28

Fuegos artificiales

A pesar de todo, no le parecía bien. Gemma le había asegurado a Harper cientos de veces que no le iba a pasar nada, y Álex le había dicho que estaría en su casa, justo al lado, vigilando la de ella. Además, Brian estaba en la sala de estar, viendo una maratón de películas de Indiana Jones en la televisión.

Así que no se podía decir que Harper fuera a dejar a Gemma desprotegida. De todos modos, cuando Daniel llamó a la puerta, Harper estuvo a punto de decirle que no podía ir. Pero a Gemma le faltó poco para echarla de la casa a empujones, e insistió en que pasara un buen rato con su novio.

La mayoría de las celebraciones del Cuatro de Julio se estaban llevando a cabo en el parque, en el centro del pueblo, pero los fuegos artificiales se iban a lanzar sobre la bahía. Así pues, a medida que el día se iba acercando a su fin, la mayor parte de la actividad se desplazó a la playa. La franja de césped que la bordeaba se llenó de casetas que vendían alcohol, comida, y varitas y pulseras luminosas.

Como aparcar cerca de la playa habría sido imposible, Daniel y Harper decidieron caminar desde la casa de ella hasta la bahía de Antemusa. Daniel llegó para buscarla cuando se estaba poniendo el sol, y los fuegos artificiales estaban previstos al anochecer.

—Bueno —dijo Daniel mientras caminaban por la calle.

Ninguno de los dos había dicho gran cosa desde que salieron de la casa. De hecho, Harper no le había dicho nada más que «hola» y «sí» cuando él le preguntó si estaba lista para ir.

—Sip. —Harper le sonrió y después miró para otro lado.

—Hoy te has dejado el pelo suelto.

—Sí. —Con timidez, se pasó la mano por su largo cabello oscuro—. Quería hacer algo distinto.

—Te queda muy bien —le aseguró Daniel—. Estás muy guapa.

—Gracias —sonrió ella.

—¿Cómo querías hacerlo? —preguntó él.

—¿Hacer el qué? —Harper levantó la cabeza, pues de pronto temía haber malinterpretado algo.

—Ver los fuegos artificiales —dijo Daniel—. He pensado que tal vez podríamos salir en mi yate y verlos desde allí.

—Pero ¿mar adentro? —preguntó Harper.

—Allí es adonde suelo llevar el yate —dijo Daniel—. De hecho, mi yate se pasa la mayor parte del tiempo en el agua. Pero he pensado que podríamos adentrarlo un poquito más en la bahía.

—¿No estará repleta de barcos haciendo lo mismo? —preguntó ella.

—Es lo más probable —admitió él—. Pero no va a estar tan repleta de gente como la playa.

Todavía estaban a un par de manzanas de la bahía, y ya se oía el ruido de la multitud. Todos los años, mientras estallaban los fuegos artificiales, había una pequeña orquesta que tocaba música instrumental. Al parecer ya habían comenzado, y los temas de John Williams resonaban en todo el pueblo. Aun así, Harper podía oír a la gente por encima de la música, riendo y charlando.

—No lo sé. —Harper bajó la vista y se miró las sandalias mientras Daniel y ella seguían rumbo a la bahía—. Creo que preferiría quedarme en tierra.

—¿Tienes miedo de estar sola en mi yate conmigo? —preguntó Daniel—. Porque prometo portarme como un caballero. Palabra de honor.

—No, no es eso —dijo ella con una carcajada, pero sí lo era en parte.

Lo más importante, no obstante, era que quería estar más cerca de su hermana por si pasaba algo. Estar mar adentro, en un yate que ya los había dejado tirados una vez, no le parecía lo ideal.

—Bueno, esta es tu cita —dijo Daniel—. Así que si quieres ver los fuegos artificiales desde la playa, será desde la playa.

—¿Esta es mi cita? —Preguntó Harper—. ¿No es nuestra cita? ¿Sólo es mía?

—Sip —le sonrió él—. Soy todo tuyo por esta noche.

A medida que se iban acercando a la bahía, la conversación les resultaba más fácil a los dos. Se aplacaron los nervios y lo incómodo de la situación, en gran medida gracias a Daniel. Tenía el don de hacer que se sintiera a gusto. O al menos, tenía el don de tomarle el pelo hasta que ella se olvidaba de lo nerviosa que estaba.

La playa estaba repleta, pero no hasta el extremo de resultar insoportable. Primero fueron a ver los tenderetes que habían instalado en la hierba. La mayoría vendían comida o cerveza, y Daniel le ofreció a Harper comprar de las dos cosas, pero ella no aceptó. Lo que sí le compró fue una pulsera de esas que brillan en la oscuridad, a pesar de que ella insistió en que era una tontería (aunque, para sus adentros, quería una).

Se detuvieron para mirar a un malabarista. Llevaba puesto un traje de arlequín blanco y negro, y hacía malabares con pelotas luminosas que cambiaban de color. A medida que iba oscureciendo, el espectáculo se volvía más impactante, en especial porque seguía tirando cada vez más pelotas al aire.

Harper aplaudió junto con el gentío cuando el malabarista arrojó las pelotas a más altura todavía. Pero alcanzó a ver otra cosa más cuando miró arriba. Había tres pájaros volando en círculos encima de ellos.

