Trenes y cataratas
Sentí que los borrachos y colgados de Vancouver me recibían con el afecto que se depara a un antiguo vecino que regresa a casa. Esa tarde, al salir del hotel en busca de un lugar en donde cenar, el sol reinaba todavía en el cielo y, no obstante, todas las tiendas habían cerrado. El Norte, durante el verano, produce la extraña sensación de que el mundo está vivo bajo la luz en tanto que se duerme ante la tiranía de los relojes. Pero los grupos de jóvenes drogadictos y alcohólicos no entendían de horas ni de cielos oscuros o luminosos. La calle era al fin suya. Y adelantándose al servicio de limpieza, se desparramaban por East Hastings Street y la zona comercial que rodea Robson Street, provistos de bolsas de plástico en las que recogían las colillas dejadas durante la jornada por los transeúntes. Junto a algunas esquinas, los que aún conservaban cierta pericia en las manos liaban cigarrillos con los restos del tabaco sobre mantas extendidas en el suelo. Si me detenía a mirar a alguno de ellos, de inmediato tendía la mano hacia mí y suplicaba:
—Spare change, sir?
No era el más bello atardecer en la soberbia ciudad abierta al mar bruñido y al cielo, que refulgía como la hoja de un sable. Pero en Canale Place, otros jóvenes de aspecto atlético y pulcro, como salidos de un anuncio de Coca-Cola, dejaban ondear sus cabellos por el viento tibio que acariciaba la bahía y mecía los veleros. Eran chicos y chicas tan blancos como la nieve en las costas de un océano teñido de inocente azul, ejemplares norteamericanos dignos de un spot publicitario.
Había comprado billete en el coche-cama de un tren de la compañía VIA Rail, que realiza el mismo recorrido que el antiguo Canadian Railway entre Vancouver y Toronto, con una extensión a Montreal y Quebec. En total, tres días y medio de viaje por el sur del país, cerca de la frontera que lo separa de Estados Unidos, viajando sobre uno de los tendidos ferroviarios más largos del mundo. Tenía por delante unos cuatro mil cuatrocientos kilómetros y cinco provincias que cruzar a través de las regiones más calientes de Canadá. Allí se concentra la gran mayoría de la población del país, más de cuatro quintas partes de los treinta y dos millones de almas que habitan esta inmensa nación, la segunda más extensa de la Tierra después de Rusia. El resto, hacia el norte, es el reino del hielo y la nieve, los bosques boreales y la tundra inclemente, los albos glaciares y los mares helados. Apenas unos pocos centenares de miles de almas se atreven a habitarlo.
A las tres y media de la tarde abrieron un espacio ajardinado junto a los andenes para la treintena de pasajeros de la Silver & Blue Class, los que viajábamos en coche-cama, la mayoría matrimonios de jubilados. Nos ofrecieron champán y una pareja de músicos comenzó a tocar ritmos country para amenizar la espera. Uno de ellos cantaba y rasgaba una vieja guitarra, mientras el otro seguía sus melancólicas melodías con un teclado eléctrico. Ambos vestían camisas hawaianas y el de la guitarra me recordaba, por su aspecto lánguido y algo patético, al cantante que entona coplas populares en una secuencia de Muerte en Venecia, un actor que parecía, en la película de Visconti, el heraldo del inminente desastre.
Tocaron, entre otras, la triste Bobby McGee y la inevitable North to Alaska. Y algunas de las parejas de pensionistas se animaron a dar, enlazados, unos cuantos pasos de baile.
Lamenté no tener pareja para unirme a ellos. Siempre me ha gustado bailar.
La línea ferroviaria entre el centro y el oeste canadiense es una de las más antiguas de Norteamérica. Se construyó por una decisión política tomada en 1870 por el entonces primer ministro, John Alexander Macdonald, quien temía que las alejadas regiones de la Columbia Británica plantearan la secesión, a causa del sentimiento de abandono que alentaban contra el gobierno federal; o peor aún, que Estados Unidos, en pleno expansionismo hacia el Oeste tras el fin de la guerra civil de 1861-1865, intentara anexionarse los territorios occidentales canadienses.
El primer tren de la Canadian Railway Pacific salió de Montreal en junio de 1896 y alcanzó Vancouver seis días después. Pronto se convirtió en un éxito financiero y político. Al arrimo de las estaciones surgieron ciudades. Y también hoteles de un cierto sabor kitsch que imitaban el estilo de los castillos del Loira y los Tudor. Los alzaban en el llamado «estilo castillo», como el de Frontenac, construido en 1893 en Quebec, la ciudad en donde desembarcaban, tras remontar el río San Lorenzo, los viajeros que llegaban de ultramar para viajar a las Montañas Rocosas; o el de Banff, de 1888, considerado entonces como «el más bello hotel de todo el continente americano». El turismo comenzó en Canadá al arrimo de las vías de este tren.
Hoy, la red ferroviaria del país se extiende en unos catorce mil kilómetros, pero la línea férrea de la CPR, alquilada al estado federal por la compañía VIA Rail, continúa siendo la principal y más utilizada del país. El ferrocarril, que comienza en la provincia de Quebec, atraviesa las de Ontario, Manitova, Saskatchewan y Alberta, antes de alcanzar la Columbia Británica, y se detiene en ciudades como Toronto, Winnipeg, Edmonton y Jasper, para concluir su viaje en Vancouver.
Ese era mi tren, en el recorrido contrario. Partimos de Vancouver hacia el este a las cinco en punto de la tarde.
El convoy contaba con una veintena de vagones y los últimos estaban reservados a la Silver & Blue Class, la más lujosa, ocupada en su mayor parte por turistas. En esa parte del tren se acomodaba a los pasajeros en tres secciones que contaban, cada una de ellas, con tres coches-cama, un vagón-restaurante, un vagón para diversiones y pasatiempos con que entretener a los viajeros, una sala de lectura y servicio de té, y sobre esta última, un segundo piso con techo de bóveda acristalada y una veintena de asientos, que hacía las veces de mirador del paisaje. Los coches-cama albergaban compartimientos para uno, para dos y para cuatro pasajeros, y baño y cabina de ducha para cada tres compartimientos. Un empleado uniformado se ocupaba de atender a los pasajeros de cada zona, dedicado a preparar y recoger las literas, cambiar las toallas, ofrecer revistas, anunciar las estaciones media hora antes de la llegada y cantar la apertura del servicio de restaurante para el desayuno, el almuerzo y la cena. El responsable de mi sección, Joe, era un amable afroamericano de corta estatura y cráneo mondo.
El tren estaba organizado de tal suerte que, al cabo de día y medio, acababas por conocer a todos los pasajeros que viajaban en tu sección. Algunos de ellos se quedaban en las estaciones del recorrido dando paso a otros nuevos. Pero la mayoría, como yo, cubrían el trayecto completo entre Vancouver y Toronto.
Había comprado mi plaza para un compartimiento de los destinados a dos personas, y Natalia, una joven muchacha de Vancouver que viajaba de vacaciones a Ottawa, tenía reserva para la litera superior. Íbamos en la última sección del tren y el último vagón del convoy lo ocupaban la sala del té y el mirador del piso superior que correspondían a nuestras plazas.
