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En el río

Mis compañeros llegaron a Whitehorse dos días después de que yo lo hiciera. Habían cruzado a pie el Chilkoot Pass, viniendo de Skagway, y mostraban un excelente aspecto, en forma y ennegrecidos por el sol de la altura. Me contaron que, durante la ascensión, se toparon con un par de osos negros y que, en las orillas del Lindeman, en donde acamparon una noche, los mosquitos se habían cebado con ellos. Durante los veranos, en las tierras de Alaska y el noroeste canadiense, estos insectos llegan a formar temibles nubarrones anhelantes de sangre de mamífero, lo que ha obligado a crear un servicio público de aviso a los viajeros sobre cuáles son las zonas adonde no deben dirigirse a causa de la presencia de estas pequeñas fieras. Es cierto que sus picaduras no transmiten malaria ni ninguna otra enfermedad, pero un exceso de ellas puede acarrear serios problemas a quien las reciba. En cierta ocasión, un tenaz investigador se expuso a una de estas nubes para comprobar la agresividad de los insectos: se quitó la camisa y recibió más de nueve mil picotazos en un minuto, antes de correr en busca de protección. El amor a la ciencia, por lo visto, no conoce límites, aunque más bien me inclino a pensar que, entre los científicos, como en todas partes, se encuentran a veces imponentes idiotas.

Por otro lado, son peculiares los dos tipos de precauciones que una guía canadiense recomienda para resistir la ferocidad de estos bichos. El primero, consolarse psíquicamente pensando que, mientras te sorben la sangre, son fuente de alimento para otros animales, como pájaros y murciélagos. El segundo, puesto que se sabe que el olor de ciertas personas atrae a los mosquitos más que el de otras, buscar a una de estas personas como compañero de viaje. No sé si tan atinado consejo se le ha ocurrido a algún científico.

Cené aquella noche con mis compañeros en la terraza del Klondike Rib & Salmon, un popular local de la ciudad en donde sirven filetes de búfalo, salmón salvaje y trucha ártica a la plancha, de jugosa carne sonrosada. Traían hambre y se zamparon copiosas raciones de pescado y de carne, regadas por pintas de cerveza tostada.

Jaime Barrallo, guía profesional y jefe del grupo, es un madrileño de algo más de cuarenta años. Le había conocido meses antes en Madrid, cuando preparaba mi viaje al Yukon, que Jaime había recorrido el verano anterior. Comunicativo y reidor, amigo de contar chistes y cantar a toda hora, le gustaba aparentar una cierta rusticidad en su comportamiento, pero siempre tuve la impresión de que era un sentimental incurable. Creo que no le vi ni un solo momento de malhumor durante los doce días que duró nuestro viaje.

Juan Ramón Morales, el más joven del grupo de los expedicionarios, pasaba un par de años de los treinta, pero ya había recorrido más de la mitad del mundo. Era también guía y, en este viaje, ayudante de Jaime. Tenía un carácter algo reservado, tranquilo y bonachón. Como Jaime, nunca perdió la serenidad. Después de haber navegado con ellos el Yukon, creo que la cualidad principal de un guía del tipo de viajes que ofrecen dificultades y cierto esfuerzo físico, como era el caso del nuestro, no es otra que la paciencia.

Rosa Volpini es una mujer elegante y de aspecto delicado posee, sin embargo, una energía envidiable. Madrileña como Jaime, Juanra y yo, había pertenecido durante años a la plantilla de la Compañía Nacional de Zarzuela y ahora vive en Bonn, en donde actúa como vocalista en un grupo de jazz. Tenía un repertorio interminable de canciones. En los últimos años había recorrido numerosos países del mundo, sobre todo del hemisferio norte, y era una buena amiga de Jaime, a quien aguantaba con enorme paciencia los chistes de corte machista. Fue un compañero más en el grupo lleno de hombres, y remó durante el viaje como cualquier otro, e incluso mucho mejor que algunos, yo entre ellos.

Jon Nazábal, ingeniero químico, es de San Sebastián y tenía entonces unos cincuenta años. Extremadamente delgado, era un apasionado del ejercicio físico y, dado que era soltero y sin hijos, empleaba todo su tiempo libre en viajar. Como buen donostiarra, no pasaba día sin que hiciera burla de los vizcaínos.

Pere Vilanova, andorrano y algo más joven que yo, era amigo mío desde hacía más de treinta años, cuando los dos vivíamos en París y militábamos clandestinamente en un partido de izquierdas antifranquista. Casado con otra buena amiga mía, Carmen Claudín, es catedrático de Historia Política en la Universidad de Barcelona. Habíamos hecho algún viaje juntos años atrás y se había animado a venirse al Yukon cuando le conté mi proyecto en el otoño anterior, mientras cenábamos una noche juntos en Barcelona.

Esa era la tropa del Yukon. Jaime me apodó casi de inmediato «Tío Reverte» y a Pere lo bautizó como «el Coronel». A Rosa la llamábamos todos «Rose of Yukon» y también «Pretty Rose», o «Sweety Rose», o «Calamity Rose», y muchas cosas de parecido jaez, aunque su mejor apodo habría sido «el jilguero del Yukon». Jaime se hizo llamar enseguida «Jaimín», como le conocía un grupo de nómadas árabes con el que había recorrido el Sahara un par de décadas atrás. No recuerdo los motes de Juanra y Jon, que por supuesto también se ocupó de buscar Jaime.

Durante aquella cena en Whitehorse, Jaime nos contó el primer chiste:

—Están dos cazadores apostados y pasa un tipo volando en un parapente. «¿Qué pájaro es ese?», pregunta uno. Y su compañero responde: «No sé, pero tú tírale». El primero hace caso y dispara. El segundo pregunta: «¿Le has dado?». «No —responde el otro—, pero ha soltado la presa».

Después de cenar, me quedé con Pere charlando sobre su ascensión al Chilkoot, tomando una cerveza en el Blue Moon, uno de los dos bares de Whitehorse en donde se concentra la borrachería de las «primeras naciones», convertidas allí en «naciones terminales». Era un sitio oscuro, encapotado por el humo de los cigarrillos, con un billar americano, y un fuerte olor a cerveza, tabaco y marihuana. Hombres y mujeres ebrios o fumados trasegaban sin descanso botellas de Budweiser y Yukon Red.

Pedimos dos cervezas y nos sentamos en un extremo del bar. El ruido no nos dejaba charlar. La clientela enviaba ruidosos brindis a los dos forasteros, alguno de los borrachos se acercaba de cuando en cuando a decirnos algo y lo cierto es que la situación no nos hacía sentirnos cómodos. Así que decidimos salir a la calle.

Pero cuando alcanzábamos la puerta, uno de aquellos tipos empapados de alcohol nos detuvo.

—No salgan, está prohibido beber fuera. Se exponen a una multa.

