4
La abstinencia
Gemma se despertó bañada en un sudor frío a pesar del calor. La puerta de cristal que daba al balcón estaba abierta y dejaba entrar el aire, que inflaba las cortinas y llenaba el cuarto con el dulce aroma del océano.
Al saberse en un cuarto desconocido, le entró todavía más miedo y se incorporó rápido, con el corazón latiéndole fuerte. Jadeaba, inspirando el aire salado en grandes bocanadas, lo que la ayudó un poco. Todavía le dolía la cabeza, y la canción del mar le resonaba en los oídos.
Eso era lo peor. Todo había sido horrible en los últimos días, pero la canción del mar hacía que fuera imposible pensar o descansar. La atormentaba en sus sueños, la mantenía despierta durante la noche, y lo hacía de tal manera que no se sentía nunca cómoda en su propia piel.
Quería arrastrarse fuera de su cuerpo, pero no podía. Estaba atrapada en él, atrapada con esa música incesante y esas chicas espantosas en esa casa incolora.
Esa era la mejor forma de describir la casa de la playa: incolora.
La había elegido Penn. Era la propiedad más lujosa que pudo encontrar junto al océano. Hasta Gemma tenía que admitir que era hermosa, de mucha categoría y muy amplia, pero debía de ser el lugar más blanco que había visto jamás.
El cuarto en el que estaba —el que Penn le había dicho que sería «su» cuarto— era totalmente blanco. Las paredes, las cortinas y la ropa de cama; hasta los cuadros de las paredes tenían un marco blanco alrededor de cierto tipo de pintura abstracta en tonalidades blancas y grises que formaban espirales.
Y el resto de la casa era más de lo mismo. El escaso color que lograba colarse dentro era siempre un gris pálido o, de vez en cuando, un azul apagado. Era casi intolerable de tan inmaculada.
Gemma se preguntaba cómo podía nadie vivir así, pero el dueño no era de mucha ayuda a la hora de aportar respuestas. Tampoco es que Gemma hubiera hecho demasiados intentos de hablar con él. Penn y las otras sirenas lo habían hechizado y lo habían convertido en un adulador descerebrado y, a decir verdad, a Gemma no le apetecía lo más mínimo interactuar con alguien así.
Además, su mente estaba en otro sitio. No sólo estaba esa espantosa canción del mar que no dejaba de atormentarla, sino que también se sentía físicamente mal. Era como si estuviera pasando la peor gripe que hubiera tenido. Le dolía todo el cuerpo, desde los huesos hasta la piel. Le llegaban náuseas en oleadas horribles, y no podía hacer gran cosa para no vomitar.
—Supongo que no has dormido bien —dijo Thea, que parecía haber aparecido como por arte de magia en la entrada del cuarto de Gemma. El cabello rojo le caía suelto alrededor del rostro, y se agitaba con la brisa como si fuese la estrella de un videoclip musical.
—He dormido bien —mintió Gemma. Retiró las mantas, que estaban empapadas en sudor, y saltó de la cama.
Thea gruñó:
—Ya veo.
Gemma fue hasta su tocador —también blanco— y revolvió en los cajones buscando ropa limpia. Se había llevado muy poca ropa cuando salió de casa, pero Lexi le había pasado bastantes prendas suyas.
Lo único de lo que se había llevado que realmente valoraba era una foto de ella, Harper y su madre que habían sacado poco tiempo antes del accidente, cuando su madre aún vivía en casa.
Tenía la foto —su única posesión de verdad— guardada en un cajón, escondida debajo de su ropa nueva. La había dejado dentro del marco con la esperanza de protegerla durante sus traslados por el océano. Así había sido en parte, pero la foto estaba de todos modos doblada y arrugada.
Al sacar su ropa, la miró durante un segundo, sintiendo una punzada de dolor al ver a unos familiares a los que sabía que tal vez no volvería a ver nunca más; luego la tapó a toda prisa con la ropa interior y cerró el cajón de un golpe.
—¿Querías algo? —preguntó Gemma—. Porque tengo que cambiarme.
—Entonces, cámbiate —dijo Thea sin moverse de la entrada.
—¿Sería mucho pedir un poco de intimidad? —preguntó Gemma.
Thea puso los ojos en blanco.
—A ver si lo superas de una vez. Aquí somos todas chicas.
—¿No anda Sawyer dando vueltas por ahí? —preguntó Gemma.
—Estará por algún lado —admitió Thea, y desvió la mirada. No salió del cuarto, pero se dio la vuelta, con lo que le dio la espalda a Gemma—. Creo que Penn le ha encargado algún tipo de tarea antes de irse.
