7

El asiduo

Las páginas web y de Facebook que Álex había creado seguían activas, pero apenas habían aportado otra cosa que pistas inútiles. Entre Harper y Brian habían llamado a todas y cada una de las personas que pensaron que podrían ayudarlos. Pero nadie sabía dónde estaba Gemma, así que, en realidad, ya no podían hacer mucho más.

Por ese motivo, el jueves decidió volver a trabajar. Brian se había mostrado reacio a dejar la casa vacía, pero Harper le hizo notar que si Gemma regresaba no era probable que se fuera por el mero hecho de que no encontrara a nadie. Además, Harper llevaba su teléfono móvil con ella, y Álex estaba alerta en la casa de al lado, montando guardia por si aparecía su novia.

—¿Ya has descubierto cómo matar a las sirenas? —le preguntó Marcy cuando tomó asiento en el mostrador de la biblioteca.

—Todavía no —dijo Harper.

Acababa de fichar y tenía que prepararse para leerles un cuento a los niños más pequeños; faltaban veinte minutos. Marcy estaba sentada detrás del escritorio, ordenando las pilas de libros recién devueltos dentro de un carrito para que fuera más fácil guardarlos.

—Podrías probar con agua bendita —sugirió Marcy, y Harper se volvió para mirarla.

—¿Qué?

—Agua bendita —repitió Marcy—. Aunque a las sirenas les encanta el agua. Pero si funciona con los demonios y los vampiros, ¿por qué no debería hacerlo con un par de sirenitas raquíticas?

—Tal vez. —Harper regresó a su asiento y hojeó el calendario para averiguar qué cuento estaba programado aquel día—. Pero primero tendré que encontrarlas para comprobar si funciona.

—Entonces ¿no habéis tenido suerte buscando a Gemma? —preguntó Marcy.

—Todavía no —suspiró Harper.

—Pues qué mal. Albergaba la esperanza de que, después de todo lo que hicisteis ayer aquí, quizá habríais obtenido alguna pista.

—Tengo que prepararme para el cuentacuentos —dijo Harper, deseosa de cambiar de tema—. ¿Sabes si Donde viven los monstruos está en el estante?

—Eeeeeh…, eso creo —dijo Marcy—. Debería estar, al menos.

—Gracias.

Harper empujó la silla hacia atrás y corrió hasta la biblioteca infantil. Ya había algunos niños esperando con sus madres o sus hermanos mayores.

Aquello formaba parte del programa de lecturas de verano de la biblioteca. Se les leía a los más pequeños un cuento en voz alta un par de veces al mes, dramatizando las voces e implicando al público tanto como fuese posible. Como la bibliotecaria todavía estaba de luna de miel, dando la vuelta al mundo, le tocaba hacerlo a Harper.

De todos modos, para ella no era ningún problema. De hecho, por lo general disfrutaba interactuando con los niños. Era divertido hacer que se entusiasmaran con la lectura, especialmente cuando eran tan pequeños. No les importaba quién fuera ella: ellos se limitaban a disfrutar de un buen cuento.

Aquel día, a Harper le gustó por otro motivo. El cuentacuentos la distrajo un poco. Necesitaba olvidarse de Gemma por un momento, aunque el libro en cuestión, Donde viven los monstruos, no fuera de gran ayuda. Era uno de los libros favoritos de Gemma cuando eran pequeñas, y Brian solía leérselo a las dos casi todas las noches, representando a los personajes.

Al menos, tenía esa ventaja. Podía inspirarse en las deslumbrantes representaciones de los personajes que solía hacer su padre. Esa debería ser su mejor actuación como cuentacuentos.

Sacó el libro del estante y se apoltronó en su silla de la biblioteca infantil. A medida que iban entrando los niños, se sentaban en círculo alrededor de ella. Desde donde estaba, Harper alcanzaba a ver a Marcy frente al mostrador, cargando el carrito de libros y dirigiendo a los niños que entraban hacia el cuentacuentos.

Cuando llegó la hora de empezar, Harper inició su actuación. Todos los niños habían acudido para pasar un buen rato, y su trabajo era brindárselo, con independencia de lo preocupada o triste que se sintiera.

Y mientras leía, Harper se sorprendió divirtiéndose a su pesar. Había logrado que los niños participaran y, cuando vio que hacían rechinar de forma desagradable sus dientes y emitían terribles rugidos, no pudo por menos que sonreír.