Como en Vancouver, los desventurados de Whitehorse son gente civilizada. Así que apuramos nuestras cervezas en el mostrador y regresamos al hotel.

La siguiente mañana, Juanra, Jaime y Rosa se encargaron de comprar las vituallas para el viaje, en tanto que los demás nos desperdigamos por la ciudad. Yo debía hacerme todavía con algunas cosas necesarias para completar mi equipo; entre otras, repelente de mosquitos, una liviana colchoneta para la tienda de campaña, una bolsa estanca para mi dinero, documentos y cuadernos de notas.

Estaba previsto que saliéramos al mediodía, después de comer. Pero las compras de comida y la preparación de las canoas nos retrasaron un par de horas más.

A las dos ya estábamos listos y aproximamos las embarcaciones al río. Jaime nos dio las últimas instrucciones sobre cómo manejar el remo. Y subimos a las barcas.

Todavía arrimados a la orilla, al percibir bajo mi asiento el vaivén del agua que mecía la canoa, sentí una honda emoción. Seis años antes, mientras recorría el norte de Etiopía para cruzar a Sudán en una destartalada camioneta, había conocido a tres chavales mochileros que viajaban en la misma dirección. Marie era danesa; su pareja, Max, suizo; y el tercero, Olaf, alemán. Max me contó una noche que, el año anterior, había navegado el Yukon en canoa.

Aquella información se había quedado prendida en mi cabeza durante los años siguientes. Y ahora estaba allí, sobre el río.

Miré hacia delante, acomodado casi al nivel del agua, con mi remo en la mano y enfundado en el chaleco salvavidas. Las montañas crecían en el horizonte, abrigadas por la espesura de los bosques.

Viajábamos en tres canoas. Durante los tres primeros días, en la primera viajaba Rosa en la proa y Pere en la popa; en la segunda, Jon y Juanra en las mismas posiciones; y en la tercera, yo en la proa y Jaime en la popa. Los que ocupaban la parte trasera de cada barca tenían como tarea, no sólo remar, sino timonear con la pala. Jaime viajaría conmigo esos tres primeros días, para enseñarme la técnica del remo. En la cuarta jornada, para compensar el peso de los tripulantes de cada canoa, cambiaría su puesto con Pere, que se habría de ocupar del timón de nuestra embarcación. De esa manera, en cada una de las barcas viajaban los tres más delgados, Rosa, Jon y Pere, con los tres tripulantes más gruesos, Jaime, Juanra y yo.

Para guardar la comida, transportábamos en medio de las canoas cubas de plástico de cierre hermético, firmemente atadas a las bordas y con su peso cuidadosamente repartido para que no se venciesen de lado. Nuestras ropas y algunas herramientas y útiles de acampada se distribuían en bolsas estancas de plástico muy grueso, también amarradas. Además, cargábamos en las barcas varias bolsas con las tiendas de campaña, las colchonetas autoinflables y los sacos de dormir.

Cada embarcación contaba con un remo de repuesto. Todos portábamos chalecos salvavidas, gorras o pañuelos contra el fuerte sol del verano, y pantalones y camisetas de un tejido de fibra llamado Coolmax, que se utiliza en atletismo y que, en caso de mojarse, seca muy pronto. Atadas a los listones de sujeción de los asientos, cada uno de nosotros aseguraba su pequeña bolsa estanca con objetos personales y la cantimplora. Y a mano, sobre las cubas y las bolsas, nuestros chubasqueros para las súbitas tormentas que, casi a diario, arrojan chaparrones sobre el curso del río. En cada una de las canoas llevábamos también un recipiente de plástico para agua potable, de cinco litros de capacidad.

Entre los útiles de nuestro equipaje figuraban asimismo un par de pulverizadores destinados a ahuyentar a los osos, caso de que se acercasen a nuestros lugares de acampada durante las noches. Estos rociadores a presión, un invento canadiense, contienen un líquido preparado a base de pimienta, que se ha revelado de mucha utilidad para espantar a los plantígrados y que, al parecer, se está empleando también con éxito en Bangladesh frente a los temibles tigres bengalíes. No llevábamos armas de fuego porque en Canadá están prohibidas.

La canoa canadiense tiene por lo general 4,60 metros de eslora Por 95 centímetros de manga en su parte más ancha, la central.

Tanto la proa como la popa presentan la misma forma puntiaguda y el casco carece de quilla, de modo que se mueve en el agua como si fuera la cáscara de un cacahuete. En proa y popa donde la manga se reduce a menos de un metro, van acomodadas dos angarillas que sostienen un pequeño asiento, trenzado con las tiras de una dura tela plastificada. El espacio para remar es, en consecuencia, muy reducido y las pantorrillas tienen que ir dobladas debajo de los bancos.

Los dos tripulantes deben remar sin pausa, cada uno por una banda de la barca. Cuando se cambia de lado para descansar el brazo, el remero de proa debe avisar con una voz convenida al compañero de popa: «¡Cambio!», o bien «¡Estribor!…, ¡Babor!». El remo debe clavarse en vertical sobre el agua con el brazo que sujeta la parte superior extendido, sin doblar el codo, mientras que el otro brazo, que sujeta el remo cerca de la pala, realiza el movimiento hacia atrás con un giro del codo.

Quien dirige la barca, como ya he dicho, es el que viaja en popa, que rema y timonea cuando es preciso ayudándose de la pala. Su trabajo es más descansado que el de proa, pero su pericia resulta muy importante en los rápidos, en donde un error puede provocar el vuelco de la canoa, y también en los cambios de corriente del río. En cuanto al de proa, su esfuerzo físico es mayor, pues utiliza sin descanso el remo, lo que convierte al remero, a la postre, en una especie de galeote.

Yo viajé, tanto con Jaime como con Pere, siempre en la proa. Y desde el primer día de nuestro viaje me sentí como un esclavo trabajando para el amo que iba detrás. De cuando en cuando echaba un ojo hacia popa y decía al timonel de turno. «¿Se te ha olvidado remar?».

Según el Yukon avanzaba hacia el norte, numerosos tributarios iban rindiéndole sus aguas y el cauce se agrandaba y se formaban frecuentes islas, algunas de gran tamaño. En las desembocaduras de los afluentes y en los desvíos de la corriente que provocaban las islas, la fuerza del agua se avivaba y había que remar con vigor y timonear con maña para retomar el rumbo deseado. Lo mismo sucedía al aproximarse a las orillas para acampar: si en ese tramo el río bajaba con fuerza, era preciso darle duro al remo para ganar la orilla y no quedarse a su merced corriente abajo.

En los campamentos, nos repartíamos en tres tiendas de campaña: en la primera, dormían Rosa y Jon; en la segunda, Juanra y Jaime; y en la tercera, Pere y yo.

