—¿A qué horror se refería el americano? —pregunta Raaginen con voz queda.
—Bueno, ustedes ya conocen… Fue uno de tantos que se unieron a la expedición para escapar. Desgraciada o afortunadamente, la expedición tuvo también que ayudarse por medios bastante heterogéneos. Es bien cierto que muchos buscan la verdad por desesperación. Y no cabe duda de que sobre nosotros pesaban sustancialmente los acontecimientos. La cábala tenía que ver enmascaradas sus actuaciones por una necesidad colectiva ineludible.
—Ya… Bien, lo que tampoco acabo de entender es el sentido de esa prospección geológica siguiendo la… la espiral incompleta. ¿Podría repetir?
—Es espiral incompleta —digo, evitando cualquier acento paternalista— en cuanto solamente recorre una simple infinitud de puntos del plano. Sería completa si los recorriera todos, aunque comprendo que esto en matemáticas tradicionales no tiene sentido. Su centro, representando en el manto geológico de la época, ha de corresponder necesariamente al lugar, edad y climatología del momento de la revelación, y por lo tanto encontrarse a través de las manifestaciones arqueológicas que completan la solución, o soluciones, de un complicado jeroglífico hermético descubierto por el doctor Watt en varios tratados antiguos. Jeroglífico de jeroglíficos, elaborado por varias generaciones de pensadores ocultistas conocedores de aquella revelación impartida a unos monjes maniqueos refugiados en profundas cavernas en la margen del Nilo, y también en el desierto de Libia, y de cuyos textos la civilización solamente posee una pobre y adulterada copia… En sus tumbas se encuentran los manuscritos originales de la verdad del Supremo Hacedor, conocida por muy pocos, antes de abandonar a la especie humana a la lucha de las dos fuerzas antagónicas. Aquellos monjes, en su deseo de transmitir la verdad solamente a quienes pudieran entenderla, elaboraron un largo y complejo jeroglífico en el único lenguaje oculto que sabían: el de Hermes. Perseguidos, fueron dejando sus específicas abraxas en aquella tierra que albergó sus cadáveres.
—¿Lo encontraron?
—No se impaciente. Lo importante no es el objetivo, sino la andadura. El fin no es un punto ni una situación, sino una tendencia, una evolución. Y, por supuesto, cada uno ha de tener la suya. El protagonista es ahora usted, Raaginen, son sus pasos y su conciencia los que van recorriendo aquellas etapas y respondiendo también a esa pregunta. Yo solamente soy un cadáver que recuerda, sin posibilidad de vivencias. Mi única justificación es hacer que usted las llegue a experimentar por medio de una comunicación con el pasado, y facilitar su comprensión de lo que fue nuestro camino… Mi mente está en paz. Y si al final de este relato no llega usted a encontrar la huella, habrá perdido el tiempo en venir hasta esta tumba de metal antirradiactivo.
—Lo que no entiendo, doctor Mog —continúa Raaginen después de un largo silencio, carraspeando repetidas veces—, es cómo una sociedad tan cerrada y exclusivista como la cábala admitió a elementos tan extraños como usted, cuya iniciación es muy posterior al desarrollo de sus actividades como científico.
—Déjeme continuar, Raaginen. Tal vez seré un poco más explícito en lo que queda del relato…
Día tras día se fueron oscureciendo el entusiasmo y la fe con que habíamos comenzado. Íbamos agotando una tras otra todas las explicaciones al fenómeno que nos envolvía. Los productos de nuestras excavaciones proliferaban en elementos equívocos, en rastros desconcertantes que perturbaban el curso de las deliberaciones cuando por la noche nos reuníamos en la tienda de K. No encontrábamos su lugar en el jeroglífico, pero lo que más nos desorientaba era hallar diversos objetos de corte moderno, utensilios muy parecidos a los que utilizábamos nosotros, pero enterrados en capas de transformación arcaica.
