A través del Atlántico Norte
El nombre de mi barco, Eilbek, correspondía al de un barrio de Hamburgo. Era una nave perteneciente a la compañía Wappen-Reederei, botada en el año 2005, de 15 600 toneladas, 169 metros de eslora y 27,20 de manga, en cuya larga cubierta de proa se disponían centenares de contenedores, ordenados los unos sobre los otros en altas pilas y formando hileras regulares que iban desde el castillo de popa hasta la proa. La ruta, que realizaba varias veces al año de ida y de vuelta, incluía atraques, para cargar y descargar mercancías, en los puertos de Montreal, Liverpool, Amberes y Hamburgo.
Resultaba un barco feo y desgarbado, como lo son ahora todos los mercantes, en donde predominan los criterios de utilidad sobre los de belleza. A causa de su altura y estrechez, me parecía demasiado liviano para resistir un mar embravecido. Pero sin duda el gran calado compensaba la aparente inseguridad del Eilbek. El casco estaba pintado de negro y la torre, de color blanco.
Desde los días lejanos de mis primeras lecturas de Coleridge, Allan Poe, Melville, Kipling, Conrad y los cronistas españoles de la conquista de las Indias, entre otros cuantos, cruzar el Atlántico en barco constituía para mí una aspiración secreta e intensa que no había conseguido cumplir tras muchos años de viajes. Alguna vez me tentó la posibilidad de comprar plaza en un crucero de los que, en el verano, realizan cargados de turistas la ruta entre Europa y América. Pero no había acabado de decidirme.
A partir de la década de los años cincuenta del siglo pasado, los aviones de pasajeros suplieron a los grandes transatlánticos para atravesar los océanos, y los únicos barcos de pasajeros llamados a sustituirlos fueron los que en la actualidad realizan cruceros de lujo, una divertida forma de viajar que, sin embargo, no está entre mis favoritas. No obstante, desde hace más de una década, los mercantes han comenzado a alquilar sus camarotes libres a los viajeros ávidos de mar y desdeñosos del crucerismo. Son travesías sin lujo, en las que debe cumplirse el estricto horario de la tripulación y en donde las diversiones son muy diferentes a las habituales. Aquí hay que leer, hacer gimnasia, subir y bajar escaleras, aprender cómo navegan los profesionales del mar, buscar ballenas y delfines con los prismáticos, seguir embelesados el espléndido vuelo de las gaviotas, contemplar desde la cabina del piloto las alboradas y los atardeceres oceánicos y escribir un diario si te gusta hacerlo.
En la travesía transatlántica del Eilbek entre Montreal y Liverpool, un recorrido de 2762 millas náuticas (unos cinco mil kilómetros), viajábamos a bordo veintiún tripulantes, entre marineros y personal de servicio, cinco oficiales y yo como único pasajero. El capitán era alemán y lo mismo su primer oficial y el jefe de máquinas. Los otros dos oficiales eran un polaco y un esloveno. La marinería procedía de las islas Filipinas. Me pareció una estupenda noticia que el cocinero fuese filipino-japonés. Pero mi alegría se tornó en desencanto cuando me informó el segundo día de navegación de que no había pescado adecuado entre las provisiones con el que poder preparar shusi y shasimi.
Mercantes como el Eilbek surcan en nuestros días, por centenares, los mares y océanos del planeta. Viajar en ellos resulta una delicia si uno sabe disfrutar de cosas singulares y le importa un bledo que le enseñen los pasos del cha-cha-chá o asistir a bailes de salón en los atardeceres, vestido de etiqueta, como sucede en numerosos cruceros de lujo.
Un empleado de la naviera me había dado por teléfono las instrucciones para encontrar el lugar del puerto sobre el río San Lorenzo en donde debía encontrarme la tarde de aquel martes de agosto, antes de las seis. Tomé un taxi en la puerta de mi hotel a eso de las cuatro y me dirigí al Cast Terminal Inc., un muelle de varios kilómetros de largo al este de Montreal, en la orilla izquierda del río San Lorenzo. Con el mapa abierto en el asiento del lado del chófer, inclinándome hacia delante desde el asiento trasero, iba indicándole al hombre el camino. El paisaje a mi derecha era algo desolador: enormes grúas y decenas de filas de contenedores apilados sobre las explanadas de los muelles, por los que circulaban gigantescos camiones cargados de nuevos contenedores. Detrás, en los atraques, se alzaban las altas torres de los mercantes, en cuyas popas flameaban banderas de múltiples nacionalidades. Era un día gris, de cielo mohoso, que parecía presagiar lluvia. No se distinguían personas por ninguna parte; sólo máquinas, galpones, vehículos y los grandes embalajes de hierro. El escenario negaba toda estética; era la exaltación de la utilidad del metal.
Tras algunas dudas, encontramos nuestro embarcadero. Bajé del taxi con mi bolsa, pagué al conductor y me acerqué al Security Point. Un guardia uniformado me pidió la fotocopia de mi billete de viaje y el pasaporte. Comprobó los documentos con minuciosidad, tomándose su tiempo, habló con alguien por teléfono en un inglés gangoso del que no logré entender una sola palabra y, cinco minutos después, apareció un 4 x 4 al otro lado de la garita. El conductor, uniformado de la misma guisa que el guardia de la caseta, me hizo un gesto para que subiera al vehículo. Esquivando una selva de contenedores y grúas, como si participásemos en una yincana, alcanzamos unos minutos después la popa del Eilbek, de cuya altura bajaba hasta tierra una bamboleante escala. El chófer me indicó que me apeara del coche y subiera al barco.
Bajé con mi bolsa, el 4 x 4 se alejó y me quedé solo ante el gigantesco trasero del buque, un enorme casco negro que surgía del agua muy por encima de la línea de flotación. Las grúas trajinaban en su costado, echando a bordo contenedores rojos, azules, negros y blancos. El chirrido de los ingenios mecánicos ensordecía y producía dentera. Supuse, a la vista de la línea de flotación, que todavía quedaban unas cuantas horas para que el mercante estuviera cargado por completo.
Con mi pesada bolsa echada a la espalda y un pequeño morral al hombro, comencé a ascender por la tambaleante pasarela, con riesgo de caerme. Sin embargo, no había alcanzado el cuarto peldaño cuando asomó en lo alto un filipino de aspecto atlético, ataviado con un mono gris y un casco naranja. Bajó presto, casi a saltos, tomó mi bolsa, que en su hombro parecía haberse convertido en un bulto liviano, y me indicó que le siguiera.
Poco después, ya en la barriga del barco, ascendimos una escalera de hierro y cruzamos una pesada puerta para entrar en la cubierta número 6. Recorrimos un largo pasillo con pequeñas estancias a los lados. En una de ellas trajinaba de espaldas a mí un oficial sentado frente a una pantalla de radar. No se volvió cuando crucé junto a su puerta.
Llegamos al otro lado del pasillo y continuamos trepando por una escalera interior de peldaños metálicos. Al llegar a la cubierta número 10, el tripulante abrió otra puerta de hierro y alcanzamos un nuevo corredor con una fila de camarotes en su lado izquierdo. Junto a la puerta del que me había sido asignado, el número 4, dejó mi bolsa y me tendió la mano.
—Edwin —dijo presentándose—. Entre las cinco y las seis se sirve la cena en el comedor de oficiales, en la cubierta siete.
Le di a Edwin un par de dólares, se inclinó ante mí y salió de la cabina.
Inspeccioné el que iba a ser mi hogar en los próximos ocho días. A mi derecha, en un pequeño hueco al lado de la puerta, del techo se sujetaba una barra horizontal de la que colgaban unas pocas perchas y, justo al lado, se abría un cubículo con ducha, lavabo. Junto a la pared del lado derecho, más allá del baño, estaba mi lecho. A la izquierda, bajo el ojo de buey desde el que se distinguía un pedazo de cielo ennegrecido sobre pilas de contenedores, había un sofá-cama cerrado junto a una mesa y una silla. Al lado, una nevera y una estantería con una cubitera de hielo, un cafetera y bolsitas de té y de café instantáneo, además de unos pocos sobrecillos con azúcar y leche en polvo. Y a la izquierda de la puerta, frente al baño, un armario para la ropa.
El camarote medía seis o siete metros cuadrados. Era un espacio pequeño con el aire de un nido, pero algo más grande que una habitación de hotel en Tokio.
Mi reloj marcaba las cuatro y veinte de la tarde. Organicé mi equipaje y tomé agua de una botella que encontré en la nevera.
El comedor de oficiales era una estancia de unos veinticinco metros cuadrados; daba a la cocina, que contaba con dos fogones, una pila y varios armarios y congeladores. Al otro lado de esta se abría el comedor de la tripulación, algo más grande que el de los oficiales. En mi comedor había una mesa redonda, con seis sillas alrededor, una mesa cuadrada adosada a la pared para disponer los alimentos a modo de pequeño bufet y una pequeña nevera acristalada con bebidas frías.
Bajé al comedor a eso de las cinco; el primero que apareció para recibirme fue un marinero filipino que se presentó como Doy. En un briefing algo apresurado, me dio las instrucciones pertinentes para mi vida en el barco.
Debía seguir el horario de las comidas de la tripulación: desayuno entre las 7.30 y las 8 de la mañana; almuerzo, entre las 12 y las 12.30; cena, entre las 17.30 y las 18 horas. Podía utilizar una salita aneja en donde había un DVD y una pantalla para ver películas, pero el barco no tenía antena capaz de captar ninguna señal de televisión. No existía servicio de internet a bordo; no obstante, cada mañana se me entregaría un boletín con las noticias del mundo recibidas por radio. Si quería beber cervezas, vinos o licores, debería pagarlos aparte, pero con precios libres de impuestos. En el barco se aceptaban dólares estadounidenses y euros. Podía utilizar gratuitamente la lavandería, que estaba en la cubierta 5, y la sauna y el pequeño gimnasio de la cubierta 4. No estaba permitido bajar a la sala de máquinas salvo que me acompañase el oficial responsable. Tampoco podía salir a recorrer la cubierta de proa junto a los contenedores si el capitán no lo autorizaba. En cambio, tenía libertad para asomarme a tomar el aire en las pequeñas terrazas de las cubiertas 6, 7 y 8, y también para visitar el puente de mando a cualquier hora que lo deseara.
Doy me largó luego un discurso con una serie de instrucciones de seguridad que a duras penas logré memorizar y, a renglón seguido, me condujo al exterior para mostrarme los botes salvavidas y el destinado al abandono del barco en caso de naufragio, una especie de batiscafo metálico pintado de color naranja que recordaba a los ingenios de los viajes submarinos de los filmes antiguos de ficción. Sopló otra vez en mi alma el aire de la niñez.
—Cuando alcancemos el océano, haremos un simulacro de abandono —dijo.
Antes de desaparecer de mi vista, me hizo firmar un papel en el que aceptaba navegar «at my own risk», lo que significaba que si el barco se hundía y me ahogaba, era cosa mía y la compañía naviera se lavaba las manos.