Eran las dos y media de la tarde de un día de julio de 2006 cuando Jaime dio la orden de hincar las palas y comenzar a remar. Delante nos esperaban doce días de viaje y 736 kilómetros exactos de recorrido hasta Dawson City y el Klondike.

A Jaime le dio por cantar, con desatino, aquello de «boga, boga, marinerooo…».

Jaime llevaba, en una carpeta de plástico transparente, las cartas detalladas de las diversas secciones del Yukon, con las distancias en kilómetros y los nombres de las grandes rocas y salientes, de los ríos tributarios, de los senderos cercanos a las orillas, de las montañas próximas a la corriente fluvial y de las islas. También se indicaban en sus mapas los brazos del río más aconsejables para la navegación. De ese modo, en función del tiempo que tardábamos en recorrer un determinado número de kilómetros, podíamos calcular nuestra velocidad.

Las aguas eran muy claras y poco profundas en aquel primer tramo del río, y en ocasiones podía ver las piedras de su lecho. Como la corriente no bajaba demasiado fuerte, navegábamos despacio, a unos seis kilómetros por hora. El aire era muy fino y limpio. Imponía el silencio que, al dejar atrás las últimas casas de Whitehorse, nos abrazaba de pronto. Tan sólo escuchábamos el golpe de nuestros remos, el rumor del agua y el grito ocasional de algún pájaro acuático. No hacía frío y la luz reinaba sobre la selva y las cordilleras, pues en esa época de comienzos del verano, el Yukon apenas tiene un par de horas nocturnas, en tanto que el día es largo, luminoso y brillante.

El cielo me parecía enorme, más grande que nunca, con restallantes tramos de color ultramarino sobre nuestras cabezas. En la distancia, nubes cenicientas señoreaban sobre las montañas de roca basáltica y sobre los bosques de coníferas, de abedules y de chopos. La remota cicatriz blanca de la estela de un reactor, el único signo de civilización en nuestro entorno, hería en ocasiones la tersura del espacio.

Costaba trabajo creer que aquellas inmensas soledades del río hubieran visto navegar, en los tiempos de la fiebre del oro, a más de doscientos cincuenta vapores de rueda, llevando y trayendo gente entre Whitehorse y el estrecho de Bering. Ahora, después de la construcción en 1950 de las autopistas de Alaska y del Klondike, lo que supuso el abandono del tráfico fluvial, el Yukon ha vuelto a recuperar el aspecto primitivo que tenía antes de 1880. Sentí que era un privilegio que pudiésemos contemplarlo y navegar sus aguas.

Aquel primer día lo tomamos con tranquilidad, tratando de llegar lo más cerca posible del lago Laberge. Al cruzar junto a la desembocadura del pequeño Thakini, que en lengua tagish significa «Río de los Mosquitos», las aguas lechosas del afluente tornaron casi blancas las del Yukon y la transparencia del lecho del río desapareció. A nuestra derecha crecían montañas calizas y, junto a las orillas cubiertas de bosques, aparecieron las primeras fortalezas de los castores. Vimos a algunos nadando con el cráneo asomando en la superficie del agua. Sobre nuestras embarcaciones volaron dos grandes águilas de cabeza blanca. Y una bandada de patos huyó espantada por el ruido de las palas al golpear la superficie del agua, perdiéndose río abajo en vuelo rasante sobre su superficie.

Después de cruzar junto a la Egg Island, a cuya altura cayeron algunas gotas de lluvia que nos obligaron a echar mano de los chubasqueros, buscamos un lugar de acampada en la orilla derecha y nos arrimamos a una pequeña playa de un recodo del río, sombreada por un espeso bosque de abetos. Eran cerca de las ocho de la tarde y calculé que habíamos recorrido 31 kilómetros. Puesto que el río Yukon comienza su curso al dejar el lago Marsh, que se encuentra a 46 kilómetros de Whitehorse río arriba, estábamos aproximadamente en el kilómetro 77 del río.

Jaime saltó el primero a tierra y se aseguró de que no había huellas ni excrementos de osos por los alrededores. De modo que subimos las canoas a tierra, descargamos las cubas con los alimentos y nuestros equipajes y colocamos las embarcaciones bocabajo, para evitar que se llenasen de agua si caía alguna tormenta nocturna. En el mapa de Jaime, el lugar se denominaba Jim Boss Cutoff. Había restos de antiguas fogatas.

El rito siguió con el montaje de las tiendas de campaña, algo que debe hacerse nada más acampar, en previsión de las súbitas lluvias que se desatan en el Yukon.

Preparamos el fuego y Jaime encendió alrededor de la hoguera varias espirales para ahuyentar a los mosquitos. No obstante, y a pesar del nombre del río junto al que habíamos cruzado poco antes, no había demasiados en el lugar.

Me ocupé de preparar unas ensaladas mientras Rosa guisaba filetes con cebollas y patatas. Los primeros días tendríamos comida fresca, en tanto que los últimos habríamos de alimentarnos de conservas. Aquella primera noche hubo manzanas de postre.

Las horas de luz se prolongaban a pesar de que las manecillas del reloj seguían avanzando. Tras la cena, quemamos los restos de alimentos, de plástico y de papel, lavamos las ollas, los platos de aluminio y los cubiertos, y guardamos en los departamentos estancos toda la comida.

Era una tarea que había que hacer cada noche, pues el agudo olfato de los osos puede detectar, desde varios kilómetros de distancia, el olor de los alimentos. Los platos y los cubiertos se colocaban sobre las cubas, para que su ruido al caer al suelo pudiera alertarnos sobre la presencia de plantígrados en el campamento en busca de comida.

Bajo el frescor del atardecer, Jaime nos contó una buena ristra de chistes, sin tregua ni descanso. Luego, algunos narramos historias de nuestros viajes. Yo me aparté durante un rato de los otros para tomar notas en mi cuaderno. A eso de las once, todavía con un cielo claro, comenzamos a retirarnos a dormir.

Me dolían los hombros. Y también los gemelos, a causa de la posición encogida en la que debía mantener las piernas en la barca. Pere colocó nuestro pulverizador antiosos en la entrada de la tienda y se quedó dormido al momento. Yo tardé un buen rato en conciliar el sueño: me sentía excitado ante la aventura que se iniciaba.

Afuera sólo se escuchaba el rumor del viento. Recordé un verso de Robert Service, el bardo de la epopeya del Yukon durante los días de la fiebre del oro:

Hay una región en donde las montañas no tienen nombre y en donde los ríos corren hacia Dios sabe dónde.

A las siete de la mañana de aquel segundo día del río ya estábamos arriba. Nos llevó dos horas recoger las tiendas, desayunar y alistar las barcas. Era una tarea fatigosa que debíamos realizar dos veces en cada jornada: la primera cuando atracábamos para acampar, y la segunda, al levantar el campamento para seguir el viaje. Sumadas esas cuatro a las ocho o nueve horas diarias de remo, salvo que las condiciones climatológicas nos obligasen a buscar refugio, apenas nos quedaba tiempo cada día para otra cosa que no fuera descansar.

