You know?
En el Palace Grand Theatre ofrecían esa tarde una original función: la proyección de una película muda con el acompañamiento de un pianista. El filme se anunciaba como Regreso al país de Dios, basada en el relato de James Oliver Curwood titulado «La morsa Wapis». Tenía cierta gracia la rememoración de los primeros días del cinematógrafo, pero al poco rato del comienzo de la proyección, el espectáculo resultaba tedioso. Así que decidí marcharme.
Curwood había sido, cuando era un crío, uno de mis autores favoritos, junto con Zane Grey, Edgar Rice Burroughs, Emilio Salgari y Karl May. Hoy no sería capaz de leer a ninguno de ellos sin sonrojarme levemente, pero lo cierto es que en la España cutre de la posguerra llenaron los sueños de muchos chicos de mi generación, mostrándonos un mundo de fantasía que nos ayudaba a trascender el estrecho universo de miseria y autoritarismo en el que crecíamos. Curwood se hizo muy rico con sus historias, casi todas ellas ambientadas en los territorios del Yukon canadiense. Recuerdo particularmente Los cazadores de lobos y Los buscadores de oro, dos libros que leí, al menos un par de veces cada uno, durante la niñez.
Una de las narraciones que le aportaron más fama fue «The Grizzly King», llevada al cine en 1989 por Jean-Jacques Annaud con el título de El Oso, una historia verdadera de la que el propio Curwood fue protagonista.
Sucedió así: el escritor sentía pasión por la caza y uno de los veranos en que viajó desde su casa de Ohio a las Montañas Rocosas, a pasar una larga temporada dedicado a su afición cinegética, vio un enorme grizzly, al que bautizó como Thor, y decidió cazarlo. Durante varias semanas lo siguió y consiguió dispararle en tres ocasiones, sin acertarle ninguna de ellas. En la cuarta ocasión en que lo encontró, dio un traspié antes de poder disparar, su escopeta cayó sobre unas rocas y se partió. Curwood, desarmado, se encontró a solas con el enorme animal que se acercó hasta donde él se encontraba y alzó su enorme envergadura sobre las dos patas traseras. El escritor pensó que iba a morir, pero el grizzly no le atacó: después de contemplarle unos instantes, se dio la vuelta y se alejó tranquilamente de su lado. Aquel día, Curwood dejó la caza y se transformó en un irreductible conservacionista.
Era un puritano que, además, no bebía alcohol ni comía grasas y que dedicaba una buena parte del día al ejercicio físico. Afirmaba que, a base de llevar una vida sana y ascética, podría alcanzar a vivir cien años. Pero una mañana del año 1927, cuando tenía poco menos de cincuenta años, una araña le picó mientras estaba pescando. La herida le produjo un envenenamiento sanguíneo y, pocos días más tarde, murió.
Lo que es la vida: no le mató un oso de setecientos kilos y acabó con su vida un insecto de un gramo.
Me fui a cenar al Klondike’s Kate, sin duda el mejor restaurante de Dawson City, un plato que llaman «Dúo Ártico» y que consiste en un buen pedazo de salmón salvaje y otro de trucha ártica a la plancha, servidos con patatas asadas. El local le debía el nombre a una famosa bailarina de los días del Gold Rush, Kitty Rockwell, apodada «Klondike Kate», famosa por sus amoríos y porque se sujetaba la falda con un cinturón adornado con decenas de pepitas de oro de un valor de veinte dólares cada una. Kate poseía una enorme belleza y gran talento para la danza y fue, sin duda, una de las más populares artistas de variedades durante la fiebre del oro. Se casó tres veces y tuvo numerosos amantes, que la hicieron rica a base de generosos regalos en oro. Murió en 1957, con ochenta y siete años, en su rancho de Oregon, su lugar de nacimiento.
A mi lado se sentaban un hombre y una mujer que rondarían los setenta años de edad. Eran estadounidenses y enseguida pegaron hebra. Me contaron que se habían jubilado unos años antes y que se dedicaban a viajar desde entonces.
—Casi nunca habíamos salido de Florida —prosiguió el hombre—. Así que cuando dejamos de trabajar, y puesto que nuestros hijos ya no estaban con nosotros y se ganaban bien la vida, decidimos vender la casa y comprarnos una caravana para conocer América. En estos últimos años hemos recorrido, uno por uno, los estados de la Unión y ahora estamos viajando por todo Canadá. Terminaremos en Alaska.
—Después —añadió la mujer—, cuando nos sintamos viejos, venderemos la caravana y nos compraremos una pequeña casa para pasar nuestros últimos años. Podremos morir diciendo que hemos conocido mundo.
Terminé de cenar y me di una vuelta por el Diamond Tooth Gertie’s, a escuchar al pianista tocar las alegres canciones de los good old times.
Dawson City fue fundada por los mineros de Fortymile, que acudieron en masa cuando corrió la noticia del hallazgo de George Carmack, en el verano de 1897. En pocas semanas, antes de la llegada del invierno siguiente, unas trescientas tiendas ocuparon la llanura junto al Yukon, bajo la montaña del Dome, tendiéndose a las dos orillas en donde desemboca el Klondike. Poco después se alzaron los primeros edificios construidos troncos de árboles y se trazó a cordel una ciudad con su Main Street y Front Street en paralelo al río y calles perpendiculares más estrechas. De esta época datan también los primeros hoteles, bares, restaurantes y salas de juego. Durante las primaveras, los otoños y los inviernos siguientes, y a veces también en verano si caían fuertes lluvias, las calles eran un espeso y móvil barrizal, provocado por las nevadas y las crecidas del Yukon, y los animales de tiro se abrían paso con enorme esfuerzo, marchando sobre un lodazal que les cubría hasta la media caña La última inundación importante se produjo en 1979, lo que obligó a construir el dique sobre el Yukon que hoy protege la ciudad.
Mientras que la mayoría de los mineros de la «estampida» vivían en tiendas de campaña, otros viajeros se instalaron en las mismas barcas que los habían traído río abajo, atracadas en la orilla de la ciudad, lo que suponía no poco peligro si el río sufría una crecida imprevista. La gente llegaba exhausta a aquella urbe carnavalesca cubierta por el cieno. Numerosos viajeros, nada más llegar a Dawson y contemplar el desolador panorama que presagiaba un futuro muy penoso, de inmediato reservaban su billete de regreso a casa en un vapor, vía Saint Michael. Incluso lo hacían sin siquiera tentar a la fortuna adquiriendo una concesión.
«El pueblo es el lugar más insano que pueda imaginarse —escribía Arthur T. Walden en su libro Dawson in the Mist of the Boom—. Conozco un hombre que ha apostado que puede recorrer toda la calle principal saltando sobre cuerpos de caballos y perros muertos y ha ganado la apuesta. Al final del verano, ha llegado una epidemia de tifus y mueren ocho o diez personas al día. Sólo había una vaca en la ciudad y ha muerto, dejando a los pacientes tan sólo con leche condensada». También el escorbuto era una enfermedad muy frecuente y se dieron numerosos casos de mineros que morían a causa de esa enfermedad y, en ocasiones, también de hambre, al no poder desplazarse por falta de medios a la ciudad en busca de comida.
En el verano de 1898, Dawson City tenía una población cercana a las veinte mil personas, que se incrementaría a casi treinta mil antes de la entrada del invierno. Contaba ya con un periódico, The Nugget (La Pepita), y los primeros saloons, hoteles, restaurantes, casas de juego, teatros, prostíbulos y salones de baile. Entre otros locales con juego y baile destacaban el Pioneer, el Montecarlo, el Pavilion, el Mascot y, sobre todo, el Palace Grand, que regentaba un tal Charlie «Arizona» Meadows. Había un Opera House y la ciudad contaba con médicos, dentistas, abogados y numerosos comerciantes. Desde muy pronto se abrieron varios bancos y oficinas de cambio y de depósito de oro.
Uno de los locales más peculiares de la villa era el Silent Sam Bonnifield’s Bank Saloon, en Front Street. El atractivo del lugar, en una ciudad tan escasa de mujeres, era la presencia de las hermanas Oatley, que bailaban con los clientes a razón de un dólar por cada pieza, al son del piano que tocaba un músico alemán. Cada veinte bailes, las dos chicas descansaban de la danza y cantaban baladas sentimentales y nostálgicas, que enternecían los corazones de los hombres alejados de sus hogares. El baile terminaba a las seis de la mañana.
Muy pronto, el sistema se extendió a otros garitos de Dawson. Había chicas que cobraban por pieza a razón de veinticinco centavos del dólar que el cliente entregaba al dueño del local, en tanto que otras aceptaban un salario cerrado de ciento veinte dólares a la semana. Algunas de las bailarinas eran mujeres casadas y los maridos las acompañaban hasta la sala de baile cada jornada, se sentaban durante toda la noche esperando a que concluyera la función y, al finalizar la velada, las llevaban de vuelta a casa.
