18

Perdida

La tarde que pasaron intentando conjurar espíritus no los ayudó a encontrar a Gemma, pero a Marcy le había dejado una quemadura horrible que le hizo estar quejándose continuamente en el trabajo al día siguiente.

—Espero que tu hermana valore lo que hice por ella —refunfuñó Marcy.

Estaba sentada frente al mostrador, con la cabeza apoyada contra el frío contrachapado. Sus brazos extendidos estaban rojos como la remolacha, en contraste con el color claro de la formica, y apenas se había movido desde que llegara por la mañana.

Mientras Marcy se dedicaba a no hacer nada, Harper revisaba los libros que habían dejado en el buzón de devoluciones la noche anterior y los volvía a introducir en el sistema.

—Estoy segura de que sí —dijo Harper—. En cuanto la encontremos le hablaré de tu heroica batalla contra el sol. Gemma estará totalmente impresionada y eternamente agradecida.

—Si no me doliera tanto levantar los brazos en este momento, te echaría de aquí de un plumazo —le dijo Marcy.

En vez de contestarle a eso, Harper levantó la pila de libros que acababa de reintroducir en el sistema y se dirigió a los estantes para guardarlos. Si hubiera habido muchos, habría usado el carrito, pero no había tantos, y total, la mayoría eran libros infantiles, que resultaban más ligeros.

—¿Álex y tú tenéis planes para esta noche? —preguntó Marcy, levantando la voz para que la oyera Harper mientras se alejaba.

—Hum, no lo sé.

Se agachó frente a los estantes de la biblioteca infantil. Eran más bajos, para que los peques los alcanzaran con más facilidad. Los libros habían quedado un poco desordenados, ya que se habían ido a toda prisa la noche anterior, y ni Marcy ni Harper los habían colocado.

Harper empezó a ordenarlos en el lugar correspondiente, y a colocar los libros que se habían caído o habían quedado mal puestos.

—¡¿Qué quieres decir con que no lo sabes?! —le gritó Marcy.

—Pues eso mismo —respondió ella en tono cortante.

El entusiasmo de Harper se estaba apagando. Nada de lo que habían hecho, ni las llamadas telefónicas, ni las búsquedas, nada los había acercado a Gemma. Y no sólo no sabían dónde estaba, sino que ni siquiera estaban completamente seguros de qué era.

Sí, Álex tenía el pálpito de que Gemma era una sirena, y Harper se inclinaba a creer que algo de eso había, pero ni siquiera sabía qué significaba. En su tiempo libre, Harper seguía averiguando todo lo que podía sobre las sirenas y sobre la mitología en general, pero no había encontrado nada particularmente útil.

En realidad, la mayor parte de la información que leía era contradictoria. Un montón de textos parecían dar por sentado que las sirenas ya estaban muertas, puesto que las había matado un barco al pasar navegando sin detenerse a oír la canción del mar.

Nada de eso tenía sentido, y nada la acercaba a Gemma. Al final, todo lo que había hecho le parecía un trabajo inútil. La cruda realidad era que no estaba ayudando a su hermana, y no tenía ni idea de cómo hacerlo.

—Entonces ¿qué? —preguntó Marcy—. ¿Te vas a dar por vencida así como así?

—Por supuesto que no. —Harper metió bruscamente un libro en el estante—. No voy a darme nunca por vencida.

—Entonces ¿cuál es el plan? —preguntó Marcy.

—¿Y a ti qué te importa? —dijo Harper bruscamente.

Le dolían las piernas por la forma en que había estado agachada, por lo tanto se puso de pie y se volvió para quedar de frente al mostrador. Los estantes de la biblioteca infantil le llegaban sólo hasta la cintura, y miró a Marcy por encima de ellos. Esta parpadeó detrás de sus gafas de pasta gruesas.

—Tú eres mi amiga —dijo Marcy, que parecía sorprendida por el tono de Harper—. Y ella es tu hermana. Quiero ayudar.

—¿Y tu plan para ayudar es criticar lo que nosotros hacemos todo el tiempo? —preguntó Harper—. Porque eso es lo único que te veo hacer.

—Pero ¿a ti qué te pasa? —Marcy se sentó erguida—. Sé que estas situaciones no se me dan especialmente bien, pero al menos estoy tratando de ayudar. Hago todo lo que puedo.