Todo iba bien hasta que, cerca del final del cuento, oyó como se abría la puerta. Alzó la vista esperando ver a algún niño que llegaba tarde, pero en cambio descubrió a Daniel acercándose a grandes pasos hacia la recepción.

Se le paró el corazón. Por un instante, Harper se olvidó hasta de leer. Tartamudeó tratando de encontrar las palabras, pero se recuperó a tiempo de ver como Marcy le señalaba la biblioteca infantil a Daniel, quien la miró y le dirigió una sonrisa.

Harper apartó la mirada de inmediato, obligándose a sonreírles a los niños que formaban su auditorio, y trató de no pensar en lo atractivo que estaba Daniel aquel día.

Lo que Harper encontró todavía más desconcertante que sus propios sentimientos por Daniel fue la animada conversación que este mantenía con Marcy. Se inclinó hacia el mostrador, esperando a que Harper terminara el cuento, y se puso a charlar amablemente con ella.

Nadie charlaba amablemente con Marcy. Ni siquiera Harper, y eso que Harper era prácticamente su mejor amiga.

No era que estuviese celosa, pero no podía imaginar de qué estarían hablando. Le daba auténtico pánico pensar que estuvieran hablando de ella, puesto que Marcy era muy capaz de irse de la lengua y contarle a Daniel algún secreto horrible y bochornoso.

Harper sabía que no debería importarle lo que Marcy le dijese a Daniel. En realidad, lo mejor sería que Marcy le contase algo que lo alejara para siempre de ella. Harper no tenía tiempo de entablar una relación con él. Como no le había dejado ningún mensaje en el buzón de voz relativo a sus averiguaciones sobre Gemma, a Harper le pareció probable que se tratase de una visita social, así que lo mejor sería que Marcy se zafase de él.

Aunque en realidad Harper tampoco quería eso. Sabía que no tenía tiempo para enamorarse de él, pero eso no significaba que él no le gustara. Lo que pasaba era que no quería que le gustara.

Harper leyó a trompicones la última parte del libro, y se prometió a sí misma que compensaría a los niños en el siguiente cuentacuentos. De todos modos, ninguno de los pequeños se quejó. Parecían felices por el mero hecho de tener una excusa para rugir.

Algunos de los niños y sus padres quisieron hablar con ella después de que terminara el cuento, y Harper se las apañó como pudo para no dejarlos con la palabra en la boca. Sonrió y les recordó que el siguiente cuentacuentos se celebraría en julio. Cuando una madre le dijo lo mucho que le gustaba Maurice Sendak, Harper le recomendó otros libros del mismo autor que podía sacar en préstamo de la biblioteca.

Pero en cuanto tuvo ocasión, Harper se escapó de la biblioteca infantil y fue hasta la recepción, donde Daniel seguía hablando con Marcy.

—No, no lo dudo —decía Daniel, riéndose de algo que había dicho la chica.

Esta, por su parte, tenía la misma cara inexpresiva de siempre, lo que no le daba a Harper ninguna pista de lo que podían estar charlando.

—Hola —dijo Harper, y su propia voz le sonó con un raro tono agudo, así que se apresuró a corregirla—. Hola. Hum… ¿buscabas algún libro?

Daniel estaba inclinado hacia delante, con los brazos apoyados sobre el mostrador, pero se volvió para poder ver a Harper de frente. Se le ensanchó la sonrisa cuando la vio, y ella notó los cortes en su mejilla, ya medio desdibujados.

Cuando Penn se convirtió en ese monstruo espantoso con forma de pájaro en la isla de Bernie, Daniel había entrado corriendo con una horca para defender a Harper y a su hermana pequeña. Pero Penn arremetió contra él y le arañó la mejilla con sus garras.

Ese recuerdo le contrajo el corazón y se lo enterneció a la vez. El horror vivido todavía la asustaba pero, consciente como era de que Daniel se había puesto en peligro para protegerla… era difícil no sentir algo por él.

—¿Qué libro les estabas leyendo? —preguntó Daniel, señalando hacia donde ella había realizado el cuentacuentos—. Porque parecía muy divertido.

Donde viven los monstruos. Si quieres, te lo traigo.

Harper hizo ademán de ir a buscarlo, pero Daniel alargó el brazo y lo apoyó sobre el de ella con suavidad para detenerla.

