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Las revelaciones

A pesar de que los tres se habían pasado el día entero empollando libros de mitología, no habían podido averiguar gran cosa acerca de cómo ayudar a Gemma. Pero cuando Harper volvió a casa después de la jornada laboral se sentía mejor de lo que se había sentido desde la noche en que Gemma se fue.

Estaba más tranquila sabiendo que Álex y Marcy la apoyaban, aunque Marcy no fuera de gran ayuda. Harper no estaba sola, y eso hacía que salvar a Gemma le pareciera más fácil.

Ese sentimiento de esperanza se evaporó en el mismo instante en que Harper cruzó la puerta de entrada y vio a su padre.

Brian estaba de pie en mitad de la sala de estar. Parecía que hubiera entrado en la habitación, después hubiera olvidado adónde iba o para qué, y sencillamente se hubiera quedado ahí parado. Esa mañana no se había afeitado, tenía bolsas debajo de los ojos y la piel cenicienta.

—Hola, papá —dijo Harper mientras cerraba la puerta de la calle sin hacer ruido.

Él levantó la vista y la miró con apenas la sombra de una sonrisa en los labios.

—Hola, cariño.

—¿Al final no has ido a trabajar hoy? —le preguntó Harper.

Cuando ella había salido para ir al trabajo esa mañana, él todavía estaba en casa, aunque Harper había albergado la esperanza de que fuera a trabajar. Ya no le quedaban más días libres, y todos se verían en serios problemas si él perdiera su empleo. No sólo era el único sostén de la familia, sino que además su seguro médico ayudaba a mantener a la madre de Harper y de Gemma en la residencia.

—Pensé que volvería a casa —dijo Brian. Su voz, habitualmente cálida, sonaba ronca por el agotamiento y la tristeza.

—¿Has comido hoy? —preguntó Harper mientras caminaba junto a su padre en dirección a la cocina—. Puedo prepararte algo.

—No tengo hambre —dijo Brian.

—Vamos, papá. Te prepararé algo.

Harper entró en la cocina y abrió la nevera. Sacó embutidos y mayonesa, y para cuando empezó a prepararle un sándwich, Brian ya había entrado también y se había sentado a la mesa.

—¿Has sabido algo de ella? —preguntó.

—No. —Harper untó el pan con mayonesa y evitó mirarlo mientras hablaba—. Sabes que si así fuera, te lo habría dicho.

—Lo que pasa es que no entiendo por qué ha tenido que escaparse —dijo él con una frustración, ahora ya patente, que se apoderaba de él—. Quería hacer tantas cosas… Incluso estaba saliendo con Álex. ¿Por qué se iría? Sé que estaba enfadada conmigo…

—No estaba enfadada contigo —lo tranquilizó Harper. Puso el sándwich en un plato y lo colocó frente a su padre, a quien todavía no había mirado a la cara—. Sabes que tú no has tenido la culpa de esto.

—Pero ¡no tiene sentido! —le insistió Brian—. Hoy he llamado a su entrenador de natación y me ha dicho que últimamente sus tiempos eran increíbles. Se esforzó tanto para conseguirlo… ¿Por qué iba a echarlo todo a perder fugándose con esas estúpidas chicas?

—Tiene dieciséis años, papá. —Harper fue hacia el fregadero para empezar a enjuagar los pocos platos que se habían acumulado, sólo por tener algo que hacer—. Los adolescentes son impredecibles.

—Pero vosotras no lo sois —dijo Brian, levantando la voz para que se lo oyera por encima del agua del grifo—. Puede que Gemma tenga un carácter fuerte, pero siempre había sabido qué esperar de ella. Es como si en las últimas semanas se hubiese convertido en alguien distinto.

A Harper se le cayó el plato sin querer, y este se estrelló estrepitosamente contra el fregadero.

—Y el momento no podía ser más inoportuno —prosiguió Brian—. Con ese asesino suelto que persigue adolescentes. —Cogió aire con dificultad—. Seguro que le ha pasado algo, Harper.

—Todos los desaparecidos eran chicos —dijo ella tratando de apartarlo de esa línea de pensamiento—. Y yo vi a Gemma justo cuando se iba. Me dijo que quería escapar. Seguro que está bien.

—¡No está bien! —gritó Brian.

