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¡Oro, oro, oro!

La tarde de mi cumpleaños, la primera en Dawson City, la celebramos en un local que conocía Jaime de su viaje del año anterior, el Westminster Parlour, una taberna que se abre en los bajos de un hotel de tres plantas, construido con fachada de listones de madera y pintado en tonos pálidos. La verdad es que recordaba muy poco al Westminster londinense, el gran palacio que alberga al Parlamento británico. Antes bien, el parlour era un lugar con aire de frontera, desastrado, con fuerte olor a alcohol, a tabaco y marihuana, y una fiel clientela de borrachos felices e inofensivos. Esa tarde había un par de indios jóvenes en una mesa con unas chicas rubias, un indio viejo y un blanco de pelo largo y canoso sentado en una silla de ruedas. Me acerqué a hablar con ellos. El impedido era estadounidense, emigrado a Canadá en los años sesenta del siglo pasado, que había perdido una pierna en la guerra de Vietnam. Estaba pertinentemente ebrio, pero me contó que hubo más de cincuenta mil jóvenes estadounidenses que huyeron de su país para eludir su participación en el conflicto.

—¿Ha visto Apocalipse Now? —me preguntó.

Afirmé con la cabeza.

—Pues eso no es nada al lado de lo que pasó. Vietnam fue terrible. No hay ninguna película capaz de contarlo.

De las paredes del local colgaban espantosos cuadros y algunos adornos. Entre ellos, ¡la cabeza disecada de un toro bravo español! Sobre la testuz, le habían colocado un sombrero vaquero y del cuerno derecho colgaba un casco de soldado británico de la Primera Guerra Mundial. Me acerqué. Una placa, bajo la cabeza, informaba en español: «Toro Gitano, de la ganadería de don José Pérez. Lidiado en la plaza de toros de Yecla el 26 de septiembre de 1896, tomó cuatro varas y mató caballos y lo mató Antonio Fuentes de una buena estocada». Debajo, enmarcada en madera y protegida por un cristal, una fotografía mostraba al torero Antonio Fuentes sentado en una silla y vistiendo un traje de luces, con una montera negra de imponentes borlas en los extremos, como las de antaño.

Unos meses más tarde, ya en Madrid, busqué en las enciclopedias taurinas y supe que Antonio Fuentes fue un torero afamado, buen lidiador, que acabó por cortarse la coleta y retirarse para siempre de los ruedos el 5 de abril de 1908 en la plaza madrileña de Las Ventas.

La camarera no tenía idea de cómo había llegado hasta allí aquel trofeo de tanta raigambre ibérica.

—Ha estado en el Westminster desde que empecé a trabajar —me dijo encogiéndose de hombros.

Una de las chicas rubias de la mesa de los borrachos señaló:

—La trajo en un trineo un torero que vino a buscar oro al Klondike, creo que era ese de la fotografía. Si vino vestido igual que en la foto, seguro que se congeló.

Los otros rieron su ocurrencia con ruidosas carcajadas. Pensé que tal vez algún español había cargado con ella desde el Chilkoot Pass o desde el puerto de Saint Michael, para adornar una tasca que pudo existir en la ciudad durante los días del Gold Rush. ¿Se tomarían calderos de arroz, al estilo yeclano, en Dawson City?

Tal vez, porque en aquella ciudad, durante la fiebre del oro, todo era posible, ya que los nuevos ricos del Nuevo Mundo querían emular a las gentes más adineradas del Viejo Mundo. Dawson fue bautizada enseguida como «el París del Norte», el mismo apelativo que se había dado en 1894 a Circle City.

Curioso este empeño de tantas ciudades en compararse con la entonces fascinante capital francesa. También Manaos, junto al río Amazonas, en los días en que se produjo el boom del caucho, a comienzos del siglo XX, fue pronto señalada como «el París tropical».

¿Las razones? Por aquellos días, tanto en Circle, como en Dawson y en Manaos, el lujo, el dinero, el derroche y todos los pecados capitales se identificaban como rasgos parisinos.

Porque París ha sido siempre algo así como la puta cara del mundo.

En el verano de 1896, el lugar que ocupa Dawson era una gran llanura cenagosa, enclavada en la confluencia del Klondike y el Yukon, adonde acudían a pastar las manadas de alces. En el verano de 1898, en ese mismo sitio se alzaba una ciudad que contaba con casi treinta mil habitantes y unos muelles a los que no cesaban de llegar vapores y todo tipo de embarcaciones con gentes contagiadas por la fiebre del oro. Así pues, justo a los dos años de nacer, Dawson City se había convertido en la localidad más grande de la América septentrional al norte de Vancouver y al oeste de Winnipeg, y era al mismo tiempo la más rica de todo el Canadá.

Después de que George Carmack y sus parientes indios, el 17 de agosto de 1896, encontraran el primer gran yacimiento de oro en el Rabbit Creek, un pequeño arroyo tributario del Klondike, los mineros de los agotados auríferos de Fortymile de Circle y de la región del río Stewart comenzaron a dirigirse hacia el Klondike. Uno de ellos, Joseph Ladue, veterano del Yukon, fue de los primeros en alcanzar la región. Pero, al contrario que otros, percibiendo que la llegada de gentes ávidas oro sería multitudinaria y que necesitarían una población donde vivir, como había sucedido antes en Fortymile y en Circle, decidió hacerse con una concesión importante de terreno en aquella llanura pantanosa. Clavó sus estacas allí, en vez de hacerlo en el río, y regresó a Fortymile para registrar las concesiones.

De vuelta al Klondike, decidió dedicarse también a almacenar madera para las construcciones que se avecinaban. Hubo de pasar un invierno muy duro, pero en la primavera de 1897 ya se habían establecido en el lugar mil quinientas personas, la mayoría en tiendas levantadas en los terrenos de Ladue, que cobraba sumas importantes de dinero por ellos. También, algunas decenas de casas se alzaban en Main Street, la calle principal, sobre terrenos comprados o alquilados a Ladue y fabricadas con maderas de su aserradero. En pocos meses, el buen ojo de aquel hombre le había supuesto un beneficio de miles de dólares.

El mismo Ladue bautizó el lugar como Dawson City, en honor de un geólogo canadiense llamado George Dawson, quien, por encargo del gobierno, había recorrido en 1887 el Yukon, para establecer un mapa más preciso de su geografía que el cartografiado en 1883 por el oficial norteamericano Frederick Schwatka, el primer explorador del curso completo del Yukon.

