya no puede estremecerse; o sobre las sondas metálicas, pues eso sería monstruosamente grotesco. Afortunadamente, mi interlocutor no puede distinguir la más leve expresión de tristeza o de dolor en mí… rostro. Cuidado… Debo superar los accesos emocionales, de lo contrario podría provocar una crisis y la entrevista se interrumpiría. Serenarse y continuar. Lo que importa siempre es el futuro.

—Como le dije al principio, Raaginen, fuimos desembocando hacia una situación insostenible, y no únicamente por las dificultades físicas de aquel medio en el que nos movíamos, sino también por lo increíble y desconcertante de sus características; sobre todo su duración.

Por fin, un día estalló la desesperación en forma colectiva: aún no era mediodía cuando oí que mi compañero Howard Leiter se enzarzaba bruscamente en una violenta discusión con sir Oliver Brunswick. Creo que todo debió empezar por algún comentario sin importancia, pero lo cierto es que rápidamente llegaron al áspero ataque personal.

Salí a trompicones de la zanja. Al oír las voces fueron acercándose otros, sombras vacilantes aproximándose a dos sombras inclinadas una frente a otra a escasos centímetros, gesticulantes fantasmas, ridículos espectros encolerizados. Traté al principio de apaciguarlos, pero sin darme cuenta, y como ocurrió a los que habían ido llegando, me vi mezclado en un incontrolable acceso de vehemencia que contribuyó a formar un acalorado griterío inútil.

Ni siquiera recuerdo qué argumentos atacaba o trataba de defender. Debimos parecer un grotesco grupo de enfurecidas comadres increpándose sin apenas poderse ver unas a otras con claridad. Palabras y gestos que jamás hubiéramos considerado dignos de nosotros. La duda se convertía en blasfemia, o lo que es peor, en escarnio. Y todavía no sé debido a qué mecanismo, el grupo fue desplazándose hacia la tienda de K, protección quizá. Creo que alguien sugirió dirimir no sé qué diferencias verificando unos datos del manuscrito. Puede ser.

Me di cuenta de que K. entraba al cabo de un rato, y se puso a contemplarnos serenamente desde un rincón. Dejó, como vulgarmente se dice, que nos desahogáramos, que hiciéramos reventar ese tenso pellejo de alucinaciones, que el fragor de las palabras pudiera arrastrar todo aquel burbujeo de mezquindades y dejara un remanso donde reflejar su infinita sabiduría. Durante unos minutos aquel reducido recinto de lona sucia se convirtió en protagonista propiciatorio del peligro sobrenatural que amenazaba nuestras existencias, puñado insignificante de gimientes mortales, arroba de miedo y desesperada necesidad de Dios. Terror universal, instante de convergencia para el caudal secular… Entonces, y gracias a una extraña lucidez que no me era propia, comencé a conocer a K, era un hito solitario en la disforme turbulencia. Me aparté y esperé a que hablara, estaba seguro que iba a cambiar nuestros gritos por sus palabras, su profundidad con nuestro miedo. Dijo con voz muy pausada:

—¿Qué estáis proponiendo? ¿Abandonar? ¿Dejar una ingente labor de muchos años tirada en el barrizal? ¿Olvidar quiénes somos y por qué vinimos? ¿Renegar de nuestra propia identidad y volver a un mundo agonizante, que ni siquiera sabemos si sigue existiendo? ¿Es ésta vuestra proposición?

—Las claves no coinciden —empezó a decir Bosch con cansancio, tratando de no dejarse impresionar por aquella mirada—. El mismo paisaje parece corresponder a otro país. Todo este mar de contradicciones… Esta niebla. Es demasiado insólito para seguir…

Calló también, e inspirando fuertemente inició un mágico proceso de apaciguamiento, encabezando al grupo que parecía sacar fuerzas de algún extraño y oportuno manantial, disponiéndose a desarticular la próxima forma de temor, la siguiente súplica, la más íntima pregunta. Se hizo un absoluto silencio. Algunos se sentaron, se derrumbaron en el suelo o sobre una caja. El primero en reaccionar fue Joyce. Inspiró y se restregó con insistencia los ojos. Luego, apoyando las dos manos sobre el manuscrito, dijo suavemente:

—Mal que nos pese, K. tiene razón. «Esto» es ahora nuestra vida, nuestro mundo. «Eso» de ahí afuera es nosotros mismos, una nebulosa triste y desesperante. Sería necio huir de ella. Para nuestros hermanos somos vulgares desertores. ¿Qué acogida podemos esperar? Sí hubiéramos partido en tiempo de paz, pero ni aun así.