No duró mucho la compañía de Natalia, quizás porque pensó que no le apetecía dormir tres noches con un desconocido debajo. Charlamos un rato, preguntó a Joe si el tren estaba muy lleno, el empleado dijo que no y la chica agarró su bolsa, me sonrió, dijo «bye» y se largó tren adelante. De modo que me quedé solo en un compartimiento de dos para todo el resto del viaje. Buena suerte, sin duda.
A la izquierda del pasillo, en un compartimiento para cuatro personas, se acomodaba una mujer de mediana edad, hermosa y triste, con dos niñas. Pegó hebra de inmediato. Vivía en Halifax, en el extremo oriental del país, y tenía una casa en un pueblo de Granada en la que acostumbraba pasar los veranos. Ahora iba de vacaciones con sus hijas a las Rocosas. Se llamaba Allison y las dos hijas, Elena y Natasha.
—También venía con nosotras mi marido —me dijo al poco de iniciar la conversación—. Pero nos hemos peleado y se ha largado. «Desastrous». Yo sigo porque no podía dejar a mis hijas sin vacaciones.
Se fue a cenar en el primer turno y, al día siguiente, se bajó en Jaspers. De modo que me quedé mucho más solo todavía. Y así seguí el resto del viaje en la sección de coche, con Joe dedicado a atenderme en exclusiva.
Los primeros pasajeros que conocí, en la mesa del vagón-restaurante en donde me sentaron para el segundo turno de la cena, fueron una muchacha japonesa con aire de hormiga que no hablaba una sola palabra de inglés y un matrimonio canadiense de jubilados. Él era judío de origen polaco, grueso y sordo; y ella, una mujer oronda y rubia que sonreía a todo el mundo, y que incluso sonreía a los platos que le ponían delante los camareros.
—¿Ha visto qué grande es este país? —me decía el polaco cada diez o doce minutos, alzando la cabeza de su plato y mirándome de frente.
Yo afirmaba con un movimiento de cabeza y él, satisfecho, continuaba comiendo.
—Es maravilloso, es maravilloso este viaje —le decía la gorda a su marido—: Ya ves, en una misma mesa, estamos sentadas cuatro culturas.
—¿No son tres? —intervine.
—Cuatro, porque mi marido es canadiense, pero también judío.
Luego miró a la japonesa.
—Good?— le preguntó señalando su plato de comida.
—Ok —dijo la asiática sonrojándose levemente.
Retrocedí hasta el último vagón y subí al mirador. Cruzábamos un puente sobre el río Fraser, un curso de agua ancho y magnífico por el que cada año, en la estación de desove, suben siete millones de salmones. Algunos trasbordadores y balsas transportaban troncos río abajo y, en las orillas, crecían espesos y altos bosques de coníferas.
Me sentía feliz allí arriba, viendo delante de mí la línea de techos metálicos de los vagones del tren y la locomotora en la cabeza del convoy. Parecía, desde lo alto, un ferrocarril de juguete que avanzara con lentitud entre lagos, ríos, montañas y arboledas artificiales. Aquel paisaje tenía algo de sabor a infancia, cuando el mundo nos parecía algo así como una gran aventura bellamente incomprensible.
A eso de las diez eché las cortinas de mi compartimiento y me enterré bajo las sábanas y las mantas. Era un lecho confortable y el chacachá del tren me ayudó a dormirme enseguida.
Eran las siete de la mañana cuando me levanté y me dirigí al vagón restaurante para el segundo turno del desayuno. Entrábamos en la provincia de Alberta y el reloj se adelantaba una hora. El paisaje era muy parecido al de la tarde anterior. Me crucé en el estrecho pasillo con el judío polaco-canadiense y, al tiempo que clavaba su barriga en la mía y nos quedábamos durante unos segundos enganchados y atrapados en mitad del corredor, dijo:
—Los trenes americanos no están hechos para la gente americana.
Mientras desayunaba, veía al otro lado de la ventanilla los grandes galpones de los aserraderos alzados al pie de los ríos. En el horizonte comenzaban a asomar los ariscados picos de las Montañas Rocosas en una cadena que, según anunció la megafonía, se alzaban cumbres superiores a los cuatro mil metros de altura. A mi mesa se sentaban tres americanos de unos setenta años. No ocultaban en absoluto su condición de gays y dos de ellos, los que estaban enfrente, de cuando en cuando se tomaban la mano y se regalaban alguna que otra caricia. Eran en extremo amables y se interesaban mucho por España, adonde uno de ellos había viajado años atrás.
Regresé al vagón mirador. Unas cuantas parejas de jubilados ocupaban la mayor parte de los asientos. Contemplaban las Rocosas y, de cuando en cuando, dejaban escapar admirativos «¡oh, oh!» ante el soberbio paisaje de montañas. Cuando delante del tren asomó la ruda estructura de piedra del monte Robson, al que se conoce como «la Catedral», crecieron de tono las exclamaciones de los pensionistas, como un coro de voces infantiles. Y el asombro se multiplicó más todavía al distinguir, a la izquierda del tren, las aguas esmeraldas del lago Yellowhead.
Un tren que viajaba en dirección contraria se averió unos kilómetros antes de que llegásemos al cruce de vías y ello nos impidió llegar a tiempo a Jaspers. Alcanzamos la ciudad a las dos menos diez, cuando la hora prevista era las doce menos cuarto. Apenas nos detuvimos en la pequeña estación de aire provinciano y proseguimos el viaje junto al curso del río Athabasca, bajo las cabezas desnudas de las Rocosas. El agua del río era blanca como la leche, discurriendo al pie de las montañas calizas.
Joe me trajo el programa de «entertainments» de la tarde, en el que figuraban la proyección de un vídeo sobre la naturaleza del occidente canadiense y un concurso de karaoke. Para el siguiente día se anunciaba bingo hasta las once de la noche. Renuncié a divertirme de tal guisa y me quedé leyendo en el compartimiento.
El paisaje cambió por la tarde. Ahora se abrían a ambos lados del ferrocarril extensas praderas verdes. A la derecha, asomó la superficie bruñida del lago Wabamun y la megafonía nos informó de que la palabra significa en una lengua india «espejo». Me pregunté si los indios canadienses conocían el espejo antes de la llegada a sus regiones de los primeros blancos.
En la ancha llanada punteaban de cuando en cuando pequeños pozos de petróleo que bombeaban crudo y, en ocasiones, grandes refinerías y enormes depósitos de almacenaje. Un pasajero me explicó más tarde, durante la cena, que casi todos los pozos petrolíferos de Alberta pertenecen a pequeños propietarios, quienes los alquilan a las grandes compañías para su explotación.
A eso de las siete y cuarto nos detuvimos en Edmonton. Permanecimos no mucho más de veinte minutos antes de echar a andar de nuevo, con una hora y cuarto de retraso sobre el horario previsto. Esa noche cené con una anciana neozelandesa, gorda, antipática y feota, que viajaba a Ottawa para visitar a unos lejanos parientes, y con un matrimonio formado por un canadiense y una irlandesa. Él había visitado España años atrás.
—Muchos jóvenes canadienses hacen un viaje para conocer el mundo antes de graduarse, y yo lo hice así. Otros, cuando llegan a viejos, al jubilarse, se compran una caravana y viajan durante tres o cuatro años recorriendo Canadá y Estados Unidos. Vivimos tan lejos de todo el mundo… Me gustó mucho Madrid, sobre todo el Museo del Prado, el vino y los bocadillos de calamares.