Ya he dicho antes que, al finalizar el verano de 1898, la ciudad contaba con treinta mil habitantes. Muy pronto se abrieron teatros, cabarets, salas de juego y, desde luego, burdeles en abundancia. Casi todo se pagaba en polvo de oro y en cantidades desorbitadas, que subían sin cesar y caprichosamente. Si los mineros se hacían ricos, los comerciantes, a menudo, más todavía. También las prostitutas, en una población en la que, por cada mujer, había veinticinco hombres.

Debió de ser una ciudad fascinante. Pero el precio de aquella fantástica locura fue muy alto en otros aspectos: los nativos de la región quedaron convertidos en extraños en su propia tierra y su cultura fue prácticamente destruida; las regiones de caza fueron arrasadas; los ríos, cegados; las colinas, barrenadas; los bosques, talados y la tierra, despellejada en busca del codiciado oro. El destrozo sigue a la vista para cualquiera que viaje hoy por los alrededores de Dawson City.

El año más productivo de la explotación de oro en el Klondike fue 1900, cuando se extrajeron más de diez mil kilos, en tanto que en 1899 se habían conseguido unos siete mil y en 1898 alrededor de cinco mil. En 1901, la producción descendió a siete mil quinientos y, en 1902, a unos mil kilos menos.

La explotación de oro en el subsuelo de la región continuó luego con el empleo de más avanzados sistemas de extracción cuando se agotaron los yacimientos de superficie y las concesiones mineras individuales dejaron de ser rentables. El Klondike siguió produciendo una notable cantidad de oro al menos medio siglo después de concluir el Gold Rush. Luego, en los años cincuenta del pasado siglo, se acabó la bonanza para la mayoría de sus habitantes. No obstante, aún sigue obteniéndose oro de las entrañas de los valles del Klondike: lo hacen grandes compañías multinacionales usando muy avanzadas tecnologías. En 2007 se lograron extraer unos trece mil kilos.

Pese a la crisis, el esfuerzo de los habitantes de Dawson ha hecho posible recuperar algo la pujanza de la ciudad, gracias sobre todo al turismo. Cuando los primeros turistas llegaron a Dawson, un día de verano a mediados de los sesenta del pasado siglo, atraídos por la publicidad de unos folletos preparados en una agencia local, en la Front Street los esperaban grupos de gentes de la ciudad ataviadas con las ropas de la época del Gold Rush. Y esa noche se organizó en un viejo cabaret un espectáculo con canciones de música country y bailes de saloon, entre ellos el inevitable can-can. Desde entonces, durante el tiempo de estío, unos cuantos cientos de turistas se asoman a la ciudad y siguen un programa de visitas que la propia comunidad organiza, como una patochada de búsqueda de oro en los auríferos del Klondike. Dawson ha sabido recuperar prosperidad saltando del Gold Rush al Tourist Rush.

El gobierno canadiense declaró en esos años como «National Historic Site» a la región del Klondike, lo que ayudó en buena medida a sobrevivir a Dawson City, mientras que Fortymile, Stewart Island, Big Salmon, Fort Selkirk y estaciones comerciales como las de McQuesten o Granville, plenas de vitalidad en aquellos años del Gold Rush, quedaban convertidas en campos de ruinas anegados por las lluvias, devorados por los bosques y quemados por los hielos.

Hoy habitan la ciudad unos cuantos centenares de almas durante el invierno, que se convierten en algo más de un millar durante el verano, gracias a la nueva industria del turismo. Los hijos de los antiguos mineros han aprendido a sobrevivir recuperando las legendarias señas de un tiempo ido.

De todas formas, Dawson no es, al contrario que Skagway, un parque temático que parece sacado de la factoría Walt Disney. La ciudad mantiene un aire duro e irreductible y, en cierto modo, podría pensarse que es la herencia del espíritu recio de los pioneros de antaño. Encuentras tipos en las calles a los que no te convendría llevarles la contraria.

Uno percibe en Dawson, en todo caso, que camina sobre una ciudad vivida, algo muy diferente a lo que se puede sentir en Skagway. La primera es una población que respira historia y se emborracha en el Westminster Parlour bajo la cornamenta de un toro de lidia; la segunda es un decorado de Hollywood con un fondo de hamburguesas humeantes.

Mis compañeros se quedaron un día más en Dawson y, por la mañana, fuimos a visitar el Centro Jack London, en la parte alta de la ciudad. Detrás de tan pomposo nombre no había más que dos humildes cabañas. Una era la oficina del centro en cuestión Y exhibía una exposición de fotografías de London, algunas ediciones de sus obras y de los trabajos que tratan sobre su figura y sus libros. La otra era una réplica de la cabaña de Henderson Creek en donde el escritor pasó el invierno antes de llegar a Dawson.

El responsable del centro, un escritor llamado Dick North, era originario del Yukon y autor de varias obras sobre el Norte canadiense. Él mismo había descubierto en 1969 la cabaña de London, gracias a la inscripción que figuraba en un tronco de la pared interior del habitáculo, fechada en 1897, en la que el joven se refería a sí mismo como «minero escritor». Dick se había ocupado de desmontar los troncos de la cabaña y llevarlos a Dawson, enviando desde allí la mitad de ellos a Oakland, la ciudad californiana en donde nació London. Después se construyó en Oakland una réplica de la cabaña y otra igual en Dawson, usando en cada una de ellas la mitad de los materiales originales.

—Fue un viaje duro, pues acababa de entrar la primavera y todavía había nieve y hielo en el río. Y también peligroso, porque abundaban las manadas de lobos hambrientos y de osos que salían de sus cuevas después de invernar, dispuestos a comerse todo lo que encontraran para reponer fuerzas.

Dick, un hombre de más de setenta años, estaba muy envejecido y casi del todo sordo. Se mostraba muy afable y servicial. Nos contó que había servido en la guerra de Corea con el ejército estadounidense.

—London es el inventor de la gran novela americana del siglo veinte —dijo después, embelesado—. Sus relatos están llenos de verdad y, a través de la acción y no del discurso, nos ofrece su visión del mundo y del alma humana. En mi opinión, es mejor narrador de historias cortas que de novelas. Para mi gusto, Martin Eden y John Barleycorn son demasiado discursivas. ¿Qué opinan?