—¿Vas a seguir porque no hay otro remedio? —intervino Leiter con la voz ronca por el agotamiento, preguntando casi por rutina—: ¿Vas a buscar la revelación porque tu mundo se ha hecho inhabitable?

—Estoy tan convencido como tú y tengo tu misma fe, pero soy demasiado dado a las contradicciones; me encuentro peligrosamente en mi medio, y eso me hace dudar de que algún día consiga despegarme de ellas y encontrar la verdad, o lo que haya detrás.

—Tú buscas la verdad por eliminación —insistió Leiter, cerrando los ojos—, por desesperación, porque estás seguro de que no la encontrarás, porque es ahora el juego, lo que toca hacer… Otros buscamos la verdad porque estamos convencidos científicamente de que existe…

—¡Santas palabras! —gritó el irlandés, mirando directamente a K, que seguía aguardando—. Si estáis «científicamente convencidos» sólo encontraréis teoremas, postulados racionales… Nada más lejos de la verdad… Tampoco es tan duro reconocer que necesitamos a Dios por desesperación, que no somos más que un puñado de arena arrojada al viento, y que de ello, al fin y al cabo, somos plenamente conscientes.

El lobo se detuvo bruscamente, asombrado por sus propias palabras, y también de la expresión de espanto que se dibujaba por primera vez en su anfitrión.

—¡Está bien! —interrumpió Bosch—. Ya hemos discutido y nos hemos insultado bastante, y no vamos a seguir haciéndolo indefinidamente. Cada uno sabe por qué está aquí, y no hay que tomar ningún acuerdo sobre eso. Lo que sí hay que hacer es decidir cómo continuar adelante, y hacia dónde.

Se detuvo y miró en derredor severamente. No trataba de polarizar la atención o erigirse en dirigente, sino simplemente calibrar la situación. Era un hombre severo y solemne, consciente de su propia fortaleza y por ello generoso; no trataría jamás de suplantar a nadie, a menos que fuera absolutamente necesario y las circunstancias lo exigieran. Admiraba a K. y creía en él, y seguiría poniendo a su disposición su esfuerzo sin regateos, y su fidelidad sin matices. Ése era para Bosch el más efectivo signo de fortaleza: ejecutar las directrices de quien había elegido como su guía.

—Bien —empezó de nuevo—, la decisión que tomemos aquí valdrá para los dos grupos que están a cuatro días de camino, porque somos mayoría y porque estoy convencido que sus espíritus están ahora compartiendo nuestra deliberación. Por lo tanto, vamos a tranquilizarnos y definir cuál es nuestra postura ante lo que se nos presenta. A partir de este momento, quienes adopten un camino lo tendrán que seguir hasta el final.

—¿Propones una votación? —preguntó alguien.

—No es eso. Sencillamente, que se vaya el que sea partidario de echar a rodar lo que hasta ahora se ha conseguido.

—De acuerdo, pues. Yo me voy —dijo sir Oliver Brunswick, esforzándose por adoptar un aire de firmeza—. Ya estoy harto de esta mascarada que nos llevará a todos a la muerte. Y estoy dispuesto a encabezar la marcha del grupo que me siga. Propongo volver hasta las colinas de El-Dharka, rodeando el Kebir, y luego…

—Nadie puede irse.

Las palabras del inglés fueron cortadas de cuajo por la suave entonación de K, que había avanzado hacia el centro del grupo. El militar hizo ademán de rebatir aquella solemne afirmación, pero el rostro de K. no parecía dispuesto a admitir el más leve lamento acerca de las cosas de este mundo. Mientras sus labios esbozaban una benévola sonrisa, sus ojos desorbitados se extraviaban en algún punto infinitamente lejano, donde algo espantoso estuviera ocurriendo.

—K… —murmuró alguien.