Al poco asomó el mayordomo. Era pequeño, moreno, sonriente y tenía un cierto aire femenino. Al escuchar el dulce timbre de su voz, dudé sobre su sexo: podía ser un hombre, una mujer, e incluso un transexual. Me desconcertó aún más cuando se presentó:
—Estoy a su servicio para cuanto desee. Mi nombre es Sharon.
En ese instante pensé que era una mujer.
—¿Sharon? —dije.
Se echó a reír.
—Sí, sí… —dijo—, todo el mundo se extraña al oírlo. Soy un hombre, estoy casado y tengo cuatro hijos. Pero mi padre estaba enamorado de Sharon Stone, por las películas, ya sabe, y tenía decidido llamar Sharon a su primer hijo, fuera hombre o mujer. Nací varón y no hubo forma, pese a la insistencia de algunos familiares, entre otros mi madre, de que cambiara su idea. Y con Sharon me quedé.
Entró Joel, el cocinero chino-japonés, y me saludó inclinando el cuerpo. Era un hombre joven, de cara redonda y cráneo mondo, tan sonriente como Sharon. Tras el saludo, sin decir palabra, entró en la cocina.
—¿Comerá con vino, señor? —preguntó Sharon mientras me tendía una lista.
La ojeé: la botella de cerveza costaba un euro y la de burdeos, siete. Hacía más de un mes que no probaba el vino.
—Tomaría burdeos, pero una botella es demasiada cantidad.
—No se preocupe, le guardaré lo que sobre para la comida de mañana.
A las cinco y media llegaron el capitán y alguno de sus oficiales. Esa noche, cuando regresé al camarote, comencé mi diario del viaje transatlántico, una suerte de cuaderno de bitácora. Creo que es algo que debería hacer todo viajero que cruce el océano, aunque no sea escritor.
Me resultó muy emotivo aquel primer día a bordo del Eilbek, cuando organicé mis cosas en el camarote, sentir el leve balanceo del mar bajo mis pies. De nuevo se despertaba en mi ánimo la sensación de viajar en el tiempo, hacia el pasado, rumbo a los días en que el mundo se me abría como una ensoñación. Y sin embargo, todo alrededor era real y el camino no ofrecía visos de regreso, sino que se tendía hacia delante. De niño imaginas, proyectas… En tu juventud y madurez, inmerso en el vértigo del presente, dejas latiendo en un rincón de tu espíritu los anhelos infantiles… Al envejecer, vuelven y te piden que los realices, que cumplas el destino que trazaste para ti cuando asomabas a la conciencia de la vida.
Ahora, en el Eilbek, sentía que la travesía era una suerte de pequeña victoria. Recordé una vez más mi verso favorito de Píndaro: «Llega a ser lo que eres».
El barco se me hacía un lugar extraño, tal vez inhóspito, pero el mayordomo Sharon era una persona que transmitía calidez. Antes de que apareciese el capitán, me dijo que, cuando el barco llegara al último puerto europeo del viaje, él regresaría a Filipinas para estar con los suyos durante dos meses. «Hace casi nueve que no los veo. —Componía un gesto de tristeza al hablar—. Casi no he bajado del barco desde entonces, navegando una y otra vez entre Europa y América».
Luego me contó que firmaba contratos anuales y ganaba mil quinientos euros limpios al mes. «Es poco para un europeo, pero mucho para un filipino. En mi ciudad, Manila, puedes comprarte una buena casa por cuatro mil euros». Añadió ufano: «Yo ya tengo la mía. Y ahora, con lo que he ahorrado en estos meses, podré comprarles una a mis padres».
Cené en la mesa de los oficiales y el capitán se presentó con el título de master. Era un hombre que quizás no llegaba a los cuarenta años y se llamaba Christian Grimmert. Me dijo que ese era su segundo viaje como comandante de la nave.
Todos los oficiales me trataban con extrema cortesía. Era el único pasajero a bordo, como ya he dicho, aunque en el Eilbek había plazas para ocho, cuatro en camarotes individuales y dos en cabinas dobles.
El segundo oficial era un hombre de aproximadamente mi misma edad, delgado, de rostro afilado, pelo ensortijado y mirada vivaz; se llamaba Dettmar Ottman. El otro oficial alemán, Georg Schröder, alto, rubio y delgado, podría tener más o menos la misma edad que el capitán y ejercía como jefe de máquinas. No tardó en contarme que tenía una casa de verano en el Levante español, cerca del peñón de Calpe. Por su parte, el esloveno y el polaco eran extremadamente discretos, hablaban un inglés muy cerrado y yo apenas lograba comprender nada de lo que decían. Me pareció entender que el polaco se llamaba Bodlan, pero el nombre del esloveno no logré fijarlo en mi memoria. Bodlan se ocupaba de la electricidad del barco y el otro cumplía funciones de ayudante de máquinas con Schröder.
Sharon me sirvió una botella de burdeos del año 2004. Ofrecí una copa a los otros comensales y, a excepción de Dettmar, la rechazaron con gentileza. Dettmar paladeó el vino con deleite y luego se dirigió a mí con una frase que me hizo reconocerle como un nostálgico de tiempos pasados:
—Ahora la gente come con Coca-Cola. El mundo está cambiando muy deprisa y no me gusta demasiado la forma en que lo hace.
El capitán, sonriente, movió la cabeza para los lados. Luego le hizo un gesto a Sharon, señalándole la nevera, y se dirigió a Dettmar:
—¿Te apetece una Coca-Cola fría, old man?
Todos reímos la candorosa broma del jefe.
Uno detrás de otro, los oficiales fueron abandonando la cabina. Dettmar esperó a terminar su vaso de tinto antes de marcharse.
—Es saludable el vino —dijo mirando la copa antes de dar el último trago—. Pero no puedo beber mucho, tengo los riñones dañados a causa del frío que pasé en los viajes que hacía por el Norte años atrás.
Volví a mi camarote y me tendí en la cama a leer la revista francesa Le Magazine Littéraire, un número dedicado a Albert Camus que había comprado en Montreal. En los viajes transoceánicos hay que ir provisto de abundante literatura, porque de otra manera se corre el riesgo de desembarcar en el puerto de destino convertido en un alcohólico. Yo había traído unos cuantos libros de buen tamaño: uno de crónicas periodísticas de guerra que incluía textos de Crane, Dos Passos y Hemingway; una historia de Canadá que firmaba un tal H. V. Melles; otra de Quebec de la que eran autores los franco-canadienses Hamelin y Provencher, y un excelente trabajo del mejor historiador de Canadá, Pierre Berton, The Artic Grial. Trataba de la búsqueda del Paso del Noroeste, desde las primeras expediciones hasta el exitoso viaje de Amundsen.
Estaba leyendo en Le Magazine Littéraire un jugoso diálogo entre Oliver Todd y Alain Finkielkraut sobre la figura de Albert Camus cuando, a eso de las ocho y media, se desató un fragor ensordecedor fuera del barco. Una feroz tormenta caía sobre los muelles y los goterones chocaban como balazos de grueso calibre en el acero del buque. Por mi ojo de buey entraba la cegadora luz de los relámpagos y los rayos y, de cuando en cuando, el bronco alarido de un trueno estremecía la estructura del Eilbek y levantaba lamentos de histeria en los herrajes de mi camarote.
Me puse un chubasquero y bajé las escaleras hasta la cubierta número 6. Al salir al aire libre del puente, un viento cargado de gotas de lluvia me golpeó la cara, casi cegándome. Dos tripulantes con cascos rojos e impermeables amarillos tensaban los gruesos cabos del amarre. El viento llegaba enloquecido, alzando alrededor de la popa turbulencias de agua y espumarajos que trepaban por las bordas como animales hambrientos. Las grúas cesaron de cargar contenedores y el barco se agitó bajo los bramidos de la tormenta, los estallidos de luz de los relámpagos y la rabiosa cañonería de los truenos.
Un hombre se me acercó. A la luz de un relámpago, distinguí el rostro mojado de Doy. Me gritaba y no lograba entenderle. Por medio de gestos, me indicaba que regresara al interior del buque. Y así lo hice.
En el comedor, Sharon tomaba té. Me ofreció una taza. La rechacé con gentileza.
—Vamos a zarpar un poco más tarde —dijo—. Pero recuperaremos tiempo en el camino, el barco no lleva mucha carga.
Regresé escaleras arriba hasta mi camarote y continué leyendo. A eso de las diez y media, fatigado por el ajetreo del día, apagué la luz. Me dormí poco después, a pesar del estruendo de los truenos y del vehemente meneo que imponía la tormenta. En las alturas del décimo piso, mi cabina bien podría ser el nido de un pájaro en la copa de una alta y delgada palmera que se cimbreaba bajo los golpes airados del viento.
Era de madrugada cuando encendí mi linterna y miré el reloj: marcaba las cinco y media y el barco se movía adentrándose en el río San Lorenzo.
Luchaba por volver a dormirme mientras recordaba tantos libros de océanos, de Coleridge, de Melville, de Poe, de Kipling, de Salgari incluso.
Los contenedores formaban pilas de tal altura que, a través del ojo de buey de mi camarote, en el piso 10 de la torre de popa, me impedían ver el extremo de la proa. Creaban un paisaje abrumador y parecían las piezas rectangulares de un rompecabezas, diferenciadas tan sólo por sus colores y marcadas con distintas numeraciones: los códigos que correspondían a las señas de identidad de las compañías a las que pertenecían y sus destinos. Debajo de las bordas se distinguía el agua grisácea del río y, en lo alto, un cielo ceniciento.
A las ocho menos cuarto ya estaba despierto. Bajé de inmediato a desayunar, con ánimo de cumplir estrictamente el horario, pero en la mesa de oficiales sólo se encontraba el esloveno, que me saludó con una sonrisa lánguida. Había queso fresco, huevos, café, pan negro y mantequilla.
Después de dar cuenta de un copioso desayuno, me asomé al alerón de la cubierta 7, por el lado de popa, para sentir en mi rostro el viento libre y húmedo de la mañana. Del cielo colgaba una liviana neblina y el San Lorenzo discurría muy tranquilo. Navegábamos a favor de la corriente, mecidos con suavidad por las ondas del agua, cruzándonos con grandes mercantes como el nuestro que viajan río arriba, en su mayor parte con poca carga. Las orillas asomaban poco habitadas, con casitas ocasionales entre los bosques y pequeños embarcaderos vacíos. Alguna que otra lancha de pescadores se bamboleaba al pairo, entre isletas coronadas de bosquecillos de álamos y arces. Al poco rato, el sol venció a la neblina y la luz del sol se hizo dueña de mi entorno.
Para un simple pasajero, las horas pasan con exasperante lentitud en un carguero, en tanto que la tripulación no cesa de trabajar, y hay que darle tarea a la mente para llenar el tiempo muerto y evitar desfallecer de aburrimiento. De modo que subí un rato a mi camarote, terminé de leer el número de Le Magazine Littéraire dedicado a Albert Camus y comencé el libro de Berton sobre las exploraciones del Ártico.
