32
Inmune
Penn estaba acostada en el suelo. Le salía un hilillo de sangre por la nariz, y su parpadeo apenas la dejaba entrever los árboles que estaban por encima de ella. Los fuegos artificiales acababan de empezar y se veían destellos de luz entre las hojas.
—Por lo general no me parece justificable pegar a una chica, pero si quieres matarnos a mi novia y a mí, entonces tendré que hacerlo —dijo Daniel, encaramado encima de ella—. Haré lo que tenga que hacer.
Harper estaba de pie detrás de Daniel, sin poder sacudirse la confusión que experimentaba. Quería acercarse y tocarlo, pero se había quedado clavada, y no tenía ni idea de qué hacer.
—Daniel. —Penn trató de cantar. Su voz aterciopelada hizo que a Harper la invadiera una euforia cálida, y sonrió para sí misma—. Vas a ayudarme, Daniel.
—¿Por qué cantas? —preguntó Daniel—. Estás tirada en el suelo, y te pones a cantar. Eso sí que es raro. Se supone que eres una especie de monstruo aterrador.
—¿Por qué no haces lo que te digo? —Penn se incorporó, apoyándose sobre los codos—. ¿Los fuegos artificiales están ahogando la canción? —Después, observó a Harper—. No, ella está allí sonriendo como una idiota, así que está funcionando. ¿A ti qué te pasa?
—A mí no me pasa nada, pero no tengo tiempo de discutir acerca de esto. —Daniel sujetó a Harper del brazo y trató de arrastrarla otra vez por donde habían llegado, pero ella no quería moverse—. Harper, vamos.
—No, no puedo ir. —Ella meneó la cabeza—. Tengo que quedarme aquí, por…, por… —Miró hacia arriba, a las luces que resplandecían entre los árboles—. Por los fuegos artificiales.
—¿Qué le has hecho? —Daniel se volvió para encararse con Penn, quien se había incorporado—. Deshazlo.
A Penn ya no le brillaban los ojos, que habían recuperado su color negro habitual. Se cruzó de brazos y frunció los labios mientras observaba a Daniel y a Harper.
—Tú no me has escuchado nunca, ¿no? —preguntó Penn—. Tú eres el tipo del yate que intervino cuando estábamos hablando con Gemma, y no nos hiciste ningún caso. Y es imposible que alguien no nos haga caso.
—Ahora mismo no te lo estoy haciendo —le escupió Daniel, y rodeó a Harper con los brazos para levantarla.
—Daniel —se quejó Harper, aferrándose levemente contra él—. Creo que no debería irme.
—Eso es, Harper —dijo Penn, usando su voz cantarina—. ¡No puedes irte!
—¡Daniel! —chilló Harper cuando él trato de llevársela a cuestas—. ¡Bájame!
—Maldita sea. —Daniel suspiró y la bajó con cuidado, y luego se acercó a Penn y le dijo a la cara—: No sé qué diablos has hecho, pero no quieres a Harper. No la necesitas. Déjanos ir.
—¿Por qué no me funciona el encantamiento contigo? —preguntó Penn, entornando los ojos.
—Porque no tienes tanto encanto en realidad —respondió Daniel—. ¿Qué quieres? ¿Por qué haces esto?
—Te quiero a ti —decidió Penn—. Quiero experimentar contigo y averiguar cómo es posible que te me resistas. Y después quiero comerme tu corazón. Pero primero voy a matar a tu novia.
—No lo vas a hacer —le aseguró Daniel—. Antes te mataré yo a ti.
—Hum. —Penn sonrió—. Tal vez no te mate. Hace mucho tiempo que un hombre no se enfrenta a mí. Ya me había olvidado de lo divertido que podía ser.
—Divirtámonos, entonces —dijo Daniel, y le propinó otro puñetazo.
O, al menos, lo intentó. Trató de pegarle, pero Penn le sujetó el puño. Se lo estrujó con fuerza, y comenzó a aplastárselo con la mano. Él hizo una mueca de dolor y empezó a agacharse. Entonces le dio un puntapié a Penn y esta le soltó la mano y salió volando patas arriba.