—No puede irse nadie —repitió otra vez al cabo de unos segundos, y entonces cerró los ojos, inclinando ligeramente la cabeza—. Cierto que nos hemos desviado de nuestro camino y es por ello que los signos no corresponden y nuestra mente está llena de confusión. Pero no podemos retroceder. Hemos de buscar un camino que nos devuelva al jeroglífico. Es absolutamente indispensable.

—Estamos convencidos de ello —dijo Bosch.

—Pero ahí delante sólo nos espera la muerte —intervino tímidamente y por última vez Oliver Brunswick.

—Tal vez sea nuestra liberación —concluyó Joyce.

Las palabras del lobo fueron desvaneciéndose lentamente mientras la noche volvía a cerrarse sobre el pequeño bosque… Sobre el gran bosque…

K. avanzó hacia el manuscrito. Las palabras de Joyce resonaban insistentemente en nuestras mentes. En el interior, nuestras manos se juntaban en una callada y última súplica. Después de largos minutos de tenso silencio, la frágil figura de K. se irguió frente al manuscrito y su mirada se elevó hacia alguno de aquellos puntos de lejanía sobrenatural:

—La ruta del viejo Caleni… —empezó muy quedamente—. La ruta del viejo Caleni. Ése es nuestro camino.

Se refería a una de las rutas de Herodoto, que partía del oasis de Kufra hacia los templos de Kubush, y era conocida por los sabios de la antigüedad.

—Precisamente —continuó muy despacio— atraviesa la espiral hacia los mantos cenolíticos en los que podremos encontrar vestigios de la emigración de los moabitas hacia el sur… Probablemente alcanzaremos la espiral siguiendo lo que nos indica el jeroglífico clásico del cuervo, la cocción de la rebis filosofal. Os invito a considerar de nuevo el color negro de las «cuatro putrefacciones» como acercamiento al color de los minerales y del barro que pisan nuestros pies. Quitad importancia a abraxas equívocas. Alejad los signos de la Obra de lo popular y accesible, y viceversa. Os recomiendo pensar también en aquellas experiencias de Fulcanelli respecto al fuego de limojón de Saint Didier. La calcinación, insisto, ha de tener lugar en el gabinete del iniciado, vuestras mentes ahora. La naturaleza sólo es un medio, y su calcinación puede ser causada por el azar… Descubriremos el monasterio de los primeros gnósticos cuando Saturno entre en la casa cuarta de Cáncer. Pero sólo ocurrirá una vez.

El lobo quedó otra vez pensativo. Su expresión volvió a extraviarse en aquellos mutis con los que intentaba seguir al doctor Watt por los tortuosos caminos del interior.

—Es preciso —dijo, abriendo por fin los ojos—. Es preciso encontrar esa ruta. A toda costa.

—Pero… —intervino Bosch—, ¿te das cuenta de que es un salto terrible?

—Sí, es posible, pero no tenemos opción. La ruta del viejo Caleni.

—Pero hemos de dejar de rastrear toda esta parte de la espiral…

—También eso es posible, pero te invito a que medites en el descubrimiento de los restos del antiguo imperio de Antíoco, en Persia, al cual llegó la humanidad por dos caminos: el paciente y meticuloso de la ciencia tradicional sobre el antiguo país de Ciro, o la abrupta vía de los nómadas maniqueos que, perseguidos, encontraron su fin en aquellas altiplanicies desoladas.

Recordar con un peligroso estremecimiento aquellos picos azotados por los vientos helados, en la soledad de su ubicación inaccesible, donde se esparcen, resquebrajadas por el rigor de las temperaturas, las múltiples cabezas estereotipadas del Antíoco de piedra como único vestigio de un imperio solitario, alejado de cualquier otro; erigido precisamente allí donde creía que nadie podría destruirlo, salvo la misma soledad y la muerte.

Recordar… Cerrar los ojos sabiendo que al volver a abrirlos tendrán que mirar hacia adelante, hacia la nebulosa donde van a perderse irremisiblemente, y que, a pesar de ello, ordenarán al exhausto cuerpo sacar fuerzas de lo más profundo para seguir tirando tenazmente de él. La fe puede ser consecuencia de la iluminación, del fanatismo o la ceguera, pero sobre todo enemiga de la razón.