25

La cena

Debería haber habido más tensión en la casa. Gemma todavía tenía un problema, y Brian debería haberse enfadado con ella. Además, aún no habían resuelto cómo salvar a Gemma de las sirenas. Harper se había quedado en casa otra vez, sin ir a trabajar, para no dejar a Gemma desprotegida ni siquiera durante unas horas.

Tanto Harper como Gemma sabían que las sirenas irían a por ella; era sólo cuestión de tiempo. Pasaron mucho de ese tiempo discutiendo sobre las posibles maneras de romper la maldición e intentando averiguar si funcionaría lo que se les iba ocurriendo, pero, al no descubrir nada nuevo ni sustancial, se prepararon para luchar contra las sirenas.

Harper puso tapones para los oídos en el cajón de su mesilla, para que la canción de las sirenas no pudiera hechizarla, y metió un cuchillo de carnicero debajo de la almohada. Puso un bate de béisbol bajo la cama, y una pala en el armario del vestíbulo.

Su padre tenía bastantes herramientas, como serruchos e incluso un picahielos, en el taller que tenía en el garaje. Harper pensó en entrarlos, pero le parecieron demasiado truculentos para usarlos en una pelea. Siempre podría salir a buscarlos si los necesitaba, aunque esperaba no tener que llegar a eso.

En cierto modo, todos aquellos preparativos hacían que Harper se sintiese como en Solo en casa, como si fueran niños poniendo trampas para los ladrones tontos. Gemma lo aceptaba todo, pero parecía albergar sus dudas.

El problema era que ninguna de las dos sabía qué otra cosa hacer. No habían encontrado la manera de romper la maldición, así que lo único que les quedaba era resistir. Harper haría lo que fuera para protegerse ella y a su familia, y si tenía que matar a las sirenas, lo haría.

Una vez que los preparativos estuvieron listos y Harper hubo escondido las armas en todos los lugares que se le ocurrieron (y donde Brian no pudiera encontrarlas), la invadió una paz extraña. Había hecho todo lo que estaba en su mano. Ahora tenían que esperar.

Brian regresó del trabajo esa noche de un sorprendente buen humor. Su hija estaba en casa sana y salva. Hacía puente, ya que el domingo era festivo y libraba el lunes. Al parecer, eso lo animó a hacer más amena la noche.

Harper estaba haciendo espaguetis y albóndigas para la cena, y Gemma se ofreció a ayudar. Brian abrió una cerveza en la sala de estar para ver la tele y relajarse un rato y dejó a las chicas en la cocina para que se ocuparan de la cena.

—Harper —dijo Gemma, ahogando a duras penas una risita mientras sostenía una albóndiga deformada para que Harper la inspeccionara—. ¿Qué te parecen mis pelotas?

—Pero qué inmadura eres.

Harper puso los ojos en blanco, pero no pudo evitar sonreírle a su hermana.

Estaban de pie junto a la encimera, preparando las albóndigas. Harper sazonaba la carne picada cruda, y entre las dos le daban forma. Ya lo había hecho cientos de veces, en ocasiones con la ayuda de Gemma, pero nunca hasta entonces a Gemma le había hecho tanta gracia.

—Venga, vamos, Harper —dijo Gemma, negándose a que la censurara—. Es gracioso. Tienes que admitir que es gracioso.

—En realidad, no lo es. —Harper rio pero sólo porque la risa de Gemma era contagiosa. Ella meneó la cabeza y señaló la albóndiga que estaba haciendo Gemma—. Esa está llena de bultos.

Dicho esto, Gemma estalló en carcajadas y, cuando Harper la miró con el ceño fruncido, sólo la hizo reír más fuerte.

—¿Qué bicho te ha picado? —preguntó Harper.

—Es que estoy contenta de haber vuelto a casa, supongo.

Gemma le arrojó una albóndiga a Harper, que no le dio por poco y aterrizó en el suelo con un desagradable «¡plaf!».

—Eh —dijo Harper—. No tires la comida.

—Perdón. —Gemma cogió una servilleta de papel para limpiar la carne del suelo—. Pero bien pensado, ¿cuándo fue la última vez que hicimos una guerra de comida?