Harper se inclinó contra el fregadero y cerró los ojos. Lo único que pudo hacer fue respirar hondo para no perder el control. Le temblaban las manos y tenía ganas de llorar. Debía convencer a su padre de que no pasaba nada malo cuando en realidad no tenía ni idea de si Gemma estaba bien o si, por el contrario, no la volverían a ver nunca.

—Hoy he ido a la policía —dijo Brian. Su tono de voz había vuelto a la normalidad.

—¿En serio? —preguntó Harper con cautela—. ¿Y qué te han dicho?

—La están buscando —dijo Brian—. No tienen como prioridad a los adolescentes que se escapan pero, con todo lo que ha sucedido de un tiempo a esta parte, van a hacer lo que puedan.

—Está bien. —Harper había terminado con los platos pero dejó el grifo abierto porque prefería que el ruido ahogara el silencio y la tensión que había en la cocina.

—Harper, cierra el grifo —dijo Brian—. Tengo que decirte algo.

Ella lo cerró, pero tomó un trapo para secar la encimera, en un intento de seguir ocupada.

—Harper, siéntate. Tengo que hablarte.

—Un segundito, papá —dijo la chica mientras restregaba una mancha inexistente de la encimera.

—Harper —insistió Brian con tono tan firme que la asustó.

Ella extendió el trapo sobre el fregadero, fue hacia la mesa y se sentó frente a él. Mantuvo la vista baja durante todo el tiempo, temerosa de su propia reacción si lo miraba de frente.

El ver a su padre tan demacrado la aterró, e incluso pensó en contarle todo lo que sabía. Pero no podía explicarle lo de las sirenas, ni lo que le había pasado a Gemma en realidad, y no era sólo porque pensaría que estaba loca. En realidad, preferiría eso a que la creyese. Si supiera que Gemma era una sirena, y que se había escapado con unos monstruos de verdad, perdería la cabeza tratando de protegerla, y esa idea le resultaba inadmisible.

—Tengo malas noticias —dijo Brian con gravedad. Extendió el brazo sobre la mesa para tomar la mano de Harper, pero ella no quiso dársela—. Mientras estaba en la comisaría, me enteré de algo.

Ella tragó saliva, intentando parar el ácido desagradable que le subía del estómago. No estaba segura de qué otra cosa podría haber averiguado Brian. Y no sabía si podría afrontar ninguna otra mala noticia.

—No sé cómo decirte esto, pero… —Hizo una pausa, tratando de encontrar las palabras—. Han asesinado a Bernie McAllister.

En ese momento, todo le volvió a la mente como en una ráfaga horrible, el aire de sus pulmones desapareció y se le hizo un nudo en el estómago.

Harper creía que había conseguido olvidarse de aquello, pero no era del todo cierto. No lo había olvidado. Era imposible olvidar la muerte de alguien que había sido tan importante para ella.

Su mente había bloqueado ese recuerdo para darle algunas horas más de tranquilidad en las que no tener que pensar en ello. Pero la imagen de su cuerpo descuartizado entre los árboles, junto a la cabaña, había regresado.

Bernie era una de las mejores personas que había conocido en su vida, un amable viejecito con acento cockney que había ayudado a cuidar a Harper y a Gemma después del accidente de coche de su madre.

Las sirenas lo habían matado, abriéndolo en canal como a un pez, y lo habían dejado pudrirse mientras bailaban y cantaban y destrozaban su casa buscando cosas de valor. Lo peor de todo era que él les habría dado de buen grado cualquier cosa que ellas le hubieran pedido, y no porque fueran sirenas capaces de hechizarlo, sino porque Bernie siempre quería ayudar a todo el mundo.

—Lo siento mucho, mi amor —dijo Brian con la voz cargada de lágrimas—. Sé lo encariñada que estabas con él.

Harper se llevó la mano a la boca mientras unas lágrimas silenciosas le corrían por las mejillas. A pesar de que la imagen del cuerpo de Bernie le quemaba la mente, era consciente de que tenía que elaborar alguna respuesta. Su padre no sabía que ella ya estaba al corriente de la muerte de Bernie… y no debía saberlo.

—¿Cómo…? —preguntó Harper con voz ronca, apenas capaz de forzar la palabra a través del nudo que tenía en la garganta.

—Todavía no están seguros —dijo Brian, pero bajó la vista cuando lo dijo.

