Hacia tierras salvajes
En Anchorage huele a alga marina y a musgo de montaña y, en los días claros, desde los pisos superiores de los cinco o seis edificios más altos de la ciudad —casi todos ellos hoteles de lujo— puede distinguirse el nevado pico, en forma de hacha de sílex, del monte McKinley, el techo de América del Norte, a 6194 metros sobre el nivel del mar. El nombre original de este gigante de piedra era Denali, que en una lengua nativa significa sencillamente «el Alto», pero fue rebautizado con el nuevo nombre en 1901, en honor del vigesimoquinto presidente de Estados Unidos, William McKinley, asesinado ese mismo año en Buffalo. Los habitantes de Anchorage insisten una y otra vez en explicar a los forasteros que el suyo es el monte más alto del mundo, más que el Everest. Sostienen que el McKinley se hace montaña prácticamente al nivel del océano, en tanto que el Everest surge en un terreno que se encuentra a unos tres mil metros sobre el nivel del mar, por lo que, en buena lógica, el norteamericano tiene mayor altura que el asiático.
Anchorage es una ciudad desangelada y extensa, pues la mayoría de los edificios son de una o dos plantas. Al parecer, fue hermosa años atrás, pero el Viernes Santo de 1964 un terremoto registrado con 9,2 puntos en la escala Richter la demolió casi Por completo. La violencia del temblor duró cinco minutos y fue de tal calibre que una de las avenidas, la Cuarta, quedó en su Parte norte hundida tres metros por debajo de su parte sur. Sólo nueve personas perecieron en el desastre, mientras que las pérdidas económicas supusieron más de trescientos millones de dólares. Al reconstruirla, se decidió crear una ciudad formada en su mayoría por casas bajas.
Al contrario que casi todas las urbes norteamericanas, el downtown de Anchorage tiene un trazado de cordel, con avenidas que van en horizontal de oeste a este, numeradas desde la Primera a la Novena, y calles que bajan en vertical de norte a sur, distinguidas con letras que van de la A a la L. Hay un parque, el Resolute, con una estatua del marino inglés James Cook, el primer europeo que llegó a la costa del actual emplazamiento de Anchorage, en 1778. Sentados en los bancos y en la hierba de un parquecillo junto al Sunshine Mall y frente a la oficina de correos, en la Cuarta Avenida, acampan en los días de verano varias decenas de indios y esquimales alcoholizados, entre el olor que despiden los pequeños puestos de venta de hot dogs, regados de mostaza y ketchup. En esa zona céntrica se abren numerosos comercios de souvenirs para los turistas de cruceros de lujo que atracan a diario en la ciudad y de ahí parten las excursiones que los llevan al parque de Denali, al pie del McKinley.
El resto de la extensa ciudad crece hacia el este, camino del aeropuerto, con inmensos galpones destinados a almacenes y depósitos de combustible. Anchorage es una ciudad sosa y despersonalizada. Eso sí, cuenta con algunos buenos bares donde sirven la potente Amber Beer, de vibrante color tostado, y un par de excelentes restaurantes japoneses.
Es un lugar para quedarse un par de días, por aquello de decir que lo has visitado, y largarse de inmediato con la música a otra parte.
Quería conocer el Prince William Sound, uno de los más famosos estrechos de las costas de Alaska a causa de sus glaciares, y escenario de las primeras expediciones al noroeste de los navegantes españoles y británicos durante los siglos XVII y XVIII. Así que alquilé un coche para dirigirme a Whittier, el embarcadero desde el que salen los barcos para turistas a recorrer el Prince William Sound, situado a unos cien kilómetros de Anchorage. El día amaneció lluvioso y frío, a pesar de que el verano se encontraba en pleno apogeo. Pero podía conducir con comodidad, porque el tráfico era muy escaso en la Seward Highway. Viajaba en paralelo a las vías del tren y al Turnagain Arm (el Brazo de Regresar de Nuevo), bautizado así por Cook mientras buscaba una salida al fiordo de Prince William, navegando por el norte de la península de Kenai desde el emplazamiento del actual Anchorage, y se encontró con la cordillera de Chugach cerrándole el paso. A la izquierda, el mar se extendía con un turbio azul, entre el paisaje cortado por las blancas cumbres de las montañas de la península de Kenai. Por encima del tendido ferroviario, las ariscas alturas de Chugach formaban un amenazador murallón.
Después de dejar a la derecha el desvío que lleva a Seward, en Kenai, la carretera se estrechó y fue a morir en la boca del túnel del ferrocarril. Los coches debíamos atravesar un control para pagar el derecho de paso y formar fila junto a la entrada, en espera de que saliera el tren que venía de Whittier y, tras los vagones, los automóviles que regresaban del puerto. Sentado en el coche y ante el semáforo en rojo, me entretuve en leer el folleto informativo que me había dado el encargado del control: el túnel medía dos millas y media de largo, esto es, algo más de cuatro kilómetros, y los coches teníamos que viajar a una velocidad máxima de cuarenta kilómetros por hora y mínima de treinta. El acceso se cerraba todas las noches a las once y no se abría hasta las cinco y media de la mañana siguiente.
Al cabo de media hora, una locomotora amarilla surgió silbando de las entrañas de la montaña, tirando de tres vagones y seguida por una fila de unos veinte vehículos. El semáforo mudó a verde: era nuestro turno.
Creo que pocas veces he recorrido un lugar más tenebroso que la barriga de aquella montaña. No había otra luz que la de los faros de los vehículos que viajábamos en fila sobre la vía ferroviaria. Era un túnel de paredes muy estrechas, casi justo del tamaño de los vagones del tren, de modo que había que conducir con extremo cuidado, procurando que el vehículo no se venciese de súbito hacia un lado. El lugar resultaba en extremo opresivo, sobre todo para alguien que, como yo, padece de una cierta claustrofobia. Sentía que me encontraba en una mina de carbón, a muchos metros bajo tierra: y de hecho tenía una inmensa montaña sobre mi cabeza. Aquel era un lugar muy parecido al imaginario que rodea el Infierno. Sólo faltaba el Diablo atizando la lumbre de los pucheros al lado de las vías.