—No, está bien —dijo, y dejó caer la mano al costado del cuerpo—. Creo que ya lo he leído. Pero es un buen libro.

—Sí que lo es —asintió Harper.

—Tengo que ser sincero contigo —dijo Daniel, muy serio.

A ella le costó tragar.

—¿Eh?

—No he venido a buscar ningún libro —admitió él, y una comisura se le levantó de manera imperceptible.

Harper dirigió una mirada a Marcy, que estaba sentada al otro lado del mostrador, observando cómo hablaban, inmutable. Harper arqueó las cejas, tratando de hacerle entender con la mirada que se fuera, y Marcy suspiró.

—Me temo que tengo que guardar algunos libros, qué remedio —dijo entre dientes, y se alejó del mostrador empujando el carrito—. Porque no es que tenga todo el día para guardar veinte libros. Lo tengo que hacer ahora.

Una vez que Marcy estuvo fuera del alcance de su voz, Harper centró la atención otra vez en Daniel.

—Entonces ¿qué es lo que te trae por aquí? —le preguntó, esperando no sonar tan nerviosa como se sentía. Daniel tenía el don de dejarla totalmente confundida.

—Quería saber por qué me has estado evitando.

Daniel le sonrió al decirlo, pero sus ojos de color avellana no podían ocultar lo dolido que se sentía.

—No te he estado… —empezó a quejarse Harper, pero él agitó la mano en un gesto escéptico.

—No has respondido mis llamadas, ni has ido al puerto a llevarle el almuerzo a tu padre —dijo Daniel—. Seguro que el pobre hombre se está muriendo de hambre.

Brian trabajaba en el puerto, cerca de donde Daniel tenía amarrado el barco en el que vivía. Era de dominio público que su padre se olvidaba siempre el almuerzo, y Harper solía ver a Daniel con mucha frecuencia cuando se lo llevaba.

—Mi padre ha faltado mucho al trabajo esta semana —dijo Harper—. Hoy sí está trabajando pero, para serte sincera, no sabría decirte si se habrá acordado de llevarse el almuerzo o no. Ni me he fijado.

—Ah —dijo Daniel—. Bueno, eso tiene sentido. Pero no explica el que no respondas mis llamadas.

—Yo… —Ella miró el suelo, incapaz de mirarlo a los ojos—. Daniel, ya sabes cuál es la situación. Todo es muy extraño en este momento y, la verdad, no tengo tiempo para nada.

—No te estaba sugiriendo que nos escapáramos juntos —dijo Daniel—. Sé que todo esto es una locura. Por eso te llamaba. Quería saber cómo lo llevas.

—Ah. —Harper se pasó la lengua por los labios, y pensó qué podía decir—. Bueno. Todo es…

—¿Por qué no salimos y hablamos de ello? —preguntó Daniel—. Crucemos a Pearl’s, el bar de enfrente, y de paso aprovechamos para almorzar algo. Hasta te voy a dejar que me invites.

—No puedo irme así, sin más. —Harper señaló la biblioteca, que ahora estaba casi vacía salvo por una madre y su hijo que hojeaban los libros infantiles—. Estoy trabajando.

—Yo puedo cubrirte —dijo Marcy, asomando la cabeza desde una estantería cercana—. Si quieres ir a almorzar, yo lo tendré todo controlado.

Harper suspiró.

—Gracias, Marcy.

Estaba claro que Marcy tenía que ser simpática la única vez que Harper no quería que lo fuera. Sabía que Harper se estaba esforzando por ser amable, ya que estaba atravesando una mala racha por la pérdida de Gemma, pero ni por esas. Aquello era descabellado.

—Tal vez no tengas tiempo para escaparte con un tipo apuesto y fuerte como yo, pero sé que de todos modos tienes que comer —dijo Daniel—. Y Marcy dice que lo tiene todo controlado. No tienes motivos para decir que no.

—De acuerdo —cedió Harper, porque él tenía razón. No se le ocurrió ninguna excusa, por mucho que lo intentó—. Pero es un poco temprano para almorzar.

—Pues entonces, piquemos algo —dijo Daniel.

Se alejó del mostrador y esperó mientras ella se preparaba para irse. Cuando salieron, él le sostuvo la puerta abierta y ella sonrió con gesto cortés, pero trató de que sus ojos no se encontraran con los de él.