A eso de las diez volví al exterior. Los tripulantes, ataviados con los llamativos monos amarillos y cascos anaranjados, trajinaban entre los contenedores, asegurando los cables de acero. Resultaba extraño verlos sin chalecos salvavidas. La mañana era dulce y el San Lorenzo parecía teñido de cierta melancolía, encaminándose hacia el mar como si discurriera sobre una suave pendiente de un desnivel apenas perceptible.
Al regresar al interior, Dettmar, el segundo oficial, me invitó a sentarme con él a tomar un café. Casi de inmediato nos caímos bien. Soltero y natural de Hamburgo, tenía sesenta y tres años, uno más que yo.
Me hablaba del Atlántico.
—Es un océano feroz y salvaje, pero antes era mucho peor todavía. De todas formas —añadió—, los barcos han mejorado mucho en su forma de navegar y en sus sistemas de seguridad, aunque no en su estética; y quizás sea eso lo que nos hace pensar que el mar se ha civilizado un poco. Antes, por ejemplo, este río no podía navegarse en muchos tramos hasta que llegaba el mes de marzo, a causa del hielo. Ahora lo rompemos: el Eilbek tiene un formidable casco de acero. Pero yo no estoy seguro de que acabemos de dominar el mar, su fuerza es invencible.
Después de sentarme otro rato al aire libre, a disfrutar del sol, del paisaje de las orillas y del río, entré de nuevo en la sala del comedor, a las doce, para almorzar. El capitán vestía un jersey de uniforme de color caqui, con cuatro barras y una estrella amarillas en las hombreras. Pero lo combinaba con pantalones vaqueros. Pensé que, caso de ser militar, lo hubieran expulsado de la Armada.
Los demás comensales fueron llegando uno detrás de otro. El menú lo componían una sopa caliente, ensalada de tomate con finas hojas de lechuga y pollo asado con chucrut. De postre, queso y naranjas. Le pedí a Sharon mi botella de burdeos y ofrecí un vaso a los otros comensales, pero sólo aceptó Dettmar. Hablamos poco durante el almuerzo y apenas crucé unas palabras con el capitán, que se ofreció a mostrarme esa misma tarde, en el puente de mando, cómo navegaba el Eilbek.
Regresé al camarote a echarme la siesta; entre sueños podía percibir cómo el bamboleo del barco me echaba a un lado y a otro de la cama. A veces me sobresaltaba pensando que podía caerme al suelo empujado por un golpe de mar. No era la mejor forma de dormir, pero al cabo de un par de noches acabé por acostumbrarme.
El aullido de sirenas llegando desde el exterior me despertó a media tarde. Subí al puente de mando y salí al alerón del lado de babor. La tarde era luminosa y la temperatura parecía hecha a la medida humana. Cruzábamos bajo el Vieux Québec, más o menos a la altura del lugar en donde, desde los altos de la ciudad, distinguí por primera vez el barco en el que ahora viajaba. Arriba, al pie del château Frontenac, alcanzaba a ver los toldos blancos de los puestos de los bouquinistes que sombrean el paseo Dufferin, sobre el ancho curso del San Lorenzo. Visto desde el río, Quebec se erguía como un peñón muy por encima del agua, y supuse que algunos paseantes estaban mirándonos con los prismáticos de alquiler fijados a la baranda. Me dio por pensar que, tal vez, allí arriba, un niño miraba el barco en ese momento y soñaba con cruzar el océano rumbo a Europa. Lanchas neumáticas a motor se acercaban raudas hasta nuestro barco para jugar con las ondas que levantaba la proa al cortar el agua.
Llegando a la isla de Orleans, pasada la ciudad de Quebec, el barco tomó el canal que corre junto a la orilla izquierda. Miré mi reloj: marcaba las cuatro y media. Volví a entrar en el puente de mando.
El capitán Grimmert estaba esperándome. Me dio la bienvenida sonriente. Un joven filipino de corta estatura gobernaba la rueda del timón.
Grimmert me mostró los instrumentos de navegación y la carta con el rumbo que íbamos siguiendo. Despacio, pasaba los mapas delante de mí, señalándome la línea de nuestro viaje. Eran cartas muy detalladas, que marcaban las profundidades del río y el océano y las localidades costeras. Sentí una emoción particular al toparme con el nombre de Newfoundland, Terranova en castellano: tantos libros leídos sobre aventuras en esos mares salvajes… En una de las cartas distinguí un punto marcado con lápiz junto a una palabra escrita a mano: Titanic.
El capitán sonrió:
—Sí, ahí mismo se hundió, pasaremos cerca… Lo hemos señalado porque todos los pasajeros preguntan por el sitio. Ese barco es una leyenda.
Me contó luego que la capacidad de carga de nuestro barco era de 14 000 toneladas, pero que en este viaje sólo transportaba 9000. La velocidad que tomaríamos una vez en mar abierto iba a oscilar entre los 19 y los 22 nudos, esto es, de treinta y tantos a cuarenta kilómetros por hora. Añadió que la profundidad del río San Lorenzo era escasa en esa franja del cauce, entre los 10 y los 17 metros.
—A veces —añadió Grimmert— se oye el casco rozar contra el lecho del río y se producen ruidos y movimientos raros del barco. Pero no se asuste, el Eilbek es muy fuerte, está construido con grandes planchas de acero.
Le señalé al timonel que movía la pequeña rueda del timón. Grimmert ladeó la cabeza con gesto melancólico:
—Las viejas grandes ruedas han desaparecido. Desde la invención del GPS, un barco puede gobernarse ya tan sólo con botones, con la ayuda del radar y el sónar. Es menos romántico, pero más eficaz. Incluso las cartas que le he mostrado y el compás ya casi no son necesarios. Los usamos porque nos dan una cierta seguridad, más psicológica que real.
—¿Cuándo entraremos en el océano?
—Mañana saldremos del San Lorenzo. Es probable que veamos ballenas e icebergs.
Bajé temprano a cenar y sólo estaba Bodlan, el oficial polaco responsable de la electricidad. Era fuerte, algo desgarbado, calvo, mofletudo y gastaba un recio bigote negro. Me contó que era natural de Gdansk y cuando yo pronuncié el nombre de Walesa, gruñó. Al añadir el del sindicato Solidaridad, echó la cabeza casi encima de su plato y dijo en francés, moviendo los dedos de la mano derecha: «Comme ci, comme ça».
Un poco más tarde llegó Georg Schröder. Me invitó a visitar el día que lo deseara la sala de máquinas. Con cierto orgullo, me informó de que el Eilbek tenía diecisiete mil caballos de potencia.
—Pero a pesar de ello, navegar el Atlántico sigue siendo muy duro —continuó—. En invierno hay mucho hielo y un alto riesgo de averías. Salir al exterior es peligroso y la temperatura resulta horrorosa. Yo procuro no venir en invierno, aunque a veces no me queda otro remedio.
Subí de nuevo al exterior del puente de mando. Las localidades de Saint-Paul y Saint-Jean asomaban dándose frente desde las orillas opuestas. Un ferry cruzaba lento entre ellas. El lado norte parecía más boscoso y en el del sur distinguí algunas granjas y pequeñas manadas de ganado vacuno.
Algo grande, blanco como el pecho de una gaviota, se movía en el agua. El capitán, que seguía en el puente, me tendió sus prismáticos. Era una ballena beluga. Asomaba a la superficie y volvía a desaparecer en el cauce ancho del río. Poco a poco iba alejándose del barco.
—A los cetáceos les gusta entrar aguas arriba del San Lorenzo —dijo el capitán.
—Es blanca, como Moby Dick…
Me miró con gesto burlón.
—No conozco a nadie que haya visto a Moby Dick.
—Yo creo que existe —contesté—: Está en nuestra alma.
No pareció interesarle lo que yo le sugería. Movió la cabeza antes de añadir:
—Cuando entremos en el océano, seguiremos en navegación ortodrómica o loxodrómica. ¿Le suena?
Negué.
—Es lo que se conoce como el círculo máximo, el camino más corto que puede encontrarse en la navegación entre dos puntos. Es todo lo contrario de lo que sucede en la tierra con la línea recta.
Señaló hacia proa.
—Dentro de un rato tomaremos rumbo norte.
La tarde era espléndida y disfruté de ella todavía un par de horas, entrando y saliendo del puente de mando a la terraza exterior que miraba desde la altura de trece pisos al anchuroso río y las orillas arboladas. El aire llegaba puro, dulce y fresco.
Después de la cena, me refugié en mi camarote para seguir leyendo The Artic Grial. Era un libro fascinante, casi setecientas páginas que parecían escritas a propósito para entretener sin tregua a un viajero decidido a cruzar un océano. Me prometí viajar por el Ártico en un próximo viaje.
Cuando apagué la luz, mientras bailaba en el lecho una danza ligera al ritmo que imponía la corriente del San Lorenzo, pensé en lo mucho que se parecen el viaje, la lectura y la escritura. Todos son actos de creación —sí, la lectura también lo es— porque suponen formas distintas de explorar, de ruptura con el hábito, de desdén hacia la monotonía, de esfuerzo de la imaginación y un impulso quizás inútil de identificar tu yo con el mundo de lo real, a través del cedazo de lo imaginario. No concibo la vida, para nadie, de otra manera que no sea leyendo, viajando, escribiendo o tratando de crear cualquier obra de arte, aunque sea un intento vano. Por mi parte, estoy seguro de que no podría vivir de otra manera, salvo que me dejase llevar por la melancolía o el desánimo. Estoy seguro de que lo contrario sólo me conduciría a abandonarme en los brazos fatigados de la vejez.
Recordé un breve verso de al-Mutanabbi, un viajero iraquí del siglo VIII y poeta muy apreciado en las cortes de los señores de Damasco, Aleppo y Egipto:
Soy hijo de los desiertos y de los versos,
hijo de las sillas de montar y de las cumbres.
También de los océanos, me dije.
Cuando subí al puente de mando el día siguiente, primer jueves de septiembre de 2006, el piloto filipino que cumplía su turno de guardia, enfrascado en el estudio de las cartas de navegación, apenas me dirigió un saludo. Salí al alerón a contemplar el imponente océano. Era mi tercera jornada de viaje en el Eilbek y, mientras percibía cómo el aire marino humedecía mis mejillas, una sensación de profunda melancolía se iba apoderando de mi ánimo. Sentí de pronto nostalgias que no alcanzaba a identificar. Nostalgias del pasado, de lo vivido e irremediablemente perdido. Pero también asomaban nostalgias del futuro, de lo que no conozco, una emoción que me asalta muy a menudo durante los viajes y que es el anhelo más enigmático y, al mismo tiempo, el más hermoso de cuantos mi espíritu puede percibir.