—¡Y yo también, Marcy! —chilló Harper. Los pocos usuarios que había en la biblioteca se volvieron para mirarla, pero a ella no le importó—. ¡Lo intento y lo vuelvo a intentar, pero da lo mismo! ¡Nada de lo que hago sirve para nada!

—Siento que no puedas encontrarla —dijo Marcy—. Lo siento de veras. Pero yo no tengo la culpa.

—¡Ya lo sé! —Harper empezó a gritar otra vez, y luego bajó la voz—. Estoy harta de todo esto. —Dejó escapar un hondo suspiro para contener el llanto—. Yo sólo quiero saber que está bien. Quiero que vuelva a casa.

Ya se le habían ido las ganas de discutir, y se dejó caer contra la estantería que había detrás de ella. Luchó por contener las lágrimas, y se secó las pocas que se le escaparon.

—Siento que este es el momento en el que se supone que debería acercarme y abrazarte —dijo Marcy desde donde estaba sentada—. Pero lo cierto es que no soy muy de dar abrazos. Y eso sin contar con las quemaduras de ayer.

—Está bien. —Harper gimoteó y esbozó una sonrisa forzada—. Creo que sólo necesitaba desahogarme.

Había un par de usuarios que todavía la miraban con desconfianza, por lo que Harper les sonrió a modo de disculpa.

—Perdonen mi arrebato, amigos —les dijo, y se puso de pie—. No se repetirá. Pueden seguir hojeando libros.

Ella se agachó para levantar los libros que había dejado en el suelo, y que todavía tenía que colocar. Era cierto que quería hacer su trabajo, pero en cuanto estuvo escondida detrás de los estantes no aguantó más.

Era probable que Gemma no volviese nunca y, si lo hacía, Harper no sabía si Gemma seguiría siendo su hermana. Con independencia de lo que ocurriese en lo sucesivo, la hermana a quien Harper había conocido y amado se había ido para siempre. Y Harper no podía hacer nada para que regresara.

Se tapó la boca con una mano para no hacer ruido mientras le corrían las lágrimas por las mejillas, y puso la otra mano en el estante para mantener el equilibrio. Le temblaba todo el cuerpo mientras lloraba, pero se las arregló para permanecer casi en silencio.

—¿Hola? —dijo una voz detrás de ella.

Ella miró a un lado y escondió la cara lo mejor que pudo de quien fuera que estuviera detrás.

—Hum, Marcy está en el mostrador —dijo Harper, tragándose las lágrimas—. Si necesitas ayuda para encontrar un libro, pregúntale a ella.

—Harper, no necesito ayuda para encontrar ningún libro —dijo él. Ella miró hacia atrás y vio a Daniel.

—Daniel. —Ella se volvió, dándole la espalda, y se apresuró a limpiarse la cara con el mayor disimulo posible—. Tenías que venir aquí, justo ahora. —No quería que la viera toda llena de mocos y sollozando.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, estoy bien. Todo está bien. —Ella gimoteó y se puso de pie al darse cuenta de que daba igual el aspecto que tuviese, y volvió la cara para verlo de frente—. ¿Qué puedo hacer por ti?

—¿Estabas llorando? —le preguntó con la voz cálida, mostrando preocupación.

Ella bajó la vista, porque no quería mirarlo, pero sentía como la inspeccionaba. Él se acercó más a ella, hasta quedarse a sólo unos centímetros de distancia, pero Harper se limitó a abrazar los libros y a contemplarse los pies.

—Estoy trabajando, Daniel, así que si no necesitas nada de mí, creo que debería volver a mi trabajo —dijo ella.

—Ya sé que estás trabajando, y no te molestaría si no fuese importante —dijo Daniel—. ¿Puedes tomarte unos cinco minutos para ir a algún lado y hablar conmigo?

En su lista de prioridades, la de estar con Daniel sólo era superada por encontrar a Gemma. Lo que Harper quería en realidad era ir con él a algún lugar oscuro y silencioso para rendirse ante la calidez de su voz y la fuerza de sus brazos. Que él la abrazase y la besase hasta que no pudiera sentir nada más que a él, hasta que se hubiese olvidado del dolor que tenía dentro, toda la pena que sentía por haber perdido a su hermana y haber decepcionado a su familia.