Salir al otro lado del túnel, en un paisaje de mar abrazado por gigantescas montañas nevadas, producía una sensación parecida a un viaje en el tiempo y el espacio, o quién sabe si al recorrido de la pequeña Alicia de Lewis Carroll. Llovía sin cesar y el cielo estaba cubierto por un manto oscuro. Whittier era un lugar sombrío, un pequeño poblado para acoger a los empleados de las dos compañías de turismo que operaban en el fiordo, a los del único hotel del enclave, al dueño del solitario café y a los trabajadores y técnicos de una compañía de extracción de gas, cuyos grandes depósitos se alzaban al otro lado del muelle. Pensé que mucho tendrían que pagar a la gente para vivir en un asentamiento tan remoto y aislado, al que sólo podía llegarse por barco o helicóptero durante las horas en que cerraba el túnel.
Whittier, en cierto sentido, me pareció una prisión diseñada por la naturaleza inclemente.
Pero el entorno natural era soberbio. A bordo del Klondike Express, un catamarán de unos cuarenta metros de eslora, dos centenares de pasajeros nos internamos en los brazos y fiordos del estrecho, rodeados por glaciares nevados y sobre un mar en calma en el que flotaban grandes pedazos de hielo en los que, ocasionalmente, descansaban focas moteadas, cormoranes, albatros y águilas calvas. A veces, parejas de nutrias marinas, una especie que estuvo al borde de la extinción por la caza masiva en la época del dominio ruso, nadaban perezosas en las cercanías del barco, mostrándonos su rostro de muñeco de peluche, más parecido a una creación de Walt Disney que a un mamífero real. El cielo se tendía muy bajo y oscuro sobre nuestras cabezas y ocultaba las cumbres de las montañas. Llovía con frecuencia, lo que nos impedía casi todo el tiempo disfrutar de la naturaleza al aire libre. Pero las amplias ventanas de las cabinas de pasajeros nos permitían disfrutar de un paisaje memorable.
Cuando nos aproximábamos a los glaciares, los pedazos de hielo desperdigados sobre la superficie del mar se convertían en grandes placas. Durante casi cuatro horas, recorrimos los brazos y fiordos del norte de Prince William Sound y pudimos observar desde muy cerca más de veinte glaciares. Descendían imponentes desde las montañas, entre paredes oscuras, hasta el mar grisáceo: verticales muros blancos tocados de un leve resplandor azul que, a veces, ante nosotros, se quebraban de súbito y caían en grandes bloques sobre el agua, con un ruido atronador que llegaba a sobrecoger.
En un momento en que la lluvia cesó, salí a cubierta frente al Harriman, el más majestuoso de cuantos glaciares contemplamos aquella mañana. Los pasajeros se apresuraban a hacer fotos y me quedé junto a uno que usaba un trípode. Comenzamos a charlar y, al preguntarme de dónde era y yo responderle que de España, comenzó a hablarme en mi lengua, con un leve acento latinoamericano. Había nacido en California, hijo de asturianos exiliados después de la guerra civil. En apenas unos minutos me informó sobre su vida.
—Soy separado y tengo una hija. Intento enseñarle castellano, pero su madre odia todo lo español. Las mujeres son mala cosa. No compensa lo hermosas que son con los problemas que dan.
Después me contó que todos los años procuraba ir a España.
—Sobre todo por la comida: es espléndida, mejor que la francesa o la italiana. Los americanos siempre han comido tan sólo para alimentarse, pero ahora han empezado a disfrutar de los sabores. ¡Incluso están aprendiendo a hacer pan!
En el viaje de regreso a puerto, reparé en la cantidad de gente gorda que viajaba a bordo. A mi lado, en la hilera corrida de butacas, se sentaba una señora que ocupaba dos plazas. Llevaba en el regazo una bolsa repleta de alimentos y no cesaba de comer. Iba sola. Cada vez que ingería un pedazo de sándwich o un cacahuete o una galleta, me miraba y sonreía, como si pidiera disculpas. Llegando a Whittier, cerró su bolsa, se levantó con dificultad, se acercó a la máquina de helados y sacó un recipiente de helado de fresa con más o menos un litro de capacidad. Se lo zampó en menos de cinco minutos.
El Prince William Sound es un escenario único de vida natural y en sus aguas es frecuente encontrar grandes ballenas de diversas especies, además de numerosas variedades de aves marinas y unas cuantas de pinípedos, como la foca y el león marino. Todo pareció irse al traste en marzo de 1989, cuando el petrolero Exxon Valdez, propiedad de la compañía americana Exxon Mobile, zozobró en el estrecho y cuarenta mil toneladas de petróleo crudo se derramaron en el mar. Nunca se supo si fue un error humano lo que provocó el accidente, aunque se llegó a afirmar que el capitán estaba borracho cuando intento la maniobra de salida de una estrecha bahía, confundiendo unas rocas con una línea de boyas y chocando de lado con el arrecife. El vertido alcanzó en pocos días un enorme impacto mediático y se hizo famosa la fotografía de un cormorán bañado en petróleo, que fue portada en numerosos periódicos, una imagen que sería una y otra vez copiada en desastres posteriores del mismo jaez.
El accidente motivó que se cambiara la legislación americana sobre el tráfico de barcos petroleros. Por medio de la Oil Pollution Act de 1990, Estados Unidos prohibió navegar en sus aguas jurisdiccionales y atracar en sus puertos a los petroleros que no estuviesen dotados de un doble casco, además de subir a cifras enormes el precio de las pólizas de seguros de estos cargueros. La decisión tuvo consecuencias excelentes para el país, ya que nunca más se han vuelto a producir en EE.UU. accidentes de este tipo. Y significó un giro importante en la conciencia de la opinión pública sobre los problemas del medio ambiente. Una ley de carácter parecido se aplicará a escala internacional a partir de 2009, año en el que toda la flota mundial deberá estar dotada del doble casco, con un sistema de compartimientos estancos que hace prácticamente imposibles los vertidos. En todo caso, desde el naufragio del Exxon Valdez, puede decirse que la opinión pública comenzó a sensibilizarse más sobre la amenaza de la acción del ser humano sobre el entorno natural.
El accidente de Alaska no fue, ni mucho menos, el más dañino desastre de este tipo, sino uno de los menos graves. El Amoco Cádiz, naufragado en Francia en 1978, dejó en el mar 234 000 toneladas de petróleo, y el Prestige, hundido en las costas gallegas el año 2002, perdió 77 000 toneladas.