—Yo no he hecho un viaje de juventud —dijo ella.
—Haremos uno largo al jubilarnos.
—¿En caravana? ¡Ni lo sueñes! —bromeó—. Recuerda que soy irlandesa y odio ese sistema absurdo de viajar, tan primitivamente norteamericano. Llévame en tractor antes que en un carromato.
La segunda mañana, al despertar, estábamos en territorio de Manitova y de nuevo debíamos adelantar el reloj una hora. El polaco judío se sentaba en una mesa junto a la mía. «Espero no encontrarle hoy en el pasillo», bromeó.
Cruzaban llanuras incontables e interminables al otro lado de la ventana. En la mesa del desayuno me cayó por compañía un matrimonio extremadamente gordo y un joven también de buen tamaño, con rasgos asiáticos y aire de morsa. Apenas me quedaba espacio en la mesa. El matrimonio casi no hablaba, tan sólo comía: los dos devoraban donuts sin descanso y sin alzar la mirada de sus platos. El joven, por su parte, no cesaba de intentar conversar conmigo. Su inglés era muy nasal y apenas le comprendía, pero creí entender que estudiaba informática en Montreal. Como suele hacerse en estos casos, yo le sonreía sin cesar, soltaba algún que otro «yes» cuando me miraba y hacía gestos de complicidad ante sus sabias opiniones.
En Winnipeg, a la que llaman la ciudad de los tres ríos, nos detuvimos a eso de las doce y diez. Más allá de la estación, la urbe se tendía en calles anchas y vacías, bajo algunos edificios grandullones. Al poco de partir, las llanuras desaparecieron y volvieron los tupidos bosques de árboles jóvenes y de troncos flexibles que inclinaba el viento.
Más tarde, al entrar en la provincia de Ontario, la megafonía anunció que en la región podían contarse más de doscientos lagos. Después, el tipo del altavoz comenzó a anunciarnos los lugares que merecían que les hiciésemos una foto.
En la estación de Sioux Lookout me sentaron a cenar en una mesa junto a los tres gays septuagenarios. Uno de ellos, pelado al cero y con las cejas recortadas en forma de dos uves invertidas bien marcadas, era muy abierto y extremadamente culto Se llamaba Bob y vestía un pantalón corto verde y una camiseta amarilla de media manga. De su cuello colgaba una gruesa cadena de oro y mostraba dos pequeños tatuajes, uno en el lado derecho de su cráneo y otro en el brazo. Era de Florida. Me contó que viajaba mucho —«viajar educa», dijo— y que visitaba con frecuencia Italia porque era católico.
—Pero este Papa no me gusta nada…, imagine por qué.
Su pareja, natural de Idaho, era un hombre regordete con aire de predicador bonachón. Apenas hablaba y sonreía en todo momento. El tercero, de Florida como Bob, tenía un aire tosco y era difícil de entender cuando hablaba.
Me invitaron a champán a los postres.
—Estamos celebrando nuestra vieja amistad… —dijo Bob señalando al gordo—, una amistad que cumple hoy cuarenta y cinco años.
Brindamos por otros cuarenta y cinco años de amistad. El del cráneo afeitado me preguntó a renglón seguido:
—¿Qué opina usted del presidente George Bush?[3]
—Bueno… —reí.
—No diga nada más, ya me ha contestado. Y estoy de acuerdo con usted. Elegirle la primera vez fue un error. Pero ¿cómo pudimos elegirle la segunda? Es un hombre peligroso que puede llevarnos al desastre. Y además de eso, es idiota. ¿Qué opina usted: cree que somos un país de idiotas porque elegimos a un idiota dos veces seguidas para presidente?
—No considero a Estados Unidos un país de idiotas —se me ocurrió decir—, adoro a muchos de sus escritores.
—Yo no entiendo a veces a mi país —prosiguió Bob—. Por ejemplo, ¿por qué tenemos que decir que Israel siempre tiene razón aunque haga barbaridades? Mírelo ahora: está destrozando Oriente Próximo. ¿Tiene razón? Ninguna; pero tiene dinero. Pero ¿sólo cuenta el dinero para dar razón a la gente?
Llovía a mares a la salida de Sioux Lookout. Todo el paisaje se oscurecía más allá del tren y las arboledas se tornaban negras bajo el cielo de nubes bajas y tenebrosas. Parecía que viajábamos hacia las honduras de la Tierra mientras los relámpagos y los truenos estallaban más allá de la cabecera del tren. La lluvia resonaba sobre el techo del vagón del mirador. Reparé en que, en el asiento delante del mío, había una chica manifiestamente borracha. A su lado, un tipo entrado en años parecía tratar de impresionarla.
—Un cielo interesante, ¿no cree? —le oí decir.
Me pregunté qué es lo que hace a un cielo interesante y a otro carente de interés.
Remitió el temporal una hora más tarde y, a la izquierda del vagón, la luz del sol se filtraba entre las nubes desgarradas. Islas boscosas asomaban sombrías sobre los lagos plateados y las tinieblas abrazaban las arboledas humilladas por el peso dejado por la lluvia. En el paisaje lóbrego de la tarde sin fin, nada parecía más pavoroso que aquellas lagunas de aguas quietas bajo el espacio cubierto por las nubes de la tormenta.
Más tarde, el cielo se convirtió en un juego de luces y colores, en el que se mezclaban los grises con los rosados, el negro con las brillantes calvas azules por donde asomaba la luminosidad del sol, breves amarillos que iban anaranjándose sobre los lagos de plata entristecida.
Cuando me retiraba para acostarme, la chica borracha salió detrás de mí y me abordó:
—Me llamo Natalia. ¿Viene al bingo conmigo? Esta tarde he ganado doscientos dólares, estoy de suerte.
La dejé a cargo del camarero de la sala de té y me acosté antes de las diez.
El último día de mi viaje en tren me levanté poco antes de las ocho. De nuevo adelanté una hora mi reloj, mientras pensaba que corría inútilmente contra el tiempo, tratando sin éxito de alcanzarlo. El cielo se mostraba turbio, oscuro, cargado de lluvia e impregnado de un color gris.
Desayuné junto a dos viejecitas inglesas que parecían sacadas de la obra teatral Arsénico por compasión. Eran remilgadas, modositas, simpáticas y en extremo corteses. Pero no le ponían reparos a la mermelada, las tostadas, los huevos fritos y el beicon, que se zamparon en cantidades industriales, sin que yo acertara a saber cómo cabría tanto alimento en sus menudos cuerpos. Ni un solo segundo perdí de vista mi café con leche, en previsión de que, en un descuido, aquellas refinadas señoras echasen en mi taza polvos de arsénico.
En las otras mesas se repartían los compañeros de viaje que ya conocía: los devoradores de donuts, el joven morsa, la hormiguita japonesa, la borracha Natalia, los gays estadounidenses, la irlandesa y su marido, el judío-canadiense-polaco y señora, y otros cuantos con los que no había tenido ocasión de charlar, aunque sus rostros me resultaban familiares. Bob me envió un saludo jovial desde su asiento.
