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Hacia el norte de Alaska

No había vuelo directo a Nome desde Fairbanks, de modo que no quedaba otra alternativa que tomar un avión hasta Anchorage y enlazar con otro desde esta ciudad para llegar a Nome, vía Kotzebue, esta última una pequeña población situada por encima de la línea del Ártico. Las conexiones con las tarjetas de crédito andaban con problemas esa mañana y hube de esperar más de una hora hasta lograr mis billetes. No me quedó tiempo para salir del aeropuerto y echar una ojeada a la ciudad.

A las dos y veinte despegaba mi avión rumbo a Anchorage, adonde llegué más o menos una hora más tarde. Después de otra hora de espera en el aeropuerto, me embarqué de nuevo. En Kotzebue, la escala programada a mitad de camino, permanecimos durante más de treinta minutos en el interior del avión.

Fue un feo e incómodo viaje. La cabina de pasajeros de la nave la ocupaban dos filas de tres estrechos asientos a cada lado del pasillo. No había una sola plaza libre y el servicio de a bordo era sencillamente desastroso. Conseguí una botella de agua casi de milagro y la tripulación ni siquiera nos ofreció una simple galleta o un caramelo.

El reactor era delgado y largo como un lapicero, de modo que bailábamos ante la más pequeña turbulencia. El cielo se cerraba alrededor de nosotros, no se distinguía la tierra, así que ni siquiera podíamos consolarnos con la visión de los grandiosos paisajes del norte de Alaska. Sólo en una ocasión, las nubes se abrieron y pude contemplar tierras planas, teñidas de un tímido verdor, junto a un mar acerado. Y al fondo del horizonte del otro lado del océano, montañas blanquecinas, calvas, sin gota de vegetación, crecidas sobre la parda piel de la tundra. Llegamos a Nome pasadas las nueve y media de la noche, todavía a plena luz. Tenía más hambre que una hiena de las sabanas de África.

La sala de espera del aeropuerto era muy pequeña, pero aparecía repleta de familiares que esperaban a los viajeros. Me sentí extraño rodeado de aquella algarabía provinciana de gritos, abrazos y risas. En apenas unos pocos minutos, todos desaparecieron, largándose hacia la cercana ciudad en viejos vehículos polvorientos.

Busqué un taxi. El hombre me pidió cinco dólares por llevarme al centro de la ciudad y buscar un hotel en donde alojarme.

Bien, me dije, estaba en Nome, junto al mar de Bering, enfrente de Siberia, el último lugar de Alaska en donde se encontró un importante yacimiento aurífero y adonde viajaron los últimos buscadores de la época de la fiebre del oro. Al otro lado del Norton Sound, más al sur, desembocaba el Yukon, un poco al oeste del puerto de Saint Michael, punto de llegada de muchos de los barcos que transportaban, desde Seattle, San Francisco y Vancouver, a los viajeros durante los años de la carrera del oro. Tenía pensado que Saint Michael fuera mi siguiente destino tras mi paso por Nome.

Mientras entraba en la ciudad y veía la superficie del mar de Bering, me acordé de la película Alaska, tierra de oro, un filme de Henry Hathaway, mitad épica mitad comedia, en la que John Wayne y Stewart Granger interpretan el papel de dos buscadores de oro en Nome que se disputan el amor de la bella Capucine. Gana la partida Wayne, por supuesto.

Y canté para mis adentros el tema musical de la película:

…where the northern lights
are running wild
in the land of the midnight sun…
Way up north, way up north,
north to Alaska,
go north, the «rush» is on.[2]

En uno de los últimos párrafos de su libro sobre el Klondike, Pierre Berton escribe:

A mitad del verano de 1899 los rumores que llegaban desde las playas de Alaska se confirmaron: el anterior otoño, en las arenas de Nome, justo en las orillas del mar de Bering, se había descubierto una fortuna en oro de excelente calidad. La noticia corrió a lo largo de Alaska y del territorio del Yukon como las llamas de un incendio forestal: una ciudad de tiendas de campaña estaba creciendo en la playa de Nome…, los hombres hacían fortunas y las perdían rápidamente…, los edificios se levantaban, los saloons abrían, el dinero cambiaba de manos…, las estacas de las concesiones se extendían a lo largo de trece millas… Los expertos predecían que las playas de Nome y los arroyos cercanos producirían dos millones de dólares solamente en los dos primeros años, más de lo que había producido el Klondike en ese mismo plazo de tiempo de su historia… En una sola semana, en agosto, ocho mil personas dejaron Dawson para siempre… Sólo hacía tres años que Robert Henderson se había encontrado con George Carmack en la boca del Klondike.

Nome no era más que un pequeño enclave de la costa habitado por pueblos esquimales e indios desde muchos siglos antes cuando, en el otoño de 1898, un noruego llamado Jafet Lindberg y dos suecos, Eick Lindblom y John Brynteson —la gente los bautizó luego como «los tres suecos de la suerte»—, descubrieron oro en sus playas. La noticia se extendió por todo el norte como fuego sobre pólvora, según relataba Berton, y en 1899 la ciudad contaba con diez mil habitantes. En 1900, miles de personas llegadas de Seattle y San Francisco hicieron crecer la población hasta las veinte mil almas. Una ciudad formada en su mayor parte por tiendas de campaña se extendía a lo largo de cuarenta y ocho kilómetros de playa, entre el cabo Rodney y el cabo Nome. Antes de que llegara el invierno, la policía de Estados Unidos expulsó a todos los que no poseían un refugio, o suficiente dinero para pagarse el alquiler de uno en donde poder resguardarse del frío que se avecinaba.

El nombre de la ciudad, Nome, fue al parecer producto de un error. Años antes de descubrirse el oro, un cartógrafo copió una nota de un marino británico escrita en su cuaderno de bitácora, en donde se decía, junto a un cabo innominado, «name?» (¿nombre?). El cartógrafo no entendió bien lo escrito y lo denominó «Cape Nome». En 1899, los habitantes del lugar decidieron cambiar ese nombre por Anvil City, pero las autoridades postales norteamericanas lo rechazaron por razones simplemente prácticas y se mantuvieron en sus trece de seguir conociéndolo como Nome. Finalmente, los habitantes cedieron, temerosos de que la oficina postal se trasladase a un campamento minero llamado Nome City.

Pasados los casi cinco años que duró la fiebre del oro, vanos incendios y los fuertes temporales del océano destruyeron la mayor parte de la arquitectura de la época del último gold rush del norte, incluidas las obras de la cabecera del ferrocarril que comenzó a construirse varios kilómetros al este de la ciudad al estallar la carrera en pos del oro.

Durante sus años de pujanza, en Nome había más de cincuenta saloons, casi todos en la Front Street; los más famosos, el Board of Trade, que todavía sobrevive aunque en un emplazamiento diferente al original; el Northern y, sobre todo, el Dexter, que perteneció a Wyatt Earp, el famoso protagonista de la matanza del O.K. Corral de Tombstone, el duelo del Oeste más veces llevado al cine.

Según las leyes federales, al ser considerado como un territorio indio, en Nome no estaban permitidos ni el alcohol ni el juego. Sin embargo, las autoridades hacían la vista gorda, por el sencillo sistema de no cobrar tasas federales a la bebida y a la práctica del póquer, el faro, los dados y la ruleta.

En los saloons no sólo se bebía, se bailaba, se jugaba y se practicaba la prostitución en los cuartos traseros, sino que además eran habituales las veladas de boxeo. El combate más famoso entre dos pesos pesados enfrentó a un joven minero irlandés llamado Mike Mahoney y al americano Tim Burns. Las normas locales para el pugilismo no eran ni mucho menos las del marqués de Queensberry, sino que se acercaban más a las de una pelea callejera: o sea, cero reglas. En el tercer asalto, Mahoney dejó KO a Burns. Resulta curioso saber que, años después, Burns alcanzaría el cetro mundial de los pesos pesados. Tex Rickard, que había seguido la fiebre del oro del Klondike y que se instaló en Nome como propietario del Northern, intentó años después repetir el combate entre Mahoney y Burns, esta vez en el Madison Square Garden de Nueva York, pero Mahoney se había hecho rico con el oro que encontró en Nome y rechazó la propuesta.

La urbe crecida a orillas del Bering se convirtió pronto en una ciudad sin ley. Sin un cuerpo tan estricto y honrado como la Real Policía Montada de Canadá, con el dinero corriendo a raudales, la nueva localidad estadounidense de Alaska se pobló de gente sin escrúpulos y corruptos agentes de la ley. Los mineros se robaban las concesiones los unos a los otros, sobornando a jueces y policías, se asaltaba a la gente por la calle, y los tiroteos, las peleas callejeras y los crímenes eran cosa corriente. A finales de 1900 se contabilizaron ochenta asesinatos probados, aunque la cifra real fue probablemente muy superior. La norma que imperaba en la ciudad, según escribió un periodista de la época, era la siguiente: «Hazte rico cuanto antes y lárgate de inmediato fuera de aquí». Y un abogado definió así la urbe: «Nome tiene dentro de sus límites la mayor concentración de criminales y de hombres y mujeres carentes de principios que puedan encontrarse juntos en todo Estados Unidos». Si Skagway había sido considerada por el mountie Sam Steele como «el lugar más duro del mundo», al compararlo con Nome se decía que Skagway parecía «un picnic escolar de domingo».

En Nome se instalaron varios de los hombres que habían formado parte de la banda de Soapy Smith en Skagway, como Fred Welch, Tom Fisk y los hermanos Stackhouse. Hasta allí se desplazaron también famosos pistoleros como Hill Doherty, Tom Trigos, Sam Bell y los hermanos Frost.

En cuanto a los hombres de la ley, la mayoría contaban con un pasado turbio, e incluso algunos habían pasado años de su juventud en la cárcel. Se contaba que uno de los agentes de la oficina del sheriff amasó una fortuna deteniendo borrachos por las noches a la salida de los saloons y robándoles el dinero, los relojes de oro o el polvo de oro que llevaban encima.