La más afamada cantante y bailarina del Gold Rush, junto con Klondike Kate, se llamaba Cad Wilson, actuaba en el Tivoli y popularizó un tema titulado Such a nice girl, too. Cuando salía al escenario, los mineros arrojaban a sus pies joyas y pepitas de oro.
Si por la noche, como señala Pierre Berton, Dawson era un carnaval, por el día era un gran bazar. En las calles principales de la ciudad podía comprarse todo lo imaginable en los numerosos comercios, que anunciaban sus productos en carteles colgados de las fachadas. Se vendían tocas de piel de avestruz, toda clase de joyas y prismáticos para la ópera. Había tiendas de vegetales y frutas y, en algunos bares, se ofrecían ostras y champán francés. Y puestos a ser exóticos, incluso existía un comercio de huesos de mamut y mastodonte, abundantes en las regiones más al norte de Dawson, que los indios recogían y vendían a los blancos. También los encontraban los mineros, y existe una fotografía de un par de colmillos de mamut que un millonario compró por cien dólares a un buscador de oro que los encontró picando en su concesión.
En Dawson se instaló muy pronto servicio telefónico, agua corriente, calefacción por vapor y electricidad. El cinematógrafo ya operaba en la ciudad, a pesar de tener tan sólo tres años de existencia, y pronto se fundaron varias sociedades de teatro de aficionados, coros en algunas iglesias y compañías de vodevil.
El tráfico de vapores en el río era incesante, con casi un centenar de barcos de diverso tonelaje pertenecientes a más de treinta compañías navieras. Los barcos no cesaban de atracar y zarpar del puerto sobre el Yukon, cargados de mercancías de todo tipo. Muchos de los vapores eran extremadamente lujosos, como el Susie, el Sarah y el Hannah, que pertenecían a una compañía norteamericana de capital judío.
Al contrario de lo que sucedía en Skagway, en donde el imperio de la ley era muy frágil, en Dawson se instaló muy pronto un cuartel de la Real Policía Montada. En ese verano llegó a hacerse cargo del mando del puesto el superintendente Sam Steele, apodado «el León del Yukon», para sustituir a Charles Constantine, el primer oficial de la Policía Montada que se instaló en los Territorios del Noroeste canadiense para establecer la ley y el orden. El nuevo jefe de la policía de la ciudad, una verdadera leyenda en la historia de Canadá, puso todo su empeño en que Dawson no se pareciera en nada a Skagway, ciudad que conocía bien y de la que dijo: «Es el lugar más duro del mundo, sólo un poco mejor que el Infierno en la Tierra».
Steele había servido antes en el Chilkoot Pass y poco más tarde en Whitehorse. Gracias a él y a sus hombres, puede decirse que las fronteras de la región del Yukon entre Canadá y Estados Unidos se fijaron tal y como hoy las conocemos. Steele, con habilidad y energía, supo frenar los intentos expansionistas de los americanos, que pretendían situar las fronteras bastante más allá de Chilkoot Pass y White Pass.
Las armas estaban prohibidas en las ciudades de Canadá, salvo que el poseedor tuviera licencia, en tanto que en Skagway, como en todo Estados Unidos, se vendían libremente, cosa que sigue sucediendo en la actualidad. Steele, al poco de hacerse cargo de la jefatura de policía, ordenó confiscar todos los revólveres de Dawson y sus agentes le obedecieron con enorme determinación. En los campos mineros, sin embargo, se permitían las armas de fuego, como medio de defensa contra los osos y lobos.
Frío y valiente en grado extremo, Steele protagonizó en su vida algunas memorables anécdotas. En cierta ocasión, durante la etapa en la que estaba al frente del Chilkoot Pass y del destacamento de los lagos en donde nace el Yukon, escuchó dos disparos en una tienda del lago Bennet. Steele mandó a uno de sus agentes a averiguar qué sucedía. El agente le informó que procedían del arma de un americano, que se le había disparado accidentalmente. Steele ordenó arrestarle y registrar su equipaje. En sus bolsas se hallaron varias armas, municiones y tres juegos de cartas marcadas. El detenido, tras señalar que era americano, amenazó con llevar su caso al secretario de Estado en Washington. Y Steele le respondió: «Puesto que es usted ciudadano americano, le trataré con indulgencia. Todas sus cosas quedan confiscadas y tiene media hora para dejar el lugar». Antes de que pudiera responder nada, el tipo era conducido a punta de fusil hasta la frontera de Estados Unidos por un agente de la Policía Montada.
La leyenda del valor de los mounties se agrandó en Dawson. Se contaba, por ejemplo, la historia de un pistolero llegado de Dodge City al que un agente le exigió que le entregase su arma. «No hay hombre que pueda quitarme mi revólver», dijo retador el otro. «Bueno, yo voy a hacerlo», replicó el policía. Y se lo arrebató sin que el pistolero ofreciese la más mínima resistencia Otra historia famosa de la época se produjo en la concesión minera de Chance Creek, a unos veinticinco kilómetros de Dawson. Un hombre había matado de un tiro a su compañero, tras lo cual se encerró en su cabaña y, rifle en mano, gritó a la gente que se acercaba, alertada por el disparo, que mataría a quien intentase aproximarse a su puerta. Los mineros enviaron a la ciudad a un jinete para informar a la Policía Montada sobre el crimen.
Horas después, apareció un solitario agente, demandó información sobre el caso y los mineros le advirtieron de que aquel hombre estaba determinado a matar a quien se dirigiese a la puerta de su refugio. El policía se fumó un cigarrillo, pensativo, y anunció a los otros que iba a tratar de detenerle. Atónitos, los hombres vieron cómo el agente comenzó a caminar en dirección a la cabaña y, cuatro metros antes de llegar, adoptó un paso militar, alcanzó la puerta, golpeó la hoja con los nudillos y ordenó: «¡Abra en nombre de la Reina!». Arthur T. Walden, que fue testigo de lo sucedido, cuenta lo siguiente:
Todos esperábamos verle caer muerto de un disparo, conociendo la clase de hombre que estaba dentro, y apuntamos nuestros revólveres hacia la cabaña. Cada hombre intentaría disparar contra el minero si el policía era abatido. Sin embargo, para nuestra sorpresa, la puerta se abrió y el tipo asomó desarmado, con los hombros alzados, la cabeza echada a un lado y las manos unidas en espera de que el agente las esposara. El policía sacó su arma y, sin mirar al hombre, le colocó las esposas. Resultó tan natural como si hubiese puesto el collar a un perro. No hubo una palabra. Los presentes comenzamos a rodear al policía y al detenido. Y entonces, el prisionero, dirigiéndose al policía e ignorándonos a los demás, dijo en voz alta para que le escuchásemos: «Señor, le vi desde el instante en que comenzó a acercarse a mi cabaña y le estuve apuntando, esperando el momento en que estuviera suficientemente cerca para hacer blanco seguro. Tenía intención de matarle, a sabiendas de que mi propia muerte estaba ya próxima. Pero me resultó imposible matar a sangre fría a un hombre más valiente que yo. Sin embargo, me hubiera gustado disparar un buen número de tiros a esta colección de cobardes que le rodean y que no valen nada». El agente se sonrojó y pareció sentirse incómodo. Luego, subió al hombre a un caballo y lo condujo a Dawson. Este era el método de la Policía Montada: hombre a hombre, con la ley de Inglaterra respaldándolos. Todos volvimos después al trabajo, sintiéndonos muy pequeños.
La North West Mounted Police (Policía Montada del Noroeste) es, en la historia de Canadá, una de las instituciones más respetadas, tanto por el coraje que han mostrado siempre sus miembros como por una honradez rara vez mancillada. En julio de 1870, el Dominio de Canadá adquirió de la Hudson Bay Company los extensos Territorios del Norte y el Oeste que esta empresa explotaba comercialmente por concesión de la Corona británica desde mayo de 1670. Aquella adquisición suponía más o menos ensanchar en un cuarenta por ciento el territorio canadiense y convertía al país en el segundo más grande de la Tierra, Por detrás de Rusia.