Gemma sabía que eso era lo mejor que podía esperar, así que se puso a toda prisa un vestido y ropa interior limpios.
—¿Se ha ido Penn? —preguntó sin que su voz ocultara la sorpresa.
—Sí, Penn y Lexi se han ido de compras —le explicó Thea—. Casa nueva, ropa nueva. Ese es su lema.
—¿Por qué no has ido con ellas? —preguntó Gemma.
—Alguien tenía que cuidaros a ti y a Sawyer. —Thea miró hacia atrás y, cuando vio que Gemma estaba vestida, se dio la vuelta otra vez.
—No necesito ninguna niñera —dijo Gemma.
—Sí que la necesitas —respondió Thea, tajante—. Estás hecha una pena.
—Gracias —respondió Gemma entre dientes.
Rozó a Thea al pasar y se fue caminando por el pasillo hacia el baño. Thea la siguió, como era de esperar.
Cogió una goma para el pelo y se lo recogió hacia atrás en una cola de caballo. Estaba húmedo por el sudor, y no le gustaba notarlo colgando alrededor de la cara.
Cuando se miró en el espejo del tocador, Gemma se dio cuenta de que Thea no le había dicho toda la verdad. Si bien era cierto que tenía peor aspecto que el día anterior, y peor todavía que el día anterior a ese, también lo era que estaba preciosa.
Su ondulado cabello castaño tenía reflejos dorados y, aunque acababa de despertarse de un sueño irregular, en realidad tenía muy buen aspecto. Siempre había sido guapa, pero desde que se había convertido en sirena su belleza se había vuelto radiante.
Como sirena, debería tener un bronceado intenso, casi resplandeciente. En cambio tenía la piel de un extraño color ceniciento. Pero hasta eso parecía adorable en ella.
—Debes de sentirte rematadamente mal —comentó Thea.
Gemma alcanzaba a ver a Thea reflejada en el espejo, de pie detrás de ella, de brazos cruzados. Gemma abrió el grifo para echarse agua fría en la cara.
—Me siento bien —dijo sin mirar a Thea.
—Te oímos gemir cuando duermes —le dijo Thea.
Había dos cosas que Gemma recordaba claramente de sus sueños: la canción del mar y Álex.
Había soñado con el último día que habían pasado juntos, besándose, charlando y abrazándose en la cama de él. Pero en sus sueños, ese día no terminaba nunca, y ella lograba quedarse con él para siempre.
Le había partido el corazón dejarlo, pero sabía que era lo mejor que podía hacer por él. Fuera lo que fuese aquello en lo que ella se había convertido, tan sólo le haría daño.
Les había prometido a las sirenas que si no le hacían nada, si dejaban a Álex y a su hermana en paz, entonces iría con ellas.
Gemma estaba decidida a cumplir con su parte del trato. Haría todo lo que estuviese en sus manos para proteger a Álex y a Harper, aun cuando eso significara marcharse para siempre.
—Estoy bien —insistió Gemma. A continuación cerró el grifo.
—¿Qué día es hoy? ¿Miércoles? —preguntó Thea mientras Gemma se secaba la cara con una toalla—. Así que eres sirena desde… ¿hace ocho días? Sí. Tienes que comer algo.
—Ya he comido —dijo Gemma, pero al mencionar la comida su estómago emitió un rugido raro y se apretó la mano contra el vientre, como si de ese modo pudiera silenciarlo.
Había tenido mucha hambre en alguna que otra ocasión, pero nada que se pareciese a eso. Esos rugidos eran brutales, y parecían afectarle en todo el cuerpo.
Había sentido algo similar una vez, cuando estaba besando a Álex, aunque fue un poco más intenso. Habían estado abrazándose y besándose con mucha pasión, y ella lo había mordido «sin querer».
Entonces había notado en seguida ese extraño apetito que había sentido con Álex, pero no podía quitarse de encima el hambre que sentía en ese momento. Por suerte, era mucho más leve y pudo evitar morder a Sawyer. Pero la canción del mar sonaba cada vez más alta, y su hambre se volvía más intensa.
—Gemma, sabes de lo que estoy hablando, ¿no? —dijo Thea mirándola con seriedad—. Lo que has comido no puede sustentar…
—Sólo tengo que comer más —la interrumpió Gemma.
En realidad, no quería oír lo que Thea le iba a recomendar que comiese. Gemma intuía de qué se trataba, pero no estaba lista para oír en voz alta y con todas las letras lo que iba a tener que hacer para sobrevivir debido a su nueva naturaleza monstruosa.
Thea suspiró en voz alta, pero no discutió con Gemma.
—Haz lo que te dé la gana.