—¿Daniel? —dijo Harper, estremeciéndose cuando uno de los fuegos artificiales estalló con gran estrépito.
Harper contemplaba el combate de Daniel y Penn, ansiosa por intervenir. En el fondo de su corazón se sentía obligada a ello, pero parecía tener los pies clavados al suelo, y la mente en una nebulosa.
Daniel le dio a Penn una patada en el costado, pero ella le sujetó la pierna y lo tiró. Una vez que él estuvo en el suelo, ella saltó y se sentó a horcajadas encima de él. Los ojos le habían cambiado del color negro a un amarillo de pájaro, y sus dientes filosos como una navaja parecía que se le salían de la boca.
Él le propinó otro puñetazo y ella se rio, con un cacareo extraño que sonaba más como un cuervo que una persona. Ella lo tomó de la muñeca y se la empujó contra el suelo para que no pudiera pegarla de nuevo. Se valió de la otra mano para oprimirle la tráquea, estirando los dedos alrededor de su cuello.
—Qué bien me lo pasaría contigo —dijo Penn, mirándolo de medio lado—. Pero lo más seguro es que no valieras la pena. Creo que directamente te voy a matar ahora.
—¡Harper! —logró exclamar Daniel, mientras Penn le oprimía la tráquea cada vez con más fuerza. Él tiraba de ella con su mano libre, pero ella no se movía—. ¡Harper!
Parte del terror que irradiaba su voz atravesó la nebulosa en la que se hallaba la mente de Harper, y cuando ella parpadeó fue como si estuviese viendo la escena por primera vez. Recordaba haberlo visto todo, pero había sido como un sueño. Aquello era real, y Daniel tenía un problema.
Harper no perdió el tiempo. Arrancó una estaca que había al lado del camino. Penn estaba demasiado concentrada en Daniel, abriendo la boca cada vez más, como si tuviera la intención de devorarlo, así que no vio que Harper se le acercaba por detrás.
Harper hizo acopio de todas sus fuerzas y la golpeó. La estaca se partió con estrépito contra el occipital de Penn. Ella aulló de rabia y dolor, con un rugido de monstruo mezclado con la voz, en un sonido totalmente inhumano.
Daniel arqueó la espalda y tiró a Penn, quien aterrizó entre los arbustos cercanos. Antes de que Harper pudiera preguntarle a Daniel si estaba bien, él ya se había incorporado de un salto. Penn también se había levantado, y estaba que trinaba, caminando hacia Daniel y Harper.
—¡Penn! —gritó Thea bruscamente, y Penn miró hacia atrás, donde se hallaba su hermana—. ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué te estás peleando con esos dos?
—Estaba buscando a Gemma, y las cosas se me han ido de las manos.
Lentamente, la cara de Penn cambió de nuevo y recuperó el aspecto humano.
—No tenemos tiempo para eso. Sawyer ya está en el puerto con Gemma, y quién sabe cuánto tiempo podrá retenerla allí —la apremió Thea. Penn miró otra vez a Daniel y a Harper de mala gana, como si todavía quisiera matarlos—. ¡Penn! ¡Vamos!
—Está bien —accedió Penn, y se alejó de ellos—. Tengo algunos asuntos pendientes, pero ya volveré a por vosotros dos.
Penn se volvió y siguió a Thea. Harper se tomó un segundo para recuperar el aliento antes de dirigirse a Daniel.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Sí, lo estoy. —Daniel asintió—. Vamos a buscar a tu hermana.
Harper quería tener más tiempo para echarle un vistazo a Daniel y asegurarse de que realmente estuviera bien. Pero no lo tenía, así que lo cogió de la mano y los dos empezaron a correr hacia el puerto. Tenían que cruzar toda la playa de punta a punta. De vez en cuando miraban hacia arriba, contemplando el espectáculo pirotécnico.