Pero aquellos eran territorios salvajes, sin ley ni orden alguno, en donde vagaban a sus anchas las bandas de comerciantes de whisky estadounidenses, cruzando las fronteras una y otra vez entre los dos países. Muy pronto, el gobierno del Dominio advirtió de un doble peligro: por una parte, la amenaza de que en cualquier momento se produjese una irrupción en territorio canadiense de la caballería estadounidense, en persecución de los bandidos huidos de sus territorios, lo que podría dar pie a una ocupación militar estable y, más adelante, a la adhesión a Estados Unidos de grandes porciones de territorio de Canadá; por otra parte, los comerciantes de whisky vendían alcoholes sin refinar a los nativos, lo que creaba una enorme mortalidad entre las tribus, o lo cambiaban por pieles de búfalo, lo cual suponía enormes carnicerías en las manadas de estos animales. La receta para aquella bebida que llamaban whisky, por llamarle algo, era la siguiente: alcohol puro, zumo de tabaco, pimienta roja, jengibre y melaza, todo ello puesto al fuego hasta alcanzar el punto de ebullición. Los comerciantes cambiaban una taza de aquel explosivo brebaje, al que los indios llamaban «agua de fuego», por una piel de búfalo.
En mayo de 1873, el primer ministro canadiense sir John Macdonald propuso al Parlamento la creación de un cuerpo de policía dependiente del poder civil central y no de las administraciones locales, un cuerpo de extrema movilidad que pudiera operar con rapidez en los enormes Territorios del Noroeste. Macdonald se basaba en modelos como la Indian’s Bengala Mounted Police y el Royal Irish Constabulary. El Parlamento aceptó la propuesta y así nació la North West Mounted Police. A sus agentes se los conocería muy pronto como los mounties. En España, los lectores la identificarían como Policía Montada de Canadá gracias a la literatura y al cine.
En tres años, aquella tropa de escasos miembros acabó con el comercio ilegal de whisky y pacificó la frontera. Y a partir de ahí, comenzó a imponer la ley y el orden en el interior del noroeste. En 1895, el superintendente Charles Constantine instaló el primer puesto de los mounties en Fortymile, acabando con las asambleas de mineros como representantes de la ley, y luego se trasladó a Dawson en el inicio del Gold Rush. Cuando fue relevado por Sam Steele en 1898, los mineros le regalaron un reloj de oro, que fue toda la cantidad del rico metal que Constantine se llevó del Yukon.
La Policía Montada construyó su leyenda con numerosas historias de heroísmo y sufrimiento. Pero la más extraña de todas sucedió en 1910, en el norte de la provincia de Alberta. Dos tramperos llamados Coleman y Trotter discutieron un día de invierno de aquel año después de varios meses de cazar juntos. El mismo día de la discusión, Trotter salió de la cabaña que compartían para intentar abrir una vía de agua en una pared ayudándose de un escoplo y un martillo. Al parecer, Coleman padecía lo que se llamaba en el Norte «fiebre de la cabaña», una especie de demencia producida por la soledad. Y en un ataque de locura, tomó el rifle que colgaba de la pared, dispuesto a salir tras su compañero para matarle. Trotter le vio preparar el arma y, antes de que el otro pudiera cargarla, regresó a toda prisa hasta la puerta y le golpeó con el martillo en la cabeza. El martillazo hizo que Coleman cayera sobre el fuego del hogar y que parte de su cuerpo comenzara a quemarse.
Aterrado, Trotter corrió en busca de ayuda a un almacén que se encontraba a veinticinco kilómetros de distancia y que regentaba un tal Tremblay. Cuando los dos hombres regresaron, Coleman había muerto. Tremblay dejó a Trotter a cargo del cadáver y se dirigió al río Peace, en donde había un destacamento de la Policía Montada, a unos doscientos cincuenta kilómetros de distancia.
Unos días después, Tremblay regresó acompañado de un oficial de los mounties llamado Anderson, que procedió a detener a Trotter, quien no opuso resistencia alguna. A partir de ese instante, Anderson debía llevar al acusado y al cadáver, necesario para dejar constancia del crimen, hasta el lugar más próximo en donde podría ser juzgado, en este caso hasta una población llamada Kamloops, a casi mil kilómetros de distancia.
Pero el transporte del cadáver ofrecía problemas: el cuerpo estaba casi quemado por el fuego del hogar en donde cayó al recibir el golpe y, tras ello, se había congelado por completo. La cuestión se presentaba difícil, pues Anderson tenía que llevar en un trineo con perros a Trotter, el cuerpo del muerto, su equipo y las vituallas, lo cual suponía una carga excesiva. De modo que el mounty optó por hacer lo que le pareció más práctico: ya que la cabeza era la evidencia más clara de la muerte de Coleman, sencillamente la cortó y la metió en un saco.
Con Trotter esposado, la cabeza en el saco y varios perros hambrientos, Anderson emprendió el viaje hacia Kamloops. Por las noches, al acampar, tenía que colgar la bolsa de un árbol pues los canes trataban de comérsela. Una de las noches, Anderson la colocó demasiado baja, los perros lograron capturarla y sólo la rapidez de Trotter en avisar a Anderson, que dormía profundamente, evitó que los canes devorasen la evidencia del asesinato.
Arreciaron las tormentas de nieve, los lobos atacaron a los dos viajeros y Anderson hubo de soltar las esposas de Trotter para que el prisionero le ayudara a combatir los embates de las fieras. Una noche de frío extremo en que Anderson, agotado, ya no quería seguir el viaje, sino quedarse a dormir en un campamento, Trotter le obligó a levantarse, a moverse, a correr alrededor de la hoguera y a proseguir. En definitiva, le salvó la vida.
Cuando llegaron a Kamloops, sentados ya ante un juez en un tribunal, el agente mostró la cabeza como evidencia de la muerte, pero alegó que no creía que fuese un asesinato, sino un homicidio en defensa propia. Preguntó a renglón seguido al magistrado:
—Señoría, ¿cuál cree que fue la causa de la muerte?
—¡Decapitación, por supuesto! —respondió el juez.
Anderson explicó lo sucedido y Trotter fue absuelto, considerando su caso como un acto de legítima defensa. Cuando la sesión se cerró, Trotter y Anderson regresaron juntos en trineo a la región en donde residían, el uno como trampero y el otro como mounty.
La historia inspiró una película, Norte salvaje, en la que Stewart Granger interpreta el papel de Trotter y Wendell Corey el de Anderson. Por supuesto que, como es frecuente en Hollywood, el argumento del filme se parece bastante poco a lo que sucedió en la realidad. Pero la película no deja de ser por ello muy hermosa.
Cuando Sam Steele llegó a Dawson en septiembre de 1898, el elevado costo de la vida en la ciudad había llevado a la bancarrota a la administración local y todo el dinero de que disponía se había gastado en los meses anteriores. Los servicios públicos no funcionaban, e incluso el hospital estaba colapsado. Pero el nuevo superintendente no se amilanaba ante nada. Subió el montante de las multas municipales y estableció impuestos para los salones de juego, los bares y la venta de licores. Cuando entró noviembre, había recolectado noventa mil dólares y la administración funcionaba de nuevo.
Su energía y determinación para hacer cumplir estrictamente la ley casi convirtió la ciudad en un estado policial del que él era la cabeza, bordeando en ocasiones los límites de la propia ley. Pero consiguió lo que parecía increíble: en los doce meses que siguieron a su llegada a Dawson, no se produjo un solo asesinato ni crimen ni un robo de envergadura. Y eso que la ciudad, habitada ya por treinta mil almas, estaba llena de ladrones, jugadores, prostitutas, proxenetas, ex convictos, pistoleros, buscavidas, estafadores y mineros hambrientos de sexo y alcohol. Dawson era tan segura que mucha gente dejaba por las noches la puerta de su vivienda sin el cerrojo echado.
Steele permitía los saloons, las casas de juego y el ejercicio de la prostitución. Pero castigaba el juego sucio, no permitía a los borrachos armar escándalo en las tabernas ni en las vías públicas, y exigía a las rameras, a las que sólo les estaba permitido exhibirse en la calle a partir de las cuatro de la tarde, mantener una actitud exenta de obscenidad. Steele, en cierta ocasión, dijo a propósito de las prostitutas: «A los ojos de la mayoría de la gente de la ciudad, estas jóvenes son un mal necesario. A pesar de que sus actividades son ilegales, no alteran el orden y ni siquiera beben. De hecho, son mucho menos perjudiciales que las artistas de variedades». Steele estableció dos «zonas calientes» en la ciudad, en donde se concentraban las prostitutas: una estaba en la Avenida Cuarta, entre las calles Queen y King, y la otra en la calle Dugas, en un extremo de la ciudad, cerca de la desembocadura de las aguas del Klondike en el Yukon.
El superintendente prohibió que los menores de edad entraran en los lugares de juego y alcohol y también el empleo de menores en los trabajos de los garitos. No interfirió en el tráfico de alcohol, pero castigó los escándalos que pudiera provocar su consumo. En 1898 entraron en la ciudad la friolera de seiscientos mil litros de alcohol.