Justo por eso lo rechazó con un gesto. Quería utilizar a Daniel como una vía de escape, y aquello no era justo, ni para él, ni para ella. Ella tenía que resolver el lío en el que se había convertido su vida, en lugar de esconderse, aunque esto último sonara mucho más agradable.

—No creo que sea una buena idea —dijo Harper.

Quería levantar la cabeza para mirar de soslayo su expresión, pero prefirió subir la mirada desde las zapatillas maltrechas hasta los pectorales de él. Aquel día llevaba una camiseta que resaltaba las oscuras líneas negras de su tatuaje, que le iban bajando desde debajo de la manga hasta el codo.

Desde que él la ayudara el domingo en la casa de Bernie, Harper sentía el extraño deseo de recorrer con los dedos las líneas oscuras de ese tatuaje. La noche anterior, incluso, había soñado con eso.

Ella y Daniel yacían en una cama, acaso la más grande que ella hubiera visto jamás. Casi ocupaba toda la habitación, que era de un blanco puro y desnudo.

Se oía el océano fuera, y se sentía su olor en la brisa. Las puertas y ventanas que daban a la playa estaban totalmente abiertas, y las cortinas translúcidas se hinchaban con el viento.

Daniel estaba acostado junto a ella en la cama. No llevaba camisa, y las sábanas le llegaban hasta la cintura. No la miraba a ella, sino al océano. Harper tenía la cabeza apoyada en su hombro desnudo y le recorría el tatuaje con los dedos, siguiendo las líneas oscuras que le corrían por las cicatrices. Él no decía nada, pero Harper le cantaba una dulce nana.

Después oyó la voz de su hermana, que llegaba de todos lados y de ninguna parte en absoluto. Gemma se limitó a decir: «Despiértate», y ella se despertó. Harper había abierto los ojos y se había encontrado acostada en la cama, sola.

Tal vez por eso todo la afectaba aquel día. Fue como si Gemma le hubiera dicho que se le acababa el tiempo y que Harper tenía que dejar de perderlo en un tonto amorío, y volver a lo realmente importante.

—Harper. —Daniel suspiró, frustrado—. Tenemos que hablar. Es sobre Gemma.

En ese momento levantó la vista y, por fin, sus miradas se encontraron. Tenía el semblante serio, pero había esperanza en sus ojos, como si llevara buenas noticias. A decir verdad, casi cualquier noticia sobre Gemma sería buena a esas alturas.

—¿Qué pasa? —preguntó Harper—. ¿Has sabido algo de ella?

—No exactamente. —Él la tiró del brazo y sacó de detrás de ella un ejemplar del periódico USA Today, que llevaba en el bolsillo de atrás—. Pero deberías echarle un vistazo a esto.

—¿Qué? —Ella soltó el libro que llevaba en la mano y le arrancó el diario antes de que él pudiera continuar su explicación.

La noticia de portada era sobre cierto político a quien habían sorprendido en una aventura escabrosa con alguien de la farándula, y los artículos menos importantes de la parte inferior versaban sobre economía y sobre cómo planeaba pasar la gente el Día de la Independencia el fin de semana siguiente.

—¿Qué tiene que ver esto con Gemma? —preguntó Harper.

—No es… Aquí, dámelo a mí.

Daniel le quitó el periódico y lo extendió encima del estante. Lo abrió por la tercera página y alisó las arrugas lo mejor que pudo antes de señalar la columna de la derecha.

—El titular rezaba «Los chicos no mueren», y lo acompañaba el siguiente subtítulo: «Por qué a los medios les da igual que maten a chicos».

—¿Esto va sobre el sexismo de los medios? —se burló y miró a Daniel.

—¿Te importaría seguir leyendo? —dijo Daniel.

Ella lo miró dudosa, antes de volcar la atención otra vez en el periódico. Apenas empezó a leer, vio la relación, pero no terminaba de entender cómo ayudaría eso a encontrar a Gemma.

El periodista se había enterado de la muerte de los chicos de Capri y había escrito algo acerca del brutal asesinato de cuatro adolescentes. Pero el artículo no trataba sobre los asesinatos en concreto, sino más bien sobre por qué no los estaba cubriendo nadie.