—Eso es lo que voy a hacer.
Gemma levantó el mentón en actitud desafiante y, después, dejó de lado a Thea y salió del baño.
Thea la siguió por el pasillo y al bajar por la escalera de caracol hecha de mármol.
—No hace falta que me sigas todo el día —dijo Gemma, mientras miraba a Thea de soslayo—. No me voy a ir a ningún lado. Dije que haría lo que me pidierais, y lo voy a hacer.
—No te estaba siguiendo —replicó Thea, ofendida—. Voy a salir a nadar un rato. —Hizo una pausa y su expresión se suavizó, tornándose sólo moderadamente malvada—. Puedes venir conmigo si quieres.
Nada en el mundo sonaba tan tentador como ir a nadar al océano. Gemma tenía calor, el sudor se le había pegado al cuerpo, y la canción del mar la atraía. Pero no había nadado desde que llegaron a la casa de la playa, el lunes anterior. Se negaba a hacer cualquier cosa divertida.
Las sirenas habían matado a gente, estuvieron a punto de matar a Álex y a Harper, y ella misma también era ahora una sirena. Era un ser tan malvado como ellas, y no podía permitirse encontrar placer en esa vida. Ese era su castigo por vivir y permitirse ser una de ellas.
Gemma negó con la cabeza.
—Sólo voy a buscar algo para comer.
Habían llegado al pie de la escalera y Thea se detuvo, se apoyó en la barandilla y refunfuñó:
—Estás haciendo que esto sea mucho más difícil de lo necesario.
—Hago lo que puedo —dijo Gemma con franqueza.
—Si empezaras a comer y a nadar, te sentirías mucho mejor —dijo Thea—. Sé que tu mayor problema tiene que ver con la comida, pero sólo con que pasaras alrededor de una hora en el océano te sentirías un millón de veces mejor.
Gemma negó con la cabeza otra vez.
—Ve a nadar. No te preocupes por mí.
—Como quieras. —Thea levantó las manos—. Me rindo.
Se dio la vuelta y salió por la parte trasera de la casa en dirección a la playa. Gemma podía verla por la ventana; el agua azul cristalina rompía contra la orilla. Tragó saliva con dificultad y miró hacia otro lado antes de que la escena le resultara irresistible.
Fue a la cocina para seguir buscando algo que comer, aunque sabía que ninguna comida le iba a gustar.
Los electrodomésticos eran de acero inoxidable y resaltaban en un marcado contraste con el blanco riguroso del resto de la habitación. Acababa de abrir la nevera cuando el dueño de casa, Sawyer, empezó a deambular por la cocina.
—Ah —dijo este cuando la vio; parecía bastante contrariado—. Creí que sería Thea.
—Está fuera nadando —dijo Gemma. Toqueteó una naranja del cajón de la fruta, ya que era lo único que parecía un poco apetecible, y luego cerró la nevera detrás de ella—. Probablemente puedas ir con ella si quieres.
Él echó un vistazo a la parte trasera de la casa, hacia el océano. La cara se le llenó de deseo, pero en seguida lo cambió por un gesto de arrepentimiento.
—No. —Sawyer negó con la cabeza y deslizó la mano a lo largo del liso granito blanco y gris de la encimera—. Penn me pidió que me quedara cerca de la casa, así que eso es lo que voy a hacer.
Penn, Thea y Lexi lo habían hechizado con su canción, por eso quería estar constantemente con ellas. Pero, al mismo tiempo, no quería desobedecerlas. De modo que si Penn le decía que se quedase en casa, la petición anulaba su deseo de salir a nadar con Thea.
Más aún: Penn le había dicho que cuando Sawyer estaba bajo órdenes directas de una sirena, no sólo le era imposible desobedecerla sino que, si algo o alguien trataba de detenerlo, lo destruiría si fuese necesario. Debido al encantamiento, estaba tan obsesionado con su causa que esta le podía dar la fuerza de un superhéroe. Del mismo modo en que una madre podría producir suficiente adrenalina como para levantar un automóvil que estuviera atrapando a su bebé, una persona bajo el hechizo de una sirena sería capaz de cualquier cosa con tal de hacer lo que una sirena le ordenase.
Gemma se había negado a cantar para hechizarlo, por lo que Sawyer no tenía casi ningún interés en ella. Sin embargo, había sido difícil luchar contra el impulso. En cuanto las otras sirenas empezaron a cantar y a embrujar a Sawyer con su melodía, Gemma sintió el fortísimo impulso de cantar con ellas. Su propio ser trataba de obligarla a cantar, y al final había tenido que cubrirse los oídos y acurrucarse en un rincón para esconderse de las sirenas y de su canción.