El siniestro del Exxon, por otra parte, no tuvo consecuencias tan graves para el medio ambiente como las que aireó la prensa en su momento. El petróleo que transportaba era crudo, un hidrocarburo que se evapora al poco tiempo del vertido, ya que es un elemento que no ha sido sometido a procesos químicos y forma parte de la naturaleza. Sin embargo, el petróleo refinado, que era el que transportaban el Amoco y el Prestige, tarda bastante más tiempo en deshacerse y sus efectos son muy dañinos.
Alaska tuvo suerte a la postre. Lo curioso es que los gobiernos de EE.UU. olviden el medio ambiente cuando cosas parecidas, incluidas las emisiones de gases, suceden lejos de sus fronteras.
Para un amante de la naturaleza, irse de Alaska sin hartarse de ver osos, en un territorio en el que habitan casi cien mil plantígrados, entre pardos, negros y polares, sería imperdonable. Así que a la mañana siguiente me dirigí a una agencia de viajes para buscar el modo de hacerlo. Un cartel publicitario, en la cristalera que daba a la calle, anunciaba: «Alaska, la última frontera. Le organizamos la aventura».
En la caótica sala de la compañía atendían al público dos amables viejecitas de aspecto remilgado. Pese a la pulcritud de sus atuendos y sus modos refinados, eran todo lo contrario al orden: no encontraban ningún papel entre la maraña de fajos encarpetados, periódicos y folletos que daban a las mesas el aspecto de los mostradores de una cacharrería. Sobre un recipiente metálico de galletas reposaba una archivadora, y encima de una caja de botellas de vodka, no sé si vacía, habían colocado la calculadora.
—¿Y qué desea, joven amigo? —me dijo una de ellas, solícita y sonriente.
—Quisiera ver osos.
—¡Oh!, ¡en Alaska hay muchísimos, más de los que desearíamos!
—¿Adónde puedo ir?
Señaló hacia la ventana, en dirección a un barrio de casitas bajas que asomaba en la ladera de una colina.
—¡Allí mismo, detrás de mi casa! Hay tantos que los encuentras incluso cuando no deseas verlos.
—Me gustaría ir a una especie de parque…
—Espere.
Durante un rato revolvió entre los papeles de las mesas, sin encontrar nada. Consultó después a la compañera, que le indicó que buscase en el archivador que reposaba sobre la caja de galletas. Al cabo de casi un cuarto de hora, encontró un par de folletos sobre dos lodges en sendos parques naturales.
—Mire, esto es de lo mejor que hay cerca de Anchorage.
—¿Qué precios tienen y cuántos días de estancia puedo reservar?
—Hay que llamar por teléfono para informarse.
—Bueno, llamemos.
—Pero tenemos la línea cortada… Por una avería, no por falta de pago.
—¿Y qué hacemos?
—Vamos a una cabina de la calle.
Durante doce o quince minutos, la anciana echó monedas y manipuló el teléfono sin lograr comunicación.
—Nada —desistió al fin—. La verdad es que nunca he llamado desde un teléfono público. Lo mismo está estropeado. ¿Quiere que busquemos otro?
—No, no se moleste usted más, por favor.
—Puede hacer una cosa: vaya usted al hotel Hilton y en recepción se lo arreglan todo. Está ahí mismo, en la Cuarta Avenida. Les dice que es usted cliente y, como tienen muchas habitaciones, no van a andar comprobándolo. Los empleados son muy serviciales. De todas maneras, si quiere, volvemos a entrar en la oficina y seguimos buscando.
—Déjelo, déjelo, iré al Hilton.
Me dirigí al hotel y, en el despacho de servicio a viajeros, contraté un par de viajes en busca de los osos, ambos a la región del Lake Park. No era barato en absoluto; pero no vas a irte de Alaska sin ver osos, me dije mientras pagaba con la tarjeta de crédito las reservas. Sería como no probar el whisky en Escocia o el jamón de pata negra en las serranías de Huelva.
Varias compañías de avionetas e hidroaviones tienen sus hangares en un extremo del aeropuerto de Anchorage, de donde parten continuamente despegando de pequeñas pistas o desde una gran laguna que parece artificial. La avioneta es en Alaska casi lo que un automóvil utilitario en las ciudades europeas, y la proporción de estos aparatos por habitante es la mayor del mundo. Su capacidad no suele exceder los ocho pasajeros, incluido el piloto, pero la gran mayoría son de dos o de cuatro plazas. Aterrizan en apenas cien metros de pista o en los numerosos lagos que hay en este enorme estado americano. Sacar el carnet de piloto es, en Alaska, casi tan sencillo como en Europa obtener el de conducir automóviles.
Una furgoneta me recogió en mi hotel a eso de las once de la mañana y me condujo hasta la laguna de despegue de los hidroaviones. A la una y media, cinco pasajeros y el piloto volábamos ya sobre las últimas casas de Alaska. Yo me sentaba en el puesto destinado al copiloto, una plaza que, por alguna razón que desconozco, nunca vi ocupar a ningún tripulante en ninguna de las avionetas en que volé durante mi estancia en Alaska. Mis compañeros de viaje eran todos norteamericanos.
Era una mañana cálida, de pleno sol y aire muy limpio; un día excelente para viajar en avión. Nos dirigíamos hacia la bahía de Redoubt, en la entrada del Lake Clark National Park, algo más de cien kilómetros al sudoeste de Anchorage. Volábamos muy bajo, en paralelo al mar, que en esa hora ofrecía un color fangoso cerca de la costa. Las playas eran de arena oscura y, mar adentro, se distinguían ocasionales plataformas petrolíferas. A veces, en las orillas de los riachuelos que llegaban al mar, veíamos las casetas de madera utilizadas por los pescadores y los cazadores de patos. El sol golpeaba en el lado izquierdo del avión, de modo que, abajo, a mi derecha, distinguía la sombra negra del aparato moviéndose sobre la playa.
Pronto desaparecieron los caminos, las carreteras y cualquier signo de presencia humana. El paisaje se hizo muy extraño: una gran alfombra de hierba de un verde bruñido, sin un solo árbol, herida aquí y allá por ríos y lagunas de vibrante azul. Un alce joven, con medio cuerpo hundido en un arroyo, nos miró con curiosidad y, poco más adelante, una gran osa de pelo rubio huyó con sus tres cachorros al sentir el ruido de nuestro motor. El piloto dio dos pasadas para que pudiésemos contemplar al grupo de plantígrados.