Extraña aventura, me decía allá fuera, bajo la ancha campana del espacio: ¡soñar con lo que no conoces y tan sólo imaginas…! ¿Es eso lo que nos empuja a viajar? ¿Es el impulso que movió a don Quijote a echarse mundo adelante en «desprecio de la hacienda pero no de la honra»? Volvían a mi memoria sus palabras tantas veces repetidas: «¿Por ventura es asunto vano o es tiempo mal gastado el que se gasta en andar por el mundo, no buscando los regalos de él, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad?».
Me acordé de que fue mi padre quien me dio a leer La Odisea y el Quijote cuando comenzaba a asomarme al universo de la literatura. Y allí, en lo alto del piso trece del Eilbek, mirando el océano acostarse bajo la luz del ocaso, escuché otra vez su alegre risa acompasada, el bonito timbre agudo de su voz cuando recitaba los versos de los clásicos que sabía de memoria. Mis nostalgias del pasado y del futuro se confundían en una batahola de sentimientos ingobernables.
Me levanté muy temprano la siguiente mañana, a eso de las siete menos cuarto; pero el sol ya había trepado un buen trecho del cielo. Después de desayunar, subí una vez más al puente de mando. Dettmar estaba en su turno de guardia, quizás algo aburrido, y me recibió sin disimular una cierta alegría. Los rayos solares golpeaban de frente la cristalera de la larga cabina y dos cortinas azules dejaban apenas una rendija para distinguir la línea del agua y la costa. Dettmar no perdía de vista el radar, pero no había aviso de presencia de barcos en las cercanías. Seguíamos la línea de la costa de Canadá y en ese momento bordeábamos por la orilla sur la isla de Anticosti, frente a la gran bahía del San Lorenzo. Un par de kilómetros delante de nosotros, cruzaba el ferry que une la isla con la península de Gaspé. Entrábamos en el golfo de San Lorenzo, la antesala del Atlántico Norte.
Sobre la hoja del gran mapa de la mesa en donde se seguían los rumbos, Dettmar me mostró la ruta que íbamos a tomar para adentrarnos en el océano. En lugar de cruzar el estrecho de Cabot, al sur de las isla de Terranova, nos dirigiríamos, más al norte, al angosto estrecho de Belle Isle, que separa Terranova de la península del Labrador. Una vez en el océano, nuestro barco trazaría un rumbo en forma de arco, siguiendo la ruta del Círculo Polar Ártico hasta el canal del Norte, que separa los condados del Ulster de los territorios de Escocia, para descender luego hasta la boca del río Mersey, en la ciudad de Liverpool.
—De madrugada cruzaremos el canal de Belle Isle, entre Blanc Sablón, del Labrador, y Saint Barbe, en Terranova. Después ya no veremos tierra, todo será océano hasta las islas Británicas. Las previsiones del tiempo son muy buenas para los próximos días, tendremos una buena navegación —aseguró Dettmar.
Luego me invitó a tomar un café mientras seguía vigilando el radar y el mar. Años atrás había hecho varios viajes a España.
—En Madrid, me impresionó el Retiro. ¡Increíble, un parque tan grande en el centro mismo de la ciudad! El Mediterráneo es fantástico, lo he navegado con frecuencia y conozco muchos puertos españoles: Almería, Valencia, Barcelona… España me pareció un país muy diferente a los otros países europeos. No sé cómo será ahora, hace años que no lo visito, pero el modo de vida americano está contaminando a toda Europa y quizás haya contaminado a España. Ya sabe: la prisa, el dinero, la mala comida. La vida está cambiando muy deprisa y no me gusta cómo lo hace.
La línea de la isla de Anticosti se pintaba azul conforme íbamos dejándola atrás. En la lejanía se distinguían ocasionalmente los chorros de vapor de agua lanzados al aire por las ballenas. Veía sus lomos oscuros a través de los prismáticos.
La mañana era esplendorosa, de cielo limpio, brillante, y bruñidas aguas azules levemente rizadas. Navegábamos a veinte nudos, unos treinta y siete kilómetros por hora.
A eso de las diez de la mañana bajé a la cubierta en donde se encontraba la lavandería para hacer una colada y luego me fui al gimnasio a pedalear durante media hora en la bicicleta fija. La mañana no terminaba nunca. Volví al puente de mando. A Dettmar le había dado el relevo Doy. Un nutrido grupo de ballenas jorobadas exhibían sus corpachones en las cercanías del barco.
Doy me contó que había nacido en Manila y trabajado desde 1992 como marinero en varios buques para pagarse los estudios y hacerse con el título de oficial de puente. Su nombre real era Salvador Damaso y tenía treinta y siete años. Era un tipo serio, en apariencia muy estricto en su trabajo, mucho más que los oficiales alemanes. Su contrato con la compañía propietaria del Eilbek terminaba en noviembre.
Doy me habló luego de sus viajes. Años atrás había trabajado para Pescanova, la empresa pesquera española, y desde Vigo recorrió las costas occidentales del África subsahariana. Recordaba Nigeria con horror.
—Creo que había una guerra, y nosotros, los marineros, no sabíamos nada. Decenas de cadáveres flotaban en la bahía y nadie los recogía, ni siquiera la policía. Despedían un olor nauseabundo. Los tiburones los iban destrozando y muchos miembros sueltos se mecían en el agua. Un día, varios marineros bajamos del barco a la ciudad a llamar por teléfono. Íbamos en un taxi grande y, en una calle ancha, un motorista chocó con un coche y quedó tendido en el suelo, muerto o inconsciente, no sé, mientras el coche se iba a toda velocidad del lugar. Ordenamos al taxista que se detuviese, para ayudar. Pero llegó un policía y nos apartó. Se acercó al motorista, le observó un rato y luego le dio un puntapié. Al ver que no se movía, tomó la moto del caído, la arrancó y se largó con ella. Lo que le cuento es verdad, créame.
Bajé a comer cerca del mediodía. Los oficiales parecían muy atareados y entraban y salían del comedor, casi por turnos, sin apenas cruzar unas palabras entre ellos, comiendo con prisa. Yo me tomé con calma una taza de sopa, ensalada, chucrut y hamburguesa con huevo duro, con el último vaso de vino de la botella de burdeos, y me subí al camarote a leer un poco y echar la siesta. El barco se mecía bajo mi cuerpo como la cuna de un bebé.
Por la tarde, desde el puente de mando, el mar se mostraba más brioso. Dettmar y el capitán, junto al timonel, charlaban en alemán y yo me entretuve mirando las aguas del golfo y las orillas con los prismáticos. Las gaviotas volaban sobre el barco y parecían jugar realizando acrobacias imposibles sobre la torre y los contenedores. También se acercaban algunos delfines para echarle carreras al Eilbek arrimándose a la borda de estribor. La isla de Anticosti se perdía detrás de nosotros, hacia el oeste.
Salí un rato al aire libre con el capitán Grimmert y le dije que, cuando era un adolescente, había soñado con ser marino.
—Me parece un trabajo hermoso —añadí.
—No lo crea. Es solitario, repetitivo y, a menudo, muy aburrido. Pasas mucho tiempo lejos de la familia y de tus amigos… Yo tengo un hijo de cinco años y a toda hora estoy deseando verle. Quizás en el viaje próximo me acompañen él y mi mujer. Claro, en estos días, el de marino es un buen trabajo: es seguro, pagan bien y además no tienes que encerrarte en una oficina, como casi todo el mundo, sino que vives en el mar y bajo el cielo abierto. El precio es la soledad y no siempre merece la pena pagarlo.
Me contó que, en Alemania, los capitanes disfrutaban, por cada cinco meses de trabajo en el mar, cuatro de vacaciones en tierra, en tanto que los otros oficiales navegaban tres meses y descansaban dos. Grimmert era un joven tímido y afable.
Me dijo luego que, en el Atlántico, nos esperaban algunos vientos fuertes, pero que habría buena mar. Y añadió que creía que podríamos llegar a Liverpool el miércoles siguiente, seis días más tarde.
Cuando el capitán se fue, me quedé un rato charlando con Dettmar. No cesaba de vigilar el radar y el horizonte. En un momento, señaló hacia la proa con la barbilla mientras pulsaba los botones del mando electrónico del timón y el barco se desviaba unos grados hacia estribor.
—¿No ve el barquito? —indicó con el dedo hacia delante—. Es un pesquero y tiene las redes echadas. No quiero rompérselas, ningún pescador debe perder sus redes, es una forma noble de ganarse la vida y a todos nos complace comer pescado. Además, no me gusta que las redes se enrosquen en las hélices del barco. Los japoneses hubieran pasado por en medio, aclarando el camino: en tierra, el japonés es un pueblo muy refinado y extremadamente cortés; pero en el mar, son unos salvajes.
Mientras dejábamos atrás el pesquero, Dettmar miró alrededor, hacia el paisaje solitario del mar, con aire satisfecho:
—¿No es espléndido todo esto? Me gusta el mar, sobre todo en días magníficos como este. Creo que lo echaré de menos cuando me jubile, dentro de dos meses. Este es mi penúltimo viaje.
—¿Qué hará cuando deje el mar?
Se encogió de hombros.
—Haré viajes por el mundo en bicicleta, me gusta montar en bicicleta… Pero no quiero pensarlo, me hace sentir melancolía.
Cambió de tema y me mostró la pantalla del radar.
—¿Ve esos puntos? Son icebergs. Mañana encontraremos algunos. Mírelos, mírelos: los ve ahí tan chiquititos y en realidad son grandes y muy peligrosos. Parecen muy pequeños, pero debajo tienen mucho escondido… Son algo así como los buenos libros y las buenas obras de arte: muestran menos de todo lo que contienen. ¿Sabe quién dijo eso?
—Me parece que Hemingway.
Rió con ganas.
—Me ha pillado… Me gusta Hemingway, sobre todo en sus cuentos. ¿A usted?
—Mucho.
—Ahora está algo denostado.
—Ya pasará.
—Humm…, las modas. De todas formas, los icebergs son peligrosos, al contrario que las obras de arte, que son siempre inocentes. Pero desde que el Titanic se hundió por causa de un choque con uno de ellos, se ha mejorado mucho en la detección de icebergs y en la seguridad. Ahora es casi imposible chocar con uno.
—Tampoco abundan los grandes icebergs en la literatura —se me ocurrió decirle.
Bajé a cenar a eso de las siete. Mientras daba cuenta de un plato de embutido y salmón ahumado, con una nueva botella de vino de burdeos, Sharon me llamó excitado para que corriera afuera.
—¡Ballenas, ballenas! —gritaba alborozado.
Salí. Era una bandada numerosa. Marchaban en formación a unos trescientos metros del Eilbek y en la misma dirección, mostrando sus lomos oscuros, como una patrulla de submarinos que navegara a flor de agua arrojando altas torres de vapor sobre sus corpachones.
Por la noche, de nuevo anduve un rato por la cabina de mando antes de bajar a mi camarote. La guardia le correspondía a Nico, el tercer oficial de puente, un filipino delgadito y jovial. Charlamos un rato. Cuando le pregunté la profundidad de las aguas, señaló la sonda y me informó de que navegábamos exactamente sobre 92.5 metros.