En Skagway, Soapy Smith había impuesto una ley no escrita entre sus hombres que se cumplía a rajatabla, bajo amenaza de imponentes castigos; entre ellos, la expulsión de la ciudad. De modo que sólo se robaba a los forasteros, mientras que ningún ciudadano de la localidad debería ser desposeído de un solo centavo. En Nome no regía esa norma: se podía robar a cualquiera.

Las autoridades federales tuvieron al fin que intervenir, fueron enviados a la ciudad jueces y policías honrados y, en 1902, Nome dejó de ser una población sin ley. Para los veteranos delincuentes de Nome, pistoleros o agentes de la ley, los «buenos tiempos pasados» llegaron a su término.

El Nome de hoy es una población de calles anchas, sin asfaltar trazada a cordel y arrimada a un mar furioso. Resulta extraño que la ciudad crezca justo a la orilla del océano, sin protección casi, en lugar de hacerlo unos cientos de metros tierra adentro A pesar de que se ha colocado una alta barrera de piedras para formar un muro de contención sobre la playa, la violencia de los temporales del mar de Bering lo salta con facilidad, y a menudo las calles se convierten en un barrizal intransitable. A los habitantes de Nome, en todo caso, parece importarles un bledo.

La ciudad es larga y corre paralela al mar. Tiene anchas avenidas que van de oeste a este y calles más estrechas que bajan de norte a sur, hasta el borde casi de la playa. La mayoría de las casas, un buen número de ellas construidas con madera y unas cuantas prefabricadas con materiales metálicos, son de una o dos plantas. El parque automovilístico es muy escaso, apenas unas decenas de vehículos 4 x 4 y furgonetas pick-up. Abundan, sin embargo, los estrafalarios quad de ruedas grandes como orejas de elefante. Se ven muchos coches abandonados al lado de las casas, con la chapa comida por el óxido.

En Nome hay tres o cuatro hospedajes y media docena de templos de iglesias y sectas diversas. Y un buen número de tabernas. Debe de ser el único lugar de Estados Unidos en donde existen más bares que lugares para rezar. No se trata, pues, de un dry town, como Eagle, sino de un wet town en donde un buen puñado de ciudadanos, casi todos ellos indios o esquimales, chapotean en whisky.

El único refugio seguro contra la ira del mar en Nome es el puerto, encajonado en el lado occidental de la población entre altos espigones de piedra. Allí está la fábrica de preparación y envase del cangrejo de Alaska, la principal industria de la ciudad. Es el mismo crustáceo que el sabroso chatka ruso, que se pesca justo enfrente. El estrecho de Bering, que separa Estados Unidos de Siberia, tiene ciento veinte kilómetros de anchura. Se dice que, hace unos pocos miles de años, el mar no cubría este canal y que el lugar era una larga franja de arena. Por allí, al parecer, entraron los primeros seres humanos en América, viniendo desde las tierras de Asia.

Nome cuenta con unos cuatro mil habitantes, de los cuales el 51,4 por ciento son esquimales o indios, el 37,8 por ciento blancos americanos y el 2,05 por ciento latinos. El 5,4 por ciento de la población vive por debajo del umbral de la pobreza y un 4,3 por ciento subsiste a duras penas en la miseria absoluta. Todos los pobres son indios o esquimales.

Aunque lo pregunté en el centro de información turística, no hay datos sobre el índice de alcoholismo. La señorita que me atendió se enojó ante mi insistencia por averiguar algo sobre tan espinoso asunto.

El taxista afirmó, sin posibilidad ninguna de discusión por mi parte, que el mejor hotel era el Nugget Inn (Albergue de la Pepita), de modo que tomé una habitación en él. Era algo cochambrosa y costaba 129 dólares diarios sin el desayuno, un precio desmesurado a todas luces. Pese a que la ventana daba al mar, más valía no mirarlo aquella noche: era una mancha turbia bajo un cielo del mismo tono que alzaba pequeñas olas de un color parecido al del café con leche; en este caso, largo de leche.

Llegaban las horas nocturnas, pero la claridad del cielo mantenía una luz gorrina sobre la tierra que tenía toda la pinta de ir a durar varias horas.

Me bajé al bar del hotel, anunciado como el Saloon Gold Dust (Salón Polvo de Oro), para comer un sándwich y beber una cerveza. La camarera me atendió de malhumor, casi como si fuera un tipo apestado. Un solitario cliente, sentado en una banqueta junto al mostrador, tomaba whisky. Al acomodarme cerca de él, me saludó llevándose un dedo a la visera de su gorra de béisbol.

—How are you? —dije.

—I’m drunken— respondió.

Vació de un trago el contenido de su vaso, antes de indicarle al camarero con un gesto que le sirviera otra copa.

—¿Qué diablos cree que se puede hacer en una ciudad como esta salvo emborracharse? —añadió con voz temblorosa.

De Nome parten tres carreteras: una hacia el oeste, hasta un poblado esquimal llamado Teller, con un recorrido de unos 115 kilómetros; la segunda, hacia el norte, a la pequeña localidad de Kourgarok, a una distancia de 137 kilómetros; y la tercera, rumbo este, hasta el poblado de Council, situado a 117 kilómetros, el único lugar de la región en donde se encuentran árboles. El resto de los territorios de la península de Seward conforman una inmensa tundra sembrada de ríos de aguas cristalinas y cruzada en el lado occidental por las montañas de Kigluaik, de las que descienden algunos glaciares, y en el oriental por las cordilleras de Bendeleben y de Darby.

Decidí alquilar un coche la mañana siguiente para conocer la región que rodea Nome. Según el folleto del centro de información turística, había dos casas de alquiler en la ciudad. La primera, la Aurora/Stampede Vehicle Rentals, era la más céntrica. Pero tenía bajada la persiana metálica y un cartel escrito a mano y colgado del picaporte que rezaba «closed». De modo que caminé varias cuadras hacia el norte, en busca del Alaska Cab Garage.

Pocas veces he visto un lugar abierto al público tan decrépito y polvoriento. Era una mezcla de gasolinera, con un único surtidor, y de comercio de ultramarinos. Los dos chavales encargados de la atención al público parecían menores de edad, pese a su empeño en mascar chicle como los adultos mastican tabaco. En el interior del establecimiento se amontonaban los cachivaches sin orden alguno.

Sólo tenían un coche disponible, un viejo pick-up cubierto de polvo que quizás, bajo la mugre, escondía una chapa color crema o quién sabe si blanca. Tenía el parabrisas rajado por dos sitios y el contador de gasolina estaba estropeado. Costaba setenta y cinco dólares diarios, gasolina aparte. El chico mayor me hizo firmar en un papel grasiento y me dio las llaves del coche. No sé bien por qué, pero el lugar me hacía pensar en los escenarios de una película de Bogdanovich, The Last Picture Show.

—Más le vale llenar el tanque si va a salir de Nome —dijo el muchacho—. El único servicio de gasolina que hay en la península es este…, al menos que yo sepa.

Conduje hacia el este en paralelo al mar de Bering. Al dejar atrás las últimas casas de la ciudad, el muro de piedras de la orilla desapareció y la playa se extendió libre a mi derecha, sembrada de numerosos troncos de árboles pulidos por las mareas y arrojados por los temporales sobre las arenas oscuras. El océano tenía un color plomizo bajo las nubes bajas y se balanceaba con calma. A mi izquierda crecía una hierba alta y recia, de un verdor desvaído, y ocasionalmente distinguía flores blancas, amarillas y moradas. No había todavía un solo árbol en aquella tundra de apariencia estéril. Al fondo, muy lejos, se alzaban montañas de difuso azul.

Largas lenguas de agua entraban desde el mar; a menudo cruzaba junto a estanques en donde nadaban ánades y gaviotas. En las desembocaduras de los ríos, la gente pescaba salmones rosados por centenares, al parecer sin cupo. A lo largo de la interminable playa aparecía de cuando en cuando una casa solitaria de pescadores, con un cobertizo al lado para el ahumado del pescado y una caseta aneja para el váter. La bandera norteamericana solía ondear sobre los sotechados del ahumado. En la superficie tranquila del mar flotaban boyas con redes para la captura del cangrejo.

Algo más de media hora después de salir de Nome, alcancé la boca del río Solomon, en donde la carretera giraba hacia el interior, abandonando la compañía del mar. La hierba crecía jugosa en una pequeña depresión encharcada del terreno. Detuve el coche y me bajé a fotografiar los restos del Nowhere Train, el ferrocarril a ninguna parte.

En la época del gold rush de Nome también se encontró oro en las orillas del Solomon, junto al mar, y en Council, en el interior unos cincuenta kilómetros al norte de la playa de Solomon. Ese fue el motivo por el que se comenzó a construir un ferrocarril, la North Star Line, que pudiera comunicar las lejanas regiones de la península de Seward con el resto de Alaska. La cabecera de la línea se estableció en el lugar en donde ahora me encontraba, que recibió el nombre de Dickson. No obstante, en 1906, la compañía entró en bancarrota y, en 1913, un temporal barrió las instalaciones ferroviarias. Así, tal y como quedó tras el desastre, se me mostraba el desdichado paisaje del Nowhere Train, una gran explanada con los restos de tres locomotoras y varios vagones comidos por el óxido, raíles arrancados y un depósito de agua agujereado.

Creo que ya he escrito más de una vez sobre el desasosiego que me produce la visión de las construcciones humanas destruidas y abandonadas para siempre, desde antiguos poblados deshabitados hasta los aviones, automóviles o barcos que nunca más pondrán sus motores en marcha y cuya chapa va devorando el tiempo. Siento que son una imagen que presagia el terrible futuro que le espera al mundo, que nos espera a los humanos, cuando la naturaleza diga basta ya y nos haga pagar de una vez por todas el daño irreparable que hemos producido a la tierra, a la atmósfera y a los mares.

