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El hospital Sjörenstrom, el centro de investigación biomédica y de tratamientos especiales más importante del mundo, está edificado en el lugar más recóndito e inaccesible de los accidentados fiordos noruegos. Este enorme laboratorio, que por alguna razón burocrática desconocida recibe el nombre de «hospital», consta de varios elementos o pabellones escalonados que siguen miméticamente los sucesivos relieves de una gran terraza natural suspendida, dentro de un angosto recodo de la masa montañosa, por una intrincada columnata de salientes y aristas del acantilado más profundo y escarpado que he visto en mi vida, y que se eleva en la parte alta del fiordo, en un lugar cuyo nombre es desconocido hasta para mí.

Desde tierra adentro sólo pueden verse los pabellones superiores, que de alguna forma podríamos llamar públicos porque constituyen la única entrada o salida al mundo exterior. Allí se reciben los suministros y el material, y se atienden las esporádicas visitas. Que yo sepa, sólo hay dos vías de acceso, aparte del helicóptero: la arteria normal de comunicaciones, que habilita una antigua carretera del interior por la larga altiplanicie desolada y azotada por los vientos, y tapizada en verano por el pardusco manto de la estepa; y una estrecha carretera sin asfaltar que serpentea desde el mar los pequeños pueblecitos de la ribera y los bosques que se encaraman a la pared del fiordo. Todo el conjunto está rodeado de una doble alambrada eléctrica jalonada de puestos de vigilancia y rótulos: «Hospital Sjörenstrom. Zona de exclusividad estatal. Aléjese».

No he podido comprobarlo, por supuesto, pero tengo entendido que este lugar está alejado de todas las rutas de aviación autorizadas, y parece que disfrazado con un ingenioso camuflaje. Si añadimos a todo esto una bien aprendida reserva y temor por parte de los campesinos del lugar hacia este santuario prohibido, nos encontraremos con que, en resumen, el centro de investigación más importante de todos los tiempos está perfectamente alejado y protegido de la curiosidad del hombre.

Normalmente, a esta hora de la mañana el agua está todavía oculta por las esponjosas brumas que se deslizan lentamente hacia el mar, recorriendo el sinuoso camino y desgajándose casi siempre al pasar por aquellos últimos acantilados que parecen cerrar lo que se podría tomar por un lago. Dentro de poco aparecerá Uma, de tejados pizarrosos y balcones color rojo y verde llenos de geranios, e irán saliendo los primeros aldeanos, que siguen madrugando más que el día y salpicando de vivos colores la sencilla retícula de las callejas. Y, algo más tarde, podrán verse las embarcaciones, igualmente policromadas, que contrastan con el gris del agua y la plomiza mole montañosa que sirve de majestuoso marco a este paisaje que ha terminado siendo tan mío.

La enfermera tardará aún. Dispongo de unos minutos más para contemplar el espectáculo: mi espectáculo… Creo oír incluso los badajos y el chirrido de las yuntas en busca de los campos de labranza, la voz seca y dura del labrador, que no ha conocido la época de los tractores, las risas de los chiquillos, las ramas mecidas por la brisa suave… Pero, sobre todo, la melodía misteriosa y penetrante del fiordo, que consigue arrastrarme y hacerme sobrevolar ingrávidamente por este valle de serenidad divina perdido en los tiempos…, en el que no hay cabida para cuerpos mutilados, amarrados a una monstruosa silla quirúrgica, controlada la respiración gracias a la más refinada electrónica… Permitir que el espíritu se extravíe, mecido por los suaves dedos del amanecer, acunado por las voces seráficas de otro tiempo, por las imágenes que fueron reales en otra situación y que ahora ya no tienen lastre; han dejado de ser pesadillas y ahora son nuevas percepciones que van a durar en mi mente; mi único refugio.

En aquel tiempo, cuando la miseria y vaciedad de nuestra civilización de abejas enloquecidas llegaba a aprisionarme de forma insostenible, recurría también a la solución de dejarme llevar sin prisa, perderme a través de mundos oníricos y comunicaciones fantásticas de cualquier naturaleza, y hasta la realidad se convertía en un fantoche demasiado grotesco para provocar intranquilidad o tinieblas. El ejercicio de esta facultad se ha demostrado totalmente imprescindible ahora… Ahora que la palabra existencia ha perdido todo su significado, para convertirse en sueño intemporal, inmovilidad carente de toda sustancia…

Puntualmente, a las ocho, se enciende el piloto de la precámara de acondicionamiento, indicando que alguien va a entrar en el recinto, y está haciendo uso de los cinco minutos prescritos para que se equilibren las presiones entre la precámara y su traje de penetración, antes de poder abrir la puerta que le sumergirá en la atmósfera radiactiva de este palacio de plomo. Naturalmente, aparecerá la inocua enfermera con su puntual empeño en hacerme ingerir esos masticables porque, según el doctor Kolf, es absolutamente imprescindible mantener la insalivación natural. (El gobierno de la técnica ha de basarse en la puntualidad, antes y ahora). Masticaré sin rechistar, pues cualquier intento de discusión sería aún más penoso.