Más adelante, de súbito, el paisaje cambió de nuevo y aparecieron bajo el avión densos bosques de coníferas y abedules, cruzados por numerosos ríos y bañados por lagunas. Las aguas eran en ocasiones muy azules, casi del color del cobalto, y otras lechosas, como un manchado de café. En la lejanía se alzaban las grandes montañas del Alaska Range, con sus cumbres nevadas y los anchos glaciares que descendían hacia los bosques. El paisaje era una postal, o una hoja de calendario. Pero en vivo.
Aterrizamos en un brazo del mar que formaba una ancha bahía y el hidroavión navegó sobre las aguas mansas hasta alcanzar el muelle. Bajamos la escalerilla y una sonriente y amable muchacha nos condujo por una senda hasta una especie de hostal de montaña, en donde nos ofreció un refresco y nos invitó a sentarnos. Al poco apareció una pareja con aire de matrimonio feliz americano y los dos nos dieron, con algunas oportunas bromas al mejor estilo yanqui, respondidas con pertinentes bromas por mis compañeros de viaje, una charla sin interés alguno sobre los servicios de su lodge y la naturaleza que lo rodeaba.
A renglón seguido, nos invitaron a pasar al comedor para tomar un refrigerio. En el interior del local no se podía fumar ni se servían bebidas alcohólicas. Despacharon el almuerzo, incluido en el precio del viaje, con un sándwich horroroso, una ensalada aliñada con yo qué sé cuántas salsas con sabor a soja, y una tarta de manzana cuya pasta se quedaba atrancada en la garganta igual que un polvorón. Al fin, bajamos de nuevo al muelle, y nos embarcamos en una lancha a motor de amplia manga, proa chata y toldo protector del sol. Y allá que nos fuimos en busca de los osos, bahía adentro, conducidos por la amable y sonriente muchacha que nos había recibido en el muelle y que se presentó como Jessica.
No había sólo osos en la desembocadura de aquel riachuelo en el que saltaban, desde la playa al cauce, miríadas de grandes salmones. Muy cerca de la orilla, una osa a la que Jessica identificó con el nombre de Mona, pescaba con sus dos cachorros. Y en el agua, formando dos hileras paralelas a ambos lados de la boca del río, se alineaban diecisiete largas barcas repletas de pescadores. Conté setenta y nueve.
Hombres y osa estaban tan cerca, que si Mona lo hubiera deseado, se los habría comido a todos. Pero pescadores y plantígrado pasaban los unos de los otros con deportiva indiferencia.
Permanecimos cerca de una hora en el lugar. Los pescadores de las barcas más próximas a la orilla lograban capturar numerosos peces, mientras que aquellos que ocupaban las más alejadas no conseguían enganchar ninguno con sus anzuelos. De modo que, cada cierto tiempo, las primeras barcas se alejaban laguna adentro y las siguientes iban ocupando su lugar. Así había pesca para cada quisque. La mayoría de los salmones eran devueltos al agua, pues la ley les daba derecho a quedarse solamente con un cupo de tres por cada caña, según nos informó Jessica.
Mona se alejó con sus cachorros durante un rato bosque adentro y ocuparon su puesto el joven Micky y sus dos hermanos, Duke y Kimo. Cuando se fueron, otro joven oso solitario vino a reemplazarlos. A este último, Jessica no tenía el gusto de conocerle. Cuando se largó bosque adentro, regresó Mona con sus hijos. Aquello parecía un circo con sucesivas actuaciones de plantígrados domesticados. Y, sin embargo, eran animales salvajes.
Pescar parecía una tarea sencilla para los animales, pues el arroyo era estrecho en su boca y de aguas muy poco profundas, y los peces trepaban por el lecho del río pedregoso casi como reptiles. De forma que Mona y sus hijos, Micky y sus hermanos y el desconocido podían elegir los peces a su antojo, como quien se acerca a una pescadería, observa las piezas expuestas en las cajas con hielo y dice al vendedor: «Póngame la pescadilla de la izquierda. Hará un kilo más o menos, ¿no?».
Los osos sacaban sus capturas a la orilla, les arrancaban la cabeza para devorarla y luego se zampaban la piel. El resto, carne y espinazo, lo echaban a un lado. Era entonces el turno de las gaviotas y las águilas calvas, que aterrizaban raudas junto a los osos y se llevaban con presteza los despojos.
Le pregunté a Jessica si no había incidentes entre pescadores y animales.
—Antes, los pescadores mataban a los osos, porque los consideraban rivales en la pesca y pensaban que los dejaban sin salmones. Pero ahora que se ha regulado la pesca, establecido los cupos y prohibido matar osos, ya no hay problemas. No obstante, lo prudente, si un oso atrapa un pez enganchado en el anzuelo, es que el pescador le ceda la presa.
—¿No hay ataques de osos? —preguntó a la muchacha uno de mis compañeros de viaje.
—Los osos se han acostumbrado a la compañía humana. A veces, sin embargo, si el pescador va a pie, sí que hay ataques. Siguen siendo animales salvajes.
Regresamos al muelle y una nueva avioneta nos depositó en la laguna del aeropuerto de Anchorage cincuenta minutos después. Me había entrado hambre a la vista de tanto pescado crudo y me fui al restaurante japonés de la pechugona camarera búlgara a tomarme unos sashimis de atún, fletan y salmón.
Tras la experiencia de Redoubt Bay, hubiera renunciado con gusto a los tres días que tenía contratados para un siguiente viaje a tierras de osos. Pero había pagado el vuelo y el hospedaje por adelantado y no era cosa de dejarlo, salvo si estaba dispuesto a perder el ochenta por ciento del costo.
Así que la mañana siguiente, a eso de las siete, una nueva furgoneta me depositaba en el hangar de la compañía Alaska Air Taxi. Esta vez volaríamos en avioneta en lugar de hidroavión y nos dirigiríamos más al sur, a un lodge enclavado junto a la costa del extremo del Lake Clark Park, cerca de una isla llamada Chisik y junto al Johnson River.
El piloto era una muchacha joven y muy guapa. Los pasajeros éramos cinco: un matrimonio australiano, un hombre de Seattle, un joven alaskeño y yo. La muchacha asignó el puesto de copiloto al joven y para mí quedó el asiento trasero, junto al hombre de Seattle, un tipo grueso que invadía parte de mi plaza.