Hasta Harper tenía que admitir que, en gran medida, no se le había prestado atención a la noticia. Salvo unos pocos periodistas locales, ella no había visto gran cosa en los medios, lo cual parecía extraño, sobre todo porque lo consideraban obra de un asesino en serie.

A continuación, el artículo mencionaba varios casos de asesinato notorios, relacionados todos ellos con mujeres jóvenes y hermosas, y luego intentaba definir por qué este caso, que consistía en un asesinato múltiple, había recibido tan poca atención. El escritor del artículo mostraba a las claras que tenía que ver con algún tipo de discriminación de género.

Harper estaba a punto de preguntarle a Daniel por qué quería que ella leyera eso cuando se dio cuenta de que la respuesta estaba en los últimos párrafos.

Los asesinatos ya no se limitan a Maryland. Justo ayer, en una pequeña comunidad costera situada a cuarenta y cinco minutos al sur de Myrtle Beach, apareció un joven asesinado de un modo bastante parecido al de las víctimas de Capri.

Jason Way, de treinta y tres años, fue encontrado con la cavidad torácica destrozada, en un callejón a la salida de un concurrido restaurante. A pesar de la naturaleza atroz del crimen, ningún testigo declaró haber visto u oído nada.

Con este quinto asesinato de un joven, tal vez los medios empiecen a darles a estos asesinatos en serie la cobertura que se merecen. Hasta el momento, sin embargo, eso no parece probable. Las autoridades locales de Carolina del Sur se muestran escépticas a la hora de establecer una relación entre este asesinato y los cometidos en Maryland.

Jason Way también tiene un largo historial de violencia de género, acoso sexual y condenas por violación, por lo que no se ha descartado que se trate de una represalia por parte de alguna víctima, según afirmó un portavoz de las fuerzas policiales.

Por ahora, las madres deberán cuidar de sus hijos porque, según parece, nadie más lo va a hacer.

—Ay, Dios mío —dijo Harper, exhalando temblorosa cuando terminó de leer—. Son ellas, ¿no? Tienen que haber sido las sirenas.

Daniel asintió con la cabeza.

—Eso creo. Quiero decir que parece que el tipo era un cretino, así que podría ser un asesinato copiado de los otros. Pero vale la pena corroborarlo, al menos.

—¿De cuándo es el periódico? —Harper pasó las páginas hasta la primera con las manos temblorosas para fijarse en la fecha.

—Es de hoy —contestó Daniel.

—O sea que a ese tipo… ¿en realidad lo mataron ayer? —Harper se retiró el flequillo de la frente y trató de pensar, pero la mente le iba demasiado rápido—. Tal vez sigan allí. Gemma podría estar allí. ¿Está muy lejos?

—Myrtle Beach está a unas diez horas y media en coche desde aquí —dijo Daniel—. A poco más de nueve horas si vamos de prisa.

—¿Sabes qué pueblo era? —Harper miró otra vez el periódico y revisó el artículo para ver si nombraba el pueblo exacto donde habían encontrado el cuerpo.

—Lo busqué en internet con mi teléfono antes de venir aquí —dijo Daniel—. Es justo en la costa. No deberíamos tener problema en encontrarlo.

—Bien. —Harper asintió con la cabeza y después se dio cuenta de lo que él había dicho—. ¿Vienes?

—Pues claro —dijo Daniel, como si fuera obvio—. Vi de lo que son capaces esas sirenas. De ninguna manera dejaré que te enfrentes a ellas tú sola.

Ella se resistió, pero él tenía un buen argumento. Y necesitaría toda la ayuda posible para rescatar a Gemma.

Le sonrió en señal de agradecimiento, pero no tenía tiempo para más. Tenían que darse prisa si querían atrapar a las sirenas antes de que siguieran su camino.

—Me voy, Marcy —dijo Harper mientras caminaba hacia la puerta.

—¡Espera! —Marcy se levantó y, cuando Harper se volvió hacia ella, vio que tenía su bolso en la mano y se lo estaba alcanzando—. Tal vez necesites las llaves del coche y tus cosas.

Harper volvió corriendo y hurgó en su bolso.

—Gracias, Marcy. Y disculpa lo de antes.

—No montes el numerito. —Marcy se encogió de hombros restándole importancia—. Tú limítate a buscarla. Y ten cuidado.