En realidad, el ejercicio dura a lo sumo quince minutos, pero a lo largo de ellos la boca y la garganta atraviesan los más variados estados de incomodidad. Los masticables en cuestión no son otra cosa que goma mentolada con fermentos salivares que empiezan por producir un terrible escozor en el paladar y sobre todo en las encías (donde creo que deben injertarse las sondas de nutrición). Inmediatamente después, al proseguir la dócil masticación, se produce una larga sensación de sequedad harinosa, hasta que las glándulas salivares comienzan a despertarse por el efecto de los fermentos, y entonces aparece el caso contrario: una abundante producción de espuma que me invade toda la garganta a pesar de que la muchacha se afana por ir sacándola con una espátula, como se hacía en mis tiempos con la espuma de la cerveza recién vertida en un envase. Viene la tos y los vómitos, y debe establecerse automáticamente la respiración por medio de las sondas traqueales, anulando el sistema normal hasta que se haya disuelto la espuma. ¿Se preguntará esta silenciosa criatura la utilidad de todo este suplicio? Lo dudo. Se lo han ordenado y eso es todo… Bastante valor ha de tener para estar aquí…

Mientras tanto, el doctor Quorz debe de estar estudiando los gráficos emitidos por el centro de control durante la noche. Escondido tras una montaña de registros y tablas de datos, ajustando constantemente los instrumentos según lo que desea averiguar: intensidad de audición, frecuencia y tipo de pulsaciones, presión sanguínea, etc. Su mirada irá de un gráfico a otro, de una cifra a otra… Qué inútil es todo esto… Dentro de pocos minutos hará su aparición; y mucho me temo que volverá al ataque con esa rara neurosis obsesiva que ha creído descubrir de pronto en unos electroencefalogramas de marzo, cuando todavía estaba sumido en la inmovilidad hibernal. Inmovilidad…

Quorz pertenece a la tercera generación de psicólogos empeñados en liberar mi subconsciente de lo que suponen una paranoica carta de visiones irreales, deformaciones oníricas de unos hechos que, en su opinión, debieron impresionarme hasta el extremo de provocar una fuerte reacción de rechazo en mi conciencia, y que han de eliminar a toda costa para que sea capaz de relatar mi historia con la objetividad que necesitan. Este último diagnóstico sólo es el resultado de su incapacidad por comprender el fenómeno sobrenatural, que tantas veces he intentado explicar a cuantos han pasado por este mausoleo radiactivo. Pero me temo que ahora estén mucho más lejos de la verdad, incluso de la más indispensable forma de comunicación que podría hacerles entender aquellos hechos.

Al final de este largo camino, del enorme esfuerzo por mi supervivencia en la que se han empeñado generación tras generación, me parece descubrir con infinita tristeza, que todo ha sido inútil… Peligrosamente inútil… Los ejecutivos de la Academia de Uppsala están convencidos de que el gobierno y la reproducción de mis células, mis ciclos vitales, dependen exclusivamente de su complejo sistema de computadoras. Se olvidan obtusamente de la causa metafísica, de ese proceso divino que se desencadenó en determinado momento, y, por encima de todo, existe mi deseo, mi voluntad, de vivir y ayudarles a comprender un momento de la historia que podría volver a repetirse sobre su civilización… Un momento de gigantescas proporciones.

En realidad, lo que ha ocurrido es que su raciocinio e imaginación se han ido adormeciendo, mecanizando progresivamente a partir de aquel momento estelar en que realizaron las expediciones al desierto, cuando parecía que serían capaces de interpretar e incluso continuar la obra divina. Pude conocer al venerable doctor Björnstrand, verdadero artífice y padre de este experimento, que llevó la ciencia hasta límites sobrehumanos al conseguir reactivar mis ciclos vitales siguiendo (con una lucidez poco corriente en la historia del pensamiento humano) el mismo proceso por el que habían sido preservados casi dos siglos después de aquellos acontecimientos. Aprovechó el mismo fenómeno que, de forma única y aislada, la naturaleza había provocado: la reproducción, crecimiento y eliminación de los tejidos celulares por la acción de isótopos radiactivos. Una vieja teoría en la que el doctor Leiter y yo nos habíamos zambullido poco an­tes de la expedición.