Viajaban nubarrones oscuros sobre nosotros cuando despegamos, pero el cielo se fue aclarando conforme volábamos hacia el sudeste. El paisaje era el mismo que el día anterior, pero al dejar atrás la Redoubt Bay, el entorno se ariscó de pronto: las montañas crecían a mayor altura, las lenguas de los glaciares parecían más ávidas, los ríos más broncos y los bosques más hostiles. No era un paisaje de postal, sino de tierras duras tan bellas como salvajes. Me impresionaban sobre todo las montañas, sólidas formaciones de roca cobriza cruzadas de cicatrices y airosos brochazos de nieve brillando en sus afiladas cumbres. Parecían gigantescos guerreros de antaño, salidos del canto épico de un poeta de la Antigüedad, protegidos con rutilantes corazas y coronados por yelmos broncíneos que adornaran penachos de albas plumas de marabú. Los ríos plateados caían de sus hombros como lágrimas y se ensanchaban escurriéndose hacia el mar, primero entre los bosques y luego entre la hierba de violento verdor, hasta alcanzar las playas de arena negra que lamía un océano tranquilo y oscuro.
Una hora y cuarto después del despegue, más o menos a las nueve y media de la mañana, la avioneta enfiló una larga playa. A la derecha se extendía un bosquecillo y, detrás, una explanada cruzada por un río. Al otro lado del río había dos casas blancas y una alta torre metálica con una antena. Detrás, los tupidos bosques. Y en la lejanía, una enorme montaña, el extinto volcán Iliamna, de 3053 metros de altura. Tuve de inmediato la impresión de que aquel lugar tenía muy poco en común con la Redoubt Bay. Y presentí que me cautivaría.
La avioneta comenzó el descenso sobre la playa. Un gran oso cavaba agujeros en la arena en busca de almejas. Al sentir nuestra presencia, se alejó con paso calmo y se adentró en el bosquecillo. La piloto ascendió levemente y lo siguió unos minutos mientras cruzaba la explanada camino del bosque. Aterrizamos al fin sobre la línea de la playa y el aeroplano se detuvo tras una breve carrera de unos cien metros. Cuando salté a tierra, sentí que mis pulmones se llenaban de aire fresco y vivificador. El cielo se había aclarado y el día lucía esplendoroso.
Al poco, llegando desde el bosquecillo, se acercó al grupo un quad que tiraba de dos remolques metálicos pequeños. Lo guiaba un joven, alto y fornido, muy rubio y feote, que vestía una camisa de cuadros rojos y negros y unos gastados jeans. Llevaba una canana repleta de balas en la cintura y una funda de la que colgaba un pistola de grueso calibre. Descendió del vehículo, nos estrechó la mano uno por uno y se presentó como Drew.
—¿Están listos para buscar osos? —preguntó.
Señalé su arma.
—¿Son muy peligrosos? —dije.
—No es frecuente que ataquen, pero nunca se sabe.
Los cinco visitantes nos despedimos de la chica piloto, subimos a los asientos de los dos remolques, Drew puso en marcha el quad y empezamos nuestro safari alaskeño.
El día parecía inventado para el deleite de cualquier viajero. Refulgía el sol en las alturas, los penachos nevados brillaban sobre las cumbres de las montañas, el cielo era una inmensa sábana azul sin mancha alguna, la hierba parecía rezumar, los bosques vibraban bajo la luz movidos levemente por la brisa y, en el horizonte, refulgían alfombras violáceas de delicadas flores forget-me-not (nomeolvides) y mantos amarillos de las amapolas de Alaska.
Nos internamos por una senda del bosque y, al doblar el recodo de un río, encontramos los primeros plantígrados. Eran dos machos muy bellos a los que Drew calculó unos cuatro años de edad. Metidos en el agua de una poza, intentaban sin éxito capturar salmones. Drew mantuvo el vehículo a distancia y los dos animales, lentamente, sin miedo, salieron del agua y se internaron en el bosque.
Seguimos el recorrido tierra adentro, rodeados del magnífico paisaje de millones de menudas flores silvestres. De nuevo junto a un río que formaba una ancha playa de arena oscura asomó otro oso. Era un joven macho de unos tres años y de reluciente pelo rubio. Nos miró y se metió en el agua. Intentó pescar un salmón y no lo logró. Siguió corriente arriba, alejándose de nosotros. Drew nos animó a bajar del vehículo. Le seguimos caminando durante un buen rato, manteniéndonos a la distancia que nuestro guía indicaba. El animal nos miraba de cuando en cuando y seguía entrando y saliendo del agua, tratando de pescar una vez tras otra y sin conseguirlo. Un águila calva cruzó sobre nuestras cabezas, casi rozando las copas de los árboles.
Cerca del mediodía, Drew condujo el quad hasta el refugio en donde iba a alojarme durante las siguientes tres noches. Jack y Sheila Isaak, la simpática pareja propietaria del hotelito, nos invitaron a tomar un sandwich de jamón regado con una cerveza fría. Después, mis compañeros de viaje regresaron a la playa, en espera de la avioneta que los llevaría de regreso a Anchorage, y Sheila me mostró mi habitación, una pequeña estancia que daba al jardín trasero del hotel. Me eché una confortable siesta y soñé con osos amigables.
El hotel era una casa de dos plantas. En la inferior se encontraban las tres habitaciones para los huéspedes, la pequeña sala de estar y los servicios comunes de ducha y retrete. En la salita, varios volúmenes que trataban sobre osos ocupaban una pequeña librería. Subiendo una escalera, en una espaciosa estancia se reunían la cocina y el comedor, con un gran ventanal que daba a una ancha terraza. Desde allí se alcanzaba a ver el mar, el río que corría junto al sendero de entrada, la pequeña vivienda de los guías, las casetas de herramientas del patio trasero, las lejanas montañas y los bosques que llegaban hasta el jardín sin vallar. La avioneta de Jack, un monomotor de dos plazas, permanecía oculta bajo la protección de dos enormes arces.
Todo el hotel relucía de puro limpio y era la representación misma del orden, con abundancia de cuadros de flores y tacitas de porcelana decoradas con pinturas campestres. Los huéspedes, el servicio y los dueños debíamos entrar siempre dejando los zapatos en la puerta y caminar en calcetines. Una gota de polvo era impensable en aquel lugar.
Esa tarde, después de la siesta, Sheila y Jack me invitaron a ir con ellos al bosque en busca de endrinas (blueberry) con las que preparar una tarta para la cena. Acepté encantado. Jack se colocó un pesado revólver al cinto y golpeó con la palma de la mano una de las cachas después de ajustarse la correa.