Hice unas fotos y volví al coche. Aún seguí carretera adelante un par de kilómetros, hasta alcanzar Solomon Town. Lo formaban apenas una docena de casas de madera de una o dos plantas. No vi a ninguna persona por los alrededores. En el cementerio, situado en una colina sobre la carretera, brillaban sobre la tierra parda medio centenar de cruces blancas. Pensé que aquel era un lugar triste para morir.

Regresé a Nome y me encaminé al aeropuerto.

Quería saber cómo podía ir hasta Saint Michael, el puerto marítimo que abrió las puertas del Yukon a un buen número de los integrantes de la «estampida» del oro. La inexistencia de carreteras para llegar allí, al otro lado del estrecho de Norton, me obligaba a tomar un avión. Sin embargo, para alcanzar un lugar tan perdido y dejado de la mano de Dios como Saint Michael, en donde es probable que no vivan actualmente más de doscientas personas, no existe ningún vuelo regular. El sentido práctico de los americanos, no obstante, siempre hace posible realizar lo que parece imposible. Tenía la misma opción que en Eagle: la avioneta del correo.

Una amable empleada de la compañía Alaska Airlines me ayudó a organizar el viaje. Volaría primero a Saint Michael y, desde allí, también en otra avioneta del correo, me dirigiría a Unalakleet, una población más grande en donde sí existía conexión en línea regular con Anchorage. Pregunté si había algún hotel en Saint Michael en donde pudiera pasar la noche. La empleada no lo sabía. Pero una muchacha que se sentaba cerca del mostrador, al escucharme, se dirigió a mí:

—Ni se le ocurra intentar pasar la noche allí. No hay hoteles y nadie le invitará a dormir en su casa. Los de Saint Michael son desconfiados. Tendrá que dormir en la calle si se queda, y hace mucho frío por las noches.

—Pero quisiera ver el lugar durante al menos un par de horas…

—No se preocupe —terció la empleada—. Podemos organizarlo para que se quede un rato en Saint Michael. ¿Cuándo quiere volar?

—Pasado mañana.

Le hizo una señal a otro empleado.

—John, llama al piloto del correo y explícale que dentro de dos días irá un pasajero que tiene que estar dos horas en Saint Michael. ¿Ok?

—Ok.

—¿Lo ve? —me dijo la mujer, sonriente.

John me sonreía a su vez y la muchacha también. Alaska es así: gente acogedora, dispuesta siempre a ayudar.

—Dígame —añadió la muchacha—, ¿y para qué quiere ir a Saint Michael? Es un lugar horrendo, allí no hay nada que hacer ni que ver.

—¿Ha oído hablar de Jack London?

—El escritor, claro…

—Estuvo allí cuando la fiebre del oro del Klondike y escribió muy buenos relatos sobre la epopeya.

—No lo sabía…, nunca he leído un libro suyo.

De regreso, me detuve un rato en el puerto. Una veintena de pesqueros se amarraban a los pantalanes: tenían cascos de acero y estaban pintados de gris. También fondeaban en la estrecha rada un par de fragatas de la Armada.

Me asomé a la fábrica de procesamiento de cangrejos. Cuatro trabajadores, vestidos con monos color naranja y una malla blanca en la cabeza, procedían a arrancarles las patas a los crustáceos, la única parte del animal que comen en Estados Unidos. Miré con tristeza aquellos cascarones dorados de los cubos de basura destinados a la trituradora. ¡Qué desperdicio! ¿No saben los americanos lo deliciosos que son los cuerpos de animales como la nécora, el centollo y, me imagino, los cangrejos de las aguas frías del Norte?

Uno de los trabajadores indicó algo a los otros, señalándome con el dedo. De inmediato, otro de los empleados se acercó hasta mí, me tomó del brazo, me condujo a un extremo de la sala y me colocó un mono sobre las ropas y una malla en la cabeza. Todos se hicieron fotos conmigo sin cesar de reír.

Los cuatro eran esquimales. Sentí cierto alivio pensando que, al menos ellos, habían logrado escapar de la gran maldición que afecta a la mayoría de los miembros de esta etnia: el alcoholismo.

El día parecía no terminar nunca. Comí un filete en un café y volví a tomar el coche. Me dirigí por la misma carretera del este hacia un río en el que había visto a gente pescando. Allí seguían.

Dejé el coche en un arenal y descendí hasta la orilla. Me senté junto a un tipo que pescaba. Al verme, me sonrió y me ofreció la caña.

—¿Quiere probar?

Acepté. Y un par de minutos después de tomarla, un salmón picó el anzuelo. El hombre lo desenganchó y lo echó a un gran balde en el que había otros ocho o nueve salmones. Pesaban todos más o menos lo mismo: aproximadamente un par de kilos.

—¿Es sabroso? —pregunté.

—Es un salmón rosa, su carne no vale mucho. Aquí lo utilizamos para alimentar a los perros. También hay gente que lo exporta a otros estados. Y la gente de allí, tan contenta de comer salmón de Alaska. ¡Si supieran que aquí se los damos a los chuchos!

Pesqué otro par de peces. Cuando me despedí del hombre, me respondió con un jovial «welcome to Alaska». Regresé al coche y, al comenzar a moverlo, las ruedas se enterraron en la arena, mientras giraban sobre sí mismas. Era imposible sacar el vehículo de allí.

Busqué ayuda. De inmediato, un joven se ofreció a echarme una mano, acercó su 4 x 4 a mi pick-up y amarró los dos vehículos sujetándolos por los guardabarros con una gruesa soga. Un minuto después, el coche estaba libre.

—El próximo que alquile en Nome procure que sea de tracción en las cuatro ruedas —me aconsejó sonriente.

—La gente es muy amable en Alaska —dije.

—Este es un territorio duro y tenemos que echarnos una mano los unos a otros.

—No sabe cómo le agradezco su ayuda.

—Welcome to Alaska.

De regreso a Nome, me di una vuelta por los bares para tomar unas cervezas tostadas, la Alaskan Amber, de sabor recio y un alto grado de alcohol. Nunca he visto una ciudad con tanta cantidad de borrachos, salvo en los sanfermines de Pamplona y en la fiesta de la cerveza de Munich.

Desayuné la mañana siguiente en la proximidad del mar, en un típico restaurante norteamericano construido con materiales prefabricados, mesas con manteles de hule barato, café aguado y camarera eficaz, expeditiva y un punto maleducada. La clientela volvía a recordarme The Last Picture Show. El tipo de la mesa de al lado no era el mejor compañero de almuerzo posible. Me saludó diciendo algo que no entendí y yo le sonreí con gesto bobalicón. Luego se quitó un zapato, se sacó el calcetín y comenzó a hurgarse entre los dedos en busca de pelotillas. Después de calzarse, dedicó el mismo afán exploratorio al interior de sus narices. Y al fin, satisfecho de su sesión de aseo, se dedicó a comer con los dedos, desdeñando el cuchillo y el tenedor.

Tomé la carretera que iba hacia el oeste, rumbo a Teller. Era una pista infame que serpenteaba sobre el rugoso pellejo de la tundra, con tantos baches que a veces parecía el paisaje de un bombardeo reciente. Se hacía extraño no ver un solo árbol en aquel frío territorio. La sensación de soledad me sobrecogía levemente. En el puente sobre el río Snake, me detuve unos instantes y, asomado al pretil, contemplé un grupo de grandes salmones que permanecían quietos, haciéndole frente a la corriente, en las límpidas aguas que se deslizaban con levedad sobre un lecho de guijarros.

El cielo se iba oscureciendo, amenazando con lluvia, y las montañas del horizonte aparecían cubiertas de nieve. Llevaba una hora viajando y no me había cruzado con un solo vehículo ni visto ningún lugar habitado. No me fiaba de mi coche y sentí miedo de quedarme tirado en aquella inmensa soledad que parecía exenta de todo rastro de vida humana, como si el mundo hubiese muerto a mi alrededor y yo fuese el único poblador de la Tierra. De modo que deseché llegar a Teller, di la vuelta, regresé a Nome y devolví el coche.

El mar estaba algo revuelto aquella tarde y sobre la ciudad soplaba un viento fuerte y frío, procedente de Siberia, que levantaba tolvaneras en las calles casi desiertas. No era agradable pasear, de manera que me refugié en el pequeño museo de la ciudad, un coqueto establecimiento cuyo lugar de honor lo ocupa un perro disecado llamado Fritz, de raza siberiano-malemute.

La biografía de Fritz y la de otros perros tiradores de trineos marcan hitos en la historia de Nome. Este perro, junto con su hermano Togo, había sido campeón de Alaska en 1915, 1916 y 1917, tirando del trineo de Leonhard Seppala, el más famoso conductor de esta especialidad en el estado. Pero el mérito de Fritz no terminó ahí.

En diciembre de 1925 se desató una epidemia de difteria en Nome, que amenazaba la vida de todos los niños de la ciudad. Las autoridades pidieron auxilio por telégrafo y pronto les fueron ofrecidas trescientas mil vacunas que se guardaban en Anchorage, a más de tres mil kilómetros de distancia. En un tiempo en que sólo había dos aviones en Alaska, incapaces de volar en el momento más crudo del invierno sin afrontar un muy grave riesgo de accidente, las opciones de llegar a tiempo a Nome con el remedio eran muy escasas.

Pero la gente de Anchorage no se amilanó y decidió llevar las vacunas en tren hasta Nenana, una estación a mitad de camino del tendido ferroviario entre la ciudad y Fairbanks. Desde Nenana, se organizó un relevo de equipos de trineos, con un recorrido total de casi mil quinientos kilómetros sobre la nieve y los ríos y lagos helados. Y las vacunas llegaron a Nome cinco días y siete horas y media después de descargarse en Nenana. Aunque la mayoría de las dosis estaban congeladas, todavía podían utilizarse. Todos los niños de Nome fueron vacunados y la epidemia se contuvo.