Más tarde, cuando me dirigía hacia el vagón del mirador desde mi compartimiento, me topé en las estrecheces del pasillo con el judío de origen polaco.
—Realmente es un país muy grande —le dije, tratando de ser amable mientras los dos encogíamos la barriga para seguir nuestro camino, cosa que logramos después de unos segundos de atasco.
—Disculpe —respondió—, pero soy completamente sordo y no puedo oírle.
Por un instante se me ocurrió pensar si aquel tipo no se estaría quedando conmigo.
El paisaje se pintaba en bosques densos, ríos de aguas negras, lagos con alfombras de nenúfares florecidos y cielo hosco.
Me tocó comer con una curiosa pareja de americanos: Anne era gorda y feota, en tanto que Jim, delgado y larguirucho, parecía un hombre guapo. Tendrían más de setenta años y ambos eran viudos. De sus anteriores matrimonios, Anne era madre de cuatro hijos y Jim de dos. Vivían en California, pero los hijos y los nietos andaban repartidos por Estados Unidos. Se habían conocido tres años antes, en un viaje para jubilados que organizaba una agencia especializada de San Diego. Y se habían enamorado.
—No pensamos casarnos —dijo Jim—, estamos muy bien así. Algunos de nuestros hijos nos presionan para que lo hagamos, pero a menudo hay bodas que destruyen buenas parejas.
—A nuestra edad no podemos arriesgar ni un gramo de felicidad —terció Anne.
—Y usted, ¿está casado? —me preguntó Jim.
Asentí.
—¿Y viaja sin su Spanish lady?
—Tiene cosas que hacer en España.
Jim tomó la mano de Anne.
—Yo no me imagino separándome de ella ni siquiera unos pocos días.
Ella sonrió:
—Es que es muy celoso.
—No es para menos, mírela —añadió él—. Por cierto, Anne, ¿puedo tomar un vino con el amigo español?
—Haz lo que quieras. Hoy no tienes que conducir.
A las nueve y diez de la mañana del día siguiente entrábamos en Toronto, bajo el cielo desdeñoso cargado de lluvia. La ciudad no me gustó desde el primer instante: la vi grandullona, solitaria, entristecida y fría. Y sé por experiencia que nunca me gustará Toronto porque, en lo que respecta a las ciudades, me enamoro o me decepciono a primera vista y no le concedo tregua al arrepentimiento.
Busqué un hotel en el centro y, pese a la hora, encontré un restaurante en las cercanías que ofrecía platos fríos hasta la medianoche. Se llamaba Devil’s Lawyer, el Abogado del Diablo.
De regreso al hotel, caminando sobre las aceras encharcadas, vi un cartel de neón en lo alto de un rascacielos, con grandes letras rojas que anunciaban la sede del diario Toronto Star. Me acordé de Ernest Hemingway, que publicó en ese diario y en su revista semanal crónicas entre los años 1920 y 1924, cuando todavía se llamaba Toronto Daily Star. Quizás es el mayor hito en la historia de la desangelada ciudad, ya que Toronto le dio al futuro Premio Nobel la posibilidad de ganarse la vida con la escritura, al tiempo que le costeó algunos de sus primeros viajes a Europa y le ayudó a sufragar sus gastos durante su fértil estancia en París.
Al contrario que en sus libros, Hemingway utilizaba a menudo el humor en aquellos escritos periodísticos de su juventud. En una de las crónicas del Toronto Star Weekly, fechada en octubre de 1920, Hemingway escribía sobre los canadienses y los yanquis:
Ni en Estados Unidos ni en Canadá existe eso que se llama el hombre de la calle. La frase es francesa y sólo puede aplicarse al lugar en donde casi todos los contactos humanos se producen en la calle. Aquí, tanto en el sur como en el norte de la frontera (en Chicago o en Toronto), la única ocasión en que un norteamericano o un canadiense se encuentra con alguien en la calle es cuando se dirige apresuradamente a alguna parte […] El canadiense medio imaginado por el norteamericano es de dos tipos: el salvaje y el domesticado. Los canadienses salvajes llevan pantalones de lana y gorras de piel; tienen caras toscas con patillas, pero honradas, y son seguidos de cerca por cabos de la Real Policía Montada del Noroeste. Los canadienses domesticados calzan polainas, lucen pequeños bigotes, ofrecen un aspecto muy inteligente, todos tienen una medalla militar y están cortésmente aburridos. Tanto los canadienses salvajes como los domesticados contrastan con el norteamericano medio, que mastica cacahuetes en el estadio […] Los norteamericanos respetan a los canadienses. Y entre los elementos de los bajos fondos existe un positivo amor por Canadá. En cambio, ya saben lo que piensa de un yanqui el rufián canadiense medio. Quizás cuando muera William Randolph Hearst y la guerra esté más lejos y el cambio de moneda se normalice y se establezca un sistema de intercambio entre universidades norteamericanas y canadienses y los norteamericanos bajen sus voces y los canadienses arríen su orgullo y digan que fue una buena guerra en la que luchamos juntos, quizás entonces seamos compañeros.
Contraté para dos días después una plaza para un tour de doce horas a las cataratas del Niágara, con almuerzo incluido, y a las nueve y media de la mañana de la jornada marcada me encontraba en la estación de autobuses de la Greyhound Line. A las diez y diez, el autobús se ponía en marcha con cuarenta personas a bordo. Teníamos por delante 150 kilómetros hasta alcanzar las más famosas cataratas de la Tierra. Desde las filas traseras se alzaron dos brazos para saludarme: eran Jim y Anne, la pareja de viudos enamorados que había conocido en el tren durante el último desayuno.
Era una mañana de sol espléndido. Al cruzar el puente sobre el lago Ontario, la orilla oriental no alcanzaba a verse, a pesar de la claridad del aire y del hecho de que el Ontario sea el más pequeño de todos los que bañan la región canadiense de los Grandes Lagos. Llegamos a las cataratas poco antes de las doce, y el guía nos condujo directos a almorzar al bufet del hotel Sheraton.
Niágara es un lugar que produce perplejidad y espanto, pues no se parece a nada que se haya visto antes, ni en su naturaleza, ni en lo creado a su alrededor por artificio, ni en lo horrible de su decoración. Las cataratas fijan una sección de la frontera entre EE.UU. y Canadá y, aunque la parte estadounidense es mayor que la canadiense, se contemplan mejor desde este último lado. Junto a la ancha laguna que se forma bajo los saltos, se extiende un paseo de unos tres kilómetros repleto de cientos de aparcamientos para autobuses y coches, con hoteles de lujo de más de veinte pisos. En el paseo, decenas de tiendas de souvenirs y de fast food ofrecen toda suerte de baratijas y postales con las fotos de Marilyn Monroe y Joseph Cotten en la película Niagara, así como perritos calientes, hamburguesas, waffles, donuts y refrescos. De un lado a otro del malecón, pasean figurantes disfrazados de Micky Mouse, Bugs Bunny, el oso Yogui, el perro Pluto o el pato Donald. Y detrás braman las cataratas, alzando cortinones de nubes de vapor de más de dos decenas de metros de altura. Como en tantos lugares de América, la ruda y violenta naturaleza convive en las Niagara Falls con Walt Disney y Hollywood. En cuanto a mí, por más que me esforcé, no logré distinguir las curvas de Marilyn ni el sombrero Stetson de Cotten entre los cientos de personas que recorrían el paseo.
