La tenue brisa formaba pequeños remolinos de la más variada gama de grises sobre la pared incorpórea. Se había hecho terriblemente difícil dirigir al grupo de rastreadores árabes que cada uno teníamos asignado, y que bien pronto comenzaron a manifestar su intranquilidad. Los habíamos reclutado sobre la marcha, diciéndoles que íbamos en busca de un convoy extraviado en el desierto, portador de unos fondos del Banco Nacional en lingotes de oro. Muchos eran desertores, otros huían de las aldeas incendiadas. Nos observaban inexpresivamente ejecutar los cálculos cabalísticos sobre el manuscrito, se quedaban inmóviles a nuestro alrededor durante las sesiones de meditación, y sólo salían de su adormecimiento cuando les mandábamos seguir cavando o limpiando muestras para analizar. Aquel torbellino de fuego había acabado con su curiosidad; formaban parte del fantasmal decorado en el que nos movíamos.
Las comunicaciones con el megáfono se habían convertido en un mar de lamentos confusos y cavernosos, y demasiadas veces creíamos oír voces extrañas procedentes de alguna pesadilla interior. Me parece increíble ahora que continuáramos empeñados en seguir un pliegue geológico o tratando de identificar objetos en el espeso barro negruzco. Sin duda nuestras mentes estaban completamente transportadas por aquella misión sobrenatural; con lo extremadamente difícil que era distinguir un mineral de otro, si ni siquiera podíamos limpiarlos mínimamente. Aquella tierra negruzca se adhería por todas partes y nuestros cuerpos estaban impregnados con una pátina alquitranosa. No puedo imaginar qué precisión esperábamos encontrar en nuestros análisis.
Nuestras actividades durante el día, aparte de la meditación del mediodía solar, se habían reducido a guardar los objetos, minerales o fósiles que íbamos desenterrando, y esperábamos reunirnos por la noche en la tienda para tratar de identificarlos y proseguir nuestra obtención de datos hacia la solución del jeroglífico. Encendíamos la lamparilla y por unos momentos nos parecía que la niebla se disipaba al tropezar nuestra mirada con algo que estaba enfrente: la pared de lona. Pero si caíamos en la trampa de creer en esa visión, el espejismo se rompía brutalmente al abrir la puerta: desenfoque total, imposibilidad de fijar cualquier imagen…
—Era un muro inconsistente y profundo. ¿Me entiende?
—Perfectamente, doctor Mog. Pero, dígame, ¿qué sentido tiene esa aparición de su antiguo jefe?
—En realidad Christian siguió siendo nuestro jefe. K. había tomado el mando solo por orden suya. Por otra parte, sólo «creíamos» verle en esa aparición, que bien pudo ser simplemente una alucinación colectiva, dadas las circunstancias. Por consiguiente, no se le puede atribuir ningún sentido real, sino patológico.
—Sí, claro. Por un momento he creído que le dieron ustedes una interpretación especial, como si de alguna llamada o mensaje se tratara. No sé…
—Todo es posible, Raaginen. A medida que el fenómeno de la niebla se iba haciendo cada vez más insólito, las llamadas y mensajes dentro de cada uno fueron agudizándose hasta terminar con nuestra reserva de lógica. Ya le he dicho que el proceso de las transmutaciones se inició y siguió en cada uno de nosotros. El medio exterior sólo constituía un escenario que había seguido la suya propia. Pero vamos a proseguir por lo que parece interesarle…
En esto me di cuenta de que alguien, a unos treinta metros de mí, estaba repitiendo una misma pregunta, hasta que su voz se tomó trémula y asustada:
—¿Quién eres? No puedo verte… ¿Quién eres? ¿Quién eres?
Fueron callando las voces de los megáfonos y también el chapoteo de las azadas que las manos dejaban caer.
—¡Contesta! ¿No tienes voz? ¿Quién?
Era Jacobus Bosch. Silencio. Rumor de botas por las piedras y el barro. Jadear, oír jadear, tratar de contener la respiración. Leiter se acercó por la izquierda:
—¿Quién es?
—No lo sé, sólo veo a Bosch.
Avanzamos unos pasos, el corazón palpitando desenfrenadamente.
—¡Allí!… Es un hombre…
Una ráfaga desgajó la masa gris en mil escenarios de claroscuro.
—¡Allí! ¡Allí! Delante de Bosch. Es un hombre alto. Lleva un capote negro… ¡Allí! No sé quién es… Cabellos blancos… No sé quién es, no puedo ver su rostro… No sé quién es, no puedo ver su rostro… No sé quién es, no puedo ver su rostro…
—¡No puedo ver su rostro! —gritó el lobo, impaciente.