El trineo del último relevo que entró en la ciudad con el cargamento lo conducía Gunnar Kassen y el perro capitán de su tiro se llamaba Balto. Los dos se llevaron toda la gloria: Kassen fue premiado con una gratificación de mil dólares y a Balto se le erigió una estatua en el Central Park de New Cork y, además, protagonizó los años siguientes algunos filmes de Walt Disney de dibujos animados. Pero el verdadero héroe de la carrera contra la epidemia fue Leonhard Seppala y sus perros capitanes Fritz y Togo. Su trineo recorrió sin detenerse casi ciento cincuenta kilómetros, el doble que el recorrido por la mayoría de los otros equipos.

La gesta fue bautizada como la «Carrera del Suero» o la «Carrera de la Misericordia». Y en su honor, cada año se celebra el llamado Iditarod Trail Sled Dog Race (carrera de perros y trineos de la senda de Iditarod), una competición con un recorrido muy distinto al de la Carrera del Suero: su meta está en Nome, tiene lugar a finales de marzo y el premio especial lleva el nombre de Seppala. El famoso naturalista Félix Rodríguez de la Fuente murió en un accidente de helicóptero cuando acudió a filmar esta carrera en el año 1980.

Balto está disecado en el Museo de Historia Natural de Cleveland; Togo, en Wasilla, donde comienza la carrera de Iditarod, y Fritz luce su pelaje blanco grisáceo en el museo de Nome. Fritz nació en Nome en 1914 y murió en 1932. Probablemente sea el único perro del mundo que ha merecido el honor de una necrológica: se la dedicó The New York Times.

Los responsables del museo de Nome no son muy fiables en cuanto a algunas de sus informaciones. Dicen, por ejemplo, que Jack London residió una temporada en la ciudad durante la fiebre del oro, algo absolutamente incierto, pues el escritor se quedó en Saint Michael, al otro lado del Norton Sound, después de navegar el Yukon bajando de Dawson City. Desde Saint Michael se embarcó de regreso a su casa.

En el museo se exhibe también un antiguo revólver Buntline encontrado en la playa y se aventura la hipótesis de que pudiera haber pertenecido a Wyatt Earp, que al parecer perdió un arma de la misma marca. Earp fue uno de los más famosos visitantes de la ciudad en los días del Gold Rush.

Es probable que ni Billy el Niño, ni Jesse James, ni Buffalo Bill hayan suscitado tanta leyenda alrededor de su figura como la que atesora Wyatt Earp. ¿Forajido o defensor de la ley? Probablemente, las dos cosas a la vez. Como muchos otros personajes de su tiempo, crecidos en un territorio nuevo, entre balazos, violencia y excesos, en un duro entorno en el que sólo sobrevivían los más fuertes, los más listos y quienes no poseían demasiados escrúpulos, era el típico personaje de frontera. Gentes como él nutrieron la épica del Oeste y dieron pie a una larga saga de filmes en ese imponente género que constituyen los westerns.

En opinión de Howard Clifford, uno de sus biógrafos, «los partidarios de Wyatt sostienen que fue un hombre de gran altura moral, de una integridad ética que mantuvo incólume a lo largo de toda su vida», en tanto que sus detractores consideran que, en ocasiones, fue «un corrupto agente de la ley, un jugador sin ética, un pistolero cuyas actitudes personales fueron cuando menos cuestionables». En todo caso, lo cierto es que dedicó la mayor parte de su vida al negocio del juego y que fueron pocos los años que empleó en el oficio de servidor de la ley y el orden. Cabría calificarle, en última instancia, como un hombre echado en brazos de la aventura a quien, finalmente, las cosas le fueron bastante bien, cosa no muy frecuente en aquella época para la gente que llevaba una vida como la suya.

Wyatt nació en Monmouth (Illinois) en marzo de 1848, tercer hijo varón del segundo matrimonio de Nicholas Earp, excombatiente de la guerra contra México. Wyatt tenía otros cuatro hermanos y dos hermanas, además de un hermanastro y una hermanastra, hijos del primer matrimonio de su padre.

Al estallar la guerra de Secesión, en 1861, con trece años de edad, se escapó de su casa para unirse a las tropas del Norte. No le fue bien la aventura: según Clifford, el primer oficial con que se encontró en el frente era su propio padre, que lo envió de vuelta a casa con unos cuantos azotes en el trasero.

Tras la guerra, la familia se trasladó a California, en donde Nicholas trabajó, primero, como guía de caravanas, y más tarde, como abogado. Wyatt acompañaba a su padre en muchos de sus viajes, dedicado a cazar diariamente para nutrir con carne fresca a los integrantes de las caravanas. También hubo de combatir a los indios en varias ocasiones. En esos días se convirtió en un excelente tirador.

Cuando su padre se instaló en California como abogado, Wyatt empezó a estudiar leyes, pero su temprano matrimonio con Willa Sutherland, en 1870, le obligó a buscarse empleo como agente de la ley. Un año después, Willa murió de tifus y Wyatt se trasladó a Kansas City, en donde un famoso sheriff, Tom Speers, lo contrató como ayudante. «Yo era ya muy bueno con la pistola y el rifle —diría años después Wyatt—, pero todo lo importante que aprendí sobre los duelos a revólver se lo debo a Tom Speers. La primera lección que me enseñó fue que el vencedor de un duelo suele ser casi siempre aquel que se toma su tiempo para disparar. Y la segunda, que hay que evitar como el veneno los duelos banales».

Aconsejado por el famoso pistolero Wild Bill Hickock, a quien conoció en Kansas, Wyatt se dedicó de nuevo, durante 1871 y 1872, a la caza del búfalo para aprovisionar a las caravanas, lo que le supuso grandes ganancias de dinero. Después trabajó como conductor de ganado y anduvo vagando por famosas poblaciones del Oeste como Abilene y Ellsworth, en donde se aficionó al juego y se enredó en el sucio negocio de la prostitución. En esos años hizo amistad con tipos legendarios como el sheriff Bat Masterson o John Doc Holliday, un dentista tuberculoso y alcohólico, famoso por su habilidad con el revólver. En 1874 sirvió en Wichita como agente de la ley, oficio que desempeñó también en Dodge City en 1876. En 1879 cambió su residencia a Tombstone, el pueblo en donde comenzaría a cimentar su leyenda.

Meses antes de su llegada, en la región de Tombstone se habían encontrado ricos yacimientos de plata, lo que atrajo a la ciudad, no sólo a centenares de mineros, sino también, como siempre, a taberneros, jugadores, delincuentes y prostitutas. En Tombstone servían como agentes de policía dos hermanos de Wyatt, Virgil y Morgan Earp, bajo las órdenes del sheriff John Behan. En buena medida, como en otras poblaciones del Oeste, aquellos servidores de la ley escondían fructíferos negocios de juego, alcohol y prostitución bajo la protección de una placa y, al parecer, Behan y los Earp no eran una excepción. Wyatt, ya un veterano de la frontera, se incorporó al grupo por indicación de sus hermanos.

No obstante, pronto chocó con el sheriff, por causa de una mujer. A finales de 1879 llegó a Tombstone un grupo ambulante de ópera del que formaba parte Josephine Sarah Marcusin, una hermosa muchacha que se había prometido con Behan el año anterior. Pensaban casarse, pero Wyatt se cruzó en el camino de la pareja unos días antes del matrimonio: la chica se enamoró de él y dejó a Behan.

El territorio de Tombstone lo controlaba una banda formada por los hermanos Clanton y los McLaury, a quienes servían pistoleros a sueldo como Johny Ringo y Joe Hill, junto con una nutrida tropa de delincuentes. Lo mismo que los Earp, algunos de los Clanton y los McLaury habían sido agentes de la ley en varias localidades de la región, siempre como cobertura de sus negocios. El jefe del gang era «Old Man» Clanton, forajido famoso en toda Arizona y padre de Isaac, Joseph, Ike y Bill. El clan aliado, los McLaury, lo dirigían los hermanos Tom y Frank.

Las relaciones de los Clanton y los McLaury con los Earp no eran malas y con frecuencia se los solía ver jugando partidas de póquer o de faro, o tomando copas en los ruidosos saloons de la ciudad. Pero la noche del 25 de octubre de 1881, durante una partida de cartas en la que participaban Doc Holliday, Wyatt, Virgil y Morgan Earp, el sheriff John Behan, Ike Clanton y Tom McLaury, se produjo un altercado entre Ike y Doc, amigo íntimo de Wyatt, que no terminó en un duelo a revolver casi de milagro.

Durante la mañana siguiente, los integrantes de un grupo y otro mantuvieron algunos altercados en la calle que estuvieron a punto de desembocar en tiroteos. Poco después del mediodía del 26 de octubre, Ike y Billy Clanton, Tom y Frank McLaury, junto con un pistolero a su servicio llamado Billy Claiborne, recorrieron armados la calle principal de la ciudad en dirección al O.K. Corral, un establo para el ganado, mientras que Virgil, Morgan y Wyatt Earp, acompañados por Doc Holliday, acudían al mismo lugar desde la dirección contraria.

El sheriff Behan trató de detener a los Clanton. De hecho, Ike abandonó el escenario de la pelea, mientras que los otros siguieron adelante a encontrarse con los Earp. El encuentro duró apenas treinta segundos y nunca se supo quién disparó primero, aunque testimonios posteriores de ciudadanos de Tombstone afirmaron que los primeros disparos salieron de los revólveres de los McLaury y los Clanton. Los dos hermanos McLaury murieron junto con Billy Clanton, mientras que Claiborne quedó herido. En el lado contrario, Morgan, Virgil y Doc resultaron heridos, en tanto que Wyatt acabó ileso.

Los periódicos de la época, incluido The New York Times, se hicieron eco de la noticia, sin darle demasiada importancia. En aquellos días, los duelos a revólver eran frecuentes en todo el Oeste y algunos de ellos alcanzaron gran notoriedad, como el que protagonizó en Ciudad del Paso el marshall Stoudenmire, que en cinco segundos abatió a cuatro hombres en un tiroteo callejero.

Ike Clanton, apoyado por el sheriff Behan, denunció por asesinato a los Earp y a Holliday, pero el juez Wells Spicer, recabando declaraciones de los numerosos testigos del duelo, los absolvió, considerando que actuaron en defensa propia, por lo que «los homicidios fueron plenamente justificados».