A Harper le daba la sensación de que la policía le había dicho a su padre más de lo que este le estaba contando a ella, y por una milésima de segundo los odió por eso. No era necesario que Brian conociera los detalles. A todo el mundo habría que ahorrarle esa imagen truculenta, en la medida de lo posible.

—Encontraron su casa saqueada —siguió Brian—. Creen que fue algún tipo de robo que salió mal.

Harper se preguntaba si habría algo de verdad en eso. ¿Las sirenas habían ido a robarle y él había sido una víctima del robo? ¿O el asesinato era su objetivo prioritario y el robo se les ocurrió después?

—Ayer tenía una cita con el médico en el pueblo y, cuando no apareció, el médico envió a la policía para ver si estaba bien —dijo Brian—. Dada la edad que tenía Bernie, y como vivía solo, el médico se preocupó. Pero nadie imaginó que se lo encontrarían asesinado.

—¿Ya tienen algún sospechoso? —se oyó preguntar Harper. Le temblaban las manos, así que se las puso en las rodillas y las apretó para mantener controlado el temblor.

—Todavía no —admitió Brian—. Pero siguen buscando. —Hizo una pausa—. Creen que es la misma persona que mató a esos chicos.

Harper asintió con la cabeza, aturdida, consciente de que los mismos monstruos que habían matado a Luke Benfield y a los otros dos adolescentes también habían matado a Bernie.

—Al menos, acababas de pasar un rato con Bernie —dijo su padre, en un intento de cambiar de tema y, de alguna manera, darle un giro optimista a todo.

Hacía apenas unos días, el sábado, Harper y Brian habían pasado la tarde en la isla de Bernie, poniéndose al día y echando un vistazo a su huerto. Sabía que aquello debería haberla consolado, porque así tendría un último recuerdo afectuoso de un viejo amigo, pero no le bastaba con eso.

—Me hago cargo de que esto es demasiado difícil —dijo Brian—. ¿Cómo estás? ¿Podrás resistirlo?

—Sí —dijo Harper, no muy convencida.

Por suerte, antes de que su padre pudiera presionarla más y le preguntara cómo estaba, empezó a sonarle el teléfono en el bolsillo. Mientras tanteaba para sacarlo, se le aceleró el corazón con la esperanza de que fuera Gemma, pero entonces vio el número. Sólo era Daniel. Otra vez.

Miró la pantalla y pensó en si debía contestar. Parte de ella quería hacerlo. Para ser honesta consigo misma, debía admitir que le gustaría oír su voz; no le iría mal un hombro sobre el que llorar.

Pero ganó su lado lógico y pulsó «rechazar». Quizá hubiera averiguado algo sobre Gemma, pero Harper no podría disimular delante de su padre si Daniel le decía algo relativo a su hermana.

Si Daniel sabía algo, dejaría un mensaje de voz y Harper lo escucharía en cuanto estuviese fuera de la vista de Brian. Y si Daniel no había averiguado nada, al no responder evitaba tener una conversación con él. No podía permitir que la distrajese justo en ese momento.

—¿Quién era? —preguntó Brian, y se le iluminó la voz ante la posibilidad de que fuese Gemma.

—Sólo era…, eh…, Marcy, del trabajo. —Harper guardó el teléfono en el bolsillo—. Disculpa, papá, no me siento bien. Creo que necesito echarme.

Brian estaba a punto de decir algo, pero Harper ya había subido corriendo la escalera. Sin embargo, no fue a su habitación, sino al baño, y llegó al inodoro justo a tiempo para vomitar.

Cuando hubo terminado, se sentó en las frías baldosas y apoyó la cabeza contra la pared. Sacó otra vez su teléfono. Llamó al buzón de voz, sólo para verificar si Daniel le había dejado algún mensaje. No había nada. Harper recorrió rápido los números de la agenda del teléfono en busca del de Álex.

—¿Diga? —respondió Álex.

—Tenemos que encontrar a Gemma —dijo Harper.

—Sí, ya lo sé.

—No. —Harper negó con la cabeza como si él pudiese verla—. Quiero decir que me importa un carajo lo que sea, o lo que sean las otras chicas. Doy por terminada la investigación. Tenemos que encontrar a Gemma ya.

Álex dejó escapar un suspiro de alivio.

—Yo estaba pensando lo mismo. Tenemos que encontrarla y traerla de vuelta como sea.