Llevaba un capote negro y bajo los pliegues se veían largos cabellos blancos. La niebla se había desgajado, abriendo brutalmente la visión y extrayendo de las sombras a un anciano patriarca de duras facciones. Ojos hundidos en cuencas de granito. Estoy seguro de que nadie había visto antes una expresión semejante: serenidad feroz, lucidez abrumadora… ¡Christian! ¡La mirada de Christian! Sus ojos habían salido de la sombra y nos miraban fulgurantes… «No puede ser, es una pesadilla». Oí resbalar la herramienta de las manos de mi amigo y clavarse en el fango. Esa mirada… «Decidme que estoy soñando». Silencio. Tal vez el jadear de un pulmón cansado.
El hombre comenzó a avanzar hacia nosotros, elevando lentamente los brazos a media altura, los dedos extendidos y en los ojos el fulgor del averno, la expresión de… Una música grave, notas de un violoncelo arrastradas, aplastadas, piedra; sonido de piedra resquebrajándose muy lentamente, milímetro a milímetro, dejando paso a una fuerza superior que venía del astro… El rostro de…
—¿Sois los compañeros de Fletcher-Christian?
Su voz retumbaba, conmovía. Una docena de labios resecos por el miedo se abrieron para dejar escapar un lamento que no llegaría a pronunciarse. Una docena de ojos desorbitados.
—Sí… —balbuceó K—. Somos…
—En ese caso, mi viaje no ha sido en balde.
¡Santo Dios! Todavía me estremezco al recordar aquel terrible timbre de voz que nos envolvió como en un hálito de muerte. La gruta prohibida se abrió para vomitar sobre nuestros rostros asustados su más angustioso lamento. Ni el mismo K. pudo contestar. El viejo continuó:
—Fletcher-Christian no volverá a vosotros… Su viaje ha sido largo y su espíritu intrépido. No debéis esperar a vuestro jefe…
Sopló la brisa, hubo un rumor de ropas; torbellinos grises, inquietos.
—¿Quién eres? —gritó de pronto K, haciendo un tremendo esfuerzo para que su voz no temblara.
El viejo dobló los brazos sobre el pecho, inclinó ligeramente la cabeza y movió los labios de piedra:
—Mi nombre… Mi nombre no tiene importancia —dijo en voz muy baja—. En ese lugar nadie tiene nombre.
—¡Es inaudito! ¡Qué lugar! —gritó otra vez K, muy excitado—. ¿De qué lugar estás hablando?
—En ese lugar nadie tiene nombre —repitió, como si esperase que K. dejara de jadear.
—¡No tiene sentido! ¿Qué lugar es ése? —masculló K, tratando de contener una extraña cólera que no acerté a comprender en aquellos momentos.
—Tampoco tiene nombre… No debisteis haberlo intentado nunca —dijo, alzando la voz otra vez—. Pero eso ya lo he dicho demasiadas veces y a demasiados, y siempre ha sido en vano…
Su cuerpo se movía ligeramente, como si se estuviera balanceando. Todo él transpiraba una profunda sensación de calma, excepto sus ojos, sus indescriptibles ojos… A medida que pasaron los minutos se me fue antojando su expresión como muy familiar. Antes había creído ver a Christian, ahora me parecía algo mucho más próximo, más íntimo, más… Alguien conocido hace mucho tiempo y cuyo nombre me es muy familiar… y con mi propia mirada…
—¿Estamos en la ruta del monasterio? —empezó de nuevo K.
—¡Ése es un lugar sagrado! —vociferó el viejo, irguiéndose de nuevo—. ¡Vosotros lo sabíais! Un lugar cuyo nombre no debierais pronunciar sin estremeceros de terror. Christian lo sabía, y también que sus manos de mortal no eran suficientemente fuertes para descender… Ahora ya es tarde —añadió, calmándose un poco—. Se ha perdido en las profundidades y nadie puede salvarle.
—¿Ha llegado? ¿Lo ha conseguido? Nada importa si terminó hundiéndose en las tinieblas —gritaba K, apasionadamente—. Lo importante es saber si logró alcanzar…
La voz de K. terminó quebrándose rápidamente. Al cabo de unos segundos, el hombre dijo con calma:
—Ésa es una pregunta a la que no me está permitido responder… Y a partir de ahora va a constituir vuestro mayor sufrimiento. Vinisteis con vuestra mente ocupada en una duda de mortales, y os la llevaréis torturada con la intranquilidad de los dioses… Es mejor que sufráis en vuestras casas, al calor del sol. Esta niebla no hará más que agravar vuestro dolor.
Se hizo un largo y penoso silencio. El hombre parecía habernos dicho todo lo que constituía el motivo de su aparición, pero aguardaba aún. Parecía esperar una pregunta más; una pregunta de importancia capital, que no se hizo esperar:
—¿Qué hay al otro lado? —preguntó K, su voz velada por el agotamiento, pero matizada aún por aquel acento resuelto que no le abandonaba nunca.
—¿Al otro lado? —repitió el viejo, como si retornara de profundas reflexiones—. Al otro lado de la niebla… El otro lado es luz. —Continuó abriendo desmesuradamente los ojos, como ante un feliz descubrimiento—. Sí, al otro lado hay una luz cegadora que envuelve las formas, que las disuelve, convirtiendo todo lo existente en un suave fluir dulce y armonioso…
—¿Dices que no pueden verse las formas?