Steele era muy religioso y determinó, entre otras cosas, que quedaba absolutamente prohibido trabajar los domingos. De modo que los locales de baile, juego y bebida se cerraban a las doce de la noche del sábado y no se abrían hasta la misma hora del día siguiente. La norma se aplicó con tal rigor que incluso varias personas fueron multadas por cortar leña en su casa los domingos.
El modo de vida en Dawson difería hondamente del que se llevaba en los poblados mineros estadounidenses, como Circle City o, antes de eso, Juneau. La razón estribaba en el distinto carácter de los dos países, nacidos de formas diferentes, casi antitéticas. Mientras Estados Unidos surgió como país a partir de una revolución y una guerra colonial contra Gran Bretaña, Canadá se fundó con un acuerdo entre la colonia y su metrópoli, Londres. Los norteamericanos crearon sus leyes desde la base, sobre todo en la frontera, en tanto que los canadienses prefirieron la ley impuesta desde arriba, como en Europa. De modo que, en los campos auríferos estadounidenses, los mineros constituían sus propios instrumentos legales desde abajo y sus asambleas impartían la justicia, incluso usando en ocasiones la Ley de Lynch. En los canadienses, por el contrario, la policía y los tribunales de justicia eran los encargados de aplicar la ley.
Sam Steele, al finalizar el Gold Rush, fue encargado por su gobierno de formar un regimiento de caballería destinado a combatir en el frente africano durante la Primera Guerra Mundial, al lado de los ejércitos sudafricano y británico. Algunos de los oficiales que estuvieron con él en Chilkoot Pass y en Dawson le acompañaron al campo de batalla. A su regreso, recibió el título de Caballero del Imperio Británico y ascendió al empleo de general.
Cuando murió, en 1919, a los sesenta y nueve años, nadie en Canadá había disfrutado de una vida tan llena de acción y de aventura. Sirvió como voluntario para contener las incursiones que, en 1866, lanzaron desde New Cork sobre territorio canadiense los fenianos, un ejército que se decía defensor de la causa de la independencia irlandesa y que trataba de debilitar a Gran Bretaña atacando sus dominios. Combatió también en las dos rebeliones de los métis, los mestizos alzados en armas contra el gobierno federal (1870 y 1885). Ayudó a solventar los problemas que causaba la huida de Sitting Bull al territorio canadiense tras la matanza de Custer en Little Big Horn. Sirvió con la Real Policía Montada en el cumplimiento de los tratados indios y también en la vigilancia de la construcción del ferrocarril al Oeste. Fue encargado, como hemos visto, de controlar la «estampida» del Klondike, su último servicio policial antes de integrarse en el ejército, para combatir en el sur de África durante la segunda guerra anglo-bóer, y en los campos europeos en el curso de la Gran Guerra de 1914-1918.
En su pecho no cabían todas las medallas que ganó sirviendo a su país.
La epopeya de Dawson tuvo muchos nombres propios. Hasta allí fueron, en busca de fortuna y desde Inglaterra, un descendiente directo de Newton y un sobrino del novelista Rider Haggard, el autor de Las minas del rey Salomón. Y también el ex campeón de boxeo de los pesos pesados del Imperio británico, el australiano Frank Slavin, y Tex Rickard, que llegaría años después a ser el gerente del Madison Square Garden de Nueva York.
Slavin fue contratado en varias ocasiones para boxear en las salas de baile, en las que se improvisaba un ring, se cobraba la entrada y se premiaba con mil dólares al vencedor. El primer combate fue contra otro australiano llamado Perkins. Este recibió tal paliza durante los catorce asaltos que duró el combate, que murió dieciocho meses después a causa de las lesiones internas. En otra ocasión, un tipo pendenciero llamado Hoffman noqueó de un puñetazo a Slavin en un saloon cuando este estaba borracho. El australiano le retó y la pelea se celebró unos días después: no habían pasado diez segundos cuando un derechazo de Slavin dejó KO a su contrincante. Y en fin, otro combate famoso de la época enfrentó al boxeador con un campeón de lucha libre, un tal Frank Gotch. Slavin lo mantenía a distancia, propinándole buenos golpes, hasta que, en un descuido, Gotch lo cazó y lo arrojó fuera del ring. El árbitro decretó combate nulo.
Los corresponsales de prensa eran muy numerosos y muchos de ellos mujeres; entre otras, la famosa Flora Shaw, del londinense The Times. Joseph Juneau, descubridor del oro en la ciudad que lleva su nombre y que es hoy la capital de Alaska, tuvo un restaurante en Dawson, la ciudad en donde murió de viejo. También acabaron sus días en la ciudad gentes como el famoso pistolero Buckskin Frank Leslie, de Arizona; pero no en un tiroteo, sino desvaneciéndose como un fantasma en los bosques del Klondike una noche de lobos.
Uno de los tipos más singulares de aquella época, en la que un buscador podía hacerse rico de la noche a la mañana con un golpe de fortuna y, a partir de ahí, convertirse en un hombre imprevisible, tan ingenuo como audaz, fue un tal Swift Water Bill. Consiguió una concesión en el Birch Creek cuando sus únicas posesiones eran una tienda de campaña y las herramientas de prospección. La súbita avalancha de un glaciar se llevó una madrugada su tienda y todo cuanto poseía. Pero aquel accidente levantó el oro del lecho del arroyo y le convirtió de pronto en un hombre rico. De inmediato fue a comprarse ropas apropiadas para su fortuna y, según se decía, fue el primer hombre en Klondike que gastó cuello duro y corbata.
Poco después se prometió con una muchacha de Dawson. Sin embargo, la chica le dejó unos meses más tarde, enamorada de un jugador. Swift Bill no se arredró y cada atardecer acudía al restaurante en donde cenaba la pareja. Una de esas noches, oyó pedir a la chica un par de huevos fritos. El dueño del local informó a la muchacha de que cada huevo costaba un dólar y medio, un dinero que el jugador no estaba dispuesto a pagar. En ese momento, Swift Bill compró por seiscientos dólares todos los huevos que guardaba el restaurador —por cierto, los primeros cuarenta que habían llegado al valle del Yukon en 1898—, ordenó que los frieran, envió unos cuantos a la pareja y el resto los arrojó por la ventana a los perros que esperaban en la calle amarrados a los trineos. Al parecer, numerosos peatones pugnaron fuertemente con los canes para gozar de aquel inesperado manjar.
La muchacha volvió con Swift Bill y se casaron. Pero el hombre dilapidó su fortuna en el faro, el juego de naipes más popular de la época en Dawson, y ella de nuevo le abandonó. Con una mano delante y otra detrás, Swift Bill compró una nueva concesión. Y otra vez encontró oro y se hizo rico.
Swift Bill era un hombre de familia. Y se casó de nuevo… con una hermana de su primera mujer. El asunto, igual que la primera vez, no salió bien: la segunda esposa le dejó por otro. Entonces Swift Bill se casó con la tercera hermana.
Lleno de dinero, jugando al faro sin cesar y, al parecer, sin mala fortuna, vivió feliz los años siguientes. Sus dos primeras esposas estrenaron un show en un saloon bajo el título Still Water Willie (Todavía Water Bill), un número en el que se burlaban de su ex marido. Pero, como siempre, Swift Water Bill no se arredró: acudía cada noche a presenciar el espectáculo y era el que más aplaudía y reía entre todos los espectadores.
Y colorín colorado…
Pero quizás el personaje más fascinante de Dawson fuera Robert Service, «el vate del Yukon», como le llamaron años después. Nacido en Escocia en 1874, emigró a Vancouver con veintidós años y anduvo vagabundeando durante tres años por los territorios de la Columbia Británica, ocupándose en diversos empleos. En 1903 ingresó en el Banco Canadiense de Comercio de Victoria y fue destinado a Whitehorse. En 1907 publicó su primer libro de versos, Las canciones del sourdough, que contiene sus poemas más conocidos. Ese mismo año, el banco le trasladó a la oficina de Dawson City.
Tras dos años en la ciudad, dejó su empleo y viajó por Estados Unidos y Cuba. En 1911, en solitario, emprendió un viaje de más de tres mil kilómetros por los bosques y los ríos del oeste de Canadá hasta alcanzar de nuevo Dawson. Por entonces ya era un poeta muy celebrado en la región, pues su poesía recogía todo el espíritu de la epopeya del oro. No sólo ofrecía lecturas públicas de sus obras en los salones de Whitehorse y Dawson, sino que él mismo les ponía música y los interpretaba, ya que poseía una buena voz y sabía tocar varios instrumentos musicales. Las más celebradas de sus baladas fueron La cremación de Sam McGee, El hechizo del Yukon, Los hombres inadaptados y, por encima de todas, La muerte de Dan McGrew, un imaginario tiroteo en un saloon de Dawson, probablemente inspirado en el duelo que mantuvieron en Skagway el pistolero Soapy Smith y el ingeniero Frank Reid.