Decía el poeta inglés Rupert Brooke sobre el lugar en 1913: «La raza humana, apta como un niño para destruir todo lo que admira, ha hecho todo lo posible por rodear las cataratas de distracciones, incongruencias y vulgaridades. Hoteles, transformadores de electricidad, puentes, tranvías, postales, casetas, folletos con falsas leyendas, cabinas de teléfono, galerías y una red de trenecillos. Y además están los mercachifles. Niágara es la casa central y el lugar que alimenta a todos los vendedores de baja estofa del planeta».
Bajamos al muelle tras la comida para embarcarnos en uno de los Maiden of the Mist (Doncella de la niebla), como llaman a todos y cada uno de la media docena de trasbordadores de dos cubiertas que van y vienen entre el embarcadero y las cataratas llevando a bordo a casi trescientos pasajeros. Hicimos cola y, con el billete, entregaron a cada pasajero un impermeable azul; después, mi Doncella partió a toda máquina hacia la boca de la gran catarata, la que cerraba la laguna.
El agua de los saltos nos empapaba y nos obligaba a ponernos la capucha. Era como ducharse. Pero la bronca grandeza del lugar no se desvanecía ante la ridiculez de aquellos tres centenares de personas uniformadas de azul que reían y chillaban de excitación. Algunos pobres niños berreaban de miedo en brazos de sus insensatos padres. Me pregunté qué suerte de inconsciencia les hacía llevar a las criaturas a un lugar tan aterrador. ¿Querían curtirlos para la dureza de la vida?
En todo caso, resultaba soberbio el corto viaje, que duró escasamente veinte minutos entre la ida y la vuelta. El experimentado piloto nos condujo hasta casi debajo de la catarata, junto a los terribles remolinos que formaban las aguas al desplomarse desde la altura en el lecho del lago. No sé si sentí miedo, pero sí un gran respeto ante el vigor de lo que al hombre se le hace ingobernable.
Al descender de nuevo en el embarcadero, distinguí a Jim y Anne, que habían bajado un poco antes que yo del mismo trasbordador. Me esperaron. Jim llevaba un bastón y cojeaba levemente.
—¿Qué le han parecido las cataratas? —me preguntó.
—La verdad es que estremece un poco verlas —respondí.
—Yo estuve aquí cuando era un niño, me trajeron mis padres. Pero no recuerdo nada en absoluto. Quizás porque debí de sentir un miedo atroz, como esas pobres criaturas que iban a bordo. Sin embargo —siguió Jim—, me acuerdo con gran claridad del río Mississippi, adonde fui más o menos en la misma época, cuando tenía nueve o diez años. Puedo ver cómo era si cierro los ojos. ¡Me impresionaron tanto aquellos barcos de vapor con grandes ruedas…! Creo que aquella visita me convirtió en un lector apasionado de Mark Twain. ¿Ha leído a Twain?
—Tom Sawyer, Huck Finn, el negro Jim —dije.
—Ah, ya veo que sí —dijo con indisimulada alegría.
Anne me sonrió y después de mirar con ternura a su marido, dijo:
—Todavía está pensando en escaparse algún día de casa, como Tom Sawyer.
—Oh, no; nunca te dejaría sola —interrumpió él—. Me hubiera escapado en mi juventud, pero no me atreví. Y luego vino la guerra de Corea.
—Ah, estuvo en Corea… —dije.
—No he hecho una tontería más grande en mi vida que alistarme para ir a aquella locura. Casi no vuelvo.
—Pero los hombres americanos debéis tener una guerra al menos una vez en vuestra vida, para contársela a vuestros nietos mientras les mostráis alguna que otra medalla —terció Anne, burlona—. Todas las generaciones americanas tienen su guerra, la revolución, la civil, varias contra los indios, las guerras mundiales, Corea, Vietnam, las de Irak, Afganistán… A saber cuál será la próxima. Si no tenéis una guerra que contar, los hombres americanos no sois nada. ¡Qué triste será una generación sin guerra!
—Ya sabes que detesto las guerras, cariño. Y si a alguno de mis nietos se le ocurre alistarse para Irak, le desheredo.
—No sé de qué le vas a desheredar, si no tienes dinero.
—Bien, pero le destierro de mi corazón, que es peor. Para tontos, ya está el abuelo.
Me despedí y me alejé paseo adelante, en busca del aparcamiento en donde nos esperaba el autobús.
El guía contaba a los viajeros según subíamos y, cuando el autobús estuvo al completo, arrancamos de regreso. No obstante, en el camino hubo una parada, en unas bodegas de vino para probar el ice wine que se produce en los viñedos de la región de Niágara. Se trata de un curioso caldo que se obtiene a partir de la fermentación de la uva congelada en las cepas por debajo de los ocho grados bajo cero. El resultado es un vino con alto contenido de azúcar que se vende a precios desproporcionados para su mediana calidad. Es uno de los orgullos de Canadá, aunque esté copiado de una bebida semejante que se produce en Alemania.
En el asiento vecino al mío, al otro lado del pasillito, se sentaba un matrimonio mexicano de alrededor de cincuenta años con una niña de unos nueve acomodada sobre las rodillas del padre. La mujer se llamaba Ramona; el marido, Chato, y la niña, Rocío. Ramona, que se sentaba cerca de mí, era una conversadora incombustible, en tanto que el marido callaba y miraba por la ventanilla. Ninguno de los dos sabía una palabra de inglés y, como no pudieron entenderse con el guía, no habían comido nada. Les di unas barras energéticas que compré en el paseo y se las zamparon en un visto y no visto.
Después de presentarme como español, Ramona exhibió una incontinencia verbal de tal magnitud que apenas dejó su monólogo hasta que alcanzamos Toronto.
—Mire que esto del inglés es fastidioso, don. Pero no me rindo y nos hemos venido solitos los tres a dar una vuelta por Canadá. ¡Ay, qué hermoso país! Yo soñaba desde años sentarme frente a las cataratas y sentirlas. ¡Sí, sentirlas! ¿Usted las ha podido sentir, don? Tenemos una tienda de pasteles en Guadalajara y ahorita tenemos tres empleados. Hacemos también pizzas y las servimos con los pasteles a domicilio. Nunca pensamos antes que nos fuera a ir tan bien, pero nos va. Y casi todo lo gastamos en viajes. Ahorramos mucho y mi Chato no es bebedor. Y yo digo: no tendremos ropas caras, pero tendremos mucho paseado. ¿Y usted, don, viaja mucho…?
—Pues…
—Al principio, Chato no quería viajar, pero se ha ido enviciando poco a poco y ahorita le gusta mucho. A mi nena le voy a dejar estudios, pero no plata. Porque luego se la gastará con mi futuro yerno y quién sabe si él la gastará en tragos. La plata nos la gastaremos Chato y yo en viajes. Yo ya he estado en Colombia, en Argentina y Perú y también en Europa, en París. ¡Ay, París, qué hermoso, don! ¿Lo conoce?