Recuerdo una pieza doméstica que nadie se atrevió a llamar por su nombre porque hubiera significado el abandono casi inmediato de la expedición, pero que tampoco osamos devolver al lugar en que había sido encontrada: un untuoso estrato delgado, a tan sólo dos metros de profundidad en lodo y piedra caliza ligniforme, y en el que también había profusión de restos humanos… Una pieza metálica alargada que, una vez pulimentada y limpia de herrumbre pardusca, ofrecía un brillo demasiado parecido al acero inoxidable…
Volvimos a sufrir nuevas apariciones en nuestro torpe deambular dentro de aquel mundo gris, en el que mi compañero, a quien conocía muy bien, se había convertido igualmente en un espectro silencioso de una tragedia inexplicable, y de la que poco a poco nos veíamos forzados a ser actores. Apretábamos los dientes cuando oíamos con terror aquellas voces roncas y solemnes que nos conminaban a volver a nuestras casas, o lo que quedara de ellas.
Qué lejos estaba aquel día en que nos reunimos todos en Alejandría, en una Alejandría caótica y tumultuosa, y nos decidimos a remontar pacientemente las márgenes del Nilo ora esquivando los convoyes militares, ora detenidos y obligados a explicar una y otra vez nuestras identidades y exhibir los salvoconductos. En aquella etapa perdimos a algunos compañeros. Muchos de nosotros estábamos comprometidos políticamente, y los que no resultaban estarlo eran necesarios en aquella tierra lacerada por la guerra. Nuestros pasaportes diplomáticos servían de muy poco en las aldeas incendiadas. Para aquel mundo que se derrumbaba no éramos más que desertores que huían al desierto con un pesado bagaje de títulos y sublimes objetivos, pero, lo que era más grave aún, con alimentos y medicinas. Aquélla fue la etapa en la que el grupo permaneció unido.
Luego vino el desierto y la soledad, en la que nos íbamos adentrando cada día con mayor ansiedad por dejar una civilización absurda y encontrarnos con el pasado de una tierra que creíamos bendita. Allí terminamos de prepararnos para una larga marcha. Estaba previsto que el doctor Watt se reuniría con nosotros al frente de una segunda expedición que también se preparaba en Alejandría, y que seguiría un camino recíproco de la espiral.
—¿Cuánto tiempo pasó antes de que se adentraran definitivamente en el desierto?
—No puedo precisarlo, pero teniendo en cuenta el período de preparación del equipo y las primeras prospecciones generalizadas para fijar el punto de partida, probablemente seis años.
—¡Seis años!
—¿De qué se sorprende?
—¿En qué invirtieron estos seis años de preparación? ¿No venían ya preparados?
—Teóricamente sí, pero la mayoría de nosotros no conocía siquiera el Alto Egipto; aparte de que un programa de excavaciones como el nuestro no se había realizado nunca, y exigía un mínimo de preparativos. Fue necesario instalar un campamento base en el que se elaborarían las provisiones y los reactivos para análisis, especialmente para preparar las muestras en el espectroscopio con el que debían fecharse los materiales por su período de desintegración. Más tarde necesitamos poner a punto y verificar los equipos de medicamentos que, junto con los fermentadores, constituirían nuestra nodriza ambulante, ya que no podíamos esperar ayuda exterior. La expedición del doctor Watt no se encontraría en mejores condiciones.
—Pero, ¿cómo lo hacían? ¿Cómo fabricaban sus alimentos?
—¿Cómo lo hacen hoy ustedes? ¿De dónde los sacan sus expedicionarios, destacados varios meses en el desierto? ¿Llevan acaso una voluminosa planta industrial?
—No, claro; nuestra técnica es muy sencilla. Pero, ¿conocían ya ustedes la fermentación seca? ¿Sabían preparar proteínas a partir de residuos orgánicos?
—Pues claro que sí, querido muchacho. Claro que sí. Y también sabíamos hacer exactamente lo que ustedes con el sudor y los excrementos. Tampoco necesitábamos una complicada destilería para extraer el agua de los orines y del sudor. Eso y muchas otras cosas más que sería tedioso recordar ahora.
—¿Y los fármacos?
—Bacteriófagos de amplio espectro, cortisona, alcaloides y anfetamínicos por regeneración progresiva de la anaerobiosis de animales y vegetales. ¿Cómo imaginaba usted que sobreviviríamos todos aquellos años en aquellos lugares, en los que antes de que hubiera vida humana habían comenzado a faltar los alimentos y las medicinas?