—Estoy de acuerdo —le dije—. Sus mejores historias, para mí, son las del Yukon. Y su mejor novela me parece La llamada de lo salvaje, que transcurre aquí. En cambio, la primera que escribió, Una hija de las nieves, ambientada también en Dawson, es ingenua y algo torpe.

—Sí, tal vez… —añadió Dick—. London es un claro precedente de Hemingway, pero también lo es de muchos otros, como Kerouac, por ejemplo. Por cierto, que Hemingway estuvo mucho tiempo en España y escribió bastante sobre su país.

—Cinco libros —respondí.

—¿Tantos? Sobre América escribió muy poco.

—Se pasaba el día por ahí fuera.

—¿Lo ve? Lo mismo que Jack London.

—Eran dos desarraigados —dije.

—En todo caso —sentenció Dick—, América es muy aburrida.

London llegó por segunda vez a Dawson City en mayo de 1898, pero su estancia en la ciudad esta vez fue muy corta. Al llegar, antes que nada tenía que curarse del escorbuto y carecía de dinero para pagarse un médico. Por suerte, un sacerdote jesuita, el padre William Judge, a quien todo el mundo llamaba el «Santo de Dawson» por su dedicación a los desfavorecidos, lo acogió en su humilde hospital; le dio cama y una dieta rica en vitaminas y, al cabo de unas semanas, logró curarle.

Además de eso, Jack no había encontrado oro en su concesión del Henderson Creek y no podía hacerse con una nueva en Dawson. Un año antes, en junio de 1897, en la ciudad se habían registrado ochocientas concesiones, y ahora, en el mismo mes de 1898, habían crecido hasta casi llegar a las quince mil. London devolvió su concesión al gobierno y se desentendió del oro para siempre. Así que entonces, solo y sin apenas dinero, en una urbe del lejano Norte en donde el dinero corría a raudales y el coste de la vida era el más alto de Canadá, no tenía otra opción que trabajar para otros o largarse de allí.

Vagó unos días por las calles y los tugurios de Dawson, dudando sobre qué hacer. Al fin, decidió que regresaría a Oakland e iniciaría su carrera de escritor. Era una aventura más interesante que quedarse como camarero en un saloon del Klondike o como empleado en una serrería.

El 8 de junio de 1898, junto con otros dos mineros sin suerte, John Thorson y Charlie Taylor, y a bordo de una vieja y pequeña barca que lograron comprar entre los tres, London zarpó con destino al puerto de Saint Michael, en la desembocadura del Yukon. Les esperaba una travesía de dos mil seiscientos kilómetros por las aguas de un río salvaje.

De las dos profesiones que figuraban grabadas a cuchillo en la cabaña de Henderson Creek, minero y escritor, Jack escogía para siempre la segunda y abandonaba de forma definitiva la primera. Acertó de pleno.

En su novela John Barleycorn, en buena parte autobiográfica, el protagonista —su alter ego, lo mismo que sucede con Martin Eden— dice sobre la experiencia del Yukon: «Lo único que me traje desde las tierras del Klondike fue el escorbuto».

No era del todo cierto, porque también viajaban con él las historias escuchadas en la cabaña de la isla de Split-up, su orgullo por el esfuerzo derrochado en el paso de Chilkoot y en los rápidos del White Horse, el aprendizaje del esfuerzo físico y la experiencia de la fuerza de la voluntad del alma humana. Como admitió tiempo después: «Fue en el Klondike en donde me encontré a mí mismo. Allí nadie hablaba y todo el mundo pensaba. Allí recogías la verdadera perspectiva de ti mismo. Y yo recogí la mía».

De regreso al centro de la ciudad, nos detuvimos en un pequeño y curioso comercio de fotografías, en el que realizaban retratos en grupo de los clientes con disfraces que imitaban las ropas de los días del Gold Rush. No lo dudamos un instante. En el cuarto trasero en donde se guardaba del vestuario, Jaime organizó la vestimenta de cada uno de nosotros en función del carácter que él mismo nos atribuía. Y así, en la fotografía de color sepia, aparecen, en la fila trasera y en pie, Juanra a la izquierda con indumentaria de tabernero, chistera, escopeta de dos cañones y pipa en la boca; Jon, de croupier y con sombrero «canotier», en el centro; y Pere, a la derecha, ataviado con elegante guerrera de oficial de la Policía Montada, pistola y gorra de plato. Debajo, sentados, a la izquierda Jaime como rústico cazador, con sombrero vaquero, abrigo de pieles y fusil; yo, en medio, con chaqueta gris, chaleco brillante, chistera con una carta de póquer en la cinta y revólver; y Rosa, a la derecha, con un elegante vestido de bailarina de can-can, abanico en la mano, sombrero de flores, zapatos de tacón y piernas con medias de malla y liguero en el muslo.

El retrato reposa enmarcado en una estantería de mi cuarto de trabajo.

El atardecer merecía una despedida portentosa: yo me quedaba en Dawson los siguientes dos días, antes de seguir el viaje a Alaska, mientras que los otros cinco regresaban a Vancouver, vía Whitehorse, y finalmente a España. De modo que nos fuimos al Diamond Tooth Gertie’s, un local que es una suerte de saloon para turistas, en el que se rememora la atmósfera de los días del Gold Rush, con largo mostrador para bebidas alcohólicas, un pianista que toca viejos temas de la frontera, un grupo de bailarinas que, en un alto estrado, bailan el can-can, máquinas tragaperras y mesas de ruleta y de black-jack. El establecimiento es propiedad de la comunidad de Dawson City, que logra un buen dinero durante los meses de verano para mantener con vida a la ciudad y sus servicios durante los largos y duros días del invierno. Debe su nombre a una bailarina de la época de la fiebre del oro que se llamaba Gertie y lucía un diamante entre los dos dientes superiores.

Un centenar de turistas, llegados de Whitehorse en autocares, rugían ante las danzas provocativas de las dancing-girls, ametrallaban con los flashes de sus cámaras el escenario y hacían cola para fotografiarse con las danzarinas al final de cada número. Más tarde, el pianista tocó valses y bailé con Rosa un «Danubio Azul», si no recuerdo mal. Cuando las teclas del piano acometieron «Dixie», el himno de la Confederación en la guerra Norte-Sur de 1861-1865, algunos turistas texanos lanzaron grito de guerra de la caballería rebelde. Yo los imité.