En diciembre de ese mismo año, Virgil Earp cayó herido en una emboscada en Tombstone y quedó lisiado de por vida. Días antes, Ike Clanton y algunos de sus hombres habían sido vistos en el pueblo. Y en marzo del año siguiente, mientras jugaba una partida de billar, Morgan Earp perdió la vida alcanzado por varios disparos efectuados a través de una de las ventanas del local en donde se encontraba. Un juez decretó que los autores del asesinato habían sido hombres de Ike Clanton, dirigidos por Frank Stilwell, un agente de la ley al servicio de Behan.

Al día siguiente del entierro de Morgan, Stilwell apareció muerto en las cercanías de Tombstone y un juez acusó de asesinato a Wyatt y Doc Holliday, que escaparon a Colorado, en donde otro juez negó su extradición.

Ike Clanton fue ejecutado por cuatrero en 1887 y su padre, Old Man Clanton, pereció en una fecha cercana con varios de sus hombres en México, mientras trataban de robar una partida de ganado. Doc Holliday murió de tuberculosis ese mismo año, en Colorado, a la edad de treinta y cinco años.

Wyatt se casó con Jossie en San Francisco, en 1883. Y juntos emprendieron una vida vagabunda por los nuevos Territorios del Oeste que acabaría por llevarlos a Alaska. Entretanto, la leyenda del tiroteo del O.K. Corral iba creciendo y la figura de Wyatt adquiría tintes de leyenda. En realidad, nunca se supo si llegó a disparar un solo tiro en el duelo con los Clanton y los McLaury. Pero ya se sabe que, en los días de la épica del Oeste, «cuando los hechos se convierten en leyenda, se imprime la leyenda», según señalaba el periodista de la película de John Ford El hombre que mató a Liberty Valance.

En el lugar en donde estuvo el Dexter Saloon de Nome, propiedad de Wyatt Earp y de su socio Charles Hoxsie, hay una placa que recuerda la estancia del famoso personaje en la localidad. Y todo ciudadano de Nome que se precie continúa presumiendo de su legendario conciudadano. El Cuatro de Julio de 1999, durante la celebración de la fiesta de la Independencia, la ciudad le rindió un cálido homenaje. A los actos asistió su biznieto, el cuarto Wyatt Earp de la saga.

Wyatt y Jossie llegaron a Alaska en 1897, después de haber recorrido diversos campos mineros de Colorado y California. Su vida, en ningún caso, se basaba en la búsqueda de plata o de oro, sino en el montaje de saloons en donde los buscadores jugaban y bebían y, a menudo, alquilaban los servicios de las prostitutas contratadas por los Earp.

Una de las actividades a las que Wyatt dedicó su tiempo en esos años fue el arbitraje de combates de boxeo. Fue en ese campo en donde protagonizó uno de los mayores escándalos de su tiempo, que encontró hueco en la mayoría de los grandes periódicos del mundo y que le hicieron incluso más famoso que el tiroteo del O.K. Corral en su momento.

A finales de 1896, Wyatt fue designado árbitro para el combate que iba a enfrentar en San Francisco a Bob Fitzsimmons y Tom Sharkey. Quien venciera, lograría el derecho a enfrentarse unos meses después con Gentleman Jim Corbett, con el título mundial de los pesos pesados en juego.

Todo comenzó a torcerse desde el principio. Cuando Wyatt subió al cuadrilátero y se quitó el abrigo, llevaba al cinto un imponente revólver. La policía se lo quitó de inmediato y le impuso una multa de cincuenta dólares por portar un arma en un lugar público. Lo más probable es que Wyatt estuviese borracho, porque más tarde dijo a su mujer: «Me olvidé de que llevaba encima esa maldita cosa».

Durante los primeros siete asaltos del combate, Sharkey no cesó de propinar golpes bajos e ilegales a su rival, mientras que Wyatt hacía la vista gorda entre los silbidos del público. En el octavo asalto, Fitzsimmons propinó un soberbio puñetazo en la mandíbula a Sharkey y lo tumbó sobre la lona. Wyatt contó diez y, ante el asombro de los espectadores, se dirigió a Sharkey, le ayudó a levantarse y alzó su brazo proclamándolo campeón, mientras acusaba a Fitzsimmons de haberle derribado con un golpe por debajo de la cintura de su calzón.

Los agentes de la policía tuvieron que sacarlo protegido del ring, la prensa tituló el asunto como «el mayor escándalo en la historia moderna del boxeo», el resultado del combate fue anulado y a Wyatt se le retiró para siempre la licencia de árbitro. Corrieron después rumores de que Wyatt había apostado una fortuna por Sharkey. Y también se dijo que, en plena borrachera, se había sentido humillado por el hecho de que le retiraran su revólver y decidió tomarse cumplida venganza. Unos meses después, en 1897, en el combate celebrado en Carson City, Fitzsimmons derrotaba en el decimocuarto asalto a Gentleman Jim Corbett, conquistando el cetro mundial de los pesos pesados. Pero Wyatt andaba ya camino de Alaska.

La misión que le llevó al estado más septentrional de la Unión no está clara. Al parecer, por sugerencia de Bat Masterson, sheriff amigo suyo de los «buenos tiempos pasados» en los poblados del Salvaje Oeste, Wyatt trataba de ponerse en contacto con Soapy Smith, para hacer negocios con él en Skagway.

En agosto de 1897, Wyatt y Jossie compraron billetes para un vapor que se dirigía a Wrangell, al sur de Skagway, en donde habían acordado una cita con Soapy. Pero llegaron tarde al puerto y perdieron el barco. Soapy, al tener noticias de que no llegaban a tiempo, regresó a Skagway de inmediato, antes de que los Earp alcanzaran la ciudad en otro barco.

Wyatt se encontró en Wrangell con un viejo amigo, el pistolero Frank Leslie, que trabajaba en la ciudad como sheriff y que le ofreció el puesto de ayudante. Wyatt rechazó la oferta, Pero decidió echarle una mano mientras llegaba un vapor que le condujese a Juneau, para dirigirse desde allí hasta Skagway al encuentro de Soapy. Durante las pocas semanas que ejerció como agente de la ley en Wrangell, definió a la ciudad como «el Diablo sobre ruedas», debido a la carencia de ley que imperaba en los campos mineros y a la velocidad con que se hacían negocios turbios y se delinquía.

Ya en Juneau, a los Earp les llegó la noticia de que Soapy se había marchado a San Luis para ver a su mujer y sus hijos, lo cual trastocaba sus planes. Jossie, además, estaba embarazada Así que los Earp tomaron un barco de regreso a San Francisco y así terminó su primera aproximación a Alaska. En Juneau, debido a la premura de su partida, Wyatt olvidó su arma, un revólver de la serie Buntline fabricado por la casa Colt. Todavía se exhibe en una pared del saloon The Red Dog.

A medio camino del viaje a San Francisco, Jossie perdió al niño. Y tras pasar unas semanas en la ciudad californiana, los Earp, sabedores de la fiebre del oro que invadía los Territorios del Yukon, decidieron regresar al norte. Soapy había muerto en su duelo con Frank Reid, de manera que pensaron en irse al Klondike para montar un saloon dedicado al juego, la bebida y la prostitución, un negocio seguro a todas luces. Y se embarcaron rumbo a Saint Michael en el vapor S. S. Brixton, en septiembre de 1897, con el tiempo justo para alcanzar Dawson City, navegando Yukon arriba desde el puerto del mar de Bering.

Durante la travesía hubo graves problemas: la tripulación se amotinó contra el capitán, Wyatt tuvo que intervenir para apaciguar los ánimos y, además, el barco se detuvo en Unalaska, cerca de las islas Aleutianas, para repostar y cargar vituallas. Cuando llegaron a Saint Michael, el invierno estaba casi encima. Se embarcaron en un viejo vapor, el Governor Pingree, para tratar de llegar a Dawson. Pero el barco se averió al poco de zarpar. Cuando la tripulación logró repararlo, ya era tarde: el río se helaba sin remedio. Los Earp desembarcaron en Rampart, unos cuantos cientos de millas al norte de Dawson City.

En Rampart, Wyatt encontró una comunidad de más de mil personas, entre ellas algunos de sus viejos amigos, el primero de todos Tex Rickard, un jugador buscavidas a quien había conocido en Tombstone y uno de los primeros buscadores de oro en el Yukon, adonde llegó en 1895. Rickard había ganado mucho dinero en Fortymile, en Circle City y en Dawson, y lo había perdido todo jugando al póquer y al faro. Ahora regentaba un pequeño bar en Rampart y afirmaba que en la región podría encontrarse oro. Convenció a Wyatt para que invernaran allí, en lugar de trasladarse en trineo a Dawson.

Los Earp lograron alquilar una casa confortable, propiedad de Rex Beach, que sería años después un popular escritor. Wyatt se ganaba la vida sirviendo copas en el bar de Rickard, acompañado por la mandolina de Beach. Por otro lado, la casa de los Earp se convirtió en un lugar de encuentro de las gentes de Rampart.

Cuando llegó el verano de 1898, los Earp eran conscientes de que las mejores concesiones de los arroyos del Klondike ya tenían dueño y de que en el negocio de los garitos había demasiada competencia. Decidieron seguir en Rampart en espera de una buena oportunidad. Y la oportunidad surgió en la primavera de 1899, cuando una compañía comercial les ofreció dirigir una cantina en Saint Michael, con una comisión del diez por ciento sobre los beneficios. Era una buena oferta y los Earp se trasladaron al puerto del mar de Bering.

El negocio funcionaba a las mil maravillas. La gente que llegaba en los barcos desde Seattle, Vancouver y San Francisco llenaba el local, lo mismo que aquellos que regresaban cargados de dinero desde Dawson City en los vapores. El matrimonio ganaba casi dos mil dólares al mes.