En los años siguientes, Service trabajó como corresponsal de guerra para el Toronto Star, en la guerra de los Balcanes de 1912 y en la Gran Guerra de 1914-1918. Más tarde, mientras residía en París, publicó algunas novelas de poca entidad y viajó por Rusia. Durante la Segunda Guerra Mundial, estuvo en Inglaterra y Estados Unidos, en donde trabajó en la radio y dando conferencias contra los nazis. Murió en Francia en 1958.
Service era un hombre modesto y consciente de su relativo valor como escritor. «En el nombre de Dios, no me llamen poeta —escribió—, pues nunca he sido culpable de tal cosa. No soy un poeta, soy un rimador».
La riqueza tampoco le interesó, pero amaba profundamente el Yukon y los inmensos territorios salvajes que lo rodean: «Era el oro lo que buscaba —escribió en su poema "El hechizo del Yukon"— y lo he encontrado. Pero lo que me emociona y llena mi espíritu de paz es esta gran tierra por donde vagar y los bosques en donde habita el silencio».
A comienzos del verano de 1999, llegaron a Dawson noticias sobre el hallazgo de oro, el otoño anterior, en Nome, al norte de Alaska, junto a las costas del mar de Bering. En apenas una semana, ocho mil personas abandonaron la ciudad y se dirigieron al nuevo Eldorado. No obstante, Dawson continuó siendo una ciudad viva, pues el oro se siguió sacando durante bastantes décadas después de la «estampida» y hoy en día aún se extrae, como hemos visto.
Berton calcula en su libro sobre el Gold Rush que unas cien mil personas emprendieron ruta hacia el Klondike cuando se hizo público el descubrimiento del oro. De ellas, entre treinta y cuarenta mil alcanzaron Dawson. La mitad, unas veinte mil, dedicaron sus esfuerzos a buscar oro, y tan sólo unos cuantos cientos encontraron suficiente para hacerse ricos. Pero la mayoría de ellos, entre otros el famoso «Sueco Afortunado», se arruinaron a los pocos años.
Jack London escribió en cierta ocasión: «La función del hombre en la Tierra es vivir, no existir». Esa vigorosa vitalidad de su alma rezuma, sobre todo, en los inolvidables relatos que escribió sobre el paisaje del Yukon en los días de la fiebre del oro.
Esa noche, mientras tomaba mi última cerveza en el Westminster, rodeado de amables hombres y mujeres en avanzado estado de ebriedad, reflexionaba sobre la «estampida» del Klondike, que supuso, no sólo la última gran epopeya de la historia de América del Norte tras la conquista del Oeste, sino el comienzo del fin de una manera de hacer literatura muy propiamente norteamericana. London fue el último escritor que, en la estela de Twain y de Melville, nos cautivó con su esfuerzo por construir una épica propia del Nuevo Continente. Pese a la tragedia que a menudo empapa las páginas de los tres grandes escritores, todos ellos, en mi opinión, transmiten un optimismo vital muy americano: la tersa voluntad de enfrentarse a la naturaleza adversa. Cuentos como «El fuego de la hoguera», «Ley de vida», «Las mil docenas», «El silencio blanco» y «Diablo» basados casi todos en historias reales que London escuchó contar en su cabaña del Henderson Creek, recogen ese espíritu, de la misma manera que se encuentra en la navegación de Ahab por los océanos en pos de la gran ballena blanca o en el viaje del negro Jim y Huck Finn por las aguas del Mississippi. No obstante, en detrimento de London, cabe decir que no alcanzó a crear un personaje literario de la grandeza y profundidad de los diabólicos seres de Melville y las criaturas de Twain.
Tras ellos, nuevos escritores americanos hubieron de buscar la aventura en el intento de reconstruir la epopeya, como es el caso de Hemingway. Fue un intento vano, que desde luego no quita valor a la figura de este último escritor. Pero un cierto pesimismo vital ya comenzaba a invadir el alma de la literatura de Norteamérica. Dos guerras mundiales acuchillaron su generosa ingenuidad y vitalismo, a los que acabó por apuntillar el conflicto de Vietnam.
Para seguir río abajo y entrar en Alaska, tan sólo había un trasbordador destinado a excursiones turísticas, el Yukon Queen II que cubría varias veces por semana en viaje de ida y vuelta, durante los meses de verano, el recorrido de 225 kilómetros entre Dawson y Eagle. Compré en la oficina portuaria, la tarde anterior a mi partida, un billete de ida por una cantidad de dinero desmesurada: 110 dólares canadienses, alrededor de 80 euros al cambio de esos días. Pero no me quedaba otra opción.
La mañana en que partía de Dawson amaneció calimosa. A las ocho, las calles de la ciudad aparecían desiertas, a pesar de que la luz del día llevaba ya varias horas encaramada sobre el cielo. En el embarcadero, el Yukon Queen II se mecía levemente sobre la mansa corriente del agua. Era un catamarán grande y moderno, con dos cubiertas, 30 metros de eslora y 9,6 de manga y con capacidad para 138 pasajeros, según informaba el folleto que me entregaron junto con el billete. La tripulación la componían nueve personas.
Una decena de pasajeros esperábamos la hora del embarque, programada para las ocho y treinta y cinco: cuatro jóvenes ciclistas; dos matrimonios de edad madura; un tipo solitario, barbudo, muy flaco, con pinta de apóstol, y yo. Un par de marineros baldeaban las cubiertas.
Diez minutos después de mi llegada al puerto, justo cuando dos tripulantes tendían la escala para el embarque de pasajeros, un autocar se acercó hasta el muelle y una riada de turistas americanos con aspecto de jubilados se arrojó sobre la pasarela en turbamulta. Me pregunté si serían los mismos que me fotografiaban cuando salí empapado de los rápidos del Five Fingers.
Zarpamos a la hora programada y eché la última ojeada a Dawson desde la borda de babor. La ciudad dormía bajo la calima de la mañana. Y sentí cierta melancolía de los días pasados en el río y en Dawson.
El barco navegaba a buena velocidad sobre el curso ancho, calmo y serpenteante del Yukon. De nuevo contemplaba el imponente paisaje del vigoroso río: los islotes sembrados de abetos y arces, las colinas boscosas, a veces pétreas cuando atravesábamos junto a los farallones de basalto, y los lejanos picos por donde descendía la lengua albina de los glaciares. De los bosques se alzaban ocasionalmente las columnas de humo de algunos de los numerosos incendios que arrasan la región cada verano, casi todos ellos por causas naturales. En la ribera derecha, un alce hembra se bañaba junto con su cría: alzó la cabeza cuando pasamos a su altura, sin asustarse. Cuatro o cinco kilómetros más adelante, un lobo de pelaje oscuro huyó de la orilla y se internó el bosque. Ninguna otra embarcación navegaba aquel tramo del río y no había asomo de vida humana en los alrededores. Distinguíamos alguna que otra cabaña abandonada en las cercanías del agua, reliquias de los días de la fiebre del oro. Y en una ocasión, junto a una playa, contemplamos cómo una noria india de metal para la pesca del salmón, pintada de vibrante color rojo, giraba la rueda con fatiga. No se veía a nadie en las proximidades.
En la cubierta de pasajeros, los grupos de turistas yanquis parloteaban sin descanso. Todos, como por turnos, gastaban bromas y los demás reían. Me pregunté de nuevo por qué los norteamericanos, cuando viajan en grupo, dedican la mayor parte del tiempo a decir cosas ingeniosas que hagan reír a los otros. El acento cerrado de la mayoría me impedía comprender bien las bromas, pero aquellas de las que alcancé a intuir el significado no me produjeron siquiera una sonrisa.
—Si te encuentras con ardillas por aquí —le entendí a uno—, es mejor no tratar de hablar con ellas, porque no son de dibujos animados y no pueden contestarte.
Los otros rieron.
—Y si es un oso —añadió otro—, no creas que es Yogui.
Los otros rieron.
A las diez y media, el capitán nos avisó por megafonía de que nos acercábamos a la desembocadura del río Fortymile y, a renglón seguido, dio algunos datos sobre la historia del primer poblado minero del Yukon. Como yo la conocía bien, no presté mucha atención a lo que decía, pero tomé unos prismáticos de los que la tripulación nos ofrecía en la cubierta de pasajeros y traté de divisar desde babor las ruinas de la ciudad abandonada. Las altas coníferas cubrían las orillas del Fortymile y no conseguí ver nada.
Después pasamos junto a un paisaje desolador en la orilla derecha: los esqueletos de los altos árboles quemados por un incendio reciente. Al pie de sus ennegrecidas osamentas, brillaba el delicado morado de los racimos de las flores fireweed, las primeras que brotan tras los incendios. Poco más adelante, en la ribera izquierda, las banderas de Canadá y Estados Unidos marcaban el punto fronterizo. Entrábamos en Alaska.