El río bajaba lento y verdoso y la mañana lucía esplendorosa, plena de luminosidad. No hacía viento, el aire era tibio y se oía el canto de los pájaros llegando desde las orillas. Apenas había dormido, pero no me sentía cansado. Me tomé un antiinflamatorio para el dolor de hombros y le di al remo con cuanta fuerza pude. Jaime, desde popa, corregía mis movimientos.

Más o menos cuarenta minutos después de haber dejado atrás el campamento, cruzábamos junto a los restos de lo que fuera el embarcadero de Policeman’s Point, una estación de la Real Policía Montada de Canadá construida en 1899 y abandonada varias décadas después. Y un poco más adelante, el río se ensanchó súbitamente y se abrió la formidable superficie del lago Laberge.

El Laberge le debe su nombre a un hombre nacido en Quebec que se llamaba Michel Laberge de Chateaugay. Laberge viajó al norte como empleado de la Western Union Telegraph el año 1865, en una expedición destinada a estudiar la forma de tender una gran línea telegráfica que fuese desde el valle del Yukon hasta el estrecho de Bering y, desde allí, cruzase a Rusia y al resto de Europa. El proyecto se abandonó poco después de que se tendiera el cable transoceánico y los trabajadores, que viajaban hacia el valle viniendo del puerto de Saint Michael, no pasaron de Fort Selkirk, varios cientos de kilómetros al norte del Laberge. Nadie sabe cómo se bautizó de tal guisa al lago, existiendo como existe constancia de que el propio Michel Laberge nunca llegó hasta allí.

El lago, que se encuentra a unos setecientos metros sobre el nivel del mar, tiene cuarenta y ocho kilómetros de longitud y su anchura media es de unos nueve kilómetros. Las aguas del Laberge son muy frías y su deshielo primaveral llega a retrasarse semanas con respecto al del río. El lago puede romper sus hielos a mediados de mayo o, como muy tarde, a primeros de junio, en tanto que el curso del Yukon libera sus aguas, por lo general, a mediados de abril. En la época del Gold Rush, cuando los buscadores, para ganar tiempo en la carrera del oro, tenían noticia de que la corriente fluía en la salida del norte del Laberge, lo cruzaban desde el sur haciendo deslizarse sus balsas sobre hielo, impulsadas a vela por el viento, o utilizando trineos con perros para correr por las orillas hasta la boca septentrional del lago.

El Laberge es un lugar peligroso, con súbitas y violentas rachas de viento que hacen hervir sus aguas en apenas unos minutos. Las tormentas también se presentan de pronto, con nubes que surgen inesperadamente de las altas montañas dentadas que lo rodean. Las orillas, además, son por lo general muy escarpadas, lo que puede ser letal para quienes viajan en canoas cuando se ven sorprendidos, de súbito, por un temporal de lluvia, viento y oleaje. Todos los años muere gente cruzándolo, sobre todo por inconsciencia y falta de información. Una persona que caiga a sus aguas, en el verano, no podrá resistir con vida más de veinte o veinticinco minutos, a causa de la hipotermia. Los vientos son más frecuentes durante las tardes, mientras que por las mañanas raramente soplan con fuerza.

Las guías del río aconsejan navegar el lago siempre en la proximidad de las orillas y, preferentemente, por el lado oriental, cuyo recorrido, aun siendo algo más largo, presenta menos acantilados y ofrece bahías más protegidas.

Una guía señala: «El viento puede ser favorable para empujar la canoa cuando viene suave desde el sur. Sin embargo, si el viento pica las aguas y levanta en el centro del lago ondas blancas, ¡SALGA DEL AGUA!».

Otra guía dice: «En el Laberge, el agua se encrespa en cuestión de minutos. Y cuando decimos cuestión de minutos es ¡CUESTIÓN DE MINUTOS!».

La isla más grande de la gran laguna se llama Richthofen, en honor de un miembro de la Sociedad Geográfica Americana, Freiherr von Richthofen. Así la bautizó en 1883 el primer explorador que cartografió el Yukon, el capitán de la caballería estadounidense Frederick Schwatka, quien dio nombre a la mayor parte de los puntos geográficos del río. Según una guía, «algunos sugieren que, en caso de tormenta, la gente utilice la isla de Richthofen como lugar de acampada, ¡NOSOTROS NO LO ACONSEJAMOS!».

En el Laberge, durante la época del Gold Rush, varios vapores naufragaron y se hundieron, entre otros el Vidette, el Thistle y el Goddard.

En la mitología del Yukon, el Laberge ocupa un lugar importante por causa de un poema: el romance que escribió el vate Robert Service titulado «La cremación de Sam McGee». Sam, originario de Tennessee, era un descargador muy friolero que trabajó en la línea de tren entre Whitehorse y Kluane, y siempre pedía a sus amigos que, al morir, se quemasen sus restos. El relator de la historia se encargó de ello el día en que por fin le llegó la hora a McGee. Pero cuando volvió al rato para ver cómo iban las llamas del crematorio, se encontró a Sam resucitado, feliz de sentarse arrimado al fuego. «Por favor —dijo—, cierra la puerta, es la primera vez que tengo calor desde que vine de Tennessee».

Suceden cosas extrañas bajo el sol de medianoche a los hombres que se afanan en la búsqueda del oro; los senderos del Ártico tienen historias secretas que harían enfriar nuestra sangre; la aurora boreal ha alumbrado cosas singulares, pero la más extraña que nunca mostraron fue aquella noche en las orillas del Laberge en que yo cremé a Sam McGee.

En todo caso, el Laberge es un lago siniestro, teñido a menudo de un tétrico color de plata muerta, con un brillo que podría recordar al de los cristales de las gafas de un ciego, como si detrás de ese centelleo de sus aguas no existiera nada. Si el Laberge tuviese un alma, sería sin duda un espíritu cruel.

Apenas había corriente y descendíamos el lago con lentitud, a no mucho más de cuatro o cinco kilómetros por hora. La brisa soplaba desde el norte y estrellaba pequeñas olas contra la proa de la barca, lo que dificultaba nuestro avance. Con la canoa deslizándose muy próxima a la orilla izquierda, desde el canijo cubículo de posición de remero, veía alzarse imponentes farallones de roca basáltica sobre mi cabeza, con las afiladas puntas de sus cerros hincándose en el pecho metálico del inmenso cielo. Daba gracias al diablo o a los dioses de que no estallase una tormenta, pues aquellas paredes se cortaban a pico sobre el agua y no había lugar en donde refugiar la embarcación. A cada escarpadura le sucedía otra y, al fondo, una mole rocosa formaba una punta saliente que no dejaba ver el resto de la costa. Cuando al fin de un largo esfuerzo lográbamos doblar el cabo de rocas, de nuevo se dibujaba un paisaje parecido: enormes cortadas de piedra sobre el río, teñido de color gris por el reflejo del basalto, y otra vez una larga distancia hasta el siguiente pico que cerraba el horizonte.