Pero Rickard y otros amigos convencieron a los Earp de que había mucho más dinero que amasar en Nome, en donde acababa de descubrirse uno de los filones de oro más importantes de la historia de Alaska. A mediados de 1899, Jossie y Wyatt dejaron el negocio de Saint Michael y se trasladaron en un vapor a Nome, en un viaje que duró una noche entera y la mitad del día siguiente.

Wyatt se asoció con Charles Hoxsie para levantar en la calle principal el Dexter Saloon, el primer edificio de dos plantas que hubo en Nome, al lado del Northern, del que era propietario Tex Rickard. Desde el primer momento el Dexter se convirtió en el local más frecuentado de la ciudad. En la planta baja estaban el bar, el billar, un escenario para bailarinas y cantantes y las mesas de juego. En el primer piso, Wyatt y Jossie tenían sus propias habitaciones y unas cuantas más destinadas discretamente a prostíbulo. En el Dexter se celebró el primer combate de boxeo de los muchos que, en los años siguientes, se organizarían en Nome. Combatieron durante veinte asaltos Curley Carr y Ed Nelly. No hay noticia de quién ganó la lid, pero Wyatt no actuó como árbitro, sino tan sólo como promotor.

En el invierno de 1900, Wyatt y Jossie decidieron trasladarse a San Francisco para pasar allí las Navidades y el día de Año Nuevo, visitando a amigos y familiares. En un corto viaje a Denver, Wyatt recibió de su hermano Virgil la noticia de que otro de los hermanos Earp, Warren, había muerto en el mes de julio anterior en Willcox (Arizona), asesinado por un tal John Boyett. Virgil y Wyatt se encontraron en San Francisco y, desde allí, partieron hacia el sur «para arreglar algunos negocios», como señaló Jossie años después. Unas semanas más tarde, Wyatt regresó al lado de su mujer, «bastante satisfecho», según ella. De inmediato decidieron regresar a Nome y, durante los días siguientes, gastaron miles de dólares en comprar alfombras, espejos, cortinas y lámparas de cristal para convertir el Dexter en el saloon más lujoso de Alaska.

John Boyett, el asesino de Warren Earp, no volvió a ser visto nunca más.

El resto del invierno y la primavera, Jossie dilapidó parte de su fortuna en las salas de juego de Nome. A tal punto llegó la ludopatía de la esposa de Wyatt, que este dio la orden de que no se la dejase jugar en el Dexter y consiguió que otros dueños de saloons amigos suyos dispusieran la misma prohibición para Jossie en sus locales. El matrimonio pasó una temporada difícil. Y no sólo por causa de la ludopatía de Jossie: el propio Wyatt tuvo varias aventuras con algunas prostitutas del Dexter que a punto estuvieron de costarle el divorcio. Fue una época turbulenta para el hombre del O.K. Corral, pues bebía más de la cuenta, y también se enzarzó en algunas peleas callejeras, una de ellas a revólver, en la que resultó herido en un brazo. Su oponente, cuando tuvo noticia de que había alcanzado con un balazo al mismísimo Wyatt Earp, huyó del pueblo antes de que este se repusiera de la herida.

A finales de 1901, todavía en plena fiebre del oro, los Earp decidieron dejar Nome y Wyatt vendió su parte del Dexter a su socio Hoxsie. Según los familiares y amigos del matrimonio, a pesar de las pérdidas sufridas en el juego por Jossie, lograron amasar una fortuna superior a los ochenta mil dólares, una cantidad que hoy equivaldría, más o menos, a un millón de dólares.

Los Earp continuaron su vida vagabunda en nuevos estados, siguiendo los campos mineros que se abrían en las regiones de Nevada y Oregon. Su vida no cambió un ápice, e incluso su fortuna creció, abriendo locales de juego y prostitución en ciudades sin ley por las que corría el oro en abundancia. En cierta ocasión, mientras residían en Tonapah (Nevada), un amigo de Wyatt, Tasker Oddie, fue asaltado por dos forajidos dentro de los límites de su concesión aurífera, que estaba produciendo buenos frutos. Los dos hombres derribaron sus estacas y decidieron hacerse con la concesión para explotarla, amenazándole de muerte. Wyatt se personó en el lugar y conminó a los forajidos a marcharse. «¿Qué pinta usted en esto y quién se cree que es?», le preguntó uno de los hombres. «Mi nombre es Wyatt Earp», respondió con frialdad. Los dos bandidos salieron corriendo de la concesión y abandonaron la región el mismo día.

En 1916, Wyatt se acercó a la naciente industria cinematográfica de Los Ángeles, en donde algunos conocidos suyos de «los buenos tiempos pasados» de la frontera se ganaban la vida como extras en los westerns del cine mudo, entre otros Tom Mix. Earp llegó a aparecer como extra en una película protagonizada por Douglas Fairbanks, The Half Breed, dirigida por Allan Dwan, quien comentó que el legendario sheriff le pareció «una figura bastante patética». Wyatt se dio cuenta de que lo suyo no era el cine, aunque tenía buenos amigos entre los actores de la época. Uno de ellos se llamaba Marion Morrison y poco tiempo después se haría famoso en todo el mundo con el nombre de John Wayne. Años más tarde, en una entrevista Wayne comentó que, para construir su imagen de hombre del Oeste, se había fijado en los modos de Wyatt Earp.

Wyatt murió en enero de 1929 en Los Ángeles. Cinco años después, Hollywood produjo la primera película sobre él. Y a ese primer filme siguieron casi una veintena, la última de ellas rodada en 1994. Jossie murió en diciembre de 1944 y fue enterrada al lado de Wyatt.

Entre los directores que han escogido la figura de Wyatt Earp para retratarla en el cine, figuran los nombres de John Ford (en dos ocasiones), Jacques Tourner, Anthony Mann, John Sturges (también dos veces) y Blake Edwards. Han interpretado a Wyatt actores como Randolph Scott, Joel MacCrea, Henry Fonda, Burt Lancaster, James Stewart, James Gardner y Kevin Costner. En cuanto a Doc Holliday, lo han revivido en la pantalla actores de la talla dramática de Kirk Douglas y Arthur Kennedy, o de la sosería empalagosa de Victor Mature, el peor actor de la historia de Hollywood junto con Charlton Heston.

Según los críticos de cine, las dos mejores versiones filmadas sobre la vida de Wyatt Earp, centradas en el episodio del O.K. Corral, son Pasión de los fuertes, de John Ford (1946), y Duelo de titanes, de John Sturges (1957).

Otro de los personajes notables que pasaron por Nome fue el escritor Rex Beach, por aquel entonces un joven abogado que se sintió atraído por el oro del Yukon. Como muchos otros, se quedó atrapado en el río, en Rampart, al norte de Dawson, durante la «estampida» de 1898, y no logró llegar a tiempo al Klondike para hacerse con una buena concesión. Regresó a finales de ese año a Chicago, pero al oír noticias sobre el oro de Nome, volvió a Alaska, de nuevo en busca de fortuna, y tampoco lo logró. Durante unos meses se ganó la vida tocando la mandolina y fue buen amigo de Wyatt Earp y Jossie. Al fin tuvo suerte en la búsqueda de oro y logró amasar un serio capital. Cuando dejó el norte, vendió la mitad de la concesión que poseía por treinta mil dólares.

Tras cinco años pasados en Nome, comenzó su carrera de escritor en Florida. Y como en el caso de London, tuvo casi de inmediato un gran éxito literario. Su primera novela, Los expoliadores (1906), cuya trama transcurre en Nome, alcanzó una gran aceptación entre los lectores y fue llevada cinco veces al cine en los años siguientes: en una versión, actuaba Gary Cooper; en otra, los protagonistas fueron John Wayne y Marlene Dietrich.

Beach escribió otras treinta obras, entre narrativa, cuentos y teatro, muchas de ellas ambientadas en Alaska, como la que dio título y tema a la película El mundo en sus manos (1952), de Raoul Walsh, que protagonizaron Gregory Peck, Anne Blyth y Anthony Quinn. En el guión trabajó el propio Beach, hasta poco antes de su muerte, junto con Borden Chase, uno de los mejores guionistas de la historia de Hollywood.

Beach era un buen jinete y, en las Olimpiadas de San Luis de 1904, logró la medalla de plata con el equipo de polo de Estados Unidos. En 1949, al año de morir su mujer, se suicidó de un disparo en la cabeza en su casa de Florida.

En vida, gozó de enorme popularidad, pero el tiempo no ha perdonado su obra, que a duras penas puede encontrarse hoy en librerías de segunda o quién sabe si de quinta mano. Sus libros no alcanzaron, ni mucho menos, la calidad literaria de los de Jack London.

El día de mi partida de la ciudad, el cielo aparecía cubierto de nubes muy bajas. A las nueve de la mañana, la hora anunciada para el vuelo en la compañía Hageland, encargada del transporte del correo y de otras mercancías, el piloto de la avioneta, el mozo de la limpieza y el empleado de facturación cargaban sacas y cajas. Poco después llegaron los otros cinco pasajeros y subimos al aparato. Me senté detrás del piloto, un tipo cincuentón y de cabellos canosos. La avioneta era un bimotor de fuselaje blanco. El asiento del copiloto no lo ocupaba nadie.

A las nueve y diez despegamos entre nubes, con un leve resplandor del sol luciendo delante de nosotros, entre la neblina. El vuelo más difícil para un piloto es el que hace a ciegas, guiado tan sólo por el altímetro, la brújula y el radar de la nave. Pensé que yo sería incapaz de pilotar sin ver aunque me enseñaran la técnica, por puro miedo. Pero me acordé de aquello que escribió en Tierra de hombres ese escritor-piloto que fue Saint-Exupéry: «Sólo lo desconocido aterroriza a los hombres, pero lo desconocido deja de serlo para quien lo encara». Contemplé con detenimiento al piloto. Volaba relajado, sereno, echando ocasionales miradas a sus aparatos de medición: Saint-Exupéry hubiera dicho que encaraba lo desconocido sin temor alguno.