—Yo viví…
—Claro que íbamos con una amiga mía que se dedica a alquilar coches a turistas y que, por su negocio, habla francés. Y allí tengo una hermanastra, además. Porque mi madre, al enviudar, tenía cuatro hijas y se casó con un viudo que era huero (rubio) y tuvieron otras cuatro hembras. Y todas salieron bien hueras, como francesas. De modo que una se fue a vivir a París y se casó con un francés y tengo sobrinos medio franceses y todos son hueros. ¿Tiene hijos, don?
—Sí, tengo dos…
—Al poco de casarnos, Chato y yo pusimos el primer local y nunca pensamos en que íbamos a tener tanta suerte. Y la tuvimos. El año pasado empecé a aprender inglés y me apunté en un curso de nueve meses. Quería aprender inglés porque quería hablar con la gente en los viajes para saber más cosas de la vida. En la escuela me dijeron que el inglés se aprende en lo que dura un embarazo. Pero lo dejé después de cinco meses. No avanzaba porque no tengo ni cultura ni el hábito de estudiar. Me decían que hablara de alguna cosa: de cine, o de los libros, o de historia… Pero, ay, don, ¿qué iba a decir yo, si no sé nada? Nunca he leído un libro ni sé bien siquiera quiénes eran Zapata y Villa, los héroes patrios. Y empecé a estar muy tensa porque no avanzaba. Y cuando Chato me iba a acariciar, me revolvía como un gato. Entonces lo dejé y me sentía fracasada y triste. Y Chato me dijo que nos viniésemos a Canadá a ver las cataratas del Niágara. Y las he sentido y eso me ha hecho mucho bien al alma. Y ahorita me quedaría más tiempo para ver más cosas. Pero debemos atender el negocio. Y ya le digo, don: cuando regrese a Guadalajara, volveré a apuntarme a inglés. ¿Qué cree, don?
—Yo creo…
—No me ha dicho a qué se dedica.
Atravesábamos el puente de entrada a Toronto y el lago Ontario refulgía en una llamarada de luz plateada.
—Soy escritor.
—¡Ay, don…, escritor! ¿Y de qué escribe?
—De muchas cosas. De viajes, entre otras cosas…
—¿Qué viajes?
—África, por ejemplo.
De pronto, Ramona había dejado su monólogo y me miraba curiosa, con aire casi extasiado.
—¿Y cómo es África?
—Muy hermosa, llena de bellísimos paisajes muy distintos a los de aquí. Y muy triste, mucha gente sobrevive en la miseria.
—¿Y cómo es la gente de allá?
—La mayoría es generosa y muy curiosa.
—¿Y qué aprende un escritor viajando?
—Se aprende a escuchar a los demás, a convivir con ellos…, y también se aprende a disfrutar del paso lento del tiempo.
—¿Y luego escribe de todo eso?
—Procuro hacerlo.
Se emocionaba y sus ojos brillaban húmedos. Me sentía algo desconcertado.
—Ay, don… Platicaría con usted tantas horas. De veras que me hace llorar… Cuando venga a México debe acercarse a Guadalajara. Estará en nuestra casa todo el tiempo que quiera y nosotros podemos llevarle a muchos lugares, incluso a la playa. Hay sitios muy bellos en el estado de Jalisco.
Se volvió hacia su marido.
—¿Verdad, Chato?
Él asintió moviendo la cabeza.
—Nuestra tienda se llama Ochatos y es muy bonita. Pero siga, sígame contando sobre sus viajes y la gente que encuentra y lo que piensa y lo que escribe… Siga, don, por favor.
Nunca he querido ser maestro de nada ni me ha gustado hablar demasiado de mí mismo. Pero sentí que jamás en mi vida nadie me había escuchado como me escuchaba Ramona, con los ojos humedecidos por la emoción y una sonrisa infantil detenida en los labios. Y comencé a dirigirme a ella en un largo monólogo sobre mis ideas, mis experiencias, mi manera de ver el mundo y la vida.
Las tiendas cerraban aquel martes a las nueve de la noche y el downtown de Toronto bullía de animación en el atardecer.
El paisaje entre las provincias de Ontario y Quebec tiene un aire a campiña francesa, con grandes llanuras verdes que se tienden bajo livianas montañas azuladas, arboledas dormidas impregnadas de un verdor oscuro, planicies roturadas para la siembra próxima, orondas vacas que uno no puede dejar de imaginar convertidas en bistecs, y misteriosas granjas solitarias de cuya chimenea escapa una leve columna de humo blanco y en las que, pese a su aire bucólico, bien podría vivir un hombre que aguarda tras la puerta con un rifle de dos cañones cargado de postas en previsión de un asalto de cuatreros. La naturaleza bravía de las Rocosas quedaba ya muy lejos, y al otro lado de la ventanilla se tendía un universo en donde la agricultura había desterrado todo rastro de salvajismo, en donde el hombre gobernaba definitivamente sobre la vida natural. Era un miércoles de finales de julio cuando, a las cinco y veinte, mi tren me dejaba en la bulliciosa estación de Montreal, la ciudad más grande de la provincia de Quebec, que es lo mismo que decir capital de Canadá francófono. Salí a la calle y el sol aún lucía con vigor en las anchurosas estancias de un cielo sin nubes.
Quebec, la «Belle Province», es una de las más extensas del país y su historia particular constituye, en cierto modo, la médula de la historia general de Canadá. Aquí se libraron las principales batallas entre colonos británicos y galos, con el apoyo de sus respectivas metrópolis, para decidir a cuál de las dos naciones europeas de la época, Inglaterra y Francia, quedaban sometidos los nuevos territorios del lejano norte. Ganaron los primeros, pero Quebec mantuvo siempre, y continúa manteniendo, un corazón francés, lo que los canadienses identifican, en su sentido más amplio, como un corazón más europeo que el de las otras provincias canadienses y, por supuesto, que el de sus vecinos yanquis.
El Canadá francés comenzó su andadura en el año 1534, con la llegada de los primeros exploradores y comerciantes de pieles, entre ellos Jacques Cartier, científico y marino, que alcanzó la península del Labrador y Terranova y se internó en el San Lorenzo hasta alcanzar los territorios en donde hoy se alza Montreal. En 1608, otro navegante, Samuel de Champlain, volvió a remontar el San Lorenzo y estableció en el curso de ese mismo año un puesto en el lugar donde se alza el actual Vieux Québec, en lo alto de un acantilado sobre el río. Transcurrido siglo y medio, el puesto se había convertido en una ciudad que acogía a cinco mil colonos franceses y en centro político, militar y espiritual de la colonia francesa. Con su ciudadela militar, sus murallas y sus calles estrechas, Quebec adoptó el aire de una ciudad francesa fortificada. Hoy en día es la única ciudad de Norteamérica que conserva sus antiguas murallas.
No obstante, las posesiones de Nueva Francia empezaron a ser tomadas en una pieza por la expansión británica: por el sur, desde Nueva Inglaterra y los Grandes Lagos, y por el este, desde Nueva Escocia, la Acadia francesa que pasó a poder británico después de la Paz de Utrech (1713). Durante los años 1754 y 1755, los franceses lograron contener el expansionismo británico desde las colonias de los actuales EE.UU., apoyados incluso por varias tribus indias. La más importante derrota de las fuerzas indias de colonos y soldados ingleses se produjo en el río Monongahela, en 1755, en donde una fuerza conjunta de franceses e indios, de algo más de ochocientos hombres, emboscó y venció a una tropa de colonos y soldados británicos de dos mil cien hombres mucho mejor armada. Los supervivientes del ejército derrotado, unos setecientos, hubieron de buscar refugio en un fuerte de Maryland y los indios aprovecharon para penetrar en los territorios británicos y matar a cientos de colonos.