Somormujos, águilas calvas y numerosas aves acuáticas volaban sobre nosotros. En una ocasión escuché el griterío histérico de las gaviotas y, al alzar la vista, contemplé uno de los espectáculos más hermosos que nunca he visto en la naturaleza. En alguna parte de aquellos abisales farallones debía de haber un nido escondido de gaviotas y un águila calva planeaba sobre la escarpadura, probablemente intentando robar los huevos o los polluelos. Una y otra vez, una pareja de estas pequeñas aves de plumaje albo, con toda probabilidad las dueñas del nido, se lanzaban por turnos sobre el ave de presa, en picado, como aviones de caza, simulando un ataque. El águila se retiraba entonces. La escena siguió hasta que, cansado, el gran pájaro de cabeza lechosa y cuerpo azabache se retiró cielo adentro. Admiré el valor de aquella pareja de gaviotas.

Nos detuvimos a comer en una pequeña cala a eso de la una de la tarde. Algunos aprovechamos para echar una breve cabezada. Lucía el sol y el lago continuaba en calma. Era un hermoso día de verano y, en la lejanía, las montañas nevadas y los bosques de abetos verde plata cerraban el paisaje. Eran las dos en punto cuando reanudamos la remada.

Miré mi reloj cuando, de pronto, como señalaban las guías del río, el viento se levantó. Eran las cinco. Noté, en primer lugar, un golpe bajo mis pies y, de inmediato, sentí que la canoa comenzaba a bailar. Las ondas corrían a lo largo de las bordas. Unas lo hacían hacia el sur y otras hacia el este, en un bamboleo sin sentido; a cada minuto que transcurría, la violencia del viento aumentaba y las olas del centro del lago formaban espumarajos blancos. Habíamos recorrido algo más de veinte kilómetros durante la jornada y el temporal nos obligaba a refugiarnos en tierra.

Por suerte, nos encontrábamos en una zona próxima a la ribera en la que la costa se dibujaba en una sucesión de pequeñas playas de guijarros. No obstante, nos costó un enorme esfuerzo alcanzar la orilla. El oleaje nos empujaba lago adentro, como si la tierra nos rechazara y nos indicase que éramos unos extraños. Pensé que el Laberge trataba de ahogarnos.

Al fin, a fuerza de violentos golpes de remo, logramos alcanzar una playa repleta de troncos rotos y alisados por la vehemencia del deshielo del río. Saltamos a tierra y tiramos de las barcas para amarrarlas a los árboles más próximos. Había comenzado a llover con fuerza y el lago bullía como un caldero colocado sobre un fuego muy vivo.

Nos refugiamos del chaparrón al abrigo de un bosquecillo, arrebujados en nuestros chubasqueros. Durante media hora, el temporal continuó, pero a eso de las cinco y media pareció remitir levemente. Decidimos salir de nuevo. No obstante, entrando ya en el lago, un oleaje furibundo nos zarandeó como si las canoas fuesen barquitos de papel y nosotros, marineros sacados de un recortable, escupiéndonos de su lecho. El viento arrojaba dentro de nuestra barca grandes cucharadas de agua, hasta que llegó a cubrirnos los tobillos. Vi la canoa de Rosa y Pere a punto de zozobrar. Después, Jaime y yo chocamos contra una roca.

Por fortuna, mientras Jaime luchaba con el remo para evitar volcar, logré saltar cerca de la ribera y, con el agua llegándome hasta la mitad del muslo, arrastrar la canoa hasta la orilla jalando uno de los cabos. Mientras tirábamos del cabo de popa hacia la pendiente que se alzaba sobre la playa, era consciente de que nos habíamos salvado casi por milagro del naufragio. Nunca reparas en tu forma física cuando te enfrentas a un peligro salvo en el instante mismo en que te derrumbas. En esos momentos, además, el tiempo camina muy despacio y cada segundo te parece casi un minuto.

Los seis jadeamos unos instantes sentados sobre los guijarros de la playa. No teníamos otro remedio que quedarnos allí a pasar la noche, pues la tormenta no ofrecía visos de calmarse en varias horas.

Al final del lado norte de la ensenada se alzaba un promontorio rocoso, y Juanra caminó y trepó la cuesta hasta perderse de vista. Volvió a los pocos minutos. Había encontrado un lugar de acampada en la parte trasera del roquedal, una llanada rodeada de bosques.

El viento era feroz y no cesaba de llover. Nos costó media hora larga trasladar hasta el lugar nuestras bolsas, alimentos y equipo, pues la violencia del oleaje no nos permitía acercar las canoas por la línea de la playa hasta las cercanías del promontorio. Montamos las tiendas, encendimos fuego bajo una lona y organizamos el campamento para la cena y el descanso. Desde la altura veíamos el oleaje del Laberge: largas olas picudas que formaban oleadas salvajes. El cielo estaba muy oscuro y la llovizna no remitía. Por fortuna, la espesura del bosque nos protegía del viento.

Calculé con Jaime los kilómetros que habíamos recorrido y convinimos que eran unos veintitrés, de tal modo que nos encontrábamos a unos cien, más o menos, de la boca del lago Marsh, en donde comienza la corriente del Yukon. El lugar más próximo que marcaba el mapa, más o menos a un kilómetro en dirección norte, dibujaba un arroyo, el Laurier Creek.

Enfrente, arrimada a la orilla occidental del lago, se tendía la sombra lóbrega de la isla de Richthofen, azotada por el oleaje y el viento. La jornada nos había agotado y la noche no pintaba para chistes ni canciones. Cenamos carne y pasta y nadie habló demasiado, tal vez pensando en lo que nos depararía la suerte día siguiente. Yo creo que todos teníamos miedo al lago.

Durante la noche, llovió fuerte sobre las tiendas de campaña. Pero el ruido no cegó los ronquidos de Jaime, que tronaban en la tienda vecina. En cambio, a mi lado, Pere descansaba con placidez, sin dejar escapar un solo gruñido. Compadecí al paciente Juanra, que compartía tienda con Jaime. Y me dormí como un animal viejo y fatigado.

La segunda mañana de nuestro viaje amaneció con el cielo encapotado. Había olas, pero no tantas como la tarde anterior y, sobre todo, no soltaban espumarajos turbios, lo cual era una buena señal según las guías del río. Desayunamos sin dejar de mirar al lago y me tomé otro antiinflamatorio.

El tiempo no era el mejor de los posibles, pero no podíamos quedarnos en aquella tierra de nadie, expuestos a un súbito empeoramiento del tiempo. De modo que, de común acuerdo, decidimos seguir el viaje. Cargamos las canoas y, poco después de las diez de la mañana, reemprendimos la navegación.