Al fin, el aparato ganó altura y nos situamos por encima de las nubes, que tendían su colchón inmaculado debajo del cielo azul. Perdí toda sensación de temor: me gustaba imaginar que, si caíamos, lo haríamos sobre un lecho mullido. El piloto había sacado un tarro y, con una cucharilla de plástico, tomaba una pasta que parecía arroz con leche. De vez en cuando daba un sorbo a una botella de zumo de naranja. Y en ocasiones se hurgaba la nariz con el dedo índice. Me pregunté si en la formación de los pilotos de Alaska hay una asignatura sobre prospección nasal. Pensé también que debe de resultar aburrido pilotar todos los días por las mismas rutas.

Descendimos un poco, cruzamos de nuevo las nubes, y asomó debajo del avión la tierra oscurecida bajo el cielo encapotado. Una isla crecía delante de nosotros como un animal muerto tumbado sobre el mar: sin árboles, sin vida visible, con un manto de hierba achaparrada y descolorida.

A las diez menos veinte aterrizábamos en Stebbins, un pueblo de cuatro casas tendido en la punta de la península de Saint Michael. No parecía haber nadie en los alrededores y la caseta de control estaba cerrada. El piloto no apagó los motores y siguió bebiendo con indolencia de la botella de zumo.

Pero unos minutos después del aterrizaje, apareció al fondo de la pista un viejo vehículo 4x4 que se aproximó hasta el avión. El piloto se levantó, me indicó que me sentara en el asiento al lado del suyo y colocó la escalerilla. Una mujer con un niño de pecho subió al aparato y se situó en el asiento que yo había dejado libre.

Despegamos diez minutos más tarde y aterrizamos en Saint Michael a las diez en punto. Como en Stebbins, la pista era de tierra alisada y, al fondo, se alzaba una casa de madera. Yo era el único pasajero que descendía allí.

Las casas de la población se distinguían a un par de kilómetros en la lejanía, cercadas por el cielo turbio, sobre un hosco mar grisáceo. No había un solo árbol en los alrededores. El piloto bajó conmigo y sacó de la bodega mi bolsa y una saca de correo. Por la pequeña pista de tierra blanca que conducía a la ciudad venía un pick-up renqueante de color crema.

El piloto encendió un cigarrillo. Señaló al coche, dijo «your car» y a renglón seguido me preguntó:

—What the hell are you doing in Saint Michael?

Le expliqué que seguía los pasos de Jack London, asintió con un gesto y luego me preguntó de dónde era.

—Español.

—Un amigo mío estuvo dos años destinado en su país, en la base de Rota. Adora España desde entonces.

—El vino, el jamón, el pescado…, supongo.

—No, no… ¡Por las mujeres! Dice que eran de fuego y no de hielo, como las de Alaska.

Me acordé de mi abuela materna, una mujer malhumorada e iracunda. Sí, ciertamente parecía de fuego cuando se enfurecía y nos amenazaba a los niños con echarnos a la hoguera.

El chófer era un esquimal de unos sesenta y cinco años, bajo de estatura, y se presentó como Chuck, aunque no se parecía nada al tal Chuck Norris y no era en ningún aspecto agresivo. Tomó la saca del correo, la echó en la baca del pick-up junto con mi bolsa y me indicó que me sentase a su lado. Me despedí del piloto.

Chuck condujo con lentitud el renqueante coche por la accidentada pista. Me preguntó:

—¿Adónde demonios quiere ir mientras llega el próximo avión para sacarle de aquí?

—Al puerto, quiero hacer fotos.

—De acuerdo, le dejo en el puerto y luego vuelvo por usted, a eso de las once y media.

Me dejó allí a solas con mi equipaje.

Bajo el cielo turbio, un pasado convertido en cenizas y herrumbre se tendía a mi alrededor. Del viejo puerto apenas quedaban unas grandes planchas de metal enrojecidas por el óxido y medio hundidas en las aguas oscuras de la pequeña bahía. Un par de decrépitos barcos pesqueros se amarraban a los negros norays que sobresalían de la plancha.

Sobre la playa, arriba de un terraplén que mostraba las huellas de los temporales, se alzaban unas cuantas casas de madera gris. Varias tenían las puertas abiertas y ropa tendida a secar; pero no parecía que hubiera nadie en su interior en ese momento. Pero ¿quién habría de robar en Nome si no había otra salida de aquella localidad de trescientos habitantes que no fuera el avión? Hacia la derecha, sobre un largo talud, el pueblo se extendía hasta una iglesia de torre de madera. En una colina se distinguían las cruces de un cementerio.

La playa era de arena muy negra, quizás por el carbón arrojado allí durante décadas. Las mareas habían dejado en las orillas troncos de árboles pulidos por las olas, sargazos muertos, palos tronchados de navíos, velas rotas, pedazos de redes de trasmallo y de palangres, boyas de cristal verdoso, trozos de sogas y de cables de acero, e incluso una bicicleta partida en dos y sin ruedas. Había jirones de ropas marineras y pensé si serían los restos de un naufragio en el que murieron hombres.

Hice algunas fotos y luego me senté en un muro derruido, cerca de la lengua del mar. Mirando el océano, traté de imaginar la pena que pudo invadir, algo más de un siglo antes, el alma de un joven minero fracasado que se llamaba Jack London, mientras esperaba un barco que lo llevara de regreso a casa.

Después de dejar atrás Tagle, Jack London y sus dos compañeros alcanzaron Circle City, en los bordes del Círculo Ártico, y entraron en los bajíos del Yukon, los Yukon Flats. En el artículo que publicó meses después en el Buffalo Express sobre su viaje de regreso, el joven London describe así estos lugares:

Los Bajíos constituyen una vasta área de terreno bajo, que se extiende en diversas direcciones durante cientos de millas, en donde el Yukon se hunde y prácticamente se pierde. El río discurre entre montañas y se divide y se subdivide en numerosos brazos. Uno se encuentra en el interior de un gigantesco puzzle, configurado por miles de millas de territorio con incontables miríadas de islas y canales. Se sabe de hombres que se han perdido aquí y han vagado durante semanas en este confuso laberinto… En las islas hay abundante madera, pero es tanto el lodo que se hace muy penoso atracar y poner pie en tierra. Lo más exasperante es tomar un canal durante millas y encontrar que no tiene salida y que se debe volver hacia atrás… La región es uno de los lugares del mundo en donde anidan mayor número de aves.

Los tres hombres llegaron a Fort Yukon, en medio de los bajíos, ya en el interior del Círculo Ártico. Y más adelante, a Rampart, en donde permanecía aislada una comunidad de americanos llegados durante el verano desde Saint Michael, como ya he contado al hablar de Wyatt Earp. Era tal la avidez de información del exterior en la localidad, que London y sus compañeros hubieron de ocuparse durante varias horas de relatar los últimos acontecimientos de los que se tenía noticia en Dawson cosa que hicieron con gusto, «en la mejor tradición del Norte» como señala London en su artículo.

Howard Clifford, en su libro sobre Wyatt Earp, señala que London y el antiguo agente de la ley de Tombstone pudieron haberse conocido en Rampart, e incluso encontrarse de nuevo poco después en Saint Michael. Pero parece bastante improbable, ya que London no dejó ninguna constancia escrita sobre el asunto, cosa que hubiera hecho, sin duda, teniendo en cuenta la fama de Earp.

Más adelante, London y sus compañeros alcanzaron Nuklukyeto, un poblado indio en el que asistieron asombrados a los cantos y danzas rituales: «Un son indígena que iba y venía con la marea del agua». London tenía de nuevo síntomas de escorbuto; pero, por fortuna, entre los indios encontraron a un hombre blanco que regaló unas patatas y tomates al futuro escritor. Jack los comió crudos, pudo recuperarse de la enfermedad y siguió su viaje hacia el mar.

En Nulato, unos mil kilómetros antes de alcanzar la desembocadura del Yukon, los tres hombres asistieron a una misa en la misión católica que dirigía un sacerdote francés llamado padre Monroe. También allí contemplaron danzas nativas entre muchachos y doncellas, mientras en las orillas del río los bebés se revolcaban en el fango «como bestias leonadas que parecían mitad lobos y mitad perros».

Finalmente, tras cruzar junto a la aldea de Anvik, alcanzaron el delta del Yukon y, ayudados por guías indios de la etnia malemute, llegaron a mar abierto en Kutlik, una pequeña aldea de pescadores. Desde allí, aconsejados por un misionero jesuita, recorrieron la costa del mar de Bering durante unos ciento veinte kilómetros hasta Saint Michael. «Aquel hombre —escribió London sobre el misionero— era la imagen de los muchos extraños tipos que se encuentran en las tierras del Norte: italiano de sangre, francés de nacimiento, español de educación y americano por residencia, era un maravilloso sabio y su vida entera parecía una verdadera novela. Sobre todo, le llenaba de orgullo haber escrito una gramática del idioma inuit, la lengua de los esquimales».

London concluyó su viaje en Saint Michael, veintiún días después de zarpar de Dawson, esto es, el 29 de junio de 1898. Poco más tarde logró plaza como fogonero en un barco que se dirigía a Vancouver. Sufrió quemaduras durante la travesía y todavía hubo de reponerse en la ciudad canadiense antes de poner definitivamente rumbo a Seattle y seguir desde allí hasta California, viajando como polizón en trenes de mercancías. Cuando entró de nuevo en su casa de Oackland, a principios de agosto, llevaba tan sólo 4,50 dólares en el bolsillo.

Años después escribió: «Nunca gané un centavo en el Yukon. Sin embargo, la fuerza que me dio aquel viaje siempre me ha permitido ganarme la vida». En enero de 1900, tras arduos intentos por editar sus relatos, consiguió que una revista aceptase publicar su narración «La odisea del Gran Norte». De inmediato, la crítica y el público quedaron fascinados ante aquella forma épica de narrar, tan poderosa como sencilla. Y comenzó a ser conocido como «el Kipling del frío». Desde aquel cuento, publicó sin cesar numerosos relatos y novelas, llegando a ser el autor más leído de su tiempo.

