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—Buenos días, doctor Mog. ¿Cómo se encuentra esta mañana?

—Muy bien, doctor Quorz. Espléndida mañana, ¿verdad?

—Sí, espléndida… ¿Cómo fue la clase magistral de ayer?

Se refiere a una hipotética clase que se supone acabo de dar en la universidad de ciencias, ante un centenar de alumnos. Hasta ahí ha llegado el absurdo de que hablábamos antes. Es un perfecto diálogo de sordos. ¿Cómo imagina que me voy a creer, siquiera en sueños, transportado a la universidad de mi pasado, cuando sólo puedo mover el índice derecho, y eso gracias a la computadora? En fin, yo le sigo la corriente. No me atrevo a pensar en las consecuencias de enfrentarlo a su tremendo error.

—Muy interesante. Como a veces ocurre, ha sido una lección para alumnos y maestros.

Esto siempre queda muy bien.

Está ajustando el sistema auditivo interno. Una especie de aparato estereofónico conectado directamente, a través de los tímpanos artificiales, a mi órgano de Corti, lo que me produce la impresión de estar escuchando mi propia voz cuando alguien habla a través de ese sistema. Técnicamente sí han realizado considerables adelantos (tal vez para compensar su falta de imaginación). Desde hace pocos años el facultativo puede llevar enteramente el control desde el pupitre de esta sala, sin necesidad de dejarse guiar por la computadora. En realidad, no es demasiado útil, puesto que lo único que controla es su propia voz y su forma de hacerla llegar hasta mí, su transpiración u otras causas que provoquen vibraciones desde su organismo, ya que todo lo demás (yo) es controlado estrictamente desde la sala de mandos, o centro de control, o como quiera llamársele. Antes los médicos podían ahorrarse este trabajo; ahora parece que se aburren y por eso han debido de idear esta forma de mantener su interés.

—¿Sigue todavía el capítulo relacionado con la velocidad de las antipartículas?

—Sí, según el programa. Pero vamos a entrar ahora en la reciente problemática que le ha valido el Nobel al doctor Howard Leiter de la escuela de Copenhague: la inseminación celular por radioisótopos.

Ha sido una travesura, lo reconozco. Un impulso irresistible de acercarle a ese tema que tradicionalmente considera de su propiedad. No ha sido más que una forma de protesta, por su cabezonería. No suelo hacerlo a menudo.

—Interesante tema, doctor —dice sin pestañear—. Continúe, por favor. ¿Se siente satisfecho de la explicación? ¿Cree que sus alumnos han sacado provecho de ello?

—Sí, creo que sí. —Qué rapidez en desviar el tema—. Aunque, a pesar de ello, uno siempre debe enfrentarse a la enorme frustración de no ser comprendido, de no ser suficientemente útil a sus discípulos.

—Veo que sigue preocupado por su integración en el grupo social, y eso es muy bueno para su curación, y tanto mejor si se lleva a cabo a través de una actividad tan proyectiva como la enseñanza. Esto está muy bien; tengo razones para sentirme optimista por su caso.

—A mí también me alegra, pero a veces la frustración del maestro suele ser superior a la del padre, y eso puede ser peligroso.

—En parte sí, desde luego. El padre acostumbra a contar con el amor filial, con su propia proyección en su hijo, de una forma directa y exclusiva. Pero no creo que en su caso eso deba constituir un peligro, sino una faceta más de su actividad. En cuanto a las compensaciones y la serenidad que otorga la familia, le repito una vez más que gozará de ellas en cuanto su curación sea efectiva, cuando aprenda a buscar el equilibrio en el apacible regazo de la vida familiar.

Como si yo pudiera. Su exasperante infantilismo le lleva a cada momento a proscribir la imagen desnaturalizada que de la familia teníamos en el último cuarto de nuestro siglo. Contradecirle sería peligroso. La sociedad noruega ha vuelto a esquemas clásicos, se ha atrincherado en una ortodoxia racionalista a ultranza, erradicando toda forma de liberalismo que, según ellos, fue la causa de nuestro caótico y turbulento final de siglo. Qué inocencia tan encantadora.

—Por cierto, doctor Mog, ¿no habíamos iniciado ayer una conversación acerca de las religiones? ¿Le parece que abandonemos por unos momentos la ciencia y nos dediquemos a la fe?

—Como guste.

Es la terapéutica de los cambios bruscos de reflexión, para evitar que el paciente se acomode demasiado en sus propios tópicos. Por ello va a utilizar unas palabras que se pronunciaron ayer acerca del mosaico de creencias que poblaban nuestro antiguo alimento espiritual. Por lo visto, pueden ser una pista hacia mi «atormentado» subconsciente. Piensa que toda esa historia de la expedición en busca de una causa metafísica de nuestra civilización se debe a una supuesta incapacidad mía para fijar el objeto de culto con el que tranquilizar mi angustia existencial.

Lo que más me sorprende de esta sociedad, con su afán por romper con el liberalismo de que hacíamos gala en el siglo XX, es que no han prohibido totalmente la diversidad de cultos. Creería en ellos si fuesen bestialmente radicales, tajantes hasta lo obtuso, como lo han sido al principio todas las organizaciones sociales. Dicen haber escapado a una generación turbulenta y decadente, desquiciada hasta la agonía; aseguran haber salvado a la especie humana de una segura extinción y, en cambio, se permiten tolerancias en cuanto a la libertad de pensamiento y objeción política. Si la decadencia es fruto del liberalismo (y haría falta convencerme), entonces están inmersos en una grave contradicción. A lo mejor todo eso se debe a su avanzada tecnología que, a diferencia de las comunidades primitivas, han heredado sin dificultad, con una perfecta solución de continuidad (por lo menos eso es lo que me parece). Se permiten dudar y manifestarse públicamente, si bien siempre bajo control. ¿Cómo se hubieran mantenido los imperios soviéticos y maoísta en estas condiciones? Es impensable.

En fin, la conversación va transcurriendo por los derroteros de rigor. Quorz intenta por todos los medios llevarme a la fe monoteísta oficial, y yo le presento, si bien mesuradamente y dosificándola, la montaña de dudas y contradicciones que todo planteamiento religioso aporta al intelecto medianamente lúcido. Soy prudente no porque tema confundirle, ya que ha sido perfectamente adiestrado, sino porque la conversación podría terminarse y me encontraría de nuevo hablando a los instrumentos y soportando incómodas pruebas y verificaciones físicas como la descrita al principio.

Y mientras este espécimen representante de la civilización de mis tataranietos sigue hablando, me distraigo involuntariamente entre los colores cambiantes, afortunadamente poco agrisados por la cúpula de fibra de plomo, que el día aporta al paisaje. Hasta aquí penetran los destellos de las embarcaciones que tan magistralmente ha preservado el Gobierno, a modo de espontánea reserva natural, y que parecen no querer saber nada de nuestros pesqueros de acero que trataban de rescatar, lo que en aquel tiempo llamábamos pescado, de las turbias entrañas de nuestro Mediterráneo… ¡Colores! ¡Hay que pensar en colores! Calma. Calma… Sólo colores… Ya va pasando. Ha sido apenas un segundo. La historia queda lejos; despedazada. Ahora sólo hay colores… Colores armoniosos y seráficos… Calma… Calma…