La salida fue muy difícil a causa del oleaje que se arrojaba sobre la playa. A duras penas, y con riesgo de desequilibrarlas y volcar, pudimos sacar las canoas, metiéndonos en el agua hasta las pantorrillas, y saltar a su interior. Las olas venían de lado y sus gruesos salivazos entraban en las barcas.

Jaime y yo formábamos el equipo con mayor peso, y en el interior de la canoa, el agua nos cubría los pies. Pero conseguimos, no sin esfuerzo, separarnos unos metros de la playa y comenzar a remar. Durante largos minutos, mientras yo le daba con vigor a la pala, Jaime timoneó y al mismo tiempo achicó el agua sirviéndose de un tazón de plástico.

El cielo se tendía como un cortinaje de humo oscuro sobre el Laberge y las olas golpeaban con fuerza en la borda de babor de la canoa. El viento llegaba sesgado desde el sudoeste y, aunque con dificultad, nos permitía avanzar, sobre todo gracias a la pericia de Jaime con el timón y a la fuerza que yo intentaba imprimir a mis paladas. Media hora después de zarpar, las otras dos embarcaciones, más ligeras de peso, habían ganado una distancia de unos doscientos metros por delante de nosotros.

Por fortuna, no llovía. Pero el paisaje resultaba tenebroso a nuestro alrededor: los negros nubarrones que tapaban la visión de las montañas, las paredes escarpadas de hosca roca basáltica, el hervor mohoso del agua, la ausencia de vegetación en las alturas pétreas de los farallones, la neblina que se agarraba a los salientes rocosos en la lejanía de la costa… No había aves ni en el cielo ni en el agua y navegábamos por un lugar en apariencia deshabitado, sin asomo de vida. Intentaba vencer mi temor. Me dio por burlarme de aquella situación imaginando que Jaime era un revivido Caronte; el Laberge, la mítica laguna Estigia que conducía a las profundidades del Hades; y yo, un rey griego de antaño que descendía a los Infiernos. He descubierto hace años que el humor es la mejor forma de combatir el miedo.

Pero resultaba muy difícil vencerlo. Navegábamos a menos de cinco metros de la pared y yo temía que el golpe imprevisible de una ola nos arrojara contra las rocas y nos hiciera naufragar. Mis pensamientos eran tan pesimistas como el cielo tormentoso, por más que intentaba que mi ánimo no se desplomara. Caer al agua sería el fin, pues no había el menor espacio en donde ganar la tierra, sólo la adusta pared sobre las aguas agitadas. Los chalecos salvavidas nos permitirían flotar, desde luego, pero nada podría librarnos de la hipotermia. Y nuestros compañeros estaban muy lejos. Además, ¿qué harían para sacarnos del agua?: ¿Acaso no estaban ellos sufriendo parecidas penalidades? Entretanto, el paisaje que se extendía delante de nosotros lo formaban una sucesión de acantilados basálticos hasta donde a vista alcanzaba, cuatro o cinco kilómetros. Y tratar de ganar nado la costa contraria, caso de volcar, resultaría imposible, ya que la distancia era superior a los tres kilómetros.

El tiempo, además, parecía empeorar. El agua combatía contra las rocas de la ribera, mientras las gaviotas volaban ahora sobre nosotros, chillando con furor, como si fuesen los heraldos de una tragedia y celebrasen de antemano nuestro fin. El oleaje parecía de repente entregado a la histeria y yo creía sentir que el lago rugía desde sus profundidades, como si escondiera una estremecedora violencia que, en poco tiempo y sin remedio, habría de saltar brutalmente a la superficie.

Y entonces Jaime se arrancó a dar voces que hacían burla de la situación. Miraba a las pétreas paredes y gritaba imitando voces en lengua gallega:

—Oh, oh, oh… ¡a Costa da Morte, a Costa da Morte!

Y seguía:

—¡Os percebeiros, os percebeiros! ¡Buen lugar para percebes!, ¿no, Tío Reverte?

Y volvía:

—¡A Costa da Morte, a Costa da Morte!

Y a renglón seguido se lanzó a contarme, dando grandes voces, una retahíla de chistes.

La situación me hizo reír de puro insólita. Mi miedo se adormilaba. Me di cuenta de que Jaime no hacía otra cosa que intentar serenarme. Y lo logró.

A eso de la una y media, después de más de tres horas de navegación arrimados a los farallones de roca, una pequeña bahía se abrió en la orilla. Atracamos las barcas para darnos un descanso y almorzar. Calculamos que nos encontrábamos en el kilómetro 115 del Yukon, lo que significaba que nuestro avance había sido, aproximadamente, de unos quince kilómetros. Viajábamos, pues, a menos de cinco kilómetros por hora.

No quería pensar en que de nuevo tendríamos que subirnos a las barcas en aquel lago inclemente. Pero no podíamos quedarnos allí. De modo que embarcamos a eso de las dos y veinte para acercarnos cuanto pudiésemos a la salida del Laberge. Me dolían los brazos y los hombros cuando me senté en la canoa y tomé el remo.

La costa mostraba todavía escarpaduras, pero había tramos en donde la orilla se abría en pequeñas playas accesibles, lo cual tranquilizaba y consolaba. Pensé que podríamos volcar, pero ya no moriríamos. Jaime ordenó que las tres canoas viajasen próximas entre sí.

A las cuatro y media, el oleaje se encrespó aún más. No era posible seguir. Jaime consultó el mapa y señaló un saliente rocoso a menos de un kilómetro de distancia. En teoría, según la carta, detrás había un buen lugar de acampada. Y, en efecto, a la vuelta del roquedal, la orilla formaba un recodo que ofrecía un pequeño remanso protegido de las olas. Un bosquecillo de fresnos, chopos y álamos blancos se extendía a lo largo de la tierra firme.

Era un lugar hermoso. O quizás me parecía mucho más hermoso de lo que en realidad era si pensaba en que mis pies pisaban el suelo, en lugar de sentir mi trasero meciéndose sobre las olas impredecibles del Laberge. Calculamos con el mapa que habíamos recorrido veintiséis kilómetros, seis más que el día anterior. La salida de aquel maldito lago quedaba, según esto, a siete kilómetros del campamento. Por otra parte, en el mapa, la costa que habíamos recorrido carecía de nombres, sólo señalaba indicaciones sobre la presencia de roquedales y escarpaduras. Volví a recordar los versos de Service, escritos alrededor de 1897:

Hay una región en donde las montañas no tienen nombre…

Era el año 2006 y seguían sin tenerlo. ¿A quién podía importarle cómo se llamaba aquel lugar deshabitado y tétrico?