Murió famoso, alcoholizado, rico y joven en su hacienda californiana de Beauty Ranch, a la que en alguna ocasión llamó «el rancho de los sueños rotos». Era un día de noviembre de 1916.

Chuck regresó puntual, con su viejo pick-up traqueteando por la senda que bajaba del pueblo. Eché mi bolsa en la baca y subí a bordo, a su lado. Me miraba ahora con fijeza.

—What the hell are you doing in Saint Michael? —se atrevió finalmente a preguntar.

—¿Sabe quién era Jack London? —pregunté a mi vez.

—Hum —murmuró desviando la mirada mientras dirigía el coche hacia el pueblo. Era evidente que el nombre no le decía nada.

—¿Y sabe quién era Wyatt Earp? —añadí.

—Desde luego. ¡Un héroe americano!

Ufano, Chuck alzó el brazo y señaló hacia un viejo caserón de madera de dos plantas, en apariencia abandonado.

—Allí tenía su negocio —agregó.

Es un asunto extraño el que no haya un hombre violento en la historia de Estados Unidos a quien no conozca y venere el gran público, en tanto que muchos extraordinarios artistas del país quedan siempre en la memoria de las minorías. En la película Forajidos de leyenda, de Walter Hill, ya advertía el legendario bandido Jesse James: «A todo el mundo le gustan los forajidos. Por alguna maldita razón, los recuerdan».

Recorrimos varias casas y un par de locales comerciales. Chuck recogía mercancías, paquetes y cartas que iba echando en la baca del vehículo. En el Valve Center, una especie de supermercado, un nutrido grupo de esquimales hacía cola en la puerta. Chuck entró y salió cargado con algunas bolsas.

—¿Qué hacen? —le pregunté señalando a los nativos.

—Esperan a que les den la comida cuya fecha de caducidad ha prescrito.

Seguimos el viaje. La siguiente parada fue en una pequeña grocery. La dueña se acercó al coche y le entregó a Chuck un fajo de cartas sujetas con una goma.

—¿Hay hotel en Saint Michael, Chuck? —le pregunté cuando arrancó.

—No.

—¿Y un lugar en donde poder dormir?

—Para los forasteros, sólo la calle. Es mejor que se vaya en el avión.

—Creí que Alaska era una tierra hospitalaria.

—Hum.

Cargados de paquetes y cajas, regresamos al pequeño aeropuerto. Poco después se escuchó el ruido del motor de un avión entre las nubes y asomó una avioneta de una sola hélice, de fuselaje pintado en rojo, con el nombre de la compañía propietaria, Pen Air, escrito en letras negras en el timón. Chuck descendió del auto y comenzó a bajar paquetes de la baca del pick-up. Cada vez que se agachaba, la cintura de sus pantalones se deslizaba hasta las nalgas y bajo el cinto asomaba el inicio de la línea divisoria de los glúteos. Por debajo, se dejaba ver el borde de un calzoncillo color azul celeste. Pensé que a Chuck le importaba un carajo que le vieran el culo.

El piloto era un joven espigado y pelirrojo, con un bigote recortado en forma de cepillo. Tendría alrededor de treinta y cinco años.

—Mister Martínez? —preguntó mientras me tendía la mano.

Yes. I am.

—Ryan —se presentó mientras estrechaba con brío la mía—. What the hell are you doing in Saint Michael?

Miré mi reloj al despegar: eran las once y treinta y cinco.

Volábamos muy cerca del suelo, por debajo de las nubes, siguiendo la línea de la costa. El mar, teñido de un color cobrizo, se agitaba en un oleaje de lenguas sucias que golpeaban y se deshacían en espumarajos rabiosos contra los farallones de las orillas.

A nuestra derecha, la superficie de la tundra ofrecía un aspecto desolado e inhumano. Algunas lagunas brillaban en el terreno pardo de la inclemente llanada. En ocasiones, tímidos bosquecillos de abetos negros asomaban en las cicatrices abiertas en la tierra por los cauces de las riadas del invierno. Los árboles parecían recelosos ante cuanto los rodeaba, como si temieran su muerte si los vientos del Norte se arrojaban de súbito sobre ellos. Era una tierra salvaje, inhóspita.

Aterrizamos veinticinco minutos después en Unalakleet, un pueblo achaparrado, extendido a las orillas del mar, de mayor tamaño que Saint Michael. El día era gris y soplaba un aire frío Me despedí de Ryan, facturé mi equipaje para Anchorage en el mostrador de Pen Air y salí a la calle. Me quedaban casi cuatro horas para tomar el siguiente avión.

Delante de mí tenía una larga calle desierta. Calculé que habría una distancia de un kilómetro y medio hasta el centro de la ciudad. Y eché a andar. No había recorrido cien metros cuando un quad de ruedas enormes se detuvo a mi lado. El conductor era un hombre de unos setenta años, con aspecto de esquimal. Me sonrió y me indicó que subiera a la parte trasera del asiento.

—Le llevaré hasta el pueblo, no está muy cerca.

El ruido del motor del vehículo nos obligaba a hablar a voces.

—¿Cuántos habitantes tiene Unalakleet?

—Unos setecientos.

—¿Y de qué vive la gente aquí?

—De la pesca, hay mucho salmón. Yo estoy jubilado, ¿sabe?, pero toda mi vida trabajé en las pesquerías. Aunque no lo parezca, en este pueblo hay bastante dinero, ¿sabe?

—¿Dónde puedo comer algo?

—En la casa de huéspedes, es el único sitio con restaurante. ¿Le dejo allí?

Asentí. Unos minutos después, el vehículo se detenía ante la puerta de un edificio de dos pisos. Detrás, un riachuelo se abría paso camino del mar. Varios hombres pescaban salmones.

Descendí.

—¿Dónde queda el Yukon?

Señaló hacia unas montañas blanquecinas, en la lejanía, hacia el este.

—Debajo de esas montañas.

—¿Y se puede ir?

—Hay un viejo sendero, ¿sabe? Pero está casi impracticable.

—Me imagino que será un territorio lleno de lobos y grizzlies.

—Oh, sí, si…, tenemos por allí muchos más de los que quisiéramos. En los inviernos hay que andar con ojo por la ciudad: vienen a las basuras en busca de comida, ¿sabe? Y te puedes llevar un buen susto, si no algo peor. No conviene salir de noche sin un arma.

Le estreché la mano.

—Son ustedes muy hospitalarios.

—Bueno, en el Norte hay que ayudarse.

—Mucho más hospitalarios que en Saint Michael.

—¡Ah!, ¿estuvo en Saint Michael?

—De allí vengo.

—Es extraño: allí nunca va nadie.

La casa de huéspedes anunciaba en un cartel «Meals & Rooms». Entré en el local y pedí una hamburguesa con una cerveza a la camarera, una esquimal entrada ya en años. Era un comedor amplio y algo destartalado, con manteles de hule anaranjado sobre las mesas.

Comí con apetito. La carne estaba sabrosa. Cuando pedí la cuenta, la mujer me cobró diez dólares. Le pregunté el precio de las habitaciones.

—La single son ochenta y cuatro dólares por noche, impuestos incluidos.

—Algo cara —dije.

—Pero internet es gratis.

—Estupendo: entonces usaré internet y no tomaré la habitación.

Miré mis correos, tomé otra cerveza y regresé a la calle. El día continuaba frío y gris.

Caminé hasta el aeropuerto. En un supermercado junto a una gasolinera, entré a curiosear. Había una oferta de rifles: a ciento cincuenta dólares cada uno, más o menos ciento diez euros.

A las dos estaba de nuevo en el aeropuerto. Me quedaba mucho tiempo por delante, de modo que busqué un sitio en donde echar una cabezada y me hundí en un sillón de tapicería deshilachada y muelles inutilizados por el uso.

Me quedé frito durante casi hora y media. Y soñé con mi padre, muerto once años antes, uno de los seres a los que yo he querido más en mi vida. En el sueño asomaba con unos cuarenta años de edad y su voz cantarina sonaba en mis oídos con el mismo tono que la escuchaba cuando yo era un niño. Me decía algo así: «Nos encontraremos otra vez, Javierito, ya lo verás Será al final de un viaje muy largo, más largo que los que tú haces. Un viaje de millones de años, quizás miles de millones. Nos encontraremos en un lugar en donde termina el tiempo y el espacio no existe. Te dejaré nuevos libros para leer. Allí nos encontraremos, ten paciencia».

Alguien me zarandeaba el hombro. Abrí los ojos. Era una mujer uniformada de azul oscuro, con los cabellos rubios. Sonreía.

—Su avión va a salir, señor.

El aeroplano era un bimotor con forma de tubo, con catorce plazas repartidas en dos filas a los lados del estrecho pasillo. Los pasajeros, cinco adultos y dos niños, embarcamos justo a las cuatro menos cuarto, la hora anunciada de salida. Y unos minutos después, el aparato despegaba entre los berridos aterrados de una criatura.

Miré por la ventanilla hacia la tierra áspera en donde nos adentrábamos. Pensé que la belleza estaba desterrada de aquellos pagos, mientras recordaba las tristes poblaciones y veía allá abajo los campos estériles, rudos y deshabitados, y las montañas broncíneas y heladas.

Pero, de pronto, entre altos cañones enrojecidos por el sol que refulgía tímidamente en la altura, asomó el brazo musculoso del Yukon. Era la última vez que lo contemplaba y sentí pena: como si me despidiese para siempre de un amigo. El río se me mostraba vigoroso y magnífico en el último adiós. Volví a acordarme de mi padre, que me dio a leer el primer libro de cuentos de Jack London cuando tenía once o doce años.

A eso de las cinco de la tarde aterrizábamos en Anchorage, la ciudad más poblada de Alaska. Un viaje terminaba y comenzaba otro nuevo. Aquella noche cené sushi del excelente pescado de los mares fríos, en un estupendo restaurante japonés, el Kumagoro, atendido por una simpática camarera búlgara de rizados cabellos rubios y pechos como boyas marineras. Después me fui a tomar una copa en el Darwin’s Theory, el bar de la borrachería intelectual de Anchorage.