Nos divertimos como turistas desaforados y sin complejos en aquella especie de Western’s Tablao. Supongo que, si nos hubiera visto así alguna persona sensata, habría sentido cierta vergüenza ajena. A mí me hubiera dado lo mismo: venía de un largo y duro viaje y tenía ganas de hacer el ganso.

En cualquier caso, siempre he sido un partidario absoluto del viejo lema que dice: «A donde fueres, haz lo que vieres».

Aquella noche me despedí de los otros. Ellos se levantaban temprano y los adioses a los buenos amigos son más cálidos en noches de copas y de bailes que en mañanas legañosas.

La mañana siguiente alquilé un coche para visitar las zonas auríferas de antaño. Y, mientras recorría la pista a la vera del Klondike, contemplé el paisaje de un gran desastre. El río había sido, antes del rush, un cauce limpio y estrecho, famoso entre los indios por la cantidad de salmones que ascendían sus aguas para desovar. Pero los hombres blancos le arrancaron las entrañas para robarle las riquezas que albergaba. El tesoro de sus arenas puso las condiciones para su ruina.

El cauce se desviaba a menudo, aquí y allá se formaban estanques de agua pútrida y maloliente. En las riberas crecían enormes montañas de escombros, que parecían laderas cubiertas de una sucia lava surgida de una erupción de la tierra. Por todas partes había piedras extraídas del lecho del río, troncos arrancados, vagonetas oxidadas de los días del oro, viejas dragas desechadas por el paso del tiempo, árboles rotos… Mi coche, siguiendo una pista estrecha de tierra, levantaba polvaredas a mis espaldas. Nunca había visto antes el retrato tan claro de cómo la avaricia humana puede herir a la naturaleza desvalida.

Algunas concesiones aún seguían numeradas y podían verse las estacas que los mineros usaban para marcar el territorio de su concesión. En la número 4, por ejemplo, había una gran draga, medio hundida en el fango.

En la concesión 33 distinguí un autocar de turistas aparcado en una explanada. Detuve mi coche y me bajé a curiosear en aquel extraño lugar. Había una cafetería y una tienda de souvenirs en donde se vendían gorros, camisetas, sombreros y bateas de buscador de oro. Y como no podía ser menos para completar la imagen de la patochada, los dueños del local habían colocado, en el exterior, un canalón por donde corría sin cesar el agua extraída del río. A ambos lados del canalón, una veintena de turistas, los viajeros del autocar, armados de las correspondientes palanganas, se afanaban en lavar la tierra en busca de oro. Media hora de lavado costaba un dólar canadiense y uno podía quedarse todo el oro que encontrara. Contemplé un rato el espectáculo y tiré algunas fotos. De cuando en cuando, algún turista lanzaba un grito de júbilo al ver brillar un minúsculo granito dorado en su batea.

En esta ocasión decidí no seguir la vieja norma de «a donde fueres, haz lo que vieres». Sentía un exceso de vergüenza ajena.

Seguí río arriba hasta encontrar el cartel que marcaba la dirección para llegar al Rabbit Creek, el lugar en donde George Washington Carmack y sus cuñados indios Skookum Jim y Tagish Charlie, dieron con el primer oro del Klondike. Carmack rebautizó al riachuelo como Bonanza Creek. Y así sigue llamándose hoy en día.

Aparqué el coche junto a la placa que conmemora el acontecimiento, fechada el 17 de agosto de 1896. Luego caminé a través de la arboleda y llegué a la pequeña corriente del riachuelo de Bonanza. Era un bonito arroyo de aguas limpias que corrían entre bosquecillos de sauces y fresnos, un humilde y cantarín riachuelo de montaña que, sin embargo, había provocado una de las más imponentes mareas humanas de la historia en busca de riqueza, más aún que la que desató el mítico oro de California en 1849.

En un recodo de la ribera había una pareja de jóvenes en cuclillas. Sacaban arena del lecho del río para lavarlo en una batea. Al verme, se sonrojaron y dejaron de hacerlo.

Desde principios de la década de los ochenta del XIX, varias decenas de buscadores de oro, comerciantes de pieles, cazadores o simplemente aventureros dedicados a todos los oficios, habían cruzado el Chilkoot Pass y vagaban por el valle y los bosques del Yukon en busca de fortuna. Algunos de ellos levantaron estaciones comerciales a lo largo del río, entre otros Joseph Ladue que más tarde se haría rico en la fundación de Dawson. Aquellos vagabundos de los bosques iban a ser los hombres que formarían las comunidades de Fortymile y Circle City cuando se encontraron los primeros yacimientos de oro del Yukon, en 1886 y 1894, respectivamente. Muchos de ellos fueron también los que, más tarde, llegaron al Klondike, después del hallazgo de George W. Carmack y sus cuñados en 1896. La mayoría se hicieron ricos, ya que se encontraban a pocos kilómetros del enorme yacimiento, y lograron registrar las concesiones más productivas. La «estampida» desde América y Europa no llegaría hasta un año después de que ellos alcanzaran el lugar.

Curtidos en un espíritu pionero, vivían en condiciones muy duras. Se alimentaban de caza y pesca y sustituían la levadura para hacer pan y tortas por una masa de harina fermentada y agria que llamaban dough. De esa pasta nació la expresión de sourdough, nombre con el que pasó a conocerse a los veteranos del Yukon. A los que llegaron en 1897 y 1898, los novatos, los indios los llamaban cheechakos y con ese nombre se quedaron.

Casi todos los sourdoughs se conocían entre ellos y formaban una comunidad de hombres inquietos, que no cesaban de moverse, «hombres inadaptados» que llevaban en su interior «la maldición gitana», como señaló Robert Service en un poema. Se encontraban unos con otros en los garitos de Fortymile o Circle, o en los bosques, o en las estaciones junto al río, o en las jornadas de caza del verano.

Uno de los más famosos sourdoughs se llamaba Robert Henderson, un canadiense originario de Nueva Escocia. A los catorce años decidió que consagraría su vida a tratar de encontrar oro y se embarcó camino de Nueva Zelanda y Australia, en donde pasó cinco años buscando inútilmente un yacimiento, Regresó a Norteamérica y, durante otros catorce, rastreó vanamente en las Montañas Rocosas, tanto en territorios de Canadá como de Estados Unidos. Después decidió continuar sus prospecciones en la región del Yukon.