Delante de nosotros, a estribor, se dibujaba la línea oscura de la costa de Terranova, en tanto que a la izquierda crecían las orillas de la península del Labrador.
Me sentía como un niño la siguiente mañana, cuando me asomé a eso de las ocho, después del desayuno, a la baranda del puente de mando y contemplé el agua y el cielo. Lucían casi fundidos en una misma e intensa luz plateada, quizás por efecto de la liviana calima que impregnaba el aire. Me pregunté si una de las razones para viajar a lugares remotos no será buscar el encuentro con paisajes que imaginamos al dormir o al leer libros bellos y que, al verlos, nos resultan familiares. Me encontraba en la salida del estrecho de Belle Isle, de cara ya al Atlántico, y me sentía en casa, abrigado por el calor de mi hogar de la niñez, rodeado por las sombras de los míos.
A menudo, nuestra alma es desmesuradamente ambiciosa, tan ávida de abarcarlo todo que incluso la Tierra entera parece demasiado pequeña para tal audacia. Y en ese momento, arriba del puente, mientras cruzábamos por el punto más estrecho del canal que separa Terranova del Labrador, apenas dieciséis kilómetros de anchura, percibía el mundo como un lugar demasiado reducido para la voracidad de mis sueños viajeros y para la sed que despertaba en mi ánimo la atracción de la lejanía.
Las gaviotas y los cormoranes pasaban raudos, volando en pequeños bandos sobre la cubierta de los contenedores del Eilbek, o planeando solitarios, dejándose mecer por el viento, junto a la bandera flameante de la popa. Sentí deseos de volar tras ellos y envidia por carecer de alas para seguirlos y jugar aleteando en los brazos del aire.
Por la noche había tenido sueños infelices. Como casi siempre: los rostros y las voces de aquellos que amé y que se han ido para no volver nunca.
Pero el desayuno, a base de huevos, beicon y café, me reavivó. Subí al piso trece y permanecí un rato a solas en el exterior del puente de mando, antes de bajar al gimnasio a pedalear durante un cuarto de hora.
A eso de las nueve, de nuevo en el puente superior, la niebla del amanecer había desaparecido y el día se pintaba excelente en las alturas del cielo. Encontré al capitán junto a Nico, el timonel, y me dijo que la predicción del tiempo era buena, que ayer cruzamos cerca de una tormenta que hoy se había desviado hacia el norte.
—No tendremos oleaje serio —afirmó.
Me contó después que, en el invierno, la boca del golfo de San Lorenzo casi se bloquea con placas de hielo en donde se instalan miles de focas.
—El hielo llega a parecer negro con tanto animal.
Los delfines se aproximaban hasta casi rozar el casco del buque y sus lomos, de tono gris acerado, brillaban sobre las aguas oscuras al brincar.
De súbito, el capitán señaló a babor, a la altura de la proa, en la lejanía, y me tendió los prismáticos.
—Iceberg —dijo.
Lo vi como una mínima mota blanca sobre el pálido azul del mar en el horizonte. Grimmert indicó la pantalla del radar.
—Está a treinta y seis kilómetros y es bastante voluminoso.
A las nueve y media de la mañana, dejamos atrás el archipiélago de las islas de Saered y, un poco más adelante, el cabo de Bold, último punto de tierra firme, en el extremo norte de Terranova.
Y a las diez, finalmente, el Atlántico se abría ante nosotros en toda su enorme magnificencia y anchura.
Escribió Coleridge en su «Balada del viejo marinero»:
Soplaba una brisa suave, la espuma nos salpicaba,
seguía su estela libre tras nosotros;
éramos los primeros que jamás irrumpieron
en aquel silencioso mar.[4]
Me acordaba de Kipling, que visitó estos mares en la época dorada de la pesca del bacalao para ambientar su historia de Capitanes intrépidos, una novela que habla de la vida de los pescadores en los Grand Banks bacaladeros de Terranova, la zona por donde ahora navegaba el Eilbek. Kipling lo escribió así:
Verdadero desierto de aguas ondulantes, atormentado por los vendavales, asolado por los hielos a la deriva, marcado por la estela de los transatlánticos y punteado por las velas de las flotillas de pesca.
Sin duda, el escritor amaba este océano y supo describirlo en tonos poéticos que, muy en su estilo, adquieren casi ecos épicos:
… el incesante coro de las crestas de las olas rompiéndose como si fueran víctimas de un desgarramiento interior; el paso apresurado de los vientos al recorrer grandes espacios abiertos y amontonar las sombras azules y moradas de las nubes; los espléndidos incendios de rojos atardeceres; el repliegue y retirada de las brumas matutinas; el resplandor y el calor salado de los mediodías; el beso de la lluvia cayendo sobre miles de kilómetros cuadrados, monótonos y sin relieve; el oscurecerse de todo al morir el día, que es como un frío creciente; y el millón de arrugas bajo la luz de la Luna, cuando el botalón del foque golpeaba solemnemente a las estrellas más bajas.
Entrando en las aguas del Atlántico, el balanceo del mar se hacía mucho más intenso. Nos mecíamos en brazos de un ser desmesurado y me producía una leve angustia pensar en ello. Y al mismo tiempo, excitación.
Sí, aquel era el océano al que los antiguos llamaban Mare Tenebrosum, el lugar en donde, según ellos, terminaba el mundo y se abría la terrible nada, el abismo sin fin.
Hacia las once, el cielo se cubrió de nubes oscuras y el mar cobró una mayor agitación. Un leve vaivén se instaló a bordo y arreció el frío. Bajé a mi camarote, me puse un jersey y descendí hasta el comedor para almorzar.
Había sopa, ensalada, pescado con patatas y arroz. El capitán y Dettmar me aceptaron un vaso de vino. Dettmar se mostraba dicharachero, quizás porque habíamos alcanzado el mar. Soltó un breve discurso sobre los vinos alemanes, de los que dijo que había algunos muy buenos no demasiado conocidos en Europa.
—Antes de la Segunda Guerra Mundial, los caldos alemanes eran bastante más caros que los franceses. Pero la gran mayoría de los viñedos fueron arrasados durante el avance aliado sobre Berlín y las cepas se perdieron para siempre.
Después de la siesta, volví al puente. Se había convertido en mi lugar favorito, sin duda era el más entretenido del barco. Dettmar asomó poco después. Mientras charlábamos, contemplaba el horizonte con los ojos entornados.
—¡Iceberg! —gritó señalando hacia estribor—. Está a unas trece millas, más o menos.
Tomé los prismáticos. Tenía forma de pirámide y el sol, cayendo de plano sobre su inmaculada arquitectura, le hacía parecer un altar alzado en honor de una deidad marina, iluminado por rayos enviados desde el Olimpo.
—¿Cuánto medirá? —pregunté sin bajar mis prismáticos.
—Veinte o veinticinco metros sobre la superficie —respondió Dettmar—. Bajo el agua, quién sabe.
—¿Deben dar la alerta cuando los avistan?
—Sólo si los encontramos en zonas poco frecuentes… ¡Mire, hay más! —exclamó mientras movía el brazo alrededor, tratando de abarcar el horizonte de las dos bordas del buque.
Distinguí uno a babor, mucho más lejano. Y otros dos a estribor, que parecían de menor tamaño. Luego volví los binoculares hacia el primero.
Era magnífico, una especie de ser fantasmal, sin vida, que se arrastraba sobre el mar como un cadáver. Sobrecogía verlo rutilante bajo la luz y, luego, cuando la luminosidad cambiaba por efecto de las nubes, hundirse en la bruma del horizonte como si fuera a fundirse en el agua.
Pensé que los icebergs son invencibles, como los dioses antiguos, transmitiendo la misma sensación de eternidad infeliz, de volcánica ferocidad, de ausencia de principios, exentos de fe en la vida. Tienen la falta de caridad del mismo Dios, idéntica frialdad ante los sufrimientos de los hombres… Niegan toda piedad y allí, en medio del océano, con sus faldas blancas que semejaban haber sufrido los arañazos de un titán, parecían tan eternos como carentes de vida.
La mañana del sábado escribí estas notas en mi cuaderno:
Algo aburrido, sintiendo que las horas discurrían en exceso perezosas, anoche me sentía bastante solo. Por fortuna tengo los libros, el mejor remedio para combatir la morosidad del tiempo. Se me ocurre que, si la gente leyese o escribiese más libros, habría menos afición al crimen.
Pienso esta mañana en los largos viajes transatlánticos de antaño, cuando los viajeros dejaban un mundo atrás para encontrar otro nuevo por completo diferente. La mayoría lo hacían sin intención de regresar, o sencillamente, al transcurrir cierto tiempo, no eran capaces ya de hacerlo. Los viajes duraban entre cinco y siete meses, hacia América, hacia la India, e incluso Australia, rodeados de incertidumbres, con la amenaza constante de las enfermedades y de la muerte, con el riesgo permanente de las imprevisibles y pavorosas tormentas desatadas por el furor del océano. El mar siempre ha sido el gran enemigo del hombre.
Pero creo que, para la mayoría de la gente, son peores adversarios el tedio y la soledad, más aún que el miedo a lo desconocido o el temor que infunde la ira desbordada de la naturaleza.
A mí me sucede que amo lo imprevisible, la lejanía, incluso puede llegar a atraerme un vehemente fenómeno que amenaza mi vida; y detesto la monotonía, lo sobradamente conocido, lo que no ofrece sorpresas de ninguna clase. «Sólo merecen la pena las cosas que pueden terminar muy mal», decía Paul Bowles, un escritor de quien lo único que me gusta es esa frase.
Creo que la mayoría de los marinos, por el contrario, aman la tranquilidad y el mar sosegado, en tanto que detestan los sobresaltos. «¡Ojalá dure este tiempo!», le he oído decir más de una vez al capitán Grimmert contemplando el Atlántico en calma. Recuerdo un viejo marinero del puerto andaluz de Garrucha, ya jubilado, que de cuando en cuando miraba a los barcos de vela anclados en la rada del puerto y exclamaba: «¡Me cago en el palo de mesana!».
De los tres oficiales alemanes que viajan en el Eilbek, el capitán, Schröder y Dettmart, creo que sólo a este último le gusta en realidad el mar. Tal vez porque es soltero y está acostumbrado a la soledad. Sobre los sentimientos del esloveno y el polaco, no tengo ninguna idea. Son demasiado tímidos y enigmáticos, quizás porque se sienten inferiores en rango a los germanos, navegando bajo su poderosa bandera. En cuanto a los filipinos, me parece que sólo piensan en su salario, que, aunque muy inferior al de los europeos, se convierte en una pequeña fortuna en su país.