A las doce y cuarto, el Yukon Queen II atracaba en el pequeño muelle de Eagle. Un policía subió a bordo a efectuar el control de pasaportes. A los turistas los esperaba un autocar para dar un paseo por los alrededores y, después, devolverlos de nuevo al barco para retornar a Dawson. Los chicos de las bicis se largaron de excursión hasta la hora de regreso. Yo era el único que se quedaba en Eagle y la compañía propietaria del Yukon Queen II había dispuesto una vieja camioneta para que me llevara al pueblo, situado a un par de kilómetros del embarcadero. Mientras descendíamos por la pasarela, oí decir a una mujer:
—Es raro regresar a Estados Unidos y no encontrar un mall en el puerto.
Y todos rieron.
De nuevo pisaba la salvaje Alaska, el abrumador estado que tiene tres veces el tamaño de España y más de dos veces el de Texas, y en cuya imponente geografía habitan tan sólo seiscientas mil personas. Si se tiene en cuenta que en Anchorage viven trescientas mil, en Fairbanks otras ochenta mil y en Juneau algo menos de cincuenta mil, los restantes ciento setenta mil pobladores tienen a su disposición millón y medio de kilómetros cuadrados. Alaska es uno de los pocos lugares del mundo en donde un ser humano puede vivir en soledad, en bosques todavía vírgenes o en la tundra inclemente, sin encontrar otro ser humano en casi cien kilómetros a la redonda.
Es un territorio colosal, que concentra las veinte montañas más altas de Estados Unidos, entre ellas el monte McKinley, el techo de Norteamérica, con 6194 metros sobre el nivel del mar. Las faldas de sus cordilleras las lamen más de trescientos glaciares y hay casi cinco lagos o lagunas por cada habitante del estado. Cien mil osos viven en sus bosques lluviosos o en las heladas superficies de las regiones árticas, mientras que las manadas de lobos suman varias decenas de miles de individuos.
Alaska disfruta, cada año, de 87 días de luz ininterrumpida en tanto que padece 67 de oscuridad absoluta.
Eagle es una solitaria población encogida entre los árboles y crecida en la orilla izquierda de una gran curva del Yukon. La región fue habitada durante siglos por los indios athabaska, que en la actualidad mantienen un poblado separado de la ciudad de los blancos, cuatro o cinco kilómetros río arriba.
Eagle se tiende en unas pocas calles desprovistas de asfalto. Aparte de las casas de los vecinos, diseminadas en el bosque, cuenta con dos iglesias, una oficina de correos, una biblioteca pública con servicio gratuito de internet, un pequeño e interesante museo de la historia de la ciudad, dos moteles, un café y una sola tienda en donde venden casi todo lo necesario para una pequeña comunidad. Cuando llega el barco de los turistas de Dawson, en una plazuela, frente a la iglesia metodista, se abre un mercadillo con horrorosas artesanías supuestamente indias y esquimales. No muy lejos hay un Memorial Park con una placa en donde se recuerda la llegada a la ciudad de Roald Amundsen en diciembre de 1906. Porque Eagle fue el primer lugar habitado que alcanzó el explorador noruego, descendiendo desde el mar Ártico por el congelado Yukon en un trineo tirado por perros, tras cruzar el Paso del Noroeste entre los mares de Baffin y Beaufort, algo que los hombres habían intentado conseguir durante más de trescientos cincuenta años. Desde la oficina del telégrafo de Eagle, Amundsen envió el famoso telegrama en el que comunicó al mundo la noticia de una de las grandes hazañas de la historia de la exploración. Amundsen pasó dos meses en la localidad, en una pequeña cabaña situada en la que hoy se llama Amundsen Street. Allí espero el fin del invierno para regresar al Ártico y completar su viaje hasta Barrow.
El número de habitantes de la ciudad era, cuando la visité, de 159 personas.
El tipo que me llevaba en el pick-up, un mestizo muy poco comunicativo, me dio a elegir entre los dos moteles de la ciudad y me informó de que las habitaciones costaban lo mismo, sesenta dólares por noche. Elegí el Riverside en lugar del Falcon Inn, simplemente porque se alzaba al lado del río, junto a un talud que caía a pico sobre un embarcadero en el que se mecían dos pequeñas embarcaciones con redes para la pesca del salmón.
Tenía sed.
—¿Dónde puedo tomar una cerveza? —le pregunté al mestizo antes de descender del coche.
—No podrá en ninguna parte, Eagle es una dry town, el alcohol está prohibido.
Al oírle, sentí que me encontraba en el pueblo de Caperucita Roja. ¡Un pueblo «seco», sin cerveza siquiera, en medio de los bosques más tupidos del mundo y rodeado de lobos!
El Riverside era en realidad un complejo formado por tres edificios que acogían un café, una grocery, es decir, tienda de ultramarinos y alimentación, y el propio motel. De la recepción se ocupaba la dueña del complejo, que a su vez atendía a la clientela del colmado. Era una mujer vivaracha, regordeta, rubia y seria, aunque no antipática. Creí escuchar a alguien que se llamaba Gladys.
—Tiene la habitación número cuatro, you know? —dijo anotando con un bolígrafo en un viejo cuaderno mi nombre y el número de mi pasaporte.
Me quedé un instante de pie mientras ella atendía a un cliente.
—¿Y las llaves? —pregunté cuando concluyó con el otro.
—No hay llaves. En Eagle nadie roba a nadie y las puertas no tienen pestillos, you know?.
—¿Cómo puedo llegar a Circle City?
—No es fácil. No hay barcos ni van coches a menudo por la pista. Pero puede alquilar una canoa y descender remando, you know? Es un viaje de ocho o diez días. Aquí puede comprar los alimentos y también un rifle, por si tiene dificultades con los osos Disponemos de algunas buenas armas en oferta, you know?.
Dudé unos instantes. Era hermoso pensar en un viaje así, pero no me sentía capaz de hacerlo solo.
—¿Y cómo se puede ir a Fairbanks?
—En la avioneta del correo…, si hay plaza.
—¿Y cómo sé si hay plaza?
—Yo les llamaré. Luego le digo.
Tomé mi morral y me dirigí hacia el edificio del motel, un caserón de una decena de habitaciones alzado en una planta sobre recias columnas de madera, al modo de los palafitos. Las frecuentes riadas de la época del deshielo aconsejan esta forma de construcción en las edificaciones próximas al cauce del Yukon.
La habitación era muy amplia, con dos camas, buena calefacción, ducha y una cafetera con sobres de azúcar, leche y café instantáneo. El amplio ventanal daba a la terraza sobre el río.
Acomodé mis cosas en el cuarto, salí al exterior y me acodé en la baranda, mirando al río. La curva del Yukon se abría con suavidad y, a mi izquierda, se dirigía hacia un farallón rocoso. Delante había una gran isla boscosa, y en el horizonte del otro lado del cauce, altas montañas azules con nieve en sus sienes. Las golondrinas volaban raudas sobre la superficie del río, el aire era tibio y la sensación que transmitía el paisaje era de serenidad.
Bajé al café a tomar una hamburguesa. En una mesa había un hombre de aire adusto y revólver al cinto y, al lado, un mes tizo con una canana en la cintura repleta de balas de rifle. Una camarera delgada, de pelo color pajizo y de una edad próxima a los cincuenta años, se acercó a atenderme. Hablaba un inglés de duro acento y supuse que no era americana. Y en efecto, cuando le pregunté su origen me dijo que era de Munich. Se llamaba Elisabeth y llevaba treinta y cinco años en Eagle.
Después, al traerme la comida, se sentó conmigo unos minutos.
—Me gusta mucho este lugar porque me gusta mucho la naturaleza —dijo—. Y aquí la naturaleza es muy salvaje. Incluso lo son los hombres, que matan a los lobos desde las avionetas, con el pretexto de que así protegen a las poblaciones de caribús, ciervos y alces. Pero es mentira. A los caribús, los alces y los ciervos quienes más los matan son los hombres. El estado de Alaska firmó la convención de protección del lobo, pero luego no hacen caso.
—He leído en alguna parte que cada año se establece un cupo de muertes para la caza de lobos en Alaska —señalé.
—¿Y cuántos pueden matarse según eso? —preguntó Elisabeth.
—No estoy seguro, creo que unos quinientos al año.
—Aquí se asesinan muchos más desde las avionetas.
Antes de irme a dar un paseo por el pueblo, me asomé a la grocery. Gladys me informó de que había llamado a la oficina de correos.