—Eso es. Al otro lado la luz es tan poderosa que no prevalece nada sobre nada. Todo es deslumbrante. Los ojos han de penetrar la luz…
—Por lo tanto —masculló entonces Joyce, con indecible amargura—, el otro lado no es más que una réplica de éste, pero con otro color. También se confunden las cosas en un caos absurdo e interminable…
Era la protesta desesperada del condenado. Y a ella se unieron espontáneamente otros murmullos, otras pacientes agonías que venían de muy lejos, como también de los manuscritos esparcidos dentro de la tienda, de los millones de horas de estudio, de aquellos que ya habían desaparecido y necesitaban unirse también a ese sollozo: a un sollozo universal…
—Te equivocas —dijo el hombre, casi con ironía—. Es muy importante que te encuentres con la luz en vez de las sombras, porque la luz penetra en ti y te reconforta. Y, además, si consigues permanecer en su presencia es muy posible que llegues a ver las formas, las cosas…
—Lástima que sólo puedan verlas muy pocos —gruñó de nuevo Joyce.
—¡Yo no he venido a discutir eso! —gritó el hombre, irguiéndose, casi en actitud de abalanzarse sobre K.—. ¡Eso lo has de comprobar por ti mismo!… —Pareció calmarse, se echó atrás de nuevo—. ¿No tienes más preguntas que hacerme?
—Sí, una última —respondió K.—: El camino… ¿Cuál ha sido su última morada?
—Cada uno tiene la suya, no te serviría de nada… —comenzó gravemente, pero de pronto levantó la cabeza y volvió a gritar—: ¡Fletcher-Christian se ha perdido! ¡Se ha extraviado como vosotros! ¡Mucho más que vosotros! Olvidaos de él y tratad de salir de aquí… No ha muerto, si es eso lo que os preocupa, pero se ha perdido irremisiblemente… La muerte ha dejado de tener sentido para vosotros.
—¿Qué esperanza nos quedaría si quisiéramos retroceder? —continuó K, desoyendo lo último, y avanzando trabajosamente en el barro—. ¿Qué sentido tiene esta niebla en este país de calor? ¿Qué será de…?
—Dijiste que era tu última pregunta, extranjero… Ya estoy cansado de responder a sandeces. ¡Adiós! —El hombre pareció dar media vuelta, pero se detuvo y volvió a gritar, con aquella ferocidad sobrecogedora—: ¡Marchaos todo lo rápido que podáis! Ésta no es la tierra que andáis buscando; es una tierra maldita, podrida, destruida. Sólo encontraréis muerte y desolación. Marchaos ahora mismo si no queréis que os alcance… Volved, os habéis equivocado…
—¡Espera! —gritó K, una vez más, dando traspiés y lanzando sus dedos en persecución de aquella figura que volvía a hundirse en la niebla.
Cayó finalmente de rodillas, embarrándose hasta la cintura. Leiter y yo corrimos para incorporarlo, estaba terriblemente excitado y parecía extenuado por efecto de aquella extraña conversación, mucho más que ninguno de nosotros.
Entonces me sacudió una aplastante sensación de miedo: aquella visión había sido demasiado real, demasiado próxima. Un instante de desesperación en el que se borraron todos los sueños sobrenaturales, y el éxtasis me pareció una pura necedad, toda aquella increíble expedición una completa locura, y nosotros, pobres alucinados sin remedio, cogidos en una burda trampa. Aquella hipotética suposición había sido un engaño, o a lo sumo el delirio de mentes deformadas por una fiebre insana de conocimiento. No existía el monasterio ni la verdadera revelación; la humanidad estaba obligada a seguir enloqueciéndose y a dejarse arrastrar por aquel torbellino del que nosotros escapábamos tan obstinadamente…
Fue sólo un momento, que pasó rápidamente al escuchar los lamentos de otros cuya zozobra se había hecho insostenible. Permanecimos todavía un rato contemplando en silencio las sombras escurridizas. Me atrevería a decir que aquella aparición marcó un curioso hito en nuestro camino, a partir del cual la suerte pareció aceptarse tácitamente, rehusando todos a modificarla con más razonamientos metafísicos. Sea como fuere, la realidad es que abandonamos espontáneamente la metodología que había presidido nuestros pasos; más aún: todo aquel meticuloso programa de excavaciones que nos había parecido tan imprescindible hasta aquel momento.
Recuerdo que aquella noche dormí menos que cualquier otra desde el día que comencé a participar de aquel sueño de gigantes; es decir, no dormí en absoluto. Hacia el amanecer, al llegar el cansancio a mi cuerpo, consiguió disiparse todo aquel carrusel de contradicciones y entonces fue más fácil aceptar el camino elegido: siempre es más necio volver atrás cuando lo que se ha dejado es caótico y despreciable; la agonizante civilización…