—No me lo imaginaba… Y estoy maravillado.
—¿Por qué? Pero, en fin, es bueno para la salud. Maravíllese, maravíllese. Es un buen estimulante del anabolismo.
—Siga. ¿Qué más hicieron durante esos años?
—Eso, Raaginen, no tiene importancia. Pertenece al capítulo de preparativos. Imagínese los detalles tecnológicos, no han de faltarle ejemplos. Pero lo que le ha traído aquí es el objetivo sobrenatural de nuestra misión, ¿no es así?
—Sí, claro. Perdone, pero…
—Afortunadamente, K. se mantenía firme, inspirado no por algún fanatismo, sino por esa fuerza sobrenatural con que nos arrastró hasta el final, y que nosotros tanto andábamos buscando. En los peores momentos intentábamos no atormentar a nuestro jefe con nuestras dudas humanas, más por admiración que por convencimiento. Apretábamos los dientes e intentábamos dormir, sabiendo que él velaba por nosotros, y que al día siguiente debíamos entregar nuestra fuerza física para seguir a aquel hombre delicado y enfermizo que tanto desprecio hacía de ella. Éramos sus brazos; a los que de tanto en tanto se permite un devaneo esporádico por el mundo sublime de su mente.
—Mucha modestia me parece, doctor Mog.
—Tiene razón, discúlpeme. Pero en muchos momentos hubiéramos echado a correr como chiquillos atemorizados… La duda, si se remonta a niveles superiores, es muy difícil de sobrellevar. Por eso tal vez seguimos a K. hasta el final, porque era la luz, siempre encendida, a la que nos agarrábamos desesperadamente. Alma, varilla de cristal en la que nos contemplábamos. Incluso el propio Christian.
—¿Cómo desapareció su jefe de expedición?
—Desaparecer no es exactamente la palabra, Raaginen; por lo menos en el sentido que se le da normalmente. Aquella noche fue como las demás, sólo que llovía. Pero no crea que el campamento fuese sacudido por una terrible tormenta y que, en un apocalipsis de relámpagos y fragor de truenos, viésemos a Fletcher-Christian ser tragado por los elementos para no volver a verle más. Nada de eso. Cuando digo desaparecer, me estoy refiriendo a otra cosa. ¿Se va dando cuenta de lo difícil que es emplear expresiones convencionales para describir muchos de aquellos fenómenos? Por ello no dude en hacerme repetir cuantas veces haga falta un mismo pasaje.
Llovía dulcemente. Al principio constituyó más bien una agradable tregua de frescor y rumores suaves por los que todos nos dejamos mecer… Lo terrible de aquella noche no fueron los elementos… K. nos reunió en su tienda antes de la hora acostumbrada para la meditación. Empezó a decir que la lluvia podía ser un fenómeno absolutamente normal, incluso en aquellas latitudes, según la abstracción que hiciéramos de ella. Yo diría que, antes de pasar a la meditación, y por causas que todavía desconozco, intentó tranquilizarnos respecto a aquel fenómeno, y tal vez de lo que iba a venir después: lluvia transformada en niebla. Después, en plena sesión, trató de grabarnos aquellas enigmáticas palabras en nuestra mente, intentando que prevalecieran sobre cualquier otro pensamiento. Los objetos eran: lluvia, empezar, empezar una vez más, empezar una nueva sustancia, empezar la transformación de una nueva sustancia. Nosotros íbamos a empezar, nosotros íbamos a transformar, nuestro yo iba a transformar, nuestro yo se iba a transformar. Y el motivo final de la meditación no fue otro que la misma esencia de la mutación psicológica, acercándose al concepto del genial Krishnamurti.