—Es igual que el de Clint Eastwood —me dijo sonriente.
Al momento de salir del lodge, nos topamos con un oso joven, que husmeaba cerca de la puerta de una de las casetas para las herramientas. Era muy rubio y de grandes orejas. Permaneció unos instantes a cierta distancia de nosotros y luego se adentró en el bosque. Jack reparó en que había dejado en una mesa un bote con almejas recogidas esa mañana en la playa.
—Venía en busca de comida —me dijo al tiempo que guardaba la lata en la caseta y cerraba la puerta con llave.
—¿Podría atacarnos en el bosque? —le pregunté.
—No creo que le convenga —respondió sonriente, volviendo a palmear el revólver—. De todas formas, debemos estar todos juntos mientras recogemos las endrinas.
Nos internamos en una senda rodeada de un espeso bosque y altos matorrales espinosos. Sheila comenzó a mostrarme y a darme a probar las diversas bayas comestibles: frambuesas, las salmonberry, llamadas así porque tienen el mismo color que la carne del pez, y las watermelon, con sabor a melón. También me mostró algunas venenosas.
Un centenar de metros bosque adentro comenzamos a encontrar matas de endrinos, y Sheila y Jack se aplicaron a la tarea de recoger los pequeños frutos con una suerte de caja-rastrillo de metal que cortaba las bayas sin dañar las ramas.
Lentamente, seguíamos caminando hacia el interior más denso del bosque. Jack me señalaba excrementos recientes de osos. Y de súbito, al doblar un recodo del camino, nos dimos casi de bruces con un oso negro. Me asusté, desde luego, cuando vi a Jack llevarse la mano al revólver. Pero el animal debió de asustarse más todavía, porque volvió grupas y se alejó a la carrera senda adelante.
—Es raro ver negros por aquí —dijo Jack—. Este es territorio de los pardos, y si los negros se acercan, los matan. El pardo es mucho más fuerte.
—He leído que el negro es más peligroso.
—Es cierto, es mucho más agresivo.
—¿Hay ciervos por aquí?
—No, hay caribúes y alces. El alce hembra es muy peligroso cuando lleva crías.
—¿Y lobos?
—Ahora, en verano, son difíciles de ver. Pero este invierno he visto varias manadas. Y el pasado mayo, en la playa, un grupo de tres animales intentó durante un buen rato separar a una osa de su cachorro. Mientras dos de ellos acosaban a la madre, otro aguardaba a que se descuidara para abalanzarse sobre el osezno y matarlo. La osa lo defendió con brío y los lobos desistieron.
Movió la cabeza con fastidio antes de añadir:
—Los lobos son un problema. Están acabando con los caribúes y con los alces. Se reproducen muy deprisa y es necesario controlar la población, matando una buena cantidad cada año. Hay una ley federal que prohíbe cazarlos. Pero en Alaska decimos: ¿qué saben ustedes los de Washington de lo que sucede aquí con los lobos? Digan lo que digan, vamos a seguir matándolos. La manera más práctica es hacerlo desde las avionetas. Yo he liquidado ya unos cuantos desde la mía.
Al regresar, nos topamos con una perdiz que cruzaba el sendero seguida por cinco polluelos. La madre gritó, sus crías corrieron a esconderse entre la maleza y el ave nos plantó cara. Con la cabeza erguida, en mitad del camino, alzada sobre las patas y agitando las alas, piaba con vigor, amenazándonos. Cuando el último pollo se escondió, la perdiz desapareció también en el bosque.
—¿No es eso valor? —dijo, admirada, Sheila.
—Una perdiz es un buen plato —bromeé—. ¿No las cazan?
—En Alaska nos gusta respetar a la naturaleza —cortó Jack con tono agrio.
—Menos a los lobos… —dije.
—Esos dañan a la naturaleza cuando son muchos —contestó con gesto ceñudo.
A eso de las seis de la tarde, Jack subió a su pequeña avioneta y despegó utilizando como pista el estrecho sendero que corría frente a la casa. Apenas le hicieron falta cincuenta metros para elevarse y comenzar a volar sobre la línea de la playa. Iba a comprar algunas provisiones a la tienda de ultramarinos de un pequeño establecimiento situado a unos veinticinco kilómetros al oeste.
Habían llegado nuevos huéspedes al lodge: un matrimonio de alemanes y otro de ingleses, ambos de edad avanzada. Sheila nos sirvió en la terraza un vaso de vino, un merlot de California, algo áspero pero de buen sabor. Los alemanes apenas hablaban y no recuerdo sus nombres; pero los ingleses, Chris y Maureen, que habían visitado España varias veces, se mostraron muy simpáticos y abiertos. Él era un hombre alto, flaco, de aire desgalichado, mientras a Maureen le sobraban unos pocos kilos. Chris se manifestaba como un apasionado de la naturaleza, mientras que ella, sin un particular interés por la vida natural, simplemente se dedicaba a acompañarle en sus viajes. Recientemente habían visitado una isla noruega porque Chris quería ver osos polares. Maureen no salió del hotel los dos días que permanecieron en el lugar.
—Tenían televisión con muchos canales, algunos en inglés —dijo sonriente.— Me gustan más las películas que los osos.
Faltaba todavía una hora para la cena y bajé al jardín, pensando en dar un paseo por los alrededores del lodge. Un joven de pelo color castaño lavaba grandes almejas de concha blanca junto a la caseta. Llevaba un revólver al cinto.
Justo cuando me acercaba a él, un oso asomó por el sendero, a espaldas del muchacho, y se alzó sobre las dos patas traseras. Me pareció que era el que había visto un par de horas antes en el mismo lugar, cuando salí en busca de endrinas con Sheila y Jack.
—Careful!— le grité al joven.
El chico se volvió con tranquilidad y miró al animal, que se encontraba a unos cinco o seis metros de distancia. Durante unos segundos, el oso permaneció en pie, luego se dejó caer sobre las cuatro patas y regresó al bosque.
El joven tendría unos treinta años, trabajaba con Drew como segundo guía, se llamaba Rick y era argentino. Le costaba hablar castellano:
—Llevo tres años en Alaska, sin volver a mi país, y no he practicado nada de español en todo este tiempo.
Charlamos un rato sobre la naturaleza del entorno y sobre la pesca. Rick pasaba los inviernos en el refugio.