En la atardecida, junto al fuego, celebramos nuestra suerte con algunas canciones de Rosa, que Jaime se empeñaba en secundar con desatino. Era un tipo invencible, tanto si se enfrentaba a un temporal como si lo hacía contra el pudor. Pensé que a su lado, sería capaz de viajar al último rincón de la Tierra en las condiciones más penosas; en tanto que, si me lo encontrara en una fiesta de sociedad, me iría al otro extremo del salón. Por suerte para nuestra amistad, a ninguno de los dos nos gustan las fiestas de sociedad.

Esa noche cenamos pollo con puré de patatas.

De nuevo, mi compañero de tienda, Pere, cayó rendido al minuto de acostarse y durmió como un bebé, mientras que yo tardé en conciliar el sueño, a pesar del enorme cansancio que me invadía. En mi ánimo se cruzaban sensaciones extrañas. Sentía miedo al recordar cuanto había sucedido durante el día, todo ello fresco aún en mis emociones. Pero al mismo tiempo, la idea de continuar me producía una cierta euforia en el espíritu. Percibía que estaba venciendo sobre algo que habitaba dentro de mí mismo.

Y así era, en efecto, a pesar de que aún no sabía definir sobre qué vencía. Más tarde, al terminar el viaje del río, me di cuenta de que había estado combatiendo contra el sentimiento de aceptación de la vejez. Y que había salido victorioso.

El esfuerzo físico, llevado incluso hasta los límites del agotamiento, endurece el alma y templa el corazón. No hace falta ser un atleta, sino más bien todo lo contrario, para percibir la energía que concede al ánimo el reto del ejercicio de los músculos.

El lago Laberge hubiera podido ahogarnos. Pero yo sentía cierto orgullo de enfrentarme a su vehemencia. Pensaba que podíamos vencer su ira con la nuestra. Y que por ello remábamos con furia.

Remitió algo la lluvia durante la noche y cesó a la amanecida. Cuando nos levantamos, a eso de las siete, la luminosidad del día se tendía sobre el Laberge y las dos orillas. El cielo estaba cubierto de altas nubes esponjosas y el oleaje seguía agitando las aguas. Sentí que odiaba aquel lago. Decidimos, a pesar de todo, que teníamos que salir. Y dos horas después, tras desayunar y recoger el campamento, de nuevo bailábamos sobre el hervor de las olas.

Era muy incómodo remar, pues las aguas nos empujaban contra los farallones. Había que darle duro al remo para evitar estrellarnos contra las rocas. Pero no podíamos alejarnos demasiado de la costa, ya que internarse en el centro del lago, según señalaban las guías, suponía un riesgo mucho mayor.

El cielo comenzó a aclararse, aunque el sol se resistía a asomar en plenitud entre las delgadas nubes que ahora lo recorrían. En un par de ocasiones nos detuvimos a descansar al abrigo de las playas, para reponernos de la fatiga. Me dolían los hombros, pese a que había tomado una pastilla de antiinflamatorio en el desayuno.

Una hora y media después de haber zarpado, cruzamos junto a un roquedal que sobrevolaban numerosas gaviotas. Y en la orilla, chillando asustados, distinguimos varias decenas de polluelos que asomaban en los agujeros de la piedra. Arriba, en el pico de un pino muy alto, se posó una gran águila calva, en espera de su ocasión para cazar una de las crías. No la tuvo, sin embargo. La escena que habíamos presenciado dos días antes se repitió: una pareja de gaviotas comenzó a lanzarse en vuelos en picado hacia la rapaz, amagando picotazos en la proximidad de su cabeza. El águila huyó a la cuarta o quinta pasada de los valientes pájaros.

Hacia las doce del mediodía, el sol brilló con más fuerza y apartó las nubes. Entramos en una suerte de enorme piscina rodeada de bosques, cercada más allá por altas montañas, algunas de las cuales conservaban en sus picachos restos de nieve. Era el final del lago. No obstante, debíamos remar todavía con fuerza contra el viento que nos daba de cara y mantenía muy vivo el oleaje.

No era fácil de encontrar la salida del cauce del Yukon. Jaime escrutaba el mapa mientras nos dirigía hacia el norte.

—¡Tiene que estar allí, allí enfrente! —gritaba mientras señalaba a un punto entre las enormes arboledas de chopos y abetos—. ¡Surge junto a unas rocas, según el mapa!

Jaime y yo íbamos delante de los otros. Los minutos pasaban por mi cabeza con la lentitud de las horas, tal era mi ansiedad por abandonar aquel diabólico lago.

Al fin, escuché el grito de Jaime:

—¡El Yukon, el Yukon…, ahí está!

Miré hacia donde apuntaba su mano. Un centenar de metros más allá, la boca del río iba abriéndose en un cauce de no más de treinta metros de anchura, junto a unas rocas que flanqueaban la orilla derecha. Sentí que se aceleraban los latidos de la sangre en mi corazón y en mis sienes y que, por un instante, desaparecía el dolor de mis hombros. La corriente empezaba a tomarnos en sus brazos y dejamos durante unos momentos de remar.

Las otras canoas se aproximaron a la nuestra. Juanra sonreía cerrando los labios y moviendo la cabeza con gestos afirmativos; Jon dejó escapar un aullido de júbilo; Pere me hizo gestos de alegría mientras apoyaba el remo sobre sus rodillas y cerraba los puños blandiéndolos en el aire; Rosa dijo algo que me sonó como un «¡bravo!» en tanto que sonreía de oreja a oreja; y Jaime se arrancó a cantar una ranchera mexicana, creo recordar que era «El Rey».

Yo me sentía pleno de vanidad, tan satisfecho de mí mismo como no lo había estado durante años. Ahora, meses después de aquello, mientras escribo sobre mis notas y recuerdos, ya no odio al Laberge. Antes bien, lo contemplo como un cómplice de mi dignidad ganada, después de los años de desánimo y fragilidad que había posado en mi espíritu la malaria que contraje en el Amazonas.

Un río había robado mi vitalidad y vencido mi orgullo. Otro río, el Yukon, me los devolvía.

Navegando ya ese tramo del Yukon, pensé que, después de todo, habíamos tenido suerte. En septiembre de 1897, a Jack London y sus cuatro compañeros, acompañados de nuevo por el Belle of Yukon, que venía detrás, les llevó casi una semana cruzarlo, a causa sobre todo de los persistentes vientos del norte. El día 30 de septiembre, Thompson anotaba en su diario:

Nos levantamos muy temprano, pero al comenzar a navegar encontramos un mar muy recio y un fuerte temporal, de modo que hubimos de refugiarnos en una cala en donde permanecimos casi todo el día, cegados por una tormenta de nieve. A las cuatro de la tarde pudimos navegar un poco, alrededor de una mina, pero hubimos de refugiarnos de nuevo en un pequeño puerto en donde acampamos y en donde encontramos a otras embarcaciones. El siguiente día la tormenta fue tan fuerte que no pudimos zarpar. Jim Goodman fue a ver si cazaba algo y volvió sin nada. El sábado, no sin dificultades, pudimos salir y alcanzar el río [en esa parte llamado Thirtymile River] a las tres de la tarde.