—No lo sé. —Harper miró hacia atrás para ver a su hermana—. Cuando yo tenía… seis años, o algo así.

—¡Exacto! —insistió Gemma y se inclinó sobre la encimera junto a Harper—. Ya va siendo hora de que hagamos otra.

—Mejor será que no. —Harper negó con la cabeza, pero sonrió—. Sería tirar la comida, y luego tendré que limpiar todo el destrozo.

—¡Harper! —Gemma echó la cabeza hacia atrás y se quejó—. Imagínate que esta fuera mi última noche aquí…

—Pero no lo es. —Harper la cortó en seco y le lanzó una mirada severa—. Vamos a encontrar una manera…

—No, escúchame, Harper —la interrumpió Gemma—. No estoy diciendo que lo sea. Lo que te estoy diciendo es que qué pasaría si lo fuera. Porque existe la posibilidad de que no nos queden tantas noches juntas en familia. Quiero decir que, incluso si resolvemos todo esto de la maldición, tú te vas a ir a la universidad dentro de unas pocas semanas.

—¿Y así es como justificas que tiremos la comida? —Harper arqueó una ceja.

—No, yo sólo… —Gemma suspiró. Le sonrió a Harper con una mirada esperanzada en sus ojos de color miel—. Divirtámonos sólo por esta noche, y ya nos preocuparemos mañana por los destrozos.

—De acuerdo —cedió Harper—. Pero no voy a hacer una guerra de comida.

—Está bien. —Gemma se volvió y empezó a preparar albóndigas junto a Harper—. Pero, por lo menos, ¿te vas a reír de mis chistes sobre pelotas?

—Lo más probable es que no. —Harper sonrió—. Además, supongo que ya tenemos bastantes pelotas.

—Nunca se tienen demasiadas pelotas —dijo Gemma.

—Mira quién habla —dijo Harper, en un intento de hacer un mal chiste, y Gemma lanzó una carcajada.

—Ni siquiera es gracioso —dijo Gemma en medio de su propia risa—. Sólo es que no me puedo creer que lo hayas dicho tú.

—Eh, al menos lo intento —dijo Harper.

Hasta se habría echado a reír con ella si sus pensamientos no se hubieran visto interrumpidos por unos fuertes golpes en la puerta. Gemma no pareció notarlo, feliz de seguir riendo, pero Harper se acercó al fregadero para lavarse las manos. No estaba segura de que las sirenas fueran a llamar a la puerta, pero ya lo habían hecho antes cuando acudieron a buscar a Gemma, así que no le habría extrañado que lo volvieran a hacer.

—Harper —dijo Brian mientras entraba en la cocina—. Ahí fuera hay alguien que te busca.

—¿Quién es? —preguntó Harper mientras se secaba las manos a toda prisa con un paño de cocina.

Gemma había conseguido controlar su ataque de risa y se volvió para ver a Brian, que estaba de pie en la entrada de la cocina.

—Daniel —dijo Brian, lo que explicaba la expresión de dolor que había en su rostro. Estaba claro que no le hacía ninguna gracia que acudieran muchachos a casa a ver a sus hijas.

—Ah, hum… —Harper se colocó el cabello detrás de la oreja y negó con la cabeza—. Dile que estoy ocupada preparando la cena.

—Tonterías —dijo Gemma—. Ve y habla con Daniel. Papá y yo nos las arreglaremos, ¿verdad? —Brian parecía reacio a aceptar, y entonces Gemma le sonrió—. Vamos, papi. Si no me ayudas a hacer la cena, me las arreglaré para que todo se me queme. Hasta los fideos.

—Ve. —Brian le asintió con la cabeza a Harper y le sonrió—. Yo ayudo a tu hermana.

Se había pasado el día preparándose con su hermana para un ataque de las sirenas, así que lo más probable era que tuviera un aspecto horrible. Además de eso, el día anterior le había dicho a Daniel que no quería volver a verlo. Y eso ya había sido bastante difícil de hacer la primera vez. No quería tener que hacerlo de nuevo.

Daniel estaba de pie en la sala de estar, dándole la espalda. Estaba un poco inclinado hacia delante, admirando las fotos que cubrían la repisa de la chimenea.