Lo peor, ya digo, es el tedio, porque la soledad se combate con libros. El paso de las horas discurre a veces con una irritante lentitud, lo mismo que la repetición del ceremonial de la vida a bordo: ver las mismas caras alrededor durante los almuerzos, los desayunos, las comidas y las cenas…, el pan negro alemán y el chucrut, subir y bajar las escaleras una y otra vez contando el número de peldaños, catorce entre dos pisos. Calculo que, cada día, puedo subir unos trescientos y pico.
Los tripulantes tienen la ventaja sobre mí de que ocupan su tiempo trabajando. Pero yo tengo también una ventaja sobre ellos: realizo el viaje como una aventura literaria.
El balanceo era mucho menor en el barco ya en medio del Atlántico y las aguas llegaban en suaves ondas a mecer el casco negro de la nave con aparente deleite, como si fueran los lengüetazos de un dios goloso. Cerca del mediodía, en el puente de mando, Dettmar me señaló nuestra situación sobre la mesa de los mapas. Nos encontramos al sur de Groenlandia, no muy lejos de sus costas, casi en el punto más alto del arco que trazaba nuestro rumbo circular, próximos ya a iniciar el descenso hacia las islas Británicas. En el lenguaje de las cartas marinas, eso quiere decir que estábamos, más o menos, entre los paralelos 58 y 59 y un poco al oeste del meridiano 45, esto es: Lat. 58° N; Long. 45° O. Navegábamos a una velocidad de 17 nudos.
Ese día el capitán ordenó un simulacro de abandono del barco para las 17.25 horas. Es preceptivo hacerlo en todos los mercantes y en los navíos de guerra una vez llegados a alta mar, aunque la hora y el día las marca el comandante según su criterio.
Unos minutos antes de la hora anunciada, subí a mi camarote y me enfundé el chaleco salvavidas y el casco. Al sonar la sirena, corrí escaleras abajo hasta la cubierta 8 y salí al exterior. Dettmar, Schröder, el polaco, el esloveno y una buena parte de la marinería ya estaban en el lugar fijado cuando llegué. El capitán era el único que permanecía en su puesto, en la cabina de mando. Si hubiésemos realizado un abandono real del buque, Grimmert habría permanecido arriba hasta que todos los demás estuviésemos a salvo. Le quedaba una lancha a motor para ser, como dicen la tradición y la leyenda, el último en abandonar el barco.
Uno tras otro fuimos dejando en cubierta los chalecos salvavidas y entrando en el batiscafo de color naranja, amarrado con gruesos cables de acero a una rampa que descendía, sobre dos raíles, junto a la borda de babor, listo para ser lanzado al agua como un cohete, con la popa apuntando al mar. La embarcación, quién sabe si inspirada en el diseño del Nautilus del capitán Nemo, era un largo tubo de acero en forma de proyectil, con algunos ojos de buey en su interior y dos filas de asientos dobles para treinta personas. Tenía un potente motor adosado a la popa y llevaba a bordo una pistola de señales, bengalas, salvavidas, agua y raciones de comida. Según nos informaron los oficiales, tardaba en caer al agua siete segundos desde que los cables se soltaban. Se hundía luego durante dos segundos y salía a flote de inmediato como una pelota. Entonces se arrancaba el motor.
Dettmar nos contaba uno por uno mientras entrábamos en el trasto, hasta asegurarse de que estábamos todos, los catorce tripulantes, los cinco oficiales y yo, el único pasajero. Entrar resultaba muy complicado, ya que la puerta era estrecha y la inclinación del bote amenazaba constantemente nuestro equilibrio. Noté que alguien me tocaba el brazo y tiraba de mí para ayudarme a tomar asiento en una de las primeras filas. Era Sha ron, sonriente bajo un casco naranja que le venía grande. Luego, una vez sentado, Sharon me ayudó a abrocharme el cinturón de seguridad.
Al mando del timón se acomodaba Doy. A su cargo tenía la tarea de soltar amarras y, una vez en el agua, gobernar la embarcación alejándola rápidamente del buque, por si se hundía. Pero no hicimos la operación completa; era sólo un simulacro. El interior del ingenio parecía un cofre metálico con las paredes pintadas de blanco, dispuesto para alojar a un muerto toda la eternidad. Producía claustrofobia.
Después de permanecer diez minutos dentro del batiscafo, sonó la sirena, Doy abrió la puerta, nos soltamos los cinturones y procedimos a abandonar la lúgubre embarcación. Sharon me tendió la mano y me ayudó a ganar la puerta, evitándome el riesgo de escurrirme y rodar pasillo abajo hasta el extremo de la popa. Se lo agradecí muy de veras.
De nuevo en cubierta, Dettmar miró su reloj:
—Bien… Hemos tardado tres minutos entre el sonido de la sirena y estar listos para echarnos al agua. Felicitaciones, marineros: buena maniobra.
A mí me pareció que había trampa. Todos sabíamos desde la mañana la hora del simulacro y estábamos aguardando la sirena próximos a la cubierta 8. Si la orden de abandono nos hubiera cogido por sorpresa, habríamos empleado al menos un cuarto de hora hasta estar sentados a bordo del batiscafo. Suponiendo que no se crease un atasco en las escaleras.
En definitiva, fue un ensayo rutinario que, sin embargo, rompió el monótono horario del Eilbek durante un buen rato. Pensé que, por mi parte, podrían repetirlo todos los días, incluyendo una real y vertiginosa caída al agua.
Esa noche, al bajar para la cena, me asomé al comedor de la tripulación filipina, separado del de oficiales por la cocina. Sharon, sonriente como siempre, me invitó a entrar: «Pase, todos son muy amables». Y me presentó uno por uno a los marineros del primer turno de la cena. Comían pescado y, al fijarme en un plato, me pareció que contenía una caballa en escabeche. «¿Podría probarlo?», pregunté. «Claro que sí —respondió Sharon—, pero tenga cuidado con las espinas», añadió con gesto paternal o puede que maternal. «Es escabeche —añadí con la seguridad de un experto—, un plato español que probablemente llevaron a su país mis antepasados, cuando Filipinas era una colonia española». No pareció gustarle la idea y, durante un instante, abandonó su sonrisa.
Me llevé el plato al comedor de los oficiales. El escabeche sabía exquisito, después de varios días a base de patatas hervidas, salchichas, hamburguesas, embutidos, pescados ahumados y chucrut.
El capitán nos ofreció a los postres una copa de oporto. El polaco y el esloveno declinaron la invitación, como si no se considerasen miembros del grupo, en tanto que la aceptamos Dettmar, Schröder y yo. Poco a poco, uno tras otro, los comensales fueron desapareciendo: primero el polaco, luego el esloveno y, al fin, tras apurar sus copas, Dettmar y el capitán. Schröder me invitó a otro oporto. Charlamos y me dijo que, en su opinión, Estados Unidos y Canadá eran dos buenos países para visitarlos, pero malos para vivir: «Se come horriblemente», añadió. Le gustaba el Mediterráneo y se sentía feliz con su casa de la playa en Alicante. Al despedirnos, me invitó a bajar la siguiente mañana a la sala de máquinas, para mostrarme las entrañas que movían al buque.
Subí al puente de mando, antes de acostarme. Dettmar estaba de guardia. El sol anaranjado se tendía sobre un mar rizado levemente en largas ondas de intenso azul añil.
A Dettmar le gustaba la literatura. Me habló de Dos Passos, uno de sus autores favoritos, y del Viaje a Italia, de Goethe, uno de los libros que más le habían impresionado en su vida. Charlamos sobre la literatura del mar y él escogió a Edgar Allan Poe y su Gordon Pym. Cuando le cité a Melville y Conrad, movió la cabeza con gestos dudosos:
—Hum…, son demasiado metafísicos para mi gusto. Mire el océano —y movió el brazo hacia babor y, luego, hacia proa y a estribor—, es mucho más sencillo que como ellos lo describen. No tiene nada que ocultar, sólo es fuerza irracional. Y no se mueve por ninguna causa. Cuando mata, lo hace porque sí.
—Eso suena metafísico.
—Hum… —sonrió—, puede ser. Pero no he querido decir lo que ha podido entender usted. El océano es sólo fuerza bruta, como toda la naturaleza. La naturaleza carece de sentido: es amoral y, en su esencia, no se mueve por leyes racionales. Eso de que la naturaleza es sabia es una tontería. Pasa lo mismo cuando se habla del cambio climático. ¿Es que es la primera vez que el mundo cambia durante miles de millones de años? ¿Y qué pasó con las glaciaciones y con el Diluvio Universal? ¿No eran cambios climáticos súbitos y profundos? El mundo no se acabó entonces y no se acabará por lo que ahora sucede. Se extinguirán especies, tal vez la nuestra, porque las especies no son esencialmente necesarias, incluida la nuestra. Son accidentes caprichosos dentro de ese gran caos que es la fuerza de la naturaleza, que cambia en sí misma a lo largo de los milenios: por causa de sus propias e inexplicables mutaciones, por sus impulsos irracionales, por la violencia de la pasión telúrica, por la liberación de poderosísimas energías que sobrepasan toda lógica humana. ¿Quién iba a prevenir el tsunami de Asia de 2004 y a qué lógica respondía su estallido? Luego, los científicos lo han explicado con numerosas y poderosas razones. Pero ¿por qué no dijeron antes cuándo, cómo y por qué iba a producirse? La naturaleza no es sabia, desde luego; pero está claro que nosotros los humanos somos idiotas.
Hablamos de música. Dettmar era un náufrago del sesenta y ocho, como tantos hay mundo adelante.
—Los Beatles, los Rollings…, no los habrá iguales. En cambio, Elvis es parte de la Guerra Fría. Esos años sesenta, cuando usted y yo éramos jóvenes, cambiaron el mundo, ya no ha vuelto a ser igual desde entonces.
—No siento nostalgia de aquello…
—Nada fue lo mismo desde entonces en mi país…, ni en toda Europa. Ni siquiera en América. La mentalidad americana era provinciana hasta entonces. Y el eje de influencia se trasladó de Iowa a Nueva York, de Kansas a San Francisco…, por poner dos ejemplos. Ganó la inteligencia.
Veía viajar en los ojos de Dettmar una sombra entristecida. O mejor, resignada. Creí reconocerla: es la mirada de alguien que siente acercarse a la vejez. Pensé que no deseaba que la mía se le pareciese.
Nico llegó al relevo y Dettmar se retiró a dormir. Yo me quedé un rato más. La oscuridad del océano rodeaba al barco. Nico no era muy hablador si no le preguntabas: le gustaba situarse en el timón y gobernar el barco manualmente, en silencio, como si el mar le perteneciera. Sólo se escuchaba en el puente el lento ronroneo de las máquinas y del motor del aire acondicionado.
Pensaba en que, por lo general, los marinos hablan poco. Al menos, muchos de los que yo he conocido a lo largo de mis viajes. Quizás es que se han contagiado del silencio de los océanos o puede que el asunto sea más sencillo y que, por lo general, no tengan mucho que decir.