El doctor Björnstrand llegó incluso a fijar los períodos de hibernación a los que debían someterme, primero sus discípulos, y posteriormente las generaciones venideras, con esa febril obstinación por mantenerme vivo. Poco se ha modificado de esos períodos ni del experimento tal como se concibió: seis meses de letargo hibernal a muy baja temperatura, en el que la fisiología necesita muy poco gasto de energía, especialmente por el hecho de que las funciones cerebrales están prácticamente anuladas (casi el noventa y cinco por ciento); no existen relaciones del subconsciente que no sean las necesarias para mantener la memoria. La salida del letargo se realiza puntual y progresivamente gracias a la precisión de la computadora, verdadero motor de esta civilización.

Probablemente no volverán a repetirse los tiempos del anciano científico y su entusiasta equipo de jóvenes espeleólogos. Los descendientes de aquellos gigantes del pensamiento, protegidos por un devenir ordenado y exento de problemas de supervivencia, se han dejado llevar por el caos enfermizo de las elucubraciones académicas, negando toda verdad que les sea difícil alcanzar; menosprecian la advertencia que un día les hiciera el astro, rehusando profundizar en los campos sobrenaturales a los que el doctor Björnstrand y su equipo no pudieron llegar. ¿Qué ha sido de su inspiración? La historia se los ha tragado, conservando mecánicamente sus realizaciones. Aquel momento estelar del pensamiento humano no ha vuelto a repetirse. Neurosis obsesiva… ¡Qué tontería! Me invade una profunda tristeza al contemplar desde este frío sitial de observador puro cómo van alejándose por caminos que no han de conducirles a ninguna parte.

Con el descubrimiento de mi cuerpo y su perfecta comprensión pareció que la humanidad había conseguido aceptar el reto que un día les propuso el destino, y dar otro paso de gigante hacia lo ilimitado. En aquel tiempo creí que el hombre se desprendería de la monotonía de los ciclos históricos y saltaría definitivamente. Pero no ha sido así. En estos dos siglos de pura observación sólo he podido constatar un lento, pero irreversible, descenso del conocimiento humano hasta cotas de rutina académica y del más vulgar y fácil racionalismo.

Me gustaría saber cómo evolucionó la humanidad mientras estuve inconsciente, hibernado, pero jamás nadie ha querido hacer mención del más pequeño pormenor de ese período de la historia; y no comprendo la razón. A lo mejor me ayudaría en este escueto análisis, pero ni siquiera me han explicado claramente cuánto tiempo pasó. A lo mejor otros doscientos años, quién sabe. ¿Qué fue de la humanidad en ese período? Parece que las condiciones climatológicas han cambiado enormemente, las zonas desérticas del norte de África se han ampliado y las temperaturas de estas regiones nórdicas son mucho más moderadas que cuando yo vivía…

A lo mejor lo que más me intriga de todo es el objetivo de sus investigaciones. Nunca han sido suficientemente claros en eso, ni siquiera Björnstrand. Bueno, él no tuvo tiempo. ¿Qué es lo que persiguen con este mastodóntico dispendio de recursos tecnológicos? ¿Por qué me mantienen vivo? ¿Por humanidad? Podrían ahorrarse la molestia…

Lo que tampoco comprendo es todo este misterio y precauciones (aparte de las puramente derivadas de las medidas de seguridad radiactiva). Sí, realmente, hay algo en mi vida o en mi generación que desean conocer de viva voz para ilustrar profundamente su cultura, tendrían que abrir las puertas a todo el mundo; que los campesinos y el hombre de la ciudad pudiesen hacer preguntas y sacar conclusiones. Posiblemente iban a despertar de su adormecimiento tecnócrata. Sería toda una generación pensante, y no unos pocos académicos obcecados. No entiendo… A lo mejor hay algo más, algo que no debe saberse. Pero tendría que ser algo terrible. Parecido a lo que nosotros ocultábamos a la gente porque hubiera representado el suicidio. Pobres periodistas. En algunos momentos se imaginaron haber descubierto… Nada, sólo lo que podía distraerlos; carnaza…

Se enciende la luz roja de la precámara. Quorz se habrá ajustado su traje de penetración y hará su entrada triunfal de todos los días, con esa mueca nerviosa que quiere representar una sonrisa. Los gráficos, los programas, los diagnósticos, qué sé yo cuántos papeles bajo el brazo. Para calmarse, jugueteará unos minutos con los asideros de las clavijas, con todo lo que encontrarán sus dedos hasta llegar al panel de mando.