—Me gusta esa estación más que ninguna otra, quizás porque el origen de mi familia es ucraniano, de tierras frías —dijo sonriente—. El invierno es aquí esplendoroso, muy duro pero muy bello. Yo estudié medicina en California, pero al final decidí establecerme en Alaska. Me apasiona trabajar con las manos: la pequeña casa en donde vivo casi la he construido yo solo.
—¿Qué tal están esas almejas?
—Algo duras y de sabor recio; luego las probará si quiere. Aquí las llaman razar clam. ¿Le apetece que vayamos mañana a coger unas pocas en la playa? Competiremos con los osos y los zorros.
—Estaré encantado.
La avioneta de Jack regresaba. Y tras ella asomó otro aeroplano de parecido tamaño. Después de haber visto al oso, decidí no dar el paseo solitario por los alrededores y volví a la terraza con los otros.
El recién llegado se llamaba Jerry, un «vecino» de Sheila y Jack que vivía a más de veinte kilómetros de distancia. Era un tipo muy comunicativo, de unos sesenta y cinco años de edad, de fuerte complexión y aire saludable. Conocía España y, durante un rato, junto con Chris y Maureen, los cuatro hablamos del Museo del Prado.
—Ustedes, los españoles, son los reyes de la pintura, incluso por delante de los italianos y los holandeses —comentó Jerry.
—Tampoco están mal Hogarth, Turner y Francis Bacon —dije tratando de ser amable con Chris y Maureen.
—De acuerdo con los dos primeros —dijo Chris—; el otro no era de los nuestros: vivió en Londres, cierto, pero nació en Irlanda.
—¿Le gusta Warhol? —pregunté a Jerry.
—Era un dibujante de cómics. ¿Quién podría compararle con Velázquez o Goya?
A Jerry le encantaba contar historias y hablaba sin cesar, quizás porque vivía solo en aquellos inmensos bosques. Había nacido en Dakota del Sur y viajado bastante por el mundo antes de instalarse en Alaska.
—He sido un vagabundo toda mi vida. Hasta finales de los años ochenta del pasado siglo, las grandes compañías aéreas que volaban entre Europa y Asia utilizaban la ruta del Polo Norte y hacían escala en Anchorage. Daba gusto: podías tomar allí un avión y dirigirte a cualquier rincón del mundo, fuese Londres o Bangkok o Japón o la India. Ahora, no sé por qué razón, han dejado de utilizar esa vía y Anchorage ha vuelto a ser un lugar aislado. ¡Una pena! De todas maneras, si tuviera que decir cuál es mi hogar, sólo se me ocurre un nombre: Alaska. ¿Saben que la mayor parte de los habitantes de Alaska no somos nacidos aquí?
De estatura media y manos extremadamente grandes, Jerry lucía un imponente mostacho canoso que se movía como el aleteo de una mariposa al hablar. Era estupendo escucharle.
—Cuando llegué aquí y construí mi cabaña —nos contó mientras cenábamos hamburguesas y bebíamos vino—, de inmediato me impresionó darme cuenta de la cantidad de osos que habitan la región. Los observé. Y decidí hacer como ellos: marcar mi territorio. Aquí nunca se han sentido acosados por el hombre porque jamás nadie los ha perseguido para matarlos, de modo que casi hay una norma social de convivencia con ellos: tú en tu sitio, yo en el mío, y que reine la paz. Me aceptaron como se acepta a un nuevo animal. No sólo a mí, sino también a mis perros. No obstante, aquí hemos tenido todos algún incidente. En los primeros tiempos, yo me dedicaba a pescar salmón al trasmallo y a venderlo. Un día que fui a recoger las redes, acompañado por mi perro favorito, Bruno, encontramos un oso que estaba robando salmones de las redes. Bruno echó a correr hacia el oso, ladrando como una fiera. Era muy valiente ese perro, pero el oso era enorme. Se alzó sobre sus patas y gruñó. Yo llamé a Bruno, que vino a mi lado, yo creo que asustado de ver a aquella bestia enfurecida. Pensé que podía matarme en cuestión de segundos. Pero el oso, al fin, se agachó, eligió un salmón grande y se alejó hacia el bosque. Nos perdonó la vida o quizás pensó que, con su parte cobrada, nosotros teníamos derecho al resto.
Sheila nos sirvió porciones de su pastel de endrinas. Tenía un gusto algo ácido.
—Otro día que también iba con Bruno —prosiguió Jerry. nos encontramos con una osa y sus dos cachorros. Bruno, como la vez anterior, corrió hacia ella ladrando. Y la osa le agarró por el cuello con los dientes, lo agitó en el aire y lo lanzó lejos. Yo tomé un palo para defender al perro y la osa se detuvo ante mi. Pensé: «Eres idiota, ahora mismo va a matarte». El animal gruñó dos veces, de pie ante mí, y a renglón seguido recogió a los oseznos y se fue. Y Bruno regresó a mi lado ladrando alegre. Le examiné: era un milagro, la osa no le había clavado los dientes.
Entonces me dije: «Jerry, la cosa está clara. Ella nos ha querido decir algo así como: no volváis a hacerlo, es un aviso». Desde entonces no he vuelto a tener ni un solo incidente con osos y eso que hay montones de ellos alrededor de mi cabaña. Y Bruno dejó de ladrarles para siempre.
Jerry narraba sus historias con la pasión de un relator de cuentos infantiles.
En el verano de Alaska, los días no terminan nunca. Quedaban muchas horas de luz y unas cuantas antes de irnos a dormir. Drew y Rick nos propusieron a Chris y a mí dar una vuelta a ver de nuevo osos. Así que nos subimos al remolque del quad y volvimos a los bosques. Era magnífica aquella inmensa soledad de territorios salvajes.
Vimos otros cuatro osos en la playa y el bosque y uno enorme a menos de cincuenta metros del hotel cuando ya regresábamos.
—Es estupendo viajar y contemplar animales en libertad —dijo, eufórico, Chris—. El invierno próximo nos iremos a África, a un safari, durante cuatro semanas. Ya lo ve —sonrió—: Maureen y yo nos estamos gastando la herencia de nuestros hijos. Pero a ellos no les importa, tienen la vida más o menos resuelta.
—¿Cuántos tienen, Chris?
—Cuatro. Raro para un inglés, ¿verdad?
