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No podía distinguir siquiera a los que marchaban a pocos pasos de mí. La niebla se hacía tan espesa en algunos momentos, que incluso nos parecía estar andando por el fondo del mar. Horas interminables en que nuestros miembros entumecidos se arrastraban con extrema pesadez. Sólo se oía el ronco jadeo de quienes estaban llegando al límite de sus fuerzas, el torpe chapoteo, el gruñido de los correajes, el silencio mortal de aquel espectáculo alucinante. Hacía ya muchos días que habíamos abandonado las prospecciones arqueológicas; se había hecho imposible distinguir nada dentro de aquella incorpórea montaña gris y deslizante. Nadie sabía ya a qué podían conducirnos los análisis de materiales. Sólo una obsesión: llegar… ¿Adónde? ¿Cómo íbamos a llegar sin seguir nuestro meticuloso itinerario? ¿A ciegas por un país que ya no podíamos reconocer?

Muchas veces creímos habernos desviado de ruta y penetrado en alguna región desconocida del nordeste de África, pero aquello era demasiado terrible de admitir. Por otra parte, los accidentes geográficos coincidían con exactitud en nuestros mapas, pero aquel fenómeno que ya duraba varios meses, y sobre todo lo insólito de su aparición en pleno desierto de Libia occidental, había convertido nuestras mentes en un caos delirante y difícil de describir. Era la última etapa de nuestro largo viaje por las regiones superiores del conocimiento, en busca de la revelación escrita, y el fenómeno escapaba totalmente a las predicciones que habían sido hechas durante los largos años de preparación y estudio. He tratado, por ello, de explicar siempre que las causas han de irse a buscar muy por encima de los niveles humanos de razonamiento, cosa que estoy seguro intentamos todos en algún momento de la aventura: encontrar la explicación por medio de nuestra propia proyección, de nuestro propio viaje…

—¿Dice usted que andaban envueltos en niebla por lo que debía ser un árido y caluroso desierto?

—Eso es precisamente lo que estoy intentando decir. Pero espere, déjeme continuar… Ha pasado demasiado tiempo y me cuesta mucho hilvanar los detalles, e incluso los acontecimientos. Espere…

Abandonamos la margen del Nilo a la altura de Nag Hammadi, cerca del lugar en donde, como usted sabe, fueron enterrados hacia el siglo IV de la era cristiana los documentos más importantes de la cristiandad primitiva. Trece códices coptos, ocultados durante las primeras y más encarnizadas persecuciones de la Iglesia, en el mismo cementerio que recogiera el último grito de rebeldía de un puñado de monjes heréticos que se enfrentaron irreparablemente con la ortodoxia cristiana al recopilar, copiar y, sobre todo, creer en los más antiguos textos de polémica teológica. Testimonio obstinado del eterno conflicto contra la verdad que el poder esta dispuesto a otorgar a sus súbditos. Recurrencia herética a los textos más antiguos del Nuevo Testamento, las epístolas de san Pablo o el Evangelio de san Juan escritos en diversas regiones, desde Egipto a Siria, abarcando toda la realidad histórica de las sectas disidentes, del judaísmo pregnóstico de los esenios, o del dualismo de Mani. Todos ellos protagonizados tal vez por el más representativo: el Apocrifón de Juan, que relata las imaginarias revelaciones de Cristo al apóstol Juan después de la pasión.

Más de ochocientas páginas en caracteres griegos que llevaron a uno de los hermetistas más grandes de todos los tiempos a dudar de su autenticidad. El doctor Watt comenzó suponiendo, por ejemplo, que el Evangelio de la verdad presentaba ciertas omisiones destinadas a ocultar su verdadero espíritu hermético, tal como señalaría más tarde Basilio Valentín. El mismo Evangelio del Espíritu Santo parecía haber sido transcrito por alguien desconocedor de la gnóstica. Forzosamente debía existir en alguna parte el texto original y el eslabón que coronaría la larga cadena jeroglífica hacia la sublime divinidad, o también el más terrible caos.

Fue esta sencilla y, al propio tiempo, trascendental suposición, en parte también provocada por el estudio de un documento atribuido al propio Trevisano, la que arrancando esa madeja fecunda del polvo de las bibliotecas, marcó los primeros pasos de la expedición. El hombre que la hizo posible se llamaba John Fletcher-Christian.

El mensaje de Trevisano comenzaba con un sutil intento por desentrañar un antiguo jeroglífico que comenzaba con el signo del león: Cristo y el sol al mismo tiempo, continuando con el escarabajo de la era Cáncer egipcia y la serpiente que se muerde la cola, personificación de la eternidad. Demostraba el maestro finalmente la existencia de un extraño monasterio, totalmente desconocido por el mundo de aquellos primeros siglos de nuestra era, oculto a la mirada curiosa de la historia por alguna razón trascendental que escapaba incluso a su comprensión. Probablemente se encontraba en algún lugar del desierto de Libia, no lejos de la meseta de Gilf Kebir. A ese lugar nos dirigíamos, pero sólo podía estar señalado en un punto determinado del complicado jeroglífico, imposible de representar en un mapa geográfico tradicional. Ésa era nuestra principal dificultad; la otra era simplemente seguir creyendo en aquella enigmática suposición…

Nos adentramos en el desierto transportando el pesado bagaje de los cuantiosos años de investigación. Se perdieron algunos compañeros antes de llegar a Nag Hammadi. Abandonamos el Nilo hacia El-Kharga, que ya se encontraba completamente arrasado… Desde ese momento no volví a ver a ningún hombre del siglo XX, excepto a mis compañeros de expedición…

—Continúe, por favor…

—Sí, debo hacerlo… Pero déjeme repetirle otra vez que esta historia ha de contemplarse con ojos de místico; su interpretación ha de irse a buscar, como he dicho antes, a niveles superiores del propio viaje interior, a los cuales, por supuesto, yo no puedo llegar. A lo sumo puedo recordar para usted y sus compañeros aquellos breves momentos de lucidez superior que la divinidad me otorgó en los últimos momentos… Es más, como único superviviente conocido, y con el ferviente deseo de que su pueblo pueda librarse de ese pasado que tanto han llegado a temer, siento la obligación de relatar esta historia cuantas veces sea necesario, y hasta donde pueda contarla… Hasta que mis días terminen por desvanecerse en una nebulosa de la que al final me sea imposible salir. Quiero que esto también quede grabado en su cinta: deseo con todo mi corazón, y representando la voluntad de una generación ya muy lejana que también hubiera llegado a amar a la suya como yo lo hago, que los frutos de este relato sean utilizados con honradez y fortaleza para que no caigan arrastrados por la debilidad de impulsos negativos que podrían destruirles irremisiblemente… El acto destructor nace de la incapacidad de afrontar los hechos con valentía…

Me recogieron unos espeleólogos en estado de hibernación natural por la acción de materiales radiactivos a muy baja temperatura, en el fondo de una sima a la que fui a parar siguiendo, sin duda, el curso del antiguo Djefud. He de tratar de rehacer con todos los detalles y pormenores que pueda, aquella larga marcha que había comenzado en la biblioteca de uno de los más grandes cabalistas del siglo XX, y que se extravió sobre las huellas de cristianos herejes, perdidos u ocultos, en una tierra extraña y sacudida por una brutal transformación cuya verdad llegó a cada uno de nosotros en el momento en que la conciencia pudo trasponer los umbrales de la percepción ordinaria, realizándose en nosotros la trasmutación propia de las fuerzas naturales, distinta y peculiar para cada uno…

Cuando comenzó a llover nadie le dio demasiada importancia; constituía más bien una tregua al calor abrasante. Nos enfundamos los impermeables y proseguimos las prospecciones sin la menor contrariedad. Habíamos dado comienzo entusiásticamente a nuestra tercera excavación después del éxito obtenido al descubrir las comunidades coptas de Bir-Dihn, doscientos kilómetros al sur de Abu Ballas. El procedimiento continuaba invariable: seguir los jalones de la espiral incompleta que el doctor Watt había trazado en su plano manuscrito, rastreando, abriendo zanjas en los mantos geológicos precisos, acampando durante días para reunir y clasificar los hallazgos…

—¿Por qué espiral incompleta?

—Así la llama el doctor Watt. Es incompleta porque es lineal, o sea, que recorre solamente una simple infinitud de puntos del plano, aunque eso en matemáticas tradicionales resulte absurdo.

—Ya… Ha dicho usted «llama», ¿cree que está vivo todavía?

—Vivir… Es difícil explicar esto con palabras, Raaginen. Pocas veces hablamos el mismo lenguaje. Vivir, para el doctor Watt tenía, o tiene, otro significado que para nosotros. Y, desde luego, entraríamos en una nebulosa insalvable si tratásemos de definir su existencia con nuestras limitadas descripciones.

—Parece que esté hablando de un ser sobrenatural.

—¿Sobrenatural? No, no es eso… Pude verle sólo en dos ocasiones, pero le conocía perfectamente; su presencia estaba siempre con nosotros, dondequiera que fuéramos.

—Entonces, ¿era Dios Todopoderoso? —pregunta resueltamente Raaginen.

—No, hombre, no. No es nada de eso, en absoluto… Pero déjeme continuar… Según nuestros últimos cálculos debíamos alcanzar el centro de la espiral hacia últimos de mes. Y hasta que no estuvimos muy cerca de él, para la mayoría tan sólo fue el lugar donde debían encontrarse los códices coptos, contenedores de la verdadera revelación, oculta durante tantos siglos a la humanidad. Ocultos corno la verdadera sabiduría de los Vedas… Hermes sólo es uno de los caminos, para nosotros en aquel momento el único; a lo mejor ustedes encuentran otro… Poco después de que comenzara a llover, una noche desapareció Fletcher-Christian, nuestro jefe de expedición…

El lobo quedó unos instantes pensativo, mirando fijamente al doctor Watt. Después murmuró algo entre dientes, que el científico no pudo oír; había entrado en uno de aquellos terribles trances a los que nadie era capaz de seguirle. El lobo balbuceó las buenas noches y salió sigilosamente.