—El piloto está avisado y parece que tiene libre la plaza. Si el tiempo es bueno, podrá volar, you know? Vendrán a buscarle aquí a eso de las ocho de la mañana. ¿Va a ir? Tiene que decirlo ahora de forma definitiva.
—Creo que sí. ¿Cuánto cuesta el viaje?
—No lo sé. Pagará en Fairbanks, en las oficinas de la compañía encargada de las avionetas del correo, la Everest Air Alaska, you know?.
Subí la cuesta que llevaba al pueblo y miré mi correo de internet en la biblioteca, donde me atendió una amable y delicada anciana. Dos niños jugaban en los dos ordenadores vecinos a matar marcianos.
—¿Qué hacen aquí los jóvenes para entretenerse? —pregunté a la mujer.
—Ya lo ve: los niños juegan a batallas. Los que ya han crecido, van a la playa a charlar. De ahí, de la playa, salen todos los matrimonios de Eagle. Los hombres cazan, talan árboles o pescan. Y las mujeres nos ocupamos de la casa y de los niños.
Al salir, un indio preparaba el ahumado de salmones dentro de una caseta protegida por una mosquitera. Los fileteaba y los tendía de una cuerda, sujetos por un trozo de alambre, procurando que no los alcanzaran los rayos del sol. Una pequeña estufa arrojaba humo hacia las tiras de pescado rosáceo desde el suelo.
—Son King Salmon, you know? —dijo el hombre—. Han empezado a entrar río arriba hace unos días y ya hemos capturado más de cien.
—¿Cómo los pesca?
—Con red.
—Pensé que estaba prohibido.
—No para los indios, you know?.
Caminé hacia una loma en donde se alzaba una pequeña iglesia de madera pintada de hiriente amarillo. Y me senté bajo un abedul a contemplar el paisaje. Hacia el sudeste, en dirección a Dawson, las montañas se tornaban blancas a causa de la luz, como si encanecieran. Hacia el norte, el río mostraba un trazado limpio y azul.
Después me dirigí al museo, un bonito edificio de una planta situado en el centro mismo del pueblo. En un panel se narraba la breve historia de Eagle, fundada en 1898. Al principio, la ciudad se tendió a la orilla del río, pero una riada la arrasó por completo y sus habitantes la trasladaron más arriba, creando un dique de contención de unos cinco metros de altura, construido con pilastras de acero. En su mejor momento, a finales del siglo XIX, la localidad llegó a contar con mil setecientos habitantes, cuando corrieron noticias de que se habían encontrado yacimientos auríferos en sus alrededores, información que a la postre resultó ser falsa.
El museo estaba dedicado en su mayoría a la gesta de Amundsen y exhibía, entre otras cosas, un gran mapa del Paso del Noroeste a través del océano Ártico, marcando la ruta seguida por el explorador noruego durante los treinta meses que le llevó realizar su viaje.
También se contaba la historia de un tal Ervin A. Robertson, apodado «Nimrod», un escocés descendiente de Duncan y Malcolm, los reyes de la tragedia Macbeth, que nació en 1856 y vivió en Eagle entre 1912 y 1940. Fue abogado, magistrado y jefe de policía de la ciudad, y trató de encontrar oro para dedicar el dinero a la investigación y construcción de sus inventos, uno de los cuales consistía en dentaduras fabricadas con dientes de ballena para aquellos que, como él, habían perdido los dientes a causa del escorbuto. En el invierno de 1940, cuando tenía ochenta y cuatro años, se fue solo a explorar la zona del Seventymile. Una noche de frío terrible, agotadas sus reservas de fósforos, trató de hacer fuego disparando a la leña con su rifle. No lo logró y murió congelado.
Hubiera sido un gran personaje en un cuento de Jack London, quien, por cierto, pasó por Eagle a mediados de junio de 1898, navegando el Yukon desde Dawson City y rumbo al puerto de Saint Michael.
London narró la aventura de su viaje de regreso justo un año más tarde, en junio de 1899, a través de un relato que publicó en el periódico Buffalo Express, uno de sus primeros escritos en ver la luz, sobre las notas tomadas en el regreso, las primeras que había escrito desde que llegó al Yukon. La frágil embarcaron en que viajaba, junto con sus compañeros Charly Taylor y John Thorson, también estadounidenses, era de fabricación casera y hacía aguas. Pero Jack se consolaba escribiendo que, a pesar de ello, «se encontraba en armonía con la naturaleza salvaje que atravesábamos». En la proa de la nave estaba la leñera y, en medio, la cabina-dormitorio, hecha con ramas de árboles y mantas Detrás, el banco para el remero. Y entre el banco y el asiento de popa destinado al timonel, una pequeña cocina. «Era una verdadera casa —añade el escritor— y teníamos poca necesidad de descender a tierra, salvo porque sintiésemos curiosidad o porque precisásemos de reservas de leña». Los tres hombres habían jurado convertir la travesía en «un viaje de placer», después de los duros trabajos en que tuvieron que empeñarse los meses anteriores, dragando inútilmente en busca de oro en sus pobres concesiones o cargando pesos enormes sobre sus espaldas en largos viajes. «Ahora —sigue London—, cazábamos, jugábamos a las cartas, fumábamos, comíamos y dormíamos, recorriendo sin esfuerzo seis millas a la hora, sin detenernos, lo que suponía 144 millas diarias».
En su diario del viaje, London hace una breve referencia nada elogiosa a Eagle, en donde se detuvieron brevemente. Calificó de «extorsionadores» a los agentes de la aduana y de «maleantes» a los habitantes de la ciudad. Los primeros les cobraron dinero por entrar de nuevo en «la tierra del Tío Sam», como califica London a su país en el artículo, y los segundos «trataron vanamente de vendernos concesiones auríferas exentas de valor».
A las siete cerraban el café y la ciudad de Eagle se acostaba, a pesar de que el sol seguía brillando con indolencia en los altos del cielo. De modo que me tomé un sándwich y un refresco antes de meterme en mi habitación para leer un rato en la cama.
Me levanté temprano la mañana siguiente y, al asomarme a la terraza después de darme una ducha muy caliente, vi un oso negro en el río, a poca distancia de la orilla de la isla. Estaba a unos trescientos metros del motel y me entretuve en contemplarlo un rato. Husmeaba en el lecho del río, supongo que buscando salmones, y al rato salió del agua y se internó en el bosque, para volver a salir de nuevo un poco más abajo y continuar en busca de pesca. Más tarde se alejó nadando río abajo y, al fin, asomó al pie de una pendiente rocosa y ascendió hacia la altura, convertido en un móvil punto negro.
Bajé a la grocery. Estaba cerrada. Decidí esperar desayunando en el café. El tipo de la pistola desayunaba en la misma mesa que ocupaba el día anterior. Así que me senté junto a la mesa más alejada de él, por si acaso se había levantado de malhumor y le daba por pegar tiros a los extranjeros. Le pedí la carta a Elisabeth y ella se encogió de hombros:
—Tiene dos opciones: o café con huevos y beicon, o huevos y beicon con café.
—Póngame la que quiera.
Mientras tomaba el desayuno, apareció el hombre de la canana con balas de rifle y se sentó próximo al del revólver. Pero no se saludaron. Elisabeth le sirvió café sin preguntarle.
Regresé a la grocery. Continuaba cerrada. Al poco vi a Elisabeth en la puerta del café. Había salido a fumar un cigarrillo. Me acerqué a charlar con ella y le pregunté por los dos tipos armados.
—Mucha gente lleva armas por aquí. Dicen que es para defenderse. Y yo pregunto: ¿defenderse de qué? Aquí no hay nada ni nadie que pueda hacerles daño. ¿Acaso los animales? Los osos no atacan casi nunca y los lobos se mantienen a distancia, porque la gente los mata. Yo creo que los americanos se sienten inseguros sin armas, como si les faltase algo del cuerpo. Dicen que las armas forman parte de la libertad. ¡Qué locura! Los americanos siempre están en guerra. ¿Vio ayer al policía que se ocupa de la aduana? Tiene un hijo en Irak y lleva siempre su foto en la cartera. No cesa de enseñarla. Dice que está orgulloso de que su hijo ayude a escribir la historia de su país y que no le importaría si muriera por América. ¡Qué locura! Pero ¿qué historia está escribiendo América en Irak?
Después, la mujer siguió contándome que amaba Alaska.
—Si quieres, puedes estar sola sin ver a nadie durante semanas.
—¿Y eso le gusta?
Compuso un gesto de melancolía mientras aspiraba fuerte del cigarrillo.
—Es bueno irse alguna vez lo más lejos posible…
—¿Por qué se vino a Alaska?
Me miró con tristeza y sonrió levemente.
—¿Por qué cree que puede ser?
Vaciló un instante antes de añadir:
—Por amor… Pero ya no estoy con él. Y me he convertido en una desarraigada.