Una vez tuvieron a Sawyer bajo su hechizo, este las invitó de buen grado a quedarse en su casa todo el tiempo que quisieran, lo que incluía libertad de acceso a sus tarjetas de crédito, a sus automóviles, y a todo lo que poseía. Y por lo que había visto Gemma, parecía que poseía bastantes cosas.
El propio Sawyer era increíblemente atractivo. Cuando llegaron a la casa, Gemma había esperado que el dueño fuese un viejo ricachón. Así que cuando lo vio, con ese aspecto que podía hacerlo pasar por un hombre sirena, quedó desconcertada.
Además, era joven, tal vez rondara los veinte años. Tenía la piel de un bronceado intenso debido a la cantidad de tiempo que pasaba en la playa, y su color contrastaba con su ropa. Llevaba una camisa blanca muy fina con los primeros botones desabrochados, y tenía los ojos de un color azul que competía en belleza con los de Lexi.
Por lo que Gemma había podido entender, si Sawyer seguía vivo era gracias a su aspecto. Penn se sentía un poco atraída por él, al menos hasta donde era posible que Penn se sintiese atraída por alguien.
—Así que… —dijo Gemma, tratando de entablar una conversación con Sawyer, ya que estaban juntos en la cocina sin hablar, como dos tontos—. ¿Tú eres el dueño de esta casa?
Sawyer levantó una ceja y la miró como si fuese estúpida.
—Sí.
—Quiero decir que no es la casa de tus padres ni nada por el estilo, sino la tuya —dijo Gemma mientras pelaba su naranja—. Porque tú pareces demasiado joven para ser el dueño de una casa como esta.
—Mi abuelo murió cuando yo tenía diecinueve años, y me dejó la tercera parte de su empresa petrolera —explicó Sawyer—. Y yo construí esta casa cuando tenía veintidós.
—¿Tú construiste esta casa? —preguntó Gemma con un gesto que abarcaba toda la habitación.
—Bueno, no la construí con mis propias manos —dijo él pero la aclaración era innecesaria.
Llevaba una manicura perfecta y, aunque no la había tocado, Gemma imaginó que debía de tener las manos suaves como las de un bebé. No parecía que hubiese trabajado ni un solo día en toda su vida.
—¿Y a qué se debe que sea todo completamente blanco? —preguntó Gemma.
—Es un color puro, limpio y fresco. —Sawyer sonrió mientras hablaba del tema—. Quería una casa que estuviese llena de luz.
—Pero ¿no te aburres? —le preguntó ella—. ¿Nunca te apetece mirar algo de color, no sé, azul?
Sawyer rio un poco y señaló las ventanas que había detrás de él.
—Tengo un océano entero ahí atrás. Puedo ver todo el color azul que quiera.
—También es verdad.
Observó la naranja pelada que tenía en las manos, y puso casi toda su fuerza de voluntad en intentar comérsela. Cuando por fin le dio un mordisco a un gajo, lo lamentó al instante. Esa fruta le había encantado siempre, pero ahora tenía un gusto horrible, como si el jugo estuviera hecho de ácido.
—¡Puaj! —Hizo una mueca y arrojó la naranja a la basura, incapaz de comer más.
—¿Estaba mala? —preguntó Sawyer cuando la vio sacudir la cabeza con asco.
—No, no lo creo.
Se limpió la boca con el dorso de la mano.
—¿Quieres que te traiga otra cosa? —le ofreció el chico mientras se acercaba a la nevera.
—No, tranquilo. En realidad no tengo hambre.
—¿Estás segura? —insistió él—. Porque no tengo ninguna otra cosa que hacer, y podría hacerte una tortilla la mar de buena.
—No, no hace falta —respondió Gemma, y empezó a alejarse de la cocina—. Creo que me voy a tumbar un rato.
—Está bien —dijo Sawyer, con tono decepcionado.
No le había entusiasmado verla pero, aun así, parecía triste de que se fuera. Tal vez Gemma no ejerciese sobre él el mismo tipo de control que Penn y las otras chicas, pero de todos modos era una sirena. Sin siquiera intentarlo, podía hechizar a un hombre.
Subió la escalera prácticamente al trote. El mordisco a la naranja la había hecho sentirse todavía peor de lo que se sentía antes. Apenas llegó a su cuarto, cerró la puerta de un golpe y se apoyó contra ella.
Le temblaba todo el cuerpo, y no parecía que aspirar profundas bocanadas de aire salado le ayudara demasiado. Se secó el sudor frío de la frente. No estaba segura de cuánto tiempo podría continuar así. Tarde o temprano iba a tener que alimentarse.