—Y bien, ¿has sabido algo de Gemma? —preguntó Daniel mientras esperaban en la acera a que se detuviera el tráfico.

—No. —Harper negó con la cabeza—. Todavía no.

—Lamento oír eso —dijo Daniel, y sonó como si realmente lo estuviera diciendo en serio.

—Yo también —dijo Harper, y cruzaron la calle.

—Todo esto es horrible —dijo él—. Pero creo que conseguirá arreglárselas, y que volverá. Es una buena chica. Es fuerte y sabe defenderse.

Habían llegado a Pearl’s, y Harper trató de abrir la puerta antes que él.

—Siempre dices eso —le replicó.

—Siempre tengo razón. No confías lo suficiente en Gemma.

—A decir verdad, creo que esta vez he confiado demasiado en ella. —Harper se deslizó en un banco frente a la ventana—. Nunca pensé que fuera a meterse en problemas serios, y ahora resulta que se ha convertido en una especie de bestia mitológica.

—¿Bestia mitológica? —Daniel arqueó una ceja y se reclinó en el asiento frente a ella.

—Sí. —Harper miró a su alrededor para asegurarse de que no hubiera nadie lo bastante cerca para oírla, pero como todavía era temprano para almorzar, el comedor estaba bastante vacío—. En una sirena. Álex y yo hemos investigado un poco, y eso es lo que creemos que es.

—¿Una sirena? —preguntó Daniel—. ¿De las que cantan?

—Algo así. —Harper le hizo una seña para que se callara, porque se aproximaba Pearl.

—¿Qué tal? —preguntó la camarera.

—Bien. —Daniel le lanzó una amplia sonrisa, de las que surten efecto incluso en Pearl. Su sonrisa era verdaderamente deslumbrante—. ¿Cómo anda mi camarera preferida?

—Mejor ahora que estás aquí —dijo Pearl, riéndose un poco de su propia broma—. ¿Qué puedo serviros hoy?

Daniel miró a Harper, esperando que ella pidiera primero. En Pearl’s no había menús, sólo algunos platos especiales escritos en un pizarrón que colgaba detrás del mostrador, pero, por lo demás, se suponía que los clientes sabían lo que había. Eso ayudaba a atraer a los del pueblo y a mantener alejados a los turistas.

—Hummm, una coca-cola Cherry y una hamburguesa con queso —dijo Harper.

—Yo voy a comer lo mismo —dijo Daniel.

—¡Marchando!

Pearl les guiñó el ojo a los dos antes de volver al mostrador.

—Bueno. —Daniel se inclinó hacia delante y apoyó los brazos sobre la mesa—. Entonces ¿a Álex sí le coges el teléfono?

—No es lo mismo.

Harper meneó la cabeza, y miró por la ventana el tráfico que pasaba lento.

—¿Y por qué no lo es? —preguntó Daniel.

Ella rezongó y se frotó la nuca.

—Ya sabes por qué.

—No, no lo sé. Yo puedo ayudarte. Quiero ayudarte.

—Pero… —Ella suspiró—. Tú y yo… Es complicado.

Daniel rio un poco.

—No, en realidad, no lo es. Tú dejaste perfectamente claro a qué estás dispuesta en este preciso momento. Lo entiendo. No tienes tiempo para nada más que una amistad. Pero, Harper, yo no estoy ofreciéndote más que eso.

Ella se mordió el labio y lo miró indecisa. En realidad, y para su sorpresa, le dolió un poco oírle decir eso. Durante todo ese tiempo había estado diciendo que no quería entablar ninguna relación con él, y no se le había ocurrido que tal vez fuera él quien no quisiera entablarla con ella.

—Tu hermana se escapó con unos insólitos monstruos con forma de pájaro —dijo Daniel—. ¿De verdad puedes permitirte el lujo de rechazar a alguien que quiere ayudarte a recuperarla? ¿Sobre todo si se trata de alguien que no piensa que estás como un cencerro por el hecho de creer en insólitos monstruos con forma de pájaro?

—No —admitió Harper, riéndose un poco de su descripción de las sirenas.

—Bien. —Dicho eso, sonrió abiertamente y se relajó más en el asiento—. Entonces ¿cuál es tu plan para encontrar a Gemma?

—No tengo ningún plan.

—Está bien —le aseguró Daniel—. Ya se nos ocurrirá algo.