La grocery seguía cerrada y decidí quedarme en la puerta a esperar a Gladys. Al poco, un matrimonio de septuagenarios se acercó a mi lado. El hombre se mostró de inmediato muy abierto, como casi todo el mundo en Alaska. Era recio y reidor.
—No vivimos aquí, sino en Missouri, you know? Pero yo nací y me crié aquí. Tengo otros tres hermanos: uno vive en Arizona, otro en Seattle y el tercero en Washington, you know? Nacimos aquí porque mi padre dirigía en Eagle un almacén de la Compañía Comercial Americana. Imagine si era pequeña la ciudad que, en mi clase del colegio, sólo éramos siete alumnos. Yo conducía coches desde que tenía siete años y tuve una escopeta de avancarga para cazar desde los diez. Era una vida muy libre: osos, lobos, caribús, renos, salmones, truchas…, you know? De mis compañeros de clase, dos han muerto y los otros cinco intentamos reunimos aquí de vez en cuando. Respirar este aire me da vida, me trae el olor de la infancia y es un olor hermoso, you know?.
Un grupo de cinco indios llegó en un viejo pick-up y se sentaron en la baca a esperar la apertura de la tienda.
—Antes, en los años cuarenta, a los indios no los dejaban entrar en la ciudad, you know? —siguió el hombre señalándolos con un movimiento de barbilla—. Nosotros lo encontrábamos natural y ellos también. ¡Cómo ha cambiado el mundo! Vivían en su poblado, río arriba, como ahora. Y aunque ya pueden venir libremente, no lo hacen a menudo. Cuando yo era niño, en los inviernos, los iba a buscar con el camión de mi padre para llevarlos al aeropuerto a limpiar de nieve la pista.
Suspiró antes de concluir:
—Seguramente moriré en Missouri. Pero me gustaría que echasen mis cenizas aquí, you know?.
—Yes, I know.
A las diez en punto se oyó el rugido de un motor y, descendiendo la cuesta, con un casco rojo en la cabeza, apareció Gladys cabalgando un quad de enormes ruedas. La abordé mientras abría la puerta del comercio.
—¿Tengo plaza en el avión?
—Aquí hay que tener paciencia, you know? —respondió sonriendo.
—Pero ¿cree que saldré de Eagle?
—Hasta donde yo sé, creo que sí.
Y entró en la grocery seguida del matrimonio de Missouri y el grupo de indios.
Regresé al motel, saqué mi bolsa y una silla de mi cuarto a la tenaza y me senté a leer. Más o menos veinte minutos después, llegó a la explanada una vieja furgoneta de color rojo cubierta de polvo y un hombre se bajó de ella. Era un tipo alto y delgado, de unos setenta años, vestido con unos viejos vaqueros y un chaleco de la misma tela, tocado con un viejo gorro militar y con una pipa de cazoleta cilíndrica y blanca en la boca. Parecía un personaje sacado de una novela de William Faulkner. Desde abajo, al llegar, me hizo una seña. «Mister Martínez?», preguntó. «Yes, I am», respondí. Sin decir nada, subió los peldaños de la escalera, tomó mi bolsa, bajó la escalera y se dirigió hacia el coche. Yo le seguí sumiso.
El automóvil estaba tan sucio por dentro como por fuera y el suelo lo cubrían decenas de ejemplares de viejas revistas pisoteadas. Tras diez minutos de camino, llegamos a una pista de tierra roja alisada. Había tres helicópteros cerca de la torre de control y varios hombres con uniformes amarillos de bombero. Aparcamos junto a una furgoneta azul.
—Hay muchos incendios en verano, you know? —comentó mi chófer con laconismo—. El año pasado tuvimos que evacuar Eagle, el fuego llegó a las puertas.
Descendimos del coche y el hombre cargó con mi bolsa hasta un lado de la pista.
Eran las once menos cuarto cuando se escuchó el zumbido de un avión en el cielo. El chófer señaló hacia arriba:
—Ahí lo tiene.
La avioneta era un monohélice de fuselaje plateado que rebotaba hacia nuestros ojos los cegadores rayos del sol. Aterrizó con garbo y tres pasajeros y el piloto descendieron por la escalerilla lateral. Los primeros subieron de inmediato a la furgoneta azul, que se alejó hacia Eagle.
Mientras unos operarios del aeropuerto cargaban el aparato con las sacas del correo, el piloto me saludó con un apretón de manos y charló unos instantes con mi chófer.
—¿Ya vas mejor? —le preguntó el piloto.
—He tenido que hacer dos meses de reposo —contestó el hombre—, pero ya estoy bien.
—Mucho tiempo dos meses.
—Es la edad, you know?.
El piloto era un hombre de unos cuarenta años, fornido, de rostro colorado y cabello rojizo. Se llamaba Wayne y le faltaba un dedo de la mano derecha.
Los operarios acabaron de cargar el correo.
—¿Nos vamos? —me invitó Wayne.
—¿No hay más pasajeros?
—Va usted solo: si no le importa, como copiloto —dijo sonriendo.
—Eso me hace feliz, you know? —respondí.
Me miró con gesto burlón:
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Eagle?
Wayne, al poco de despegar, extrajo una bolsita de plástico de un maletín y la colocó sobre el cuadro de mandos. Contenía varios pedazos de sandía cortados en dados. Fuimos comiéndolos mientras me informaba a través de los auriculares de la climatología de la jornada. De cuando en cuando se desprendía del guante de la mano derecha y se hurgaba con el dedo, esmeradamente, en el interior de sus narices. Tenía también la manía de quitarse con frecuencia las gafas de sol para limpiarlas con un pañuelo, frotando los cristales con vehemencia. La verdad es que brillaban como gemas.
Volábamos a poca altura, próximos a las colinas más elevadas. Abajo, el humo de los incendios cubría de grisura la tierra. Era tan denso que no alcanzábamos a distinguir siquiera las llamas. Pero pronto los bosques se alejaron y, con ellos, los fuegos, y el viento fue apartando las humaredas de nuestra visión.
Era colosal distinguir a nuestra altura aquellas montañas pardas que en ocasiones se tornaban verdes y que crecían súbitamente ante nosotros mientras Wayne las esquivaba con un golpe de timón. Tenía a veces la impresión de que podría tocar sus cumbres si sacaba mi brazo por la ventanilla de la avioneta. No había bajo nosotros ningún rastro de civilización, de vida humana, o sencillamente de vida, en aquel poderoso norte. Sólo barrancas, ríos nerviosos y teñidos de un color celeste, y playas blancas en las curvas de los cauces. Y montañas, montañas, montañas por todas partes. Nubes rizadas y blancas, como vellocinos, ascendían desde la tierra adoptando formas voluptuosas, corrían a nuestro lado como un regimiento de extrañas cabalgaduras y, de cuando en cuando, proyectaban sombras negras sote el suelo. En algunas cimas brillaban pequeñas lagunas. Sentí que era un privilegio volar sobre Alaska, como lo había sentido años atrás haciéndolo sobre el Amazonas o sobre el parque tanzano del Serengeti.
Aquel parecía el mundo tal y como lo fue antes del hombre. Me pregunté si seguirá siendo así cuando nos vayamos para siempre de la Tierra o si, antes de eso, tendremos tiempo suficiente para destruirlo irremediablemente.
El Yukon asomó a mi derecha: salvaje, soberano de la tundra y de los bosques, igual a una cicatriz metálica que rompiera el poder de la piedra y humillase la majestuosidad de las cordilleras.
Mi alma se sentía plena de aventura, mientras que, a mi lado, Wayne comía pedazos de sandía, limpiaba con furor las gafas de sol y continuaba su incansable búsqueda de pelotillas en el interior de sus fosas nasales. Pensé que lo que para mí significaba aventura, para él no era más que hábito. Quizás a él le gustaría aventurarse en una galería del madrileño Museo del Prado, en tanto que yo envidiaría siempre la familiaridad de su salto a la cabina de mando de la avioneta del correo entre Eagle y Fairbanks.
Había decidido ir directamente a Nome, en el estrecho de Bering, la última frontera de la fiebre del oro. Y me gustaba la sensación de sentir que no sabía lo que iba a hacer en las próximas horas. ¿Habría conexión aérea? ¿Me quedaría un par de días en Fairbanks?
A las doce menos cuarto comenzamos a divisar algunas casas entre los bosques; luego, algunas pistas de tierra roja entre los árboles; después, el río Tanata, uno de los grandes tributarios del Yukon, serpenteando a nuestra izquierda. Y al fin, la ciudad apretada entre las montañas.
—Fine flight! —clamó airosa la voz de Wayne en mis auriculares.
Eran las doce y diez cuando tomamos tierra.