La guerra continuó en los años siguientes y, en julio 1759, dio un vuelco definitivo. Los ingleses lograron cortar la comunicación de los franco-canadienses con Francia, con la destrucción de los fuertes de Louisbourg, Oswego y Duquesne, que protegían la entrada del río San Lorenzo desde el Atlántico. Al oeste, abandonados por sus aliados los indios séneca, los franceses perdieron los fuertes de Niágara y Ticonderoga a finales de julio. Montreal y Quebec quedaban rodeados y sin posibilidades de recibir suministros ni refuerzos.
En septiembre de 1759 se rendía Montreal y, justo un año después, caía Quebec, tras una batalla en la que perecieron los dos jefes de los ejércitos enfrentados: el general británico Wolfe y el general galo marqués de Montcalm. Por el Tratado de París de 1763, Francia cedía sus territorios de Canadá a Inglaterra, conservando tan sólo algunos establecimientos pesqueros en los territorios atlánticos. (Según Voltaire, sólo se habían perdido «quelques arpents de neige»).
Londres dio un plazo a los colonos de origen galo para que abandonasen los nuevos territorios bajo su dominio, permitiendo quedarse a aquellos que acatasen las leyes inglesas. La gran mayoría de los franceses decidieron permanecer en el lugar en donde habían nacido y crecido. Inglaterra dividió entonces el nuevo dominio en Alto Canadá —anglófono—, y Bajo Canadá —francófono—; una organización administrativa que, apoyada en algunas leyes discriminatorias, no satisfizo demasiado a la comunidad francesa. Quedó latente en la colonia lo que un historiador ha calificado como «conflicto no político, sino étnico».
La revolución y posterior independencia de Estados Unidos alcanzó con sus violentos vendavales a Canadá. En 1775, un ejército yanqui dirigido por el general Montgomery invadía el país y, en el verano, conquistaba con facilidad Montreal. Pero al llegar a Quebec, con el invierno encima, la invasión perdió fuelle y los estadounidenses hubieron de retirarse. En el conflicto, los colonos franco-canadienses lucharon junto a los británicos para no ser sometidos por la nueva y poderosa nación recién llegada a la independencia al sur de sus fronteras. Muchos estadounidenses de origen inglés se habían mantenido leales a la Corona británica durante la revolución y ese sentimiento loyalist se extendió entre los canadienses, que temían la pujanza de la nueva nación.
Todavía entre 1812 y 1814, los ejércitos de Washington intentaron invadir Canadá. Pero, a pesar de su superioridad, fueron derrotados por los colonos ingleses y los de origen francés, que luchaban hombro con hombro, ayudados por los indios shawnee. Aquella guerra de tres años, que Thomas Jefferson definió en su estallido como «una simple cuestión de ponerse en marcha», se ganó sobre todo merced al talento de un militar inglés al mando de la fuerza británico-canadiense, sir Isaac Brock, y al carisma y talento guerrero del jefe indio Tecumseh. Ambos líderes derrotaron a un ejército muy superior al principio de una dura campaña que costó la vida a ambos. Durante aquella contienda, las tropas canadienses llegaron a entrar en Washington e incendiaron parte de la Casa Blanca, algo que los americanos pretenden borrar a menudo de sus libros de historia.
En 1837 y 1838, los mestizos (métis) franco-canadienses, dirigidos por Louis Riel, se rebelaron de nuevo contra la metrópoli, incómodos por las leyes coloniales que primaban a los anglo-canadienses. El ejército reprimió con facilidad la revuelta en dos breves enfrentamientos armados.
Pero Londres percibió que el conflicto quedaba latente y que podría extenderse, sobre todo si Estados Unidos apoyaba la causa de los franco-canadienses. Y en 1841 otorgó a Canadá la categoría de Dominio británico con la aprobación de la Ley de la Unión, por la que dejaban de existir el Alto y el Bajo Canadá, fundiéndose en una sola administración. Toda la política colonial británica dio un vuelco. Se adoptaron nuevas leyes igualitarias entre las dos comunidades y se aplicó el criterio de autogobierno para los territorios canadienses. Al mismo tiempo, se facilitó el desarrollo del libre comercio, lo que impulsó de inmediato la economía del territorio. Canadá comenzó su andadura como Dominio con un estatus de «soberanía asociada» a la metrópoli.
Sin embargo, la sed de independencia de numerosos quebecois no se ha dormido. Y cada cierto tiempo, los independentistas logran convocar un referéndum en la provincia para elegir entre iniciar la secesión o continuar formando parte de Canadá. Aunque por estrecho margen, los independentistas no han ganado ninguno. Y lo más probable es que no lo consigan en fecha temprana. Quebec, por ahora, no tiene muchas posibilidades de convertirse en un país desgajado del resto de la nación canadiense.
No obstante, muchos de los libros de historia del país recuerdan una frase de un militar inglés acuñada durante los años en que Estados Unidos trataba de anexionarse Canadá por medio de las armas, entre 1812 y 1814: «La mecha del último cañonazo que se dispare en el continente en defensa de Gran Bretaña será encendida por la mano de un franco-canadiense».
Quizás esas palabras explican mejor que nada la aparente ambigüedad en el concepto de patria del actual Canadá.
Montreal es una ciudad que conjuga a la perfección lo solemne con lo frívolo, lo práctico con la tradición, lo bello con lo útil. Con su clima sucede algo parecido: es gélida en invierno hasta el punto de que hay un Montreal subterráneo en donde abundan las tiendas y en donde la gente se refugia para huir de las frecuentes caídas del termómetro a casi cuarenta grados bajo cero; pero, sorprendente y súbitamente, sufre un agobiante calor húmedo con la irrupción del verano, lo que obliga de nuevo a los ciudadanos y turistas a bajar a los subterráneos comerciales en busca del gratificante aire acondicionado.
El casco antiguo de la ciudad no es tan antiguo, si se considera que fue construido en su mayor parte durante el siglo XIX. Se extiende sobre los muelles del lado norte del río San Lorenzo y es un tejido de calles estrechas, poco concurridas, en donde hay pequeñas tiendas de artículos de lujo, bistrós con menús de comida francesa, librerías para bibliófilos, tiendas de antigüedades y un inequívoco gusto por todo lo que se considera refinado. Para que los peatones distingan el Vieux Montreal de la parte moderna, las vías públicas de esta última muestran sus nombres en carteles blancos, mientras que las calles del primero se anuncian en letreros rojos. Hay algunas iglesias del tiempo en que el país era un Dominio británico y coches de caballos para pasear turistas.
La ciudad nueva, sobre todo la parte que se extiende en las dos aceras de la avenida de Sainte-Catherine, es desenfadada e informal. En ella abundan los locales de fast food, cervecerías que imitan a los pubs ingleses en las que sirven horribles pies de carne de vaca y de cordero, alegres terrazas en las plazuelas arboladas del estío y tiendas de souvenirs, baratijas, ropa de bajo precio y centenares de fruslerías.