Harper lo observó por un momento, sintiendo remordimientos por tener que echarlo, y después se aclaró la garganta.

—¿Daniel? —dijo Harper, y él se volvió.

—¿Estos son tus padres?

Daniel señaló una foto que mostraba una boda.

Ella asintió con la cabeza.

—Sí, lo son.

—Tu madre es preciosa —dijo Daniel.

—Sí, así es —coincidió Harper, y caminó hacia él—. Gemma se parece mucho a ella.

—Sí, ya lo veo. —Daniel volvió a mirar la foto como para confirmar la observación, y luego se volvió y le sonrió a Harper—. Pero tú eres más guapa.

Harper se miró los pies y se sonrojó un poco.

—No deberías decir esas cosas.

—¿Por qué no?

—Ya lo sabes —dijo ella. Gemma y Brian reían en la cocina, y Harper lanzó una mirada furtiva a la habitación contigua—. Tendría que volver a ayudarlos.

—Se están riendo, Harper, no pidiendo que los ayudes —observó Daniel—. Y tu padre es un adulto. Estoy seguro de que podrá arreglárselas para preparar la cena sin ti.

—¿Qué estás haciendo aquí, Daniel? —preguntó Harper al fin, levantando la vista hacia él—. Creía que ayer te había dejado las cosas perfectamente claras.

—Así es —coincidió Daniel.

Harper lo miró sin poder creérselo.

—Entonces… ¿por qué estás aquí?

—Después de que te fueras, pensé mucho en lo que habías dicho —explicó Daniel—. Lo que más me llamó la atención fue que por fin admitiste que te gusto.

—Ah —suspiró ella—. No entendiste nada de lo que dije.

—Pues claro que lo entendí —insistió Daniel—. Alto y claro. Dices que estás ocupada con tu hermana. Pues yo te respondo que puedo ayudarte con eso, del mismo modo en que Álex y Marcy pueden ayudarte. Sólo que mejor, porque soy el único que fue capaz de encontrar a Gemma, ¿te acuerdas?

—Yo fui quien supo en qué casa estaba —dijo Harper, evitando mirarlo a los ojos—. Quiero decir que te agradezco tu ayuda, pero podríamos haber… Tal vez la habríamos encontrado. Tarde o temprano.

—Tal vez sí, o tal vez no —admitió Daniel—. Pero yo te he ayudado a encontrarla en esta ocasión, yo te ayudé a luchar contra las sirenas en la isla, yo te ayudé a rescatarla en la playa, y una vez yo asusté a las sirenas para que la dejaran tranquila. El asunto es que si quieres cuidar a tu hermana, necesitas que yo esté de tu lado. Me necesitas. Así que ya no puedes seguir usando eso como excusa para alejarte de mí.

—No es ninguna excusa —dijo Harper—. Estoy tratando de hacer lo correcto. De veras. ¡Estoy tratando de protegeros a Gemma y a ti! Te has olvidado de lo que te conviene, Daniel. —Ella bajó la voz, para que su padre no la oyera—. Hay tres monstruos sueltos que matan a chicos, y tú eres un chico. No quiero que te hagan daño.

—No me he olvidado de eso —replicó Daniel—. Lo que pasa es que tú no puedes decidir por mí.

Harper se ofendió.

—¡No estoy decidiendo por ti!

—Lo estás intentando —dijo Daniel—. Si yo decido estar en peligro, esa es mi elección. Si quiero estar contigo, incluso a sabiendas de lo peligroso que va a ser, puedo hacerlo.

—Pero Daniel… —Ella empezó a protestar, pero él le puso la mano en el hombro para tranquilizarla, lo que la hizo callar.

—Así que lo único que importa en realidad es si te gusto. ¿Te gusto, Harper? —le preguntó Daniel.

—Ya sabes la respuesta.

—Tienes razón. —Daniel sonrió satisfecho—. Creo que sé la respuesta, pero de todos modos quiero oírte decirlo.

—Sí —dijo Harper, casi como si le doliera decirlo—. Me gustas.

Ella bajó la vista y abrió la boca para discutir con él, y entonces Daniel deslizó las manos desde sus hombros hasta su cintura.