Con la luz tenue que había, era difícil distinguirlos con precisión, pero el diámetro de sus alas extendidas parecía mucho mayor que el de un pájaro común. Ella no habría podido decir con exactitud a qué altura estaban, pero al mirarlos con los ojos entrecerrados tuvo la certeza de que eran demasiado grandes para ser pájaros normales.

—¿Qué pasa? —preguntó Daniel. Se inclinó, casi hablándole al oído, para que ella pudiera oírlo por encima de la multitud y de la banda que estaba cerca.

—Esos pájaros. —Ella señaló hacia arriba, al cielo, y lo miró otra vez a él—. ¿No te parecen demasiado grandes?

—¿Son cuervos? —preguntó Daniel.

Cuando Harper miró otra vez, el cielo se había cubierto con una pequeña bandada de pájaros negros. Los tres pájaros que ella había creído ver antes, o bien se habían ido volando, o bien se habían mezclado con la bandada. En cualquiera de los casos, habían desaparecido de su vista.

—No importa. —Ella meneó la cabeza—. Probablemente esté medio paranoica.

—Eso sí que parece típico de ti. —Él le sonrió, y después le tomó la mano entre las suyas—. Vamos. Busquemos dónde sentarnos antes de que no quede sitio.

Mientras Daniel la sacaba de allí, zigzagueando entre la multitud en dirección a la playa, Harper trató de calmar el hormigueo que sentía en el estómago. Ya se había cogido de la mano con algún chico en otras ocasiones, y ni siquiera era la primera vez que Daniel le daba la mano.

Pero en aquella ocasión había algo que lo hacía diferente. Era saber que eso significaba algo más. Él entrecruzó los dedos con los de ella, y a ella casi le saltó el corazón en el pecho. Se sentía otra vez como una chiquilla tonta, pero no podía evitarlo.

Estaba demasiado ocupada pensando en lo áspera que sentía la piel de él como para fijarse por dónde iba, y casi se tropieza con una persona sentada en una manta. Para escurrirse entre la gente tuvo que caminar entre algunos cipreses, recorriendo con la mano libre la corteza de un árbol.

—Ten cuidado —dijo Daniel, quien al parecer supuso que ella estaba usando los árboles para mantener el equilibrio—. Por eso te he comprado la pulsera luminosa. Para que veas por dónde vas.

—Las pulseras luminosas no dan tanta luz como para eso. Son más decorativas que funcionales.

—Ah, gracias por contármelo —dijo Daniel, agarrándole la muñeca—. Ahora por fin lo entiendo…

Ella se volvió para sonreírle, apoyó la espalda contra un árbol, y él le soltó la muñeca. Pensó que empezarían a alejarse caminando, pero él se le acercó más. Con una mano se apoyaba en el tronco del árbol, junto a ella, y le puso la otra cálidamente en la cintura.

Una sonrisa extraña le jugueteaba en los labios, y meneó la cabeza.

—¿Qué? —preguntó Harper.

—Cuánto desearía que no fueras tan preciosa —se limitó a responder él.

Ella se rio.

—Qué deseo tan extraño.

—Bueno, es cierto.

—¿Y por qué? —preguntó ella. Ella notaba como él se inclinaba hacia ella, con el cuerpo apretado contra el suyo.

—Porque no quería que pasara así. O al menos, no aquí, así, con tanta gente revoloteando alrededor, contra un árbol —dijo Daniel—. Pero estás tan, tan preciosa que ya no lo puedo resistir más.

—¿El qué no querías que pasara así? —preguntó Harper con voz suave, pero ya sabía a qué se refería Daniel.

Los labios de él ya casi tocaban los suyos cuando dijo:

—Nuestro primer beso.

Después la besó, y lo demás fue silencio. Harper le echó los brazos alrededor del cuello, empujándolo hacia ella, y él la besó profundamente, empujándola contra el árbol que tenía detrás. A Daniel le había crecido un poco la barba y le raspaba la piel cuando la besaba, pero a ella le encantaba esa sensación.

Terminó demasiado rápido, cuando Daniel se apartó mientras Harper, apoyada contra el árbol, luchaba por recuperar el aliento. Probablemente fuera lo mejor, ya que había gente por doquier y ella no quería estar besándose a la vista de todo el mundo.

Pero la tristeza la invadió de todos modos cuando terminó. Nadie la había besado así hasta entonces, y sintió de veras que le flaqueaban las rodillas. Siempre había supuesto que eso no era más que una figura retórica, pero Daniel la hacía sentir así.

—¿Deberíamos ir hacia la playa? —preguntó Daniel.

—Hum, sí. —Ella sonrió y asintió con la cabeza.

Él la tomó otra vez de la mano. Ella se mantuvo cerca de él, pero ahora era porque tenía miedo de caerse. Se aferró a su brazo y él hizo una broma que ella no pudo oír por la música, pero se rio de todos modos.

—¿Aquí está bien? —preguntó Daniel.

Estaban en el extremo superior de la playa, justo donde la hierba daba paso a la arena. Parecía ser uno de los pocos lugares donde podían sentarse sin estar justo encima de otra persona.

—Sí. —Ella sonrió—. Aquí está genial.

Echó un vistazo alrededor, sólo para cerciorarse de que no le estuvieran quitando el sitio a alguien, y allí fue cuando la vio.

Era casi como si la multitud se hubiera abierto alrededor de Penn sólo para que Harper pudiera verla. Estaba de pie donde terminaba la hierba, con los ojos negros encendidos, y le lanzó una amplia sonrisa a Harper, mostrando sus dientes extrañamente afilados.