El océano se movió más que de costumbre aquella noche y, en la duermevela, me iba de un lado a otro de la cama. La hora había cambiado dos veces en los días pasados y esa mañana de domingo no me di cuenta y bajé a desayunar con retraso. Pero la disciplina del Eilbek era relajada y Sharon me había guardado bollos, queso y café.
El aire soplaba fresco y el mar se tendía alborotado a los lados de las bordas y en el horizonte tras la popa, levantando borreguitos sobre la superficie grisácea. El cielo exhibía una tonalidad turbia, rota a veces por algunos claros que dejan pasar la poderosa luz del norte del mundo. Desde la torre de mando contemplé a algunos marineros afirmando los cables que sujetaban los contenedores para mantener un preciso equilibrio del peso de la carga.
Schröder envió un tripulante en mi busca: quería mostrarme las máquinas, como me prometió el día anterior. Eran las nueve y cuarto cuando bajé y, nada más entrar en la cubierta número 3, percibí que todo estaba allí, en los intestinos de la nave, extremadamente limpio, reluciente, y que no flotaban en el aire olores a grasa o a petróleo. Orgulloso y satisfecho, Schröder me mostró su reino y me explicó con detalle el funcionamiento de los motores. Parecía que su trabajo le gustaba. Le hice algunas preguntas para quedar a la altura de la situación, aunque el asunto no me interesaba demasiado. Me contó que el barco llevaba tres generadores de emergencia por si se producía alguna avería y que las máquinas contenían una «caja negra», como en los aviones, que almacenaba todas las incidencias y las decisiones del capitán y de los oficiales. «Ya casi nada es secreto en el mundo», dijo. Se me ocurrió responderle: «Imagine si se aplicasen cajas de este tipo en los matrimonios». Rió con fuerza: «Volaríamos todos por los aires», señaló.
Después de comer y de la siesta, que no perdonaba ningún día, el meneo del barco amainó. El sol lucía espléndido. Una tibia y leve brisa acariciaba el mar y levantaba una suerte de vello blanquecino sobre las olas. Gaviotas y albatros planeaban alrededor del castillo de popa, nos observaban, curioseaban sobre los contenedores y luego desaparecían en el horizonte.
Para la cena, el bufet ofrecía un estupendo pollo con salsa, ensalada, embutido y queso. Comenté a los otros que, antes de salir de Montreal, esperaba encontrar un mar mucho más bravío.
—Vuelva dentro de tres meses —respondió lacónico el capitán.
Schröder tomó la palabra:
—Hay días que no se puede ni comer. Los platos saltan de la mesa, las salsas se van contra las paredes y las botellas se estrellan en el suelo. Allá arriba, en los camarotes, uno no puede saber nunca en dónde está: la cama le tira al suelo una y otra vez. Y la manga de la ducha se escapa de su sujeción, parece una especie de culebra furiosa que desparrama agua por todas partes. La puerta del baño se abre cuando el barco se echa de lado. Si el casco se vence para la banda de babor cuando uno se está duchando, el agua sale helada; si se inclina hacia estribor, te quema la piel. Los objetos parecen cobrar vida y enloquecer con el mar revuelto… Es como si estuvieras metido dentro de una película de los hermanos Marx.
—Sí —convino el capitán—, le repito: vuelva dentro de tres meses… Pero nosotros no estaremos, por fortuna: nos toca descansar.
Esa noche cambié de libro y tomé de mi bolsa War Correspondants, una antología de crónicas periodísticas de diversas guerras, algunas de ellas narraciones de grandes escritores. Me pareció excelente una que trataba de la batalla de Antietam Creek, durante la guerra de Secesión americana, que firmaba un tal George W. Smalley, y que describía la dramática visión del paisaje que queda tras un duro combate:
El campo se mostró finalmente ante nosotros como si exhibiese una horrible cosecha recogida con una segadora. Los muertos estaban desparramados tan cerca los unos de los otros que nuestros caballos llegaban a pisarlos si no cabalgábamos con extremo cuidado. Pálidos y sangrientos rostros aparecían vueltos hacia nosotros. Eran tristes y horrendos. Pero nada había que hiciera batir tan fuerte y rápido nuestros corazones como la visión implorante de los hombres fatalmente heridos, que nos hacían débiles señas solicitando una ayuda que no podíamos darles.
Después leí otra de John Dos Passos, fechada en Madrid en 1937, en la que hablaba de la capital española durante los días del sitio franquista. Terminaba diciendo: «Una ciudad cercada no es un buen lugar para que paseen los turistas. Es una ciudad que no duerme».
Me acordé de Sarajevo, la ciudad asediada adonde acudí en el invierno de 1992 para escribir una serie de crónicas. Era, como el Madrid de 1937, una ciudad que no dormía. Recordaba cómo, por las noches, los sitiadores serbios continuaban disparando balas trazadoras sobre la ciudad. Pregunté entonces a alguien por qué lo hacían. Y me respondió: «Para mantener despierto el miedo. Por el día matan los cuerpos; por la noche, las almas».
Pienso ahora, como pensaba en Sarajevo en el noventa y dos y a bordo del Eilbek en 2006, que la guerra es lo más tenebroso que ha ideado la humanidad, pues destruye todo lo que hemos construido durante años: la familia, el trabajo, la convivencia con nuestros amigos, el arte, el esfuerzo, la escuela y la bondad. Nos lleva más allá del estadio animal, pues los animales no saben lo que es la guerra. Me parece obsceno que a alguien pueda gustarle la guerra o que la encuentre heroica. Nadie las gana, todos son derrotados: unos, los vencidos, porque pierden la vida; otros, los victoriosos, porque pierden la honra. Es probable que Dettmar tuviese toda la razón cuando, a bordo del Eilbek, me decía que la supervivencia de nuestra raza no es en absoluto necesaria.
Aunque al mismo tiempo, en la guerra, los seres humanos son capaces de mostrar lo mejor de sí mismos cuando, en ese espacio de vileza y humillación, tratan con todas sus fuerzas de reconstruir un espacio de amor y de dignidad. En la posibilidad poco segura de lograrlo residen el valor y la grandeza del destino humano.
Escribí una novela hace unos años sobre estos asuntos.
El lunes fue un día poco entretenido. Pedaleé un rato en la bicicleta estática y, cerca ya del mediodía, desde el puente de mando, contemplé un mar vacío alrededor del barco. Nico, que estaba de guardia, me contó que, según el GPS, no había un solo buque en setenta millas a la redonda, más de cien kilómetros. Así pues, parecía que un ancho espacio del mundo nos pertenecía, pero al mismo tiempo nos brindaba una honda sensación de orfandad.
Después de la siesta, subí de nuevo al puente superior. Dettmar tenía turno y esta tarde se mostraba particularmente comunicativo. Le apetecía hablarme de sus viajes:
—Uno de los países que más me gusta es Argentina; Buenos Aires me parece una ciudad magnífica, de las más cosmopolitas del mundo. No me gusta Estados Unidos, porque su modo de vida es detestable, ni Rusia, porque es corrupta. Lo mejor está en Europa y Latinoamérica.
Le dije que conocía Buenos Aires y también las Malvinas.
—¿Sabe de dónde viene el nombre de Malvinas? —dijo Dettmar—. De Saint-Malo, un puerto francés. De allí procedían los primeros pobladores: malounes los llamaban y las Malounes eran las islas. De ahí, el vocablo evolucionó a Malvinas.
Hablamos de la guerra de 1982 entre Argentina y Gran Bretaña. Le conté un chiste sobre la legendaria vanidad argentina y el conflicto:
—Cuando Argentina se rindió, uno de los generales de la Junta Militar dijo en Buenos Aires: «Che, no estuvo mal; después de todo quedamos los segundos».
—Yo sé otra historia sobre esa guerra —repuso Dettmar—. Tras la derrota argentina, como los ingleses son tan amigos del protocolo, el almirante británico invitó a cenar en su portaaviones a los oficiales enemigos. ¿Qué cree que les ofreció? ¡Ni más ni menos que a good English dinner! Ese fue el peor de los castigos que podía infligirse a un prisionero de guerra. Imagine a los oficiales argentinos tragándose toda aquella bazofia, sonriendo al vencedor y diciendo «Very good, very good…», mientras deseaban escupirlo todo debajo de la mesa. «Good English dinner! —proclamó Dettmar con alborozo—. Rabbish!».
El mar tenía por la tarde un feo color plomizo, moviéndose en olas recortadas que dejaban espumarajos sucios. En el horizonte colgaba una niebla espesa.
Cuando bajé a cenar, George Schröder era el único oficial que se sentaba a la mesa. Le saludé:
—How are you?
Y él respondió como solía:
—Still alive.
Parecía contagiado por Dettmar, porque se mostraba más locuaz que nunca y apenas me dejaba meter baza. Pedimos un par de oportos a Sharon tras la cena ligera.
—Me siento orgulloso de ser europeo y del proceso de unión —decía Schröder—. Hace unos años era impensable que pudiésemos viajar sin visas por el continente, sin fronteras con hombres armados. Cuando viajo por el mundo, me alegro de encontrar franceses, italianos, españoles…, incluso británicos, ya ve. Comenzamos a tener una entidad europea y a sentirla, y eso es maravilloso. Ya no habrá más guerras entre nosotros.
—Me gustaría pensarlo así —dije.
—Sólo falta que tengamos un ejército común y eficaz —agregó—. Los militares de hoy, en su país, en el mío, en toda Europa, son ya profesionales muy preparados, no tienen nada que ver con los animales que dirigían antes nuestros ejércitos. Hablan idiomas, dominan la moderna tecnología, han viajado por otros países. Hay que saber mucho hoy en día para ser militar, es preciso tener una carrera superior.
Le pregunté por su trabajo y su euforia descendió levemente.
—En el Atlántico Norte hay muchas tormentas y el cielo es casi siempre gris. En invierno hay días enteros sin luz. En las máquinas, además, vivimos encerrados y la depresión nos amenaza siempre. Un hombre puede aguantar bien tres meses, pero cuatro empiezan a pesar mucho. Cuando tomo vacaciones me voy a la montaña: necesito ver el verde después de tanto gris.
Subí al puente de mando a eso de las ocho de la tarde. Nico estaba de guardia y me señaló en la pantalla del radar un barco a diez millas de distancia, en dirección nordeste. Me asomé a la baranda de popa. Llovía y el mar se movía en largas olas no muy altas. No hacía apenas frío. Cuando regresé al interior de la cabina, Nico me dijo, lacónico: «Buen tiempo».
Una hora más tarde, el Eilbek pasó junto a un pesquero, que marchaba con lentitud, arrastrando una red de deriva desde la popa. Calculé que su eslora podía alcanzar los veinticinco metros.
Cuando anochecía, regresé a mi camarote y volví a leer algunos dispatches de guerra. Quedaba una jornada y media de navegación para llegar a Liverpool.
El martes, un día antes de la llegada a Europa, amaneció más feo que ningún otro en toda mi travesía atlántica: niebla sucia alrededor del barco, sirimiri de gotas heladas y un mar agitado y gris. El barco se balanceaba como una botella vacía y cerrada arrojada a un río brioso.