Con suavidad, la acercó más a él, y ella levantó la vista. Él tenía los brazos sueltos alrededor de la cintura de ella, de modo que no estaba forzándola a quedarse allí, pero ella no se movió. Ella le puso las manos en el pecho y lo miró a los ojos.

—Me gustas —le dijo Daniel en voz baja—. Y no necesito que me protejas. Puedo cuidarme solo. Y puedo cuidar de ti también.

—No tienes por qué hacerlo.

—Ya lo sé —dijo él, retirándole el cabello de la frente—. Pero quiero hacerlo.

Harper sentía su mano cálida en la cara, y podría haber jurado que sintió los fuertes latidos de su corazón en el pecho. Él tenía la palma de la mano fuertemente presionada sobre su rabadilla, empujándola hacia él, y ella le deslizó los brazos alrededor del cuello. Se irguió y se puso de puntillas… y entonces su padre la llamó por su nombre.

—Harper. —Brian estuvo a punto de ladrar su nombre cuando apareció en la sala de estar. Harper se separó de Daniel de un salto.

—Hola, papá. Disculpa. —Se puso colorada y paseó la vista por toda la habitación, excepto por su padre y Daniel—. Sólo estábamos charlando. No estábamos haciendo nada. ¿Cómo va la cena? ¿Necesitáis que os ayude? Puedo hacerlo. ¿Quieres que vaya a la cocina?

—No, la cena está bien —dijo Brian. Tenía la voz áspera, pero se suavizó un poco—. Se está haciendo, y no tardará mucho. Gemma estaba empezando a poner la mesa, y por eso he pensado en preguntarle a tu novio si quería quedarse a comer con nosotros.

—Eh, hum, no es mi… —trató de balbucear Harper, pero Daniel la interrumpió.

—Eso sería fantástico, señor Fisher —dijo—. Me encantaría cenar con ustedes. No suelo comer comida casera.

—¿De modo que aún vives en ese yate? —preguntó Brian, cruzándose de brazos. Harper se echó a un costado, con la mirada desplazándose nerviosa del uno al otro.

—De momento, sí —asintió Daniel.

—¿Y por qué estás viviendo allí? —preguntó Brian—. ¿No estás trabajando?

—Sí, estoy trabajando —dijo Daniel—. Suelo hacer chapucillas aquí y allá, y eso me mantiene ocupado.

—¿Ganas algo de dinero haciendo eso? —preguntó Brian.

—Gano lo suficiente como para mantenerme —dijo Daniel—. Pero es difícil ahorrar para comprarme mi propia vivienda, aunque lo intento.

—Me imagino que el yate es bastante frío en invierno, ¿no? —preguntó Brian.

—Suele ponerse frío, sí —admitió Daniel—. Pero me las voy arreglando.

—Sí, apuesto a que sí. —Brian se rascó la sien, y pasó el peso de su cuerpo de un pie al otro—. Sabes lo de la isla, ¿verdad? ¿Ayudaste a Harper a limpiarla el fin de semana pasado?

—¿Se refiere a la isla de Bernie? —preguntó Daniel—. Sí, estuve allí ayudando a Harper.

—No le estoy dando ningún uso —dijo Brian—. Si quisieras alojarte allí, que te la alquile, por mí encantado. No sería gratis, por supuesto, pero no te cobraría demasiado.

—¿En serio? —preguntó Daniel, con tono sorprendido.

—¿Sí?, ¿en serio? —repitió Harper.

—Si te vas a estar viendo con mi hija, no puedo dejar que vivas en un yate —intentó explicarle Brian—. Así que… Allí está si la quieres. Piensa en ello. Te lo piensas, y ya decidirás más adelante.

—¡La cena está lista, chicos! —gritó Gemma desde la cocina.

Harper dejó pasar a Daniel primero, para poder sonreírle a su padre. Articuló la palabra «gracias» para que él le leyera los labios, pero él le hizo un gesto como si le restara importancia y la hizo entrar a la cocina.

Cuando empezaron a cenar estaban un tanto incómodos, pero la tensión se alivió en seguida gracias a la alegría casi forzada de Gemma. Pronto estuvieron los cuatro charlando y riendo. Hacía mucho tiempo que Harper no recordaba una cena familiar en la que hubieran sido tan felices.