Era el día 2 de octubre y el invierno se echaba encima. Detrás de ellos, el hielo comenzaba a cerrar el Laberge.

En el tramo que va desde la boca septentrional del Laberge hasta el antiguo poblado minero de Hootalinqua, hoy abandonado, el Yukon es conocido con el nombre de Thirtymile River, río Treinta Millas, que es la distancia exacta que separa los dos lugares y que, en kilómetros, equivale más o menos a cuarenta y siete o cuarenta y ocho.

Ese era el recorrido que íbamos a cumplir a partir de ese instante. Pero en condiciones muy distintas, según indicaban las guías del río: llevados río abajo por una corriente vigorosa a la que no afectarían ni los vientos ni los oleajes.

Sentía que bajábamos el río como si llevásemos un motor en popa y, unos cuantos kilómetros después de iniciar el descenso, calculando con el reloj el tiempo empleado, concluí con Jaime en que viajábamos a una velocidad entre los diez y los doce kilómetros por hora.

Las orillas aparecían cubiertas por alfombras de sedoso verdor bajo las arboledas de ramas jugosas. En las abundantes charcas de las riberas flotaban plantas acuáticas y el agua era transparente. Bosques de colosales abetos, álamos y chopos se alzaban hacia los altos del cielo y trepaban las elevadas y rudas montañas. Al mismo tiempo, las aves regresaban: bandos de patos que volaban a ras de agua cerca de las riberas, asustados a nuestro paso; somormujos y colimbos; gaviotas, halcones y solitarias águilas de cabeza blanca y recio pico amarillo. Una de ellas, enorme, nos vio pasar sin asustarse desde la rama en donde se posaba, a menos de dos metros de altura de nuestras cabezas. Se dejó fotografiar con pasmosa tranquilidad.

Era un lugar magnífico, lejano a los hombres, invadido a menudo por un silencio reverencial que solamente quebraban el vivo y monótono rumor de la corriente y, de cuando en cuando, el grito de un ave de presa. Y nosotros nos sentíamos como recién nacidos a la vida. Los bosques y el río nos parecían virginales y el aire corría limpio, como si aquel fuera el primer día del mundo.

Nos detuvimos en una isla escarpada a comer unos embutidos. Había una cabaña abandonada y una mesa con bancos para ocasionales acampadas. Daba gusto sentarse a almorzar en una mesa después de tres días de hacerlo en el suelo o sobre troncos. La isla me pareció un pequeño espacio de civilización rodeado por un territorio salvaje. Desde su altura, veía la corriente discurrir con vigor hacia el norte, al pie de un farallón de roca desnuda. Varias gaviotas jóvenes jugaban a dejarse llevar por la viveza del agua. Mapa en mano, Jaime calculó que podía ser la Johnston’s Island.

Transcurrida una hora, aproximadamente, seguimos el viaje por el río de aguas veloces y deslumbrantes.

El cielo comenzó a encapotarse poco después. Al cruzar junto a los acantilados Tanana, unos pequeños rápidos de olas revueltas nos tomaron en brazos y nos hicieron pasar un mal rato. Entró agua en la canoa, lo que nos obligó a achicar durante un buen rato una vez pasado el peligro.

El cielo se iba tornando cada vez más negro.

El Treinta Millas no ofrece serias dificultades para la navegación. No obstante, fue el escenario de una historia de imponente dramatismo, la de un buscador llamado Casey.

Casey cruzó el Chilkoot Pass unos años antes de la fiebre del oro del Klondike, atraído por la noticia de que se había encontrado un buen filón en el río Stewart, un tributario del Yukon que desemboca en su curso algo más de cien kilómetros antes de Dawson City. Casey logró cruzar el paso con todo su equipo, alcanzó el lago Lindeman, construyó una barca y se lanzó río abajo. Salvó con pericia el Miles Canyon y los rápidos del White Horse y atravesó el Laberge sin que las tormentas hundieran su embarcación. Pero al descender el río Treinta Millas, su barca chocó contra una roca, naufragó y Casey perdió todas sus vituallas y equipo.

No debía de ser un tipo fácil de desanimar. Volvió como pudo hasta Skagway, se hizo con nuevo equipo y alimentos, cruzó de nuevo el Chilkoot, atravesó los rápidos del río y el Laberge y se plantó en la boca del Treinta Millas. Descendiendo, volvió a chocar con la misma roca y todo su equipo se perdió de nuevo.

Casey logró ganar la orilla nadando y encontró en la playa una tienda levantada por unos mineros, en ese momento vacía. Entró, tomó uno de los rifles que había allí y se pegó un tiro.

Leyenda o realidad, la historia parece una obra trágica.

Eran las seis y media de la tarde cuando el valle se ensanchó ante nosotros, en el lugar en donde el Thirtymile recibe las aguas del río Teslin —también conocido como Hootalinqua— y vuelve a llamarse Yukon. La boca del río, de unos doscientos metros de anchura, arrojaba un gran caudal de aguas color marrón oscuro y cegaba la claridad del Treinta Millas. Comenzaba a chispear.

Algo más de un kilómetro más adelante, atracamos en orilla izquierda del río, junto a las ruinas del poblado abandonado de Hootalinqua, adonde Jack London llegó el día 3 de octubre de 1897. Habíamos recorrido 55 kilómetros y nos encontrábamos en el 181 del Yukon.

Hootalinqua fue un establecimiento de los indios tlingit y tutchone que, posteriormente, se convirtió en un poblado minero cuando los buscadores de oro comenzaron a llegar a la región a principios de la década de los noventa del siglo XIX. No obstante, los yacimientos auríferos próximos no resultaron tan ricos como se esperaba, y el lugar acabó transformándose en un centro de avituallamiento y en puerto de refugio de invierno para los viajeros que iban hacia el Klondike. También en Hootalinqua se vendían perros para los trineos. Además, el pueblo contaba con una oficina de telégrafo y de correos. Hoy en día quedan los restos de algunas antiguas cabañas, además del puesto telegráfico, rehabilitado por el gobierno canadiense, que ha declarado Hootalinqua archeological site. El poblado fue abandonado en 1910, aunque durante algunos años permaneció allí con su familia el operador del telégrafo, un tal John Ward.

El poblado se alzaba a las orillas del río y en la pendiente de una colina empinada. De ahí ese expresivo nombre de Hootalinqua, que en lengua tlingit significa «corriendo contra la montaña», exactamente lo que parece hacer el río Teslin al salir al Yukon: arrojar sus aguas sobre la pequeña bahía que se abre al pie de la colina, como si quisiