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Han pasado escasamente dos horas cuando nos interrumpe el altavoz exterior anunciando que se debe suspender la sesión por haberse autorizado una visita. El altavoz repite dos veces la comunicación.

—Hoy no es día de visita, es día de trabajo —gruñe Quorz hacia el micrófono: le molesta enormemente que alguien se atreva a interrumpir su trabajo.

—Es el señor Irko Raaginen. Tiene permiso especial para hoy —explica la voz mecánica del empleado.

—Ese periodista… ¿Quién firma el permiso?

—El doctor Karpf.

—El director… —murmura entre dientes.

Luego lanza una mirada hacia mí, en busca de algún remoto regocijo en mi semblante. Sabe, a su vez, que nadie puede interrumpir una visita del director, y quienquiera que sea puede disponer de todo el tiempo que desee, incluso días. Esto es inadmisible… Lo que decíamos del liberalismo.

—Está bien, ahora salgo. Que preparen a ese individuo… Siga usted bien, doctor Mog.

Cierra de un manotazo el portafolios, desconecta el sistema auditivo interno y pone en funcionamiento el sistema automático de emergencia (que se utiliza cuando ha de entrar algún profano en la sala, incapaz de interpretar una señal luminosa que apareciera en el pupitre de control). Quorz desaparece tras la doble puerta de vanadio, que se cierra sigilosamente.

En efecto, algo creo haber oído: un inquieto y bien relacionado periodista que insiste, o le han ordenado que insista, en escribir un artículo sobre mí, y que por fin ha obtenido el permiso a través del canal adecuado. Esto no es más que un signo de debilidad. Una sociedad, por muy segura que esté de sus mecanismos de control, no puede permitirse ni el lujo, ni la debilidad de que un periodista fisgonee y posteriormente publique cuantos secretos descubra. Tal como creo haber dicho antes, lo que se desconoce no perjudica. Recuerdo que la conquista del espacio constituyó un elemento de grato interés para la humanidad, e incluso de insaciable folklore, hasta que se descubrió públicamente la verdadera naturaleza de las estaciones interespaciales. Mientras la gente no se sabía observada y dirigida desde tan lejos, no apareció la menor inquietud, pero cuando aquéllos arrojaron la verdad sobre los «Observer», los «Soyuz», etc, sobrevino uno de los pánicos colectivos más aparatosos de la historia. ¿Qué necesidad tendrán estas buenas gentes de saber la verdad acerca de la inseminación celular por radioisótopos, que da al traste con el concepto tradicional de la vida humana? ¿O tan siquiera del Mediterráneo o de su época? Es muy cierta aquella frase de Maese Fuerbach: «No son los elementos quienes destruyen al hombre, sino él mismo». Y, por el contrario, si ha de conservarse ese artículo en una caja blindada, vale más que no se escriba. Cualquier día puede salir a la luz, como ocurrió con los nuestros. Sonrío al pensar en el tradicional temor que la humanidad del siglo XX tenía hacia la guerra termonuclear. Imaginaban a las grandes potencias intercambiando cabezales atómicos a diestro y siniestro, y el apocalipsis en un abrir y cerrar de ojos… La verdad sería bien distinta. He leído en alguna parte: «Y el ladrón sorprendió a los moradores…».

Luz roja en la antecámara. Cinco minutos. Gira la puerta metálica. Dos figuras avanzan torpemente dentro de sus trajes de fibra de plomo. La más pequeña es nuestra simpática enfermera. La otra, alta y enjuta, a juzgar por lo holgado que le viene la espesa tela, es sin lugar a dudas el periodista. Ojos desorbitados, diminutos, inquietos. Es inevitable: a cualquier visitante le cuesta trabajo reponerse del espanto inicial. La enfermera lo va conduciendo solícitamente hasta el sillón, repitiendo una y otra vez las instrucciones a las que tendrá que ajustarse estrictamente. Parece hacer poco caso, preocupado como debe de estar por el momento en que necesariamente tendrá que fijar su vista en mí, y quedarse solo en este monstruoso mausoleo.

En realidad no ha de preocuparse, sé de memoria las instrucciones, y lo que puede aparecer en el panel de instrumentos que hay delante del sillón. Alarmas por elevado tono de voz, tos, incluso escozor en la espalda, transpiración por haberse encogido más el traje, etc. Cualquier signo externo de fatiga puede perturbar el control de las radiaciones que emite su fisiología. Finalmente, acomodado ya en el sillón, todos los instrumentos ajustados, decide que es el momento de fijar de una vez la mirada en mí. Al principio la expresión es neutra, como si «eso» fuera un elemento más del mobiliario. Luego entorna los párpados, frunce el entrecejo y se echa hacia adelante. «Parece que… eso tiene forma. ¿Dónde estará el individuo en cuestión? A lo mejor detrás de esa cámara. Pero… De pronto abre los ojos, arqueando las cejas desmesuradamente. «¡Santo Dios! Puede que eso sea…». Al cabo de unos minutos mueve ligeramente los labios esbozando un remoto «buenos días». Inclina la cabeza en un tímido saludo hacia donde se encuentra el objeto de su entrevista, que, al parecer, todavía no ha acertado a descubrir. Vuelve a inclinar la cabeza hacia las lucecillas de la consola. «Tranquilícese, relájese». La enfermera está haciendo las comprobaciones de rigor e indicándole la distancia que ha de guardar del micrófono, y otros detalles. «La radiactividad está perfectamente bajo control. No tiene usted motivo para preocuparse… No esperaba esto, ¿verdad?». Por fin le indica que la entrevista puede comenzar. Pero ésta aún habrá de esperar unos minutos. Puedo oír su forzada respiración que intenta, sin conseguirlo, salir normal. Me atrevería a asegurar que su metabolismo es poco exotérmico. No sudará, pero se agotará pronto; su frecuencia de pulsaciones es bastante elevada. Hay que echarle una mano o de lo contrario vamos a terminar demasiado deprisa.

—Buenos días. Me han dicho que está interesado en escribir un artículo sobre mí.

La expresión se ha desencajado y su rostro es ahora una convulsiva máscara griega personificando el terror. Se ha encogido buscando refugio en el fondo del sillón. «Aquello» que hay detrás de esa pantalla transparente ha hablado. ¿Una sombra? ¿Un monstruo de horribles facciones? ¿Una máquina? Jamás podré averiguarlo porque, por lo visto, nadie se atreverá a colocar un espejo delante de mí. Y tal vez sea por ello que me permiten desplazar la cabina a lo largo de la cúpula que domina el fiordo, para que mis ojos, o lo que sean, puedan ver una imagen hermosa en todo momento… ¡Sobreponerse! Vamos… Hay que sobreponerse. Ahora lo importante es rescatar a esa criatura de Dios, con quien puedo pasar un rato agradable; tener la oportunidad de contar cosas y ser entendido.

—Sé que es usted periodista, pero no sé su nombre.

—Raaginen… Irko Raaginen —balbucea apenas audiblemente.

—¿Es usted finlandés?

—Sí… De origen finlandés —sigue sin apenas oírsele.

—De origen finlandés, ¿eh? Vaya… ¿Eso es un magnetófono?

—Sí…

—Hable un poco más alto, por favor, me es difícil oírle.

—Sí, sí… Hablaré un poco más alto, por favor…

—Me han informado que escribe usted para la Sociedad Oceanográfica.

—Eso es… No soy científico, pero escribo…

Cierra los ojos unos segundos, apretando los párpados con fuerza. Parece que está tratando de reponerse a toda costa. Podría aconsejarle que hablara sin mirar en esta dirección, pero la sensación de mi presencia sería aún más incómoda que el acostumbrarse a lo que sea que haya detrás de la pantalla. He de seguir hablando:

—Tengo entendido que quiere escribir un artículo sobre mí.

El hombre abre unos ojos de niño asustado y confuso, como si despertara de una horrible pesadilla y se diera cuenta de que la realidad sólo es mera continuación. Mueve los labios repetidas veces antes de que pueda escucharse algo. Por fin carraspea:

—Un artículo… Sí. Es un encargo del Comité.

—¿Del Comité de Investigación del Mediterráneo?

—Sí, eso es…

—Eso pertenece a la Sociedad Oceanográfica de Uppsala, ¿verdad?

—Sí. Eso es… Uppsala es el centro de la universidad mundial —dice de corrido y tras una honda inspiración; sus esfuerzos por dominarse son patentes.

El centro de la universidad mundial… Recordar de repente París, la escuela de Courton, las primeras experiencias sobre la antimateria… Alguien ha intentado llamarles positrones y es una aberración… Lejos, lejos… Siendo Leiter todavía discípulo de Monod… ¡Basta!

—¿Qué clase de artículo quiere escribir?

—Descriptivo. Puramente descriptivo —se apresura a decir—. Un artículo sobre usted… Sobre usted y lo que significa para la ciencia. Sobre su vida.

Todavía le tiembla la voz, pero ha ido incorporándose y atenazando con fuerza los brazos del sillón y el micrófono. Cada vez irá logrando un timbre de voz más firme, y dentro de unos minutos se habrá recobrado completamente. He tenido la suerte de tropezar con un valiente, cosa que por otra parte es absolutamente lógica, ya que de otro modo no lo hubieran enviado. La Real Sociedad no se arriesgaría. Por supuesto que habrá sufrido largas horas de entrenamiento, pero el susto inicial no se lo puede quitar nadie. Debe de ser difícil… Se ajusta los auriculares y desabrocha la protección del magnetófono. Carraspea dos veces. Mira el indicador de intensidad de timbre para verificar cómo ha de seguir hablando.

—A la Real Sociedad… A la Real Sociedad le interesa conocer su trayectoria científica, sus experiencias en el campo tecnológico… —Se detiene para tomar aliento y verificar el efecto que sus palabras producen. Mira los indicadores en el pupitre. Continúa—: Nos interesa conocer el grado de desarrollo alcanzado por sus investigaciones, por supuesto hasta el nivel que puedan conocerse. Pero nos sería de mucha utilidad…

Sonreiría sarcásticamente si este muchacho pudiera darse cuenta de que lo estoy haciendo. ¿Por qué ha de comenzar con tapujos, con excusas? Que vaya directamente a lo que le interesa. Estoy harto de que vengan pretendiendo no saber nada acerca de mí, o, lo que es peor, que les interesa saber algo. Estoy por interrumpir la entrevista… Pero algo me dice que puede resultar interesante; es sólo una corazonada, pero me parece que algo importante va a salir de todo esto. Así es que no conviene perder más tiempo:

—Señor Raaginen, a la Sociedad Oceanográfica le importan un comino mis experiencias científicas. Desde hace demasiado tiempo han rehusado interesarse por ellas. Su opinión es que son agua muy pasada, que las han superado.

—¿Cómo dice usted? —pregunta, apareciendo de nuevo esa máscara de terror.

—Vamos, vamos. No empecemos el juego otra vez. Tengo la agradable impresión de que, por primera vez desde hace mucho tiempo, alguien empieza a ver con un poco de claridad. Y quienquiera que sea, merece que no sigamos perdiendo más tiempo.

—No acierto a comprender… —Se ha vuelto a recobrar.

—Me comprende usted perfectamente. Lo que le ha traído aquí, y conste que sólo es una agradable impresión, es… ¿cómo la llaman ustedes? ¿La última expedición de los Argonautas? Qué poético… Una expedición que durante tanto tiempo les preocupó, y que de forma tan radical han tratado de silenciar después. Estoy pensando que al final de sus tortuosas elucubraciones pueden haber descubierto la necesidad de ese último eslabón. ¿Me equivoco?

—¿La expedición?

Se está obrando un ostensible cambio, como si se sintiera descubierto, lo cual resulta extraordinariamente agradable. Ha pulsado el grabador, y mientras espera que la cinta gire durante un tiempo prudencial, me mira fijamente, como a alguien que, contra todo pronóstico, va a terminar siendo su cómplice. Ha desaparecido la expresión de horror, y en su lugar se dibuja una mueca de lucidez a la manera de Fausto, exenta de temor o de dudas. Creía realizar una pura operación mecánica y se encuentra bajando a un averno difícil de calificar por medios normales. «Aquello» no es una máquina: piensa. Sin duda está tratando de salir lo más cautelosamente posible de esta gran sorpresa.

De pronto parece decidido a arrancar a hablar con ánimos nuevos y agresivos. Se inclina hacia el micrófono, abre los labios… Pero he de intervenir antes de que pueda emitir sonido alguno.

—¡Cuidado! ¡No hable tan cerca del micrófono! Sonaría la alarma de alta frecuencia y se cortaría la comunicación. —Chapuzón en las aguas heladas del fiordo. Perplejidad. Arqueo desmesurado de cejas. Mira el micrófono, el pupitre, las lucecillas, los indicadores—. Nunca se puede prever cuándo podrá reanudarse una conversación interrumpida. Téngalo presente si no quiere que se le corte el hilo de la inspiración en el momento más precioso. Manténgase a la distancia reglamentaria.

Me mira con la más variada gama de expresiones, pero por fin asiente esbozando una leve sonrisa. No me equivoco. Hoy va a ser un día decisivo.

—No sé mucho de la expedición —empieza por fin, mirando de reojo el control de frecuencia auditiva—. En realidad, sólo lo que se conoce oficialmente; que no es mucho, por cierto. Todo lo que sabemos es que se trata de una aventura de objetivos oscuros, o en todo caso no demasiado justificables, emprendida por un puñado de científicos románticos, artistas y profesores universitarios con un gran bagaje sentimental, pero con escasa preparación técnica, y cuyo fin es una pura nebulosa. Bueno, le supongo enterado de la versión oficial.

—Perfectamente.

—Es decir, un paseo…

—¿La nebulosa, se refiere al fin o al final?

—Llámelo… Bien, no se sabe absolutamente nada de sus compañeros. Todos desaparecen sin dejar rastro, ignorándose fecha, lugar y circunstancias.

—Bueno, eso es otra cosa. Eso es simplemente no dejar huellas, que es muy diferente.

—Llámelo como quiera…

—Quiero hacerle notar, con esta reflexión, que si la suerte corrida por los expedicionarios es del todo desconocida, siendo como es un elemento secundario, ¿qué va a saberse de los verdaderos objetivos que llegaron a movilizar una aventura semejante? En efecto, la versión oficial es muy pobre. Y no será por las veces que he llegado a contarla con todos los detalles que han hecho falta. No es un problema de información. La versión oficial es pobre porque quiere serlo, sobre todo en estos últimos años en que la memoria está del todo restablecida. Se trata de una cuestión de comprensión y esfuerzo abstractivo. Lo que veo es que ahora se han dado cuenta de que necesitan vitalmente la versión íntegra y contada de un tirón. Por eso está usted aquí. ¿Estamos de acuerdo?

—Me temo que sí —dice esbozando una sonrisa que me hace sentir desbordante de alegría.

¡Por fin! Por fin necesitan del elemento hermético en sus reflexiones, la componente oculta de la verdad… Pero me temo que no soy la persona más indicada para explicar aquellos acontecimientos. Como muchos otros, seguí a los inspiradores por puro apasionamiento, en busca febril de otra cara de la verdad, de otra explicación que la que hasta aquel momento me había sido suministrada. Sé muy poco de la revelación, y apenas conozco la cábala, pero como único superviviente conocido he de esforzarme en aportar cuantos datos recuerde, y de la forma más objetiva posible. Él tendrá que sacar sus conclusiones. Él y sus conciudadanos. Pero vamos a comenzar por conocer los motivos.

—Respóndame primero a una pregunta. ¿Qué le hace abrigar tan alto interés por la expedición?

—Usted.

—Es una buena razón, pero me parece demasiado obvia. Precise más, sobre todo teniendo en cuenta la sólida confianza que tienen ustedes en su nivel científico y avances tecnológicos. He de recordarle que desde hace muchísimo tiempo se obstinan ustedes en desestimar mis propias teorías acerca del fenómeno. Parecen comprenderlo tan a la perfección como para permitirse extravíos clínicos de toda índole. Podría citarle las últimas diagnosis, plenamente encuadradas en cuadros esquizofrénicos, lo cual no es otra cosa que alejarse, deliberadamente o no, del tema. Creo que… —Me detengo, pues creo haber oído un murmullo—. ¿Decía?

—A lo mejor… —se escucha una larga inspiración— hemos de ir a buscar la explicación por otros caminos.

—¿Qué caminos?

—Otros que no sean los puramente académicos.

En efecto, se está acercando. Es casi un milagro.

—Eso es todavía más vago y corremos el riesgo de perdernos irremisiblemente. El razonamiento filosófico puede irse a buscar…

—Tal vez el esquema hermético del que habla usted con tanta frecuencia refiriéndose a la expedición.

—¿Han llegado a comprenderlo?

Qué agradable sorpresa; me resisto a creerlo.

—Todavía no, pero puede que al final lo necesitemos. Un eslabón en el que nadie había querido pensar.

—Espere. ¿Por qué precisamente usted, un profano en la ciencia, ha de ser quien facilite a la Academia los datos científicos necesarios para encontrar el camino donde tantos doctores han fracasado?

—Bueno… —Reflexiona un rato antes de contestar—. Yo no voy a proporcionar los datos. Lo hará usted a través de estas cintas. Y, en segundo lugar, yo no estoy comprometido con ningún planteamiento científico. Digamos que soy un puro observador. ¿Contesta eso…?

—Perfectamente. Pero, ¿por qué esos devaneos academicistas y esa enorme pérdida de tiempo hasta ahora?

—Las decisiones del Comité me son desconocidas, pero me atrevería a pensar que pueden responder a un deseo de mantener tranquilo el pensamiento del ciudadano medio, que sólo es capaz de creer en teoremas oficiales de estricto corte racional. A lo mejor es por ahí…

Estoy sorprendido e impresionado por la sagacidad de este hombre, increíble en medio de esta civilización cartesiana.

—¿Qué va a hacer con la información?

—Escribir un artículo…

—Bueno, ya me contestará a eso más tarde, pero me cuesta creer que lo vaya a escribir realmente.

—¿Por qué?

—¿Qué le encargó el Comité?

—Recoger la información primero.

—Ya me ha contestado.

—¿Qué quiere decir?

—Nada, no me haga caso; sólo estaba reflexionando conmigo mismo. Pero déjeme insistir, ¿no les preocupa a esos señores de Uppsala la información que pueda proporcionarles alguien a quien están tratando de neurosis obsesiva?

—Bueno, en su fuero interno deben estar al corriente, como yo, de que se trata de una pura rutina clínica… Usted es un fenómeno que sólo puede ser explicado a través de causas superiores que escapan a nuestra comprensión, y que pueden ser realmente peligrosas para la del hombre de la calle. Hemos heredado la tecnología de su civilización y nos hemos acomodado bien en ella, pero nada sabemos de su pensamiento superior. Y nos llena de inquietud, sobre todo que pueda ser cierto lo que ha explicado tantas veces y con tanta coherencia acerca de esa expedición tan insólita e inaudita. Me ha costado mucho trabajo convencer a los más reaccionarios del Comité, pero creo haberlo conseguido.

Se detiene a tomar aliento. Ha hablado rápida y apasionadamente, y ahora me mira como un niño indefenso. Estamos descendiendo al fondo a toda velocidad. Es absolutamente necesario frenar la caída y dotar de prólogo a este relato, porque de otro modo no podría discurrir ordenadamente y destruiría sin necesidad a este ser tan oportunamente iluminado. Evitar que el espectador inquieto se encuentre violentamente con las conclusiones finales. Hay que empezar con algo… Por ejemplo:

—¿Empiezan a temer la decadencia?

—¿Decadencia? No, en absoluto. ¿Por qué me lo pregunta?… No es la decadencia lo que tememos, sino el pasado. Vivimos flotando sobre un fenómeno del que hemos escapado milagrosamente. Más aún, sin saber todavía por qué, y eso es precisamente lo que nos preocupa.

—Está bien. Quiere usted escribir un artículo acerca de la expedición.

—Exacto.

—Pero me temo que necesitará algunos volúmenes.

—Resúmalo. ¿Puede hacerlo?

—No tengo más remedio que intentarlo, pero me temo que un resumen no es lo que ustedes necesitan.

—¿Por qué?

—Porque la expedición duró más de veinte siglos. Podríamos decir que se inició con los primeros gnósticos, mucho antes de la era cristiana. Fueron los primeros que comprendieron el significado de la revelación, la salvación última del ser.

—¿Se refiere a Orígenes?

—Bien, es uno de ellos. Luego aparecen Valentín, Clemente e incluso los griegos… Me demuestra usted ser hombre de vasta cultura, por lo que sin lugar a dudas me responderá a una sencilla pregunta. ¿Qué es para usted argot?

—Oculto, clave…

—Le felicito. Veo que la sabiduría de los hombres de Uppsala no es nada trivial, lo que por otra parte es absolutamente lógico. Pero continuemos por ese camino, porque a lo mejor el calificativo de argonautas, que tan generosamente nos otorgan, puede llevarles a un error fundamental: podría parecer que nuestra meta era el objeto mismo de la revelación, la estrella de la mañana, como ustedes han creído interpretar. Pero no es así. Lo que nosotros andábamos buscando era «otra» revelación de distinta naturaleza.

—No le sigo.

—Está bien. Déjeme empezar por una dualidad muy infantil: lo que ha sido revelado y su interpretación pública. Interpretación que a su vez recibe otro tratamiento doble: la versión impuesta por el poder y la recogida por distintas feligresías ocultas. Ejemplo, la Iglesia y las comunidades gnósticas, los postulados oficiales y las persecuciones. El poder ha perseguido y tratado de aniquilar a coptos, maniqueos, albigenses…

—¿Por eso me preguntaba si se publicaría mi artículo?

—En cierto modo. Pero esta disquisición inicial no iba encaminada a justificar esa pregunta, sino más bien a centrar el objetivo de lo que fuimos a buscar a ochocientos kilómetros de Nag Hammadi, en pleno desierto de Libia. Los manuscritos originales. La verdad revelada a hombres de espíritu valiente que no tiemblan cuando llega el momento de dudar hasta de Dios para poder seguir su camino superior, que podrá finalmente llevarle hasta Él o destruirle. Nosotros partíamos del supuesto de que tenía que existir una verdad única, y que ésta se hallaba oculta, y que, además, el momento cósmico para descubrirla había llegado… Se equivocan simplificando nuestro objetivo hasta encontrarle un paralelismo con el vellocino. Nosotros no fuimos a cumplir una verdad, fuimos a buscarla.

—Me costará un poco llegar a comprender…

—Está bien. Déjeme entonces añadir que el viaje, la expedición, la búsqueda de la verdad, se realiza íntegramente en nuestro interior. El paseo alucinante transcurre a través de nuestros sentidos y nuestra mente. Mientras que la aventura física compartida por un grupo de hombres no es más que una proyección de lo que está sucediendo dentro; imagen de la tragedia que se está desarrollando en cada uno de nosotros, siempre que tengamos el valor de iniciarla… ¿Sigue queriendo escribir acerca de ese viaje?

—Más que nunca.

—He preguntado demasiado pronto otra vez. Tendré que presenciar más tarde su decepción, por mucho que me duela. Pero ya estoy acostumbrado, he presenciado la de muchos.

Callo unos minutos para concentrarme y tratar de encontrar las primeras estrofas de aquella odisea, el principio desde el cual seguirá todo el ovillo con gran facilidad.

—No sé cómo empezar, lo he repetido tantas veces y hace tanto tiempo…

—Empiece por donde usted quiera. Por un pasaje determinado, una descripción. Por donde usted quiera.

—Sí, creo que lo mejor será intentar recordar una imagen concreta… Tal vez un nombre. Uno de los que han hecho posible… Nostradamus… Unas palabras de hace mucho tiempo… Tiempo…

Les Dieux feront aux humains apparence,
Ce qu'ils seront auteurs de gran conflict,
Avant Ciel veu serain espée et lance,
Que vers main gauche sera plus grand aflict.
Sous un la paix partout sera clamée,
Mais non long temps pille et rebellion,
Par refus ville, terre et mer entamée
Mort et captif le tiers d'un million
.1

La luz ha comenzado a menguar desde hace rato, y sobre nuestras cabezas se ha corrido un gigantesco telón de lluvia persistente y espesa niebla… Creo que el paisaje empezó a transformarse poco antes de la desaparición de Fletcher-Christian, nuestro jefe de expedición, durante aquella terrible noche que jamás nos llegaremos a explicar.