Pero cuando llegó el momento en que cada uno debía comunicar una breve síntesis de su propia experiencia mental, solamente K. lo hizo. No habló de sí mismo, habló de Christian, de lo que había experimentado concentrándose en la dualidad lluvia-calor en el desierto; en el polvo transformado en lodo; la conciencia reseca cuando era mojada por la lluvia… Y terminó diciendo que las últimas palabras de Christian para nosotros eran de caluroso aliento y estímulo, insistiendo en que, por encima de todo, teníamos la misión de encontrar los manuscritos y descifrar la verdad en ellos. Por lo tanto, nos pedía con todo fervor y admiración que no nos dejásemos vencer por la fatiga o la vacilación, que siguiéramos adelante a pesar de todo y de todos los fenómenos contradictorios que aparecerían en nuestro andar. Él se reuniría con nosotros en aquel remoto monasterio, donde nuestro camino tocaba a su fin… Cuando K. terminó de hablar, Christian había desaparecido.
El doctor Watt pareció perplejo un instante; frunció el ceño y se puso a vaciar la pipa con calma, rehusando al parecer toda aclaración posterior a lo que su interlocutor acababa de decir.
Al terminar la meditación, K. pareció salir de un sueño denso y prolongado. Torció el gesto cuando le preguntamos qué había querido decir con aquellas palabras y dónde estaba Christian. Cerró los ojos y, al cabo de unos segundos, murmuró:
—Habrá sido una voz interior, sin duda. Sé tanto como vosotros… No recuerdo…
El equipo de Christian estaba intacto, incluso las botas que se había quitado al entrar en la tienda reposaban en el mismo lugar donde las había dejado horas antes. Y de haber pretendido ir a alguna parte las hubiera necesitado, por supuesto. Amanecía ya…
Perfiles difusos de azul grisáceo sobre un constante fondo caoba. Al final, una luz: la delgada franja amarilla dibujada por la rendija de una pequeña puerta que probablemente está cerrada.
—¿Qué significa el pasillo, doctor Watt? —preguntó el lobo.
—El pasillo siempre es el angosto camino hacia nuestro pozo interior, hacia nuestra victoria o nuestra desaparición. Es… Es simplemente el camino hacia algo que tanto puede ser la oscuridad como la luz. Candor pasajero de una mirada infantil, que no tardará en convertirse en fuego devastador para exterminar todas las mediocridades que pueda encontrar en su camino.
—¿Y la ventana?
—¿La ventana? —El científico arqueó las cejas sorprendido y tardó unos minutos en contestar—. La ventana es la huida… Siempre significa la huida de algo, de alguien, de una situación de la que creemos poder escapar. No creo que tenga mucha relación con el pasillo. Éste siempre consiste en profundizar hacia algo, mientras que aquélla no es más que una pura inhibición. ¿Por qué me lo pregunta?
El lobo quedó a su vez pensativo, y al cabo preguntó nuevamente como si no hubiera oído lo último que había dicho su anfitrión:
—¿Qué significan las baldosas y su perspectiva hacia un horizonte que no existe?
—Las baldosas —empezó el doctor Watt con cautela— pueden significar huellas de algo que ha ocurrido en este lugar, o bien en otro, pero que se reflejan aquí. Su geometría nos puede hablar de cómo ha sucedido, más que del propio suceso. Y la perspectiva no es más que nuestra necesidad de encontrar un horizonte a nuestra existencia; necesidad de creer que daremos un cierto número de pasos hacia algo, hacia una situación más avanzada que la presente.
El lobo iba a preguntar otra vez, cuando el anciano retiró suavemente el pequeño retablo de sus manos, diciendo:
—Sea como fuere, esto no es más que un grabado realizado por quién sabe quién, hace demasiados años. No podemos basar nuestras teorías en algo tan poco consistente y caído en nuestras manos por casualidad.
El lobo comprendió en seguida. Aquello era el punto final a la conversación, y antes de correr el peligro de perturbar la armonía de aquel encuentro creyó preferible dejar las preguntas restantes para más tarde. Por ejemplo, le hubiera gustado conocer el sentido de la oscuridad que embargaba toda aquella curiosa policromía, pero empezó a sospechar que el doctor Watt podía, por ese camino, entrar en uno de aquellos famosos y peligrosos trances de que tanto le habían hablado. Juzgó más oportuno despedirse por aquella noche. Su anfitrión pareció comprender tácitamente las razones que le hacían interrumpir la discusión. Dejó el grabado sobre su atril y empezó a limpiarse las gafas con aire pensativo. Al cabo de unos minutos el lobo dio cortésmente las buenas noches y desapareció como había entrado.