En el momento en que apareció el oro de Fortymile, Henderson trataba de encontrarlo, sin éxito, en el Pelly River. Allí, en la primavera de 1896, conoció a un tal George W. Carmack, un sourdough algo extraño en las comunidades de veteranos, que viajaba con su esposa india, la hija de ambos y dos de sus cuñados. Los dos hombres apenas se trataron, ya que Henderson era un redomado racista que detestaba a los indígenas. Mientras Carmack permanecía en los alrededores de Fort Selkirk pescando salmones, Henderson, con tres compañeros, siguió hacia el norte, se aprovisionó en la estación comercial de Ladue y continuó río abajo hasta alcanzar la desembocadura del Klondike.

Una vez allí, le llamó la atención una montaña que tenía cerca de la cumbre una mancha rosácea, una especie de gran concavidad de arena carente de arbolado. Es la montaña que hoy se conoce como el Dome y que corona la ciudad de Dawson. Henderson subió a la cumbre y, desde la cima, contempló el enorme valle que se abría al otro lado, en el que seis riachuelos, como los radios de una bicicleta, confluían en la corriente del Klondike. Intuyendo que aquellos cursos de agua podían ser muy ricos, bautizó el lugar como Gold Bottom, algo así como la Hondonada del Oro.

Durante varios días, él y sus tres compañeros lavaron oro de uno de los arroyos, consiguiendo mineral por valor de unos setecientos cincuenta dólares. Pero en julio, sus provisiones se acabaron y debió seguir río abajo para avituallarse en la estación de Ladue.

Justo en esas fechas, Carmack y sus cuñados dejaban atrás Fort Selkirk y remaban río abajo hasta el Klondike, un cauce famoso por su riqueza salmonera. Mientras Henderson era un obseso de la búsqueda del oro, a Carmack le interesaba más la pesca, aunque no dejaba de echar su batea al agua cada vez que encontraba un nuevo riachuelo.

Al Klondike se habían asomado muy pocos blancos y llamaban así al río como una suerte de degeneración de su nombre indio: Thron-diuck, que significaba «Agua de Martillos». Los nativos lo bautizaron de tal guisa porque alrededor de sus orillas habían clavado estacas, a golpe de mazo, para tender redes con las que pescar salmones. Para los blancos, la pronunciación del nombre resultaba muy difícil y sonaba, como dijo un veterano, al gruñido que hace un hombre cuando lo estrangulan, algo así como decir «klondaik» con los labios entreabiertos, usando de la garganta y no de la lengua y el paladar.

Ya he señalado que George Washington Carmack era un tipo singular. Nacido en 1860 en California, a los dieciocho años logró trabajo en una compañía de ferries que cubría rutas en el norte californiano y Canadá y decidió instalarse en este país. En 1887 se encontraba en Dyea, en donde entabló relaciones con los indios y aprendió a hablar correctamente los dialectos de los tagish y los chilkoot. Mientras que la mayoría de los blancos que llegaban a esas regiones iban en busca del oro, Carmack no parecía demasiado interesado en el asunto. Se casó con una india, Kate, y se empleaba junto Skookum Jim y Tagish Charlie, hermanos de su esposa, en cualquier trabajo que se presentase, entre otros el de porteador en el Chilkoot para los viajeros que lo cruzaban. En algunas épocas del año, los tres vagaban por el río Yukon dedicados a la pesca del salmón en la temporada del desove o a colocar trampas para obtener pieles de castor y de nutria.

Como buen sourdough, Carmack estuvo en Fortymile y más tarde en Circle, aunque siguió sin poner mucho empeño en buscar oro. Los blancos le llamaban «Siwash» George, cosa que a él le parecía halagadora, por más que siwash fuera el término despectivo con el que los blancos conocían a los indios. Su gran anhelo era llegar a ser un indio más, a ser posible el jefe de la tribu con la que se había emparentado al casarse. Lucía un gran mostacho, como los tagish, aunque el suyo no era de pelo negro, sino pelirrojo. Por el contrario, sus cuñados indios aspiraban a ser considerados algún día hombres blancos. Aquella era una de las grandes contradicciones del Gran Norte, un lugar en donde todo el mundo trataba de ser lo que no era.

Carmack tenía un carácter pusilánime, algo fantasioso y tendente a la exageración, por lo que los blancos le llamaban también «Mentiroso George». Y en son de burla, nadie se dirigía a él como Carmack, sino como «McCormick». Pero todo eso parecía importarle un bledo.

Le gustaban la literatura y las cuestiones relacionadas con la ciencia. Y él mismo se sentía poeta. En un pequeño libro de recuerdos que publicó años después de su gran descubrimiento, cuando ya era famoso, recogía la letra de un poema que escribió en la Navidad de 1888:

Pienso en la Navidad
mientras acampo esta noche en la montaña
a cien millas del mar,
y el olor de un filete del caribú sobre la hoguera
es un agradable aroma para mí.
Pero hay un viejo abeto en el campamento
con sus ramas sobre mi cabeza
que parece murmurar: «Es la Nochebuena
y yo soy tu árbol de Navidad».
Y entonces mi memoria se despierta
y mi espíritu vaga en la lejanía
hacia otro brillante árbol
en mi casa de California.
Y me siento invadido por la pena.
Pero un suspiro me llega desde el viejo abeto
porque sé que cuando los míos se arrodillen esta noche
estarán rezando por mí.

Además de su vena lírica, Carmack creía en los presentimientos. En ese mismo libro de recuerdos del Yukon, contaba también que durante un atardecer en Fort Selkirk, en mayo de 1896, sintió la premonición de que algo grande iba a sucederle Sacó del bolsillo la única moneda que llevaba consigo, un dólar de plata, para jugar su suerte a cara o cruz, solo ante sí mismo. Y se dijo que, si salía cruz, volvería río arriba hasta el lago Bennet, a Caribou Crossing, el poblado indio en donde había formado su hogar. Si salía cara, continuaría río abajo en busca de esa suerte que le pronosticaba el destino.

Salió cara. Y a la mañana siguiente se embarcó con sus cuñados, su mujer y su hija Graphie Gracey rumbo al Klondike.

El propósito de Carmack era modesto: quería capturar salmones para secarlos y venderlos luego como alimento para los perros, una práctica muy común, todavía hoy, en el norte canadiense y en Alaska, tal es la abundancia de peces en sus ríos. Llevaba con él sus bateas de prospección, pero no pensaba en la búsqueda del oro como algo primordial.

Entre los sourdoughs existía una norma no escrita: si alguien encontraba oro, debía comunicarlo de inmediato a todos los demás. No sólo era una cuestión de camaradería y caballerosidad. Es que, además de eso, las leyes canadienses no aceptaban registrar concesiones que excedieran una cierta cantidad de metros en los ríos y, a partir de 1895, tan sólo una por persona. De modo que generosidad y realismo se concertaban sin mayor problema en un territorio tan duro como el Norte, en donde más les valía a los hombres vivir juntos y en concordia que separados y en litigio permanente.

Henderson y Carmack volvieron a encontrarse en las orillas del Klondike. Y el primero le informó al segundo de que había grandes posibilidades de encontrar oro en los arroyos que daban al río, según las excelentes prospecciones que había realizado durante el mes anterior. «¿Crees que tendré opción de dar con un yacimiento?», preguntó Carmack, según relató en su libro posterior y según confirmó Henderson años después en sus declaraciones a un periodista. «Hay una gran posibilidad para ti, George —respondió Henderson—. Pero yo no quiero a ningún maldito indio clavando sus estacas en estos ríos». Carmack se negó a dejar atrás a su familia y Henderson hincó su remo en el agua y se alejó Klondike arriba.

Skookum Jim y Tagish Charlie se acercaron a Carmack: «Ese tipo mata alces en nuestro territorio, busca oro en nuestras tierras y nos niega el derecho a clavar nuestras estacas en los ríos, ¿quién se cree que es?», dijo irritado el fornido Skookum, dispuesto a seguir a Henderson para golpearle. «Déjalo, Jim —le calmó Carmack—. Este es un territorio muy grande. Encontraremos un arroyo para nosotros».

El racismo a Henderson le depararía la miseria, mientras que Carmack conseguiría la gloria.

A Carmack no le interesaba demasiado seguir a Henderson. Había pensado que, además de pescar salmones, podía talar árboles en Rabbit Creek, un riachuelo tributario del Klondike, y bajarlos formando balsas por el Yukon hasta Fortymile, en cuyo aserradero pagaban veinticinco dólares por cada trescientos metros cúbicos de madera.

Unas horas después, los tres hombres dejaron de pescar y decidieron seguir hacia arriba, en dirección al Rabbit Creek, para buscar un lugar en donde hubiese buena madera. Kate y la niña se quedaron a esperarlos.

Riachuelo arriba, Skookum Jim no cesaba de meter su batea en el agua, insistiéndole a Carmack para que hiciera lo mismo. Pero Carmack le prestaba poca atención.

Al fin, en un descanso, en un arroyo cercano al Rabbit, los tres hombres comenzaron a lavar arena al mismo tiempo y encontraron algo de polvo de oro, pero en muy poca cantidad, de modo que abandonaron enseguida la tarea. No sabían que, en ese instante, se encontraban sobre el yacimiento de oro más importante del mundo, un espacio de unos pocos cientos de metros que ocultaba millones de dólares bajo el agua. Más adelante, el lugar sería bautizado con El Dorado.

Siguieron su camino. Y se toparon de nuevo con Henderson. Los dos blancos charlaron un rato y Henderson le sugirió a Carmack que volviera al Rabbit y buscase oro, con la promesa de que, si lo encontraba, le avisase de inmediato. Los dos indios, entretanto, pidieron tabaco a Henderson y este se lo negó.

Carmack volvió al Rabbit y acampó para pasar la noche. Era el 16 de agosto de 1896. Por la mañana, los tres hombres empezaron a batear temprano, dispuestos a largarse si no daban con nada. Y el oro comenzó a aflorar en abundancia en las palanganas, en cantidades cuarenta o cincuenta veces superiores a lo que, por lo general, se consideraba como una buena prospección. No está claro quién de los tres fue el primero que encontró oro en su batea, pues años después cada uno de ellos se dio a sí mismo el título de descubridor y Skookum Jim llegó a afirmar que su cuñado blanco estaba durmiendo cuando él vio brillar el oro en su recipiente.

Dormido o despierto, Carmack se levantó y lanzó un grito de guerra indio. Y los tres hombres comenzaron a bailar alrededor de una de las bateas con extraños pasos que, según contó años más tarde el propio Carmack, mezclaban el fox-trot, un baile escocés, una jiga irlandesa y una danza ritual de la etnia tagish.

Continuaron sacando oro todo el día y, a la mañana siguiente, clavaron sus estacas en los tramos del río que concedía la ley. Según la legislación de minas canadiense, cada hombre tenía derecho a una concesión de quinientos pies de río —unos ciento ochenta metros—, salvo el descubridor, al que le correspondían dos concesiones. Hasta el año anterior, todo minero podía reclamar cuantas concesiones quisiera, siempre que pudiera pagarlas y que fueran en ríos diferentes; pero en la época del descubrimiento de Carmack, solamente era posible tener concesiones —una, o con suerte, dos— en toda la región de Yukon. Carmack convenció a sus cuñados para registrarse él mismo como el descubridor del yacimiento y, de ese modo, lograr las dos concesiones, con el argumento de que los blancos no admitirían que lo hiciese un indio. En el mismo momento en que vio el oro, según señala en su libro The Klondike Fever el historiador Pierre Berton, «Siwash George dejó de ser súbitamente un indio y nunca más en su vida volvió a pensar en sí mismo como en un indio».

Carmack y sus cuñados recogieron del otro campamento a las mujeres y se embarcaron hacia Fortymile, el lugar en donde se encontraba la oficina de registros de concesiones, sin avisar a Henderson de su hallazgo, aunque años después el propio Carmack afirmaría en sus declaraciones a la prensa que sí que lo hizo y que Henderson no le tomó en serio. Lo que sí es cierto es que, en su travesía río abajo hacia Fortymile, a todos los grupos de tramperos o pescadores que encontraba les iba comunicando la noticia, señalándoles el lugar exacto del hallazgo. A quienes en esas jornadas se cruzaron en su camino y le creyeron, Carmack los hizo ricos.

Cuando los tres hombres llegaron a Fortymile, en el saloon en donde entraron a tomarse el primer whisky, nadie creía al «Mentiroso McCormick». Le bastó con abrir su bolsa y mostrar su oro para que dejaran de llamarle de tal guisa. A la mañana siguiente, Fortymile se había vaciado de hombres. Todos navegaban río arriba para clavar sus estacas cuanto antes. Como escribe Berton: «Incluso los borrachos fueron arrastrados fuera de los saloons por sus amigos y metidos en los botes que se dirigían al Klondike». La mayor parte se hicieron ricos.

Según la ley canadiense, al contrario que en Estados Unidos, cualquier extranjero tenía derecho a solicitar una concesión y buscar oro en ella durante un año prorrogable, lo que explica la presencia de un gran número de estadounidenses en el Yukon.

En la época del Gold Rush, el noventa por ciento de los habitantes de Dawson City procedían de Estados Unidos, en tanto que el restante diez por ciento se repartía entre diversas nacionalidades, incluida la canadiense.

La ley era muy generosa. El gobierno cobraba quince dólares por cada concesión durante el primer año y, a partir de ahí y según la riqueza del yacimiento, se cobraban entre quince y cien dólares por la prolongación de cada año. El impuesto para cada permiso era del diez por ciento del beneficio, si este se situaba a menos de quinientos dólares por semana; si se superaba esa cifra, el Estado cobraba el veinte por ciento.

Las concesiones podían ser personales o compartidas por varios mineros y venderse o alquilarse a otros libremente. En los días de la fiebre del oro, se dieron numerosos casos de venta de licencias que se suponían carentes de valor y que, a la postre, resultaron riquísimas en oro.

La historia más llamativa fue la del sueco Charlie Anderson, un hombre que tenía treinta y siete años y que llevaba más de un lustro buscando oro, sin éxito, en los alrededores de Fortymile. Anderson, al contrario que la mayoría de los fortymilers, no había querido viajar al Klondike, porque no creía que hubiera mucho oro en aquella región.

Una tarde, mientras se encontraba bebiendo en un garito de la ciudad, dos hombres que venían del Klondike, Al Thayer y Winfield Oler, se sentaron junto a él. Los dos habían clavado sus estacas en el arroyo que luego se llamaría El Dorado, pero sus primeras prospecciones no dieron fruto. Desanimados, regresaron a Fortymile, registraron su concesión y pensaron en vendérsela a algún ingenuo. Como Anderson comenzaba a estar ya ebrio, siguieron invitándole a copas hasta que lo emborracharon por completo. A la mañana siguiente, el sueco se encontró con que había comprado una concesión en el Klondike a los dos timadores por ochocientos dólares, todo el dinero con el que contaba.

Fue a denunciar el caso a la Policía Montada, pero no podía hacerse nada, ya que su firma estaba al pie del documento de compraventa. Así que, carente de fortuna y sin perspectiva ninguna de salir adelante, Anderson hizo su equipaje y se largó al Klondike a explotar su licencia. Pocas semanas después, el oro afloró en su batea en cantidades inmensas. En los años siguientes, el yacimiento le dejó una fortuna de un millón de dólares. Desde entonces, Anderson fue conocido en la región como The Lucky Swedish, el Sueco Afortunado, en tanto que Thayer y Oler, objeto de todas las burlas, tuvieron que abandonar el Yukon cubiertos de ignominia y de ridículo.

Dios es justo de vez en cuando.

Henderson, tras su último encuentro con Carmack en su campamento de Gold Bottom, se alejó hacia el interior del valle del Klondike y clavó sus estacas en dos nuevos arroyos, el Hunker y el Bear Creek. De regreso al Yukon, se encontró con la marea de gente que llegaba de Fortymile y se enteró de la noticia del hallazgo de Carmack. De inmediato, se embarcó para hacer efectivas sus concesiones. Pero al llegar a la oficina de registro, recibió la noticia de que las leyes habían cambiado el año anterior y que sólo podía registrar una concesión a su nombre. Eligió la del Hunker Creek.

Los meses siguientes estuvo enfermo y apenas pudo explotar su yacimiento. Cuando sanó, viajó en busca de otros ríos auríferos, sin tocar la concesión de Hunker, y un par de años después decidió regresar durante unas semanas a Estados Unidos para ver a su familia, que residía en Colorado. Otra vez le alcanzó la mala suerte. El vapor en el que navegaba hacia Saint Michael quedó atrapado por los hielos en Circle City y Henderson enfermó. Para pagarse el tratamiento médico, tuvo que vender su concesión de Hunker, por la que le dieron tres mil dólares. En los años siguientes, el yacimiento proporcionaría a su nuevo dueño un beneficio de cuatrocientos cincuenta mil dólares, más otros doscientos mil que ganó al venderla. Las otras dos concesiones que no pudo registrar también dieron beneficios de decenas de miles de dólares. A Henderson se le escurrió la fortuna entre los dedos y apenas logró nada para sí mismo.

Aquel hombre tenía mala pata. En la primavera, embarcó al fin en Saint Michael rumbo a Seattle. Le quedaban mil cien dólares como todo beneficio de su aventura del norte. Pero la puerta de su camarote no cerraba bien. Y antes de llegar a Seattle, le robaron todo el dinero.

No obstante, era un hombre orgulloso. El periodista Tappan Adney, uno de los grandes cronistas del Gold Rush, que le entrevistó al poco de regresar a Seattle, le preguntó si no se sentía desalentado por todo lo que le había sucedido. «No —le contestó Henderson—, todavía quedan ricos yacimientos por descubrir, tantos como los que se han encontrado».

Durante los años siguientes, volvió a intentar encontrar oro en el río Pelly y en la isla de Vancouver, siempre sin éxito. Pudo afrontar la última etapa de su vida, enfermo de cáncer, con una pensión de doscientos dólares concedida por el gobierno canadiense. Murió en 1933, sin cesar de decirle a quien quisiera escucharle que acabaría por encontrar un gran yacimiento de oro.

Su país, Canadá, y los mineros que le conocieron, siempre le consideraron el verdadero descubridor del Klondike. «Siwash George estaría pescando todavía —decían los veteranos— si no hubiera sido por Bob Henderson». Y William Olgivie, el delegado del gobierno de Canadá encargado de supervisar las concesiones de los yacimientos auríferos del Klondike, escribió sobre Henderson: «Este hombre nació buscador de oro y nadie le hubiera convencido de permanecer en Bonanza incluso si hubiera encontrado la mina más rica. El año siguiente al hallazgo, se fue en una canoa a pasar el invierno en el río Stewart, haciendo prospecciones. Esa es la materia de la que está hecho un buscador de oro y estoy orgulloso de decir que él es un canadiense».

En cuanto a los tres afortunados del hallazgo del Rabbit-Bonanza, corrieron suertes diversas. En 1899, Carmack, su esposa y sus cuñados viajaron a Seattle para invertir sus enormes ingresos. Durante una breve ausencia de Carmack, que descendió hasta California para visitar a algunos parientes, Tagish Charlie, Skookum Jim y Kate Carmack organizaron tal escándalo en el hotel, después de ingerir enormes cantidades de whisky y champán, que terminaron en la cárcel acusados de alterar el orden público. Tagish Charlie llegó a subirse a la baranda de un balcón del hotel, arrojando desde allí una buena cantidad de monedas de oro, lo que desató una imponente pelea entre la multitud congregada en la calle.

En 1899, Carmack abandonó a Kate para casarse, naturalmente, con una blanca. La elegida fue Marguerite Laimee, una bella mujer que poseía en Dawson City un «almacén de cigarros», elegante eufemismo que se empleaba a menudo en el Klondike para esconder el negocio real: un prostíbulo. Los negocios del matrimonio fueron bien. Carmack murió en 1922 en Vancouver y sus restos fueron trasladados al cementerio de Seattle, ciudad en donde poseía saneados negocios inmobiliarios. Marguerite heredó una enorme fortuna y vivió hasta 1949.

Kate, repudiada por su marido, alcoholizada y manteniéndose a duras penas con una pequeña pensión del gobierno, volvió a su hogar de Caribou Crossing, hoy Carcross, en donde murió en 1920, víctima de la epidemia de gripe que asoló la región. Tenía sesenta y tres años.

Tagish Charlie, que cambió su nombre por el de Dawson Charlie para sentirse más blanco que indio, vendió su rica concesión en 1901, regresó a Carcross y se dedicó a derrochar dinero en un hotel de su propiedad que levantó como negocio, jugando al póquer, a la ruleta y emborrachándose a diario. En la Navidad de 1908 bebió mucho más de la cuenta. A la mañana siguiente, mientras cruzaba el puente de Carcross, se cayó a las heladas aguas del canal y se ahogó. Tardaron varios días en encontrar su cuerpo. Había cumplido hacía poco los cuarenta y dos años.

Skookum Jim, o James Mason, como lo rebautizó años antes su cuñado Carmack, fue también un buen derrochador. Era el más fornido de todos los del grupo y se contaba de él que, en su juventud, había cruzado el Chilkoot con una carga de setenta y cinco kilos a las espaldas. Mientras vivió en Dawson, no cesó de emborracharse y alborotar. Y a menudo terminaba sus juergas en prisión. En cierta ocasión, después de detenerle por escándalo público tras una sonada borrachera, un agente de la Policía Montada le preguntó: «¿Cuántas veces ha sido usted arrestado?». Skookum respondió: «Mil veces». «¿Mil veces?», repitió asombrado el policía. «¿Cuál es el problema? —añadió el indio tagish—. ¿Tiene usted celos?».

Skookum Jim vendió su concesión en 1904, por sesenta y cinco mil dólares. Y siguió dilapidando el dinero. No sólo en el juego, sino también con generosas dádivas a sus amigos y parientes indios de la región de Carcross.

Casi arruinado, siguió buscando oro, sin éxito alguno, en los ríos Teslin, Pelly y Stewart. En julio de 1916, a la edad de sesenta años, afectado probablemente de un cáncer de próstata, murió en su casa de Carcross. Sus familiares debieron venderla luego por 275 dólares para pagar los gastos del entierro.

Alguien compuso a George Washington Carmack una balada que se cantaba en los saloons de Dawson:

George Carmack fue a Bonanza Creek en busca de oro.
Me pregunto por qué, me pregunto por qué.
Los veteranos decían que no era un buen lugar
y que el agua estaba muy fría.
Me pregunto por qué, me pregunto por qué.
Y decían que podía recorrer ese río hasta el fin del mundo
sin encontrar oro suficiente para pagar un sello de correos.
Me pregunto por qué, me pregunto por qué…

El tenaz y desafortunado Henderson no inspiró a nadie una canción. Pero quién sabe si le quedó el consuelo de saber que habían enterrado a todos los otros antes de que a él le llegara su hora.

Esa tarde me tomé una cerveza en el Bombay Peggy’s, un edificio de tres plantas, reconstruido sobre un antiguo prostíbulo de los días del Gold Rush. En aquel tiempo estaba regentado por una tal Peggy Doval, apodada «Bombay» porque de niña vivió en Asia, antes de incorporarse a la «estampida» del Klondike. Peggy, que en los inicios ejerció de ramera, consiguió a la postre ser la dueña de varios prostíbulos y acabó sus días como una respetada multimillonaria. Un folleto recuerda con orgullo el origen de lo que hoy es un coqueto bar de copas y, en sus pisos superiores, un albergue de esos que llaman en España «hoteles con encanto».

Se me hacía extraño estar solo después de las jornadas de grata compañía en el Yukon. Añoraba los días salvajes, de libertad plena, de vientos y tormentas súbitas en un río indomeñable. Y el olor de los pinos, de la hoguera, de las flores, de las hierbas silvestres, de las tormentas que se aproximaban al río; los gritos de las águilas, de los cuervos y de las gaviotas; el crepitar del fuego, el aleteo de las faldas de la tienda de campaña en las noches ventosas, el zumbido de los mosquitos; el sabor del agua fresca de los pequeños creeks, el cielo oceánico sobre el que navegaban nubes enormes como transatlánticos… Y las canciones de Rosa, los chistes de Jaime y las bromas de los Mataosos.

Pensar en mi lejana ciudad, Madrid, me parecía algo irreal.

Me había acostumbrado a vivir con lo imprescindible, sin nada superfluo a mi alrededor, pues en el estrecho cubículo de una tienda de campaña, apenas tres metros cuadrados o quizás menos, cabe todo lo necesario para sobrevivir. ¿Para qué pretendemos más?