Realmente resultaba trabajoso coger almejas. Había que cavar con presteza, ayudándose de una pala corta, en aquellos lugares en donde se distinguía un pequeño agujero en la arena. Al parecer, según me explicaba Rick, el molusco, al sentir los golpes de la herramienta, era capaz de hundirse más en la arena, a una velocidad vertiginosa.
Se me daba espantosamente mal aquella cacería. O bien daba tiempo a la almeja a huir camino de las entrañas de la playa, o bien la sorprendía con un golpe de la pala y la dejaba destrozada e incomestible. Además de eso, me ponía perdido de barro.
Rick había llenado medio bote de moluscos y yo apenas había conseguido hacerme con un par de piezas cuando desistí de seguir. Me senté mientras él terminaba de colmar el recipiente.
Era un día magnífico, de aire templado, sol vigoroso y cielo limpio. En la playa brillaban todavía los grandes charcos dejados por las olas al retirarse. Quinientos metros más allá, cerca del agua, un gran oso pardo procedía a desayunar su ración de almejas escarbando con sus poderosas garras en la arena. Un bando de chillonas gaviotas planeaba sobre el mar. De cuando en cuando, una de ellas se dejaba caer, como un cuchillo, al divisar un pez. Pocas veces lograban capturarlo.
Me sentía feliz, allá arriba, en Alaska, sin nada que hacer y sin obligaciones a la vista durante un par de días.
Rick me invitó a pescar y nos fuimos en el quad hasta un arroyo situado a un par de kilómetros del lodge. En una poza de aguas tranquilas me enseñó a lanzar la cucharilla. Y al cuarto o quinto lance, el salmón picó mi anzuelo. Rick me ayudó a sacarlo del agua.
—¡Vaya, es un silver! —exclamó jubiloso—. ¡El primero de la temporada!
—¿El primer salmón? —pregunté extrañado.
—El primero de la temporada de los silver…, la de los king y los pink está terminando.
—¿Cuánto crees que pesa?
—Seis o siete kilos.
Le expliqué que, en los ríos de Asturias, el primer salmón pescado al abrirse la veda se le conocía como el «campanu». La costumbre era subastarlo luego entre los restaurantes de la región, alcanzando en la puja una considerable suma de dinero.
—Para un pescador asturiano, capturar el campanu es el mejor de los trofeos —dije.
—¿Y qué quiere decir campanu? —me preguntó el joven.
—No estoy muy seguro de saber bien la historia. Pero la temporada del salmón comienza en España en los inicios de la primavera y, antiguamente, a la primavera se la recibía en las parroquias con repicar de campanas. De modo que las campanas sonaban con la llegada del salmón… Y así se le llamaba: campano, campanu en dialecto bable.
—Bueno, al regreso podrá presumir de haber capturado el campanu de Alaska.
—No estoy seguro de que me crean cuando lo cuente.
Seguimos un rato allí, Rick atrapó otro silver algo más pequeño y yo capturé una especie de trucha de un kilo y medio. Tenía el cuerpo de color plateado, con pintas rosadas en el lomo.
—¿Sabe cómo llaman a esa trucha? —dijo Rick.
—Yo creí que sólo había una especie de trucha, lo mismo que pensaba del salmón.
—Es una dolly warden. ¿Le suena el nombre?
—No.
—Viene de un personaje de una novela de Charles Dickens, la señorita Dolly Warden, que siempre llevaba un vestido con lunares rosas. Yo no he leído la novela, pero creo que se llama Bannaby Rudge. Usted, en tanto que escritor, la habrá leído, ¿no?
—Tampoco, pero me encanta haber pescado un pez de nombre literario. Seré la envidia de mis colegas españoles.
De regreso al lodge, Chris me bautizó como «the salmon hero». Aquella tarde, Jack lo preparó a la parrilla rebozándolo con una pasta de su creación en la que abundaban el ajo y el vinagre. No conseguí que me separase un trozo simplemente preparado a la plancha.
A los americanos les encanta inventar guisos empapados de salsas especiadas con sabores distintos. Creo que, en el fondo, a muchos les gustaría perpetuarse retratados con pajarita al cuello y sonrisa bonachona: igual que el coronel Sanders, el inventor del horroroso pollo frito de Kentucky.
Al menos conseguí comerme crudas unas cuantas cucharadas de las huevas del pez.
Al siguiente día, los osos se hicieron ya incontables. Ahora ya no me producían asombro y, en mi memoria, formarán para siempre parte inseparable del paisaje de aquella región remota de Alaska, junto a las praderas de hierba alta, los campos de las purpúreas flores nomeolvides y las azuladas beach pea (guisante de playa), los fríos y claros arroyos bajo la majestuosa cresta del monte Iliamna, el lago Silver Salmon, de aguas cubiertas por las anchas hojas de las plantas lily pad (azucena silvestre) con sus flores amarillas…, y los bandos de patos y gaviotas, las libélulas y las águilas, el sonido del viento y el silencio de los bosques: el Gran Norte, Alaska.
Sheila, Jack, Maureen y Chris se despidieron con afecto de mí. Drew me llevó a la playa en el quad y vi al último oso pescando en la cercanía del agua del mar. Al poco aterrizó una avioneta. Cuatro turistas descendieron por la escalerilla y yo embarqué como único pasajero en el viaje de regreso a Anchorage.
El joven piloto me invitó a sentarme a su lado y me ofreció unos cascos. Fuimos charlando a través de ellos durante el vuelo. Se llamaba Mark y era originario de Wyoming. Cuando le dije que era español, su simpatía se redobló: su novia era hija de un español y una mexicana y se llamaba Mari Carmen. Me ofreció tomar el timón del copiloto y llevar el mando del avión. Y piloté durante unos minutos sin saber muy bien qué hacer.
Aquella noche tomé mi última Amber Beer en la encantadora y filosófica taberna de Darwin’s Theory. Alguien había escrito en una pizarra: «Los dioses no descuentan a los hombres, de su existencia, el tiempo que pasan pescando. Proverbio babilónico».
A la mañana siguiente emprendí vuelo a Vancouver. En el aeropuerto de Anchorage, metidos en dos urnas colocadas la una cerca de la otra junto a una puerta de la sala de embarques, un oso grizzly y un oso blanco, ambos de casi cuatro metros de altura, disecados en actitud de ataque y puestos de pie sobre sus patas traseras, miraban con ferocidad a los frágiles pasajeros que dejábamos Alaska a nuestras espaldas, sin duda aterrorizados ante la última visión del poder de lo salvaje.