A los oficiales y a la tripulación se les notaba más alegres: olían tierra. Durante el desayuno, el polaco abandonó su aparente hipocondría y charlaba animadamente. Me dijo que este es su último viaje antes del período vacacional.
Sharon también exhibía una cierta euforia, aunque todavía le quedaba un viaje de ida y vuelta entre Montreal y Hamburgo antes de tomar sus vacaciones para irse a Filipinas. «Sueño todos los días con mi familia», me dijo. Echamos cuentas de mis gastos y le pagué las cervezas y el vino que había tomado los días anteriores. Añadí al costo 20 dólares de propina y casi me hizo reverencias de agradecimiento. Luego me dijo en voz baja que su salario era de 1500 euros al mes, mientras que el de un marinero bajaba a los 1000. Los oficiales auxiliares del puente de mando, como Nico y Doy, llegaban a los 2500.
Cuando terminaran la travesía, el capitán Grimmert, Schröder y el esloveno tenían todavía un mes por delante antes de su período reglamentario de descanso en tierra. Para Dettmar era el penúltimo viaje y esa mañana mostraba un aire ausente.
En cuanto a mí, comenzaba a percibir cómo asomaba la nostalgia de los días del viaje en mi ánimo. Cuando llegase a Liverpool, pensaba permanecer en la ciudad un par de días antes de tomar un avión para Madrid. De modo que muy pronto estaría en mi casa y en mi ciudad, rodeado por la rutina de siempre.
El viaje terminaba, pero me consolé pensando en mi familia y mis amigos. Y además de ellos, tacos de jamón pata negra, anchoas de Cantabria y una botella de vino riojano de Muga, mi favorito entre los caldos españoles. No iba a ser un mal recibimiento.
Por la tarde, después de un almuerzo, la niebla se espesó y el mar olía a ceniza.
Dettmar, en el puente de mando, me informó de que viajábamos a una velocidad de 15,3 millas por hora. Intenté animarle y le hablé de la idea que yo tenía sobre la navegación del Atlántico antes de embarcarme en el Eilbek.
—Pensaba que viajaría en literas y que la cubierta de proa sería ancha de manga y con espacio para pasear y ver el mar.
—Los mejores barcos han desaparecido —me respondió—. Eran muy hermosos. Debí hacer muchas fotos entonces, muchas fotos, y no caí en la cuenta. Cuando eres joven, crees que todo es inmortal, incluido tú, pero la vida corre y te enseña que eso no es cierto. Ahora los barcos son como factorías y estos buques de carga no tienen nada de belleza ni de romanticismo. La belleza del mar se ha ido con los barcos de antaño.
Le dije que me pensaba quedar un día o dos en Liverpool.
—Me iré a ver Penny Lane, la calle de los Beatles, a ver si encuentro la barbería —le dije con intención de tocar su sensibilidad sesentayochera—. También buscaré Strawberry Fields.
Dettmar comenzó a sonreír y a tararear Let it be.
—En el sesenta y cuatro fui a ver a los Beatles en The Cave —señaló—. ¡Eran increíbles! Por esa época, todos los bares de Hamburgo tenían música en vivo. Eran tiempos estupendos, todo salía a la luz, nada se escondía. La gente antigua iba con sus corbatas y los jóvenes con sus melenas; unos cantaban canciones ñoñas y otros rock and roll. Todo estaba a la vista: la política tradicional convivía con la protesta y los vestidos decimonónicos con la minifalda. Ahora todo se oculta. El mundo es mucho más light y vivimos de una manera… ¿cómo llamarla?…, ¡eso!…, virtual.
Seguí con Dettmar, arriba del puente. Sentía cierta melancolía porque sabía que ya nunca más, en toda mi vida, volvería a ver a aquel sesentayochero amante del rock y de la buena literatura y nostálgico de su juventud rebelde.
—Antes, hace no muchos años, cuando visitabas otro país nada era igual a lo que veías en el tuyo. Ahora todo se está haciendo uniforme, todos los países se parecen. Comemos lo mismo y vestimos igual. ¿Se ha fijado en esos cuadros con que están dibujados los forros de las prendas marca Burberrys? En todas partes del mundo hay abrigos, bufandas y bolsos con esos cuadros…, en América, en Europa, en Asia, en Oceanía y en África. Yo creo que debe de haber en el planeta decenas de millones de mujeres con bragas a cuadros de Burberrys.
Hacia las cinco menos cuarto, el mar comenzó a calmarse.
—Pronto veremos la costa irlandesa. ¿No siente la cercanía de la tierra? —pregunté.
—Tal vez. Y dentro de pocos días estaremos en casa —añadió con un deje de tristeza—. Hacia las ocho pasaremos junto a la isla Inis Treachaill y la bahía de Trawbrega. Detrás está el gran lago de Foyle y, junto a la costa, la ciudad de Londonderry. Se hizo famosa por una matanza de católicos en el setenta y dos, el Bloody Sunday.
—Estuve por allí en esa época, cuando era periodista —respondí—. Y he vuelto un par de veces más en los años siguientes. A un católico irlandés no le diga nunca Londonderry; dígale sólo Derry.
—Vaya, sabe usted mucho de casi todo, amigo —dijo burlón—. Se ve que tiene unos cuantos años encima.
—Lo que tengo es mucho mundo andado. Y no crea, mi idea sobre mí mismo es que apenas sé nada de nada.
—Los U-2 tienen una canción sobre el Bloody Sunday —añadió—. Ya sabe, el grupo de Bono… ¿La ha oído?
—Mire por dónde, Dettmar, esta vez me pilló: nunca la he escuchado.
A las cinco y cuarto, entre los jirones de niebla, distinguí las primeras luces de la costa de Irlanda. Canté para mis adentros el estribillo de I’ll tell me Ma, un tema tradicional irlandés:
She is handsome, she is pretty,
She is the belle of Belfast City;
She is courtin’, one, two, three.
Please won’t you tell me who is she?
Después de la cena volví al puente de mando. No sabía separarme de aquella cabina que se abría a los cuatro puntos cardinales, a las nubes y a los vientos oceánicos. Las olas se iban calmando más y más, aunque el cielo seguía encapotado. Y la costa irlandesa, en apariencia solitaria, desfilaba a estribor envuelta por la bruma. El faro de la isla de Rathlin guiñaba su luz entre las cortinas de la niebla. Era una isla chata, cortada por los farallones que caían recios sobre el mar espumeante, un trozo de desnuda tierra verde y oscura anclado junto a las orillas de la costa norte de Europa.
Nico estaba de guardia y me informó de que navegábamos a quince millas por hora y que la profundidad, en esta zona, era de veinticinco metros. «Si el mar está revuelto —dijo—, hay que alejarse al menos una milla de la costa, para eludir el riesgo de naufragio».
Añadió que, a eso de las nueve, entraríamos en el North Channel y en el Irish Sea, entre las costas de Irlanda y de Escocia. «Quizás veamos las luces de Belfast antes de eso», dijo.
Y de pronto, un pedazo de cielo se abrió sobre el barco y el rostro encarnado de una luna llena asomó en la cúpula del espacio. Tuve la sensación de que me miraba con sus ojos de anciana casi ciega e imaginé que quería felicitarme por haber cruzado en barco el océano Atlántico, como si me dijese: «Bienvenido al club de los grandes marinos, mister Martín».
Luces a estribor, mar sereno, luna roja en las altas alcobas de los cielos… Europa abría los brazos al hijo pródigo.
Olía con vigor a tierra cuando salí a la borda del puente de mando poco después del amanecer. El viento irlandés traía un aroma fuerte a humedad, a pastos jugosos y a hatos de hierba seca. Las nubes nos abrazaban y las cubiertas del Eilbek brillaban empapadas por un leve sirimiri. El barco navegaba muy despacio y, más allá de la banda de estribor, una línea de altos molinos de energía eólica pintaba un paisaje de futuro. Un viejo carguero renqueaba navegando con rumbo opuesto al nuestro.
Cruzaban sobre nosotros bandas de gaviotas y también de palomas que anunciaban la proximidad de tierra firme. Me pregunté si a las islas se las llama también tierra firme: si no es así, ¿es que acaso navegan a la deriva?
Había oleaje de ondas que chocaban unas contra otras sobre las aguas terrosas en la entrada del Queen Channel. En menos de dos horas entraríamos en la boca del río Mersey, en las playas de las afueras de Liverpool.
Un práctico del puerto, llegado en una lancha de metal pintado de furioso rojo, subió al Eilbek por la escalera de babor y se instaló en el puente de mando para dirigir, junto al capitán, la maniobra de entrada a la rada y a las esclusas de los muelles de carga. Era un hombre de corta estatura, rechoncho, trajeado con cierto desaliño y una horrible corbata mal anudada. Hablaba con un fuerte acento del norte de Inglaterra y daba las órdenes con desgana, mientras devoraba un sándwich que había traído en una bolsa de papel, tomaba con sonoros sorbos el café que le había ofrecido el timonel y hojeaba un periódico deportivo. Cuando le pregunté por algún hotel en la ciudad, me informó con amabilidad y gastando bromas que a él mismo le provocaban risa. Lo cierto es que, a causa de su acento, apenas logré entenderle. Pero reí con él por mera cortesía.
El sol se colaba a veces entre las nubes mientras entrábamos en las aguas color café con leche del Mersey. En la orilla contraria a la que nos arrimábamos y al sur del río, comenzaban a distinguirse las barriadas y las chimeneas de las fábricas de la ciudad. Dos remolcadores vinieron a colocarse a proa y a popa del Eilbek. El que venía detrás lucía un nombre no muy oportuno para recibir a un pasajero español: Trafalgar.
Las esclusas se abrieron a eso de las diez menos cuarto. A las once y cuarto, amarrábamos los cabos en el muelle de carga.
Comí con los oficiales antes de desembarcar. Tras descargar parte de su mercancía en Liverpool, el Eilbek seguiría doce horas después hacia Amberes y, desde allí, hasta Hamburgo, su destino final. Dettmar no acudió a mi última comida a bordo y yo no le busqué para decirle adiós. Pensé que era mejor así.
Una furgoneta del servicio portuario me recogió al pie del barco y me llevó hasta un taxi, afuera de la valla que rodeaba la enorme extensión de las instalaciones del puerto.
A la una de la tarde estaba en el centro de la ciudad. Era un día fresco, de cielo cubierto, que en ocasiones dejaba caer algunas gotas de lluvia. Busqué un hotel y, tras acomodar mis cosas, bajé de nuevo a la calle para dar un garbeo por la urbe.
Llevaba un rato caminando cuando reparé en que algunos peatones me miraban sonrientes, con gesto hospitalario y amable. Eran tantos los que lo hacían que aquello me parecía normal.
Y de pronto me di cuenta de que estaba silbando en un tono bastante alto el estribillo de Yellow Submarine.
Madrid-Alaska-Canadá, 2007-2008