Hay una tercera zona de la ciudad que no se parece a las otras dos, la que se encierra en Chinatown, un barrio chino más pequeño que el de Vancouver pero con igual vocación de singularidad. Cercado por cuatro puertas en sus cuatro puntos cardinales, en las que montan guardia feroces leones de piedra blanca bajo los tejados curvos pintados de rojo rabioso, el barrio chino es a toda hora un lugar animado y lleno de comercios y de restaurantes en donde huele a soja, salsa agridulce, costillas de cerdo asadas y pato lacado. Por la mañana y al atardecer, en las placitas, los viejos hacen gimnasia sin timidez y sin pudor ante la mirada de sus vecinos y las ávidas cámaras fotográficas de los turistas.
Montreal presume de ser una de las principales capitales gays del mundo, y a cualquier hora, en especial en la ciudad nueva, pueden verse parejas del mismo sexo que pasean con las manos enlazadas o se besan con ardor en los bancos de las pequeñas plazas ajardinadas. Cuando visité la ciudad, el número de homosexuales había aumentado sensiblemente, pues se celebraba una suerte de Olimpic Gay Games, de los que hasta entonces nunca había oído hablar y de los que no he vuelto a tener después otra noticia.
Durante uno de mis paseos por Montreal, en los tres días que permanecí en la ciudad, me detuve un rato a tomar como aperitivo una cerveza Red Bear, que imita a la bitter inglesa, en una terraza junto a Sainte-Catherine. En el centro de la explanada se alzaba una estatua de bronce, de los días de la colonia, que representaba al rey británico Eduardo VII. El majestuoso soberano lucía la calva y los hombros repletos de blancos y llamativos excrementos de gaviotas y palomas. Pensé que el mejor destino de muchos grandes hombres del pasado inmortalizados en las estatuas, sean reyes, militares o políticos, podría ser el mismo que el del monarca Eduardo VII: que les caguen los pájaros.
La última noche, cenando escargots con salsa de ajo y perejil en un bistro del Puerto Viejo, reparé en que llevaba cerca de dos meses fuera de España y que, no obstante, percibía el tiempo transcurrido desde mi marcha del hogar como mucho más dilatado, de años en lugar de meses. Pensé en que mi vida, durante los últimos tiempos, era una suma de viajes y que eso me hacía sentir que acumulaba en mi espíritu muchas vidas diferentes, como si mi individualidad se disolviera y se fraccionara en varias entidades. Sin duda, Canadá me había enamorado sin remedio.
Un joven poeta británico, Rupert Brooke, muerto en la Primera Guerra Mundial en acto de servicio a los veintiocho años, viajó por Canadá y EE.UU. poco antes de que estallara el conflicto y dejó escritos una serie de artículos agrupados más tarde en el libro Cartas desde América. Contaba así su visita a Montreal:
Determinado a ser por todos los medios un completo turista, decidí tomar un «coche de observación» para una primera visión de la ciudad. Se trataba de un largo coche motorizado con el que podía verse Montreal en dos horas. Éramos un grupo de resueltos viajeros y nuestro guía se dirigía a nosotros con un pequeño megáfono para indicarnos qué era cada cosa, qué mirar y qué admirar. Parecía exactamente el tipo de pastor espiritual que conduce a su rebaño a través del polvoriento y ruidoso mundo. «A la derecha, señoras y señores, está el Banco de Montreal; a la izquierda, la iglesia presbiteriana de San Andrés; otra vez a la derecha, la elegante residencia de sir Blank; más adelante, en el mismo lado, el Museo de Arte…». Uno sacaba la vaga impresión de que Montreal consiste en bancos e iglesias.
Viajaba entre Montreal y Quebec y ahora, al escribir sobre el viaje, leo en mis notas de aquel día:
Marchamos junto al curso del río San Lorenzo, ancho y poderoso, entre llanuras cubiertas de verdor, campos de maíz y de flores de colores hirientes, dejando a uno y otro lado casas solitarias de madera, construidas con bella sencillez. Al ver los haces de hierba, creo percibir el olor jugoso del césped recién cortado, el olor de mi querida Asturias. Dulces colinas sobre los bosques de olmos y de álamos cierran el horizonte bajo el cielo tibio y puro.
La ciudad de Quebec podría parecerse a Bayona o a alguna otra de las bonitas capitales de provincia de Francia. Pero si uno se acerca al extremo del casco viejo y se asoma, en el paseo (terrace). Dufferin, al majestuoso curso del río San Lorenzo, se da cuenta de inmediato de que está en Norteamérica: porque en el Nuevo Continente nada es pequeño. América es el reino de la desmesura.
El alto malecón del San Lorenzo, que arranca de las puertas del château Frontenac, es una suerte de remedo grandilocuente y algo kitsch de los castillos del Loira. Atesora una grandeza levemente tosca y provinciana, pero revela el íntimo sentido del alma sin complejos que guarda América. El Canadá urbano está retratado en las altas torres de Toronto y en los espaciosos puertos de Vancouver, en la piedra solemne de Montreal y en el gigantismo de las torres de Ottawa. Pero es en las alturas de la ciudad vieja de Quebec en donde muestra aquello por lo que, en el fondo, quiere ser reconocido Canadá: como una Europa trasplantada de continente, y contagiada, enamorada y, a la postre, seducida por el espíritu colosal de América. Canadá es la más europea de las naciones americanas; pero no ha entregado a nadie ni una sola pizca de su carácter norteamericano. A los canadienses les encanta que los yanquis los tilden de europeos; pero ante los europeos afirman que son decididamente norteamericanos.
Y eso es Quebec, el corazón ambiguo de Canadá: un trozo de la enorme América para los europeos y una pequeña Europa exiliada para los americanos.
Desde Montreal, días antes de mi llegada a Quebec, había telefoneado a la compañía naviera propietaria del mercante que debía llevarme, a través del Atlántico, en mi viaje de regreso a Europa. Los agentes en la ciudad me habían confirmado que mi barco, el Eilbek, saldría el día previsto, de modo que el final de mi largo viaje parecía cerrarse como lo había planeado.
La última tarde me dirigí al bello paseo Dufferin, una larga terraza en donde hay algunos puestos de bouquinistes y que se alza desde las alturas de la colina sobre el río San Lorenzo. Acodado en la baranda, contemplaba un barco que navegaba con mansedumbre aguas arriba: era largo de eslora, de manga estrecha, alto castillo de popa y cubierta repleta de contenedores. Tuve un presentimiento y eché una moneda en uno de los prismáticos fijos que miraban al río. Busqué la popa del barco: la bandera lucía los colores rojo, negro y amarillo de la República Federal de Alemania. Moví luego hacia la derecha los binoculares y, allí, en el casco de proa, pude leer el nombre del navío: Eilbek.
Mi corazón aceleró gozoso sus pulsaciones. ¡Era mi barco! A bordo de aquella embarcación iba a viajar durante ocho días camino de mi patria europea. Me emocionó ver su casco negro y su torre blanca, el bamboleo cadencioso con que ascendía las aguas tranquilas del río San Lorenzo rumbo a Montreal. Deseé encontrarme cuanto antes en mi camarote. Y, sobre todo, sentí urgencia de cruzar por primera vez en mi vida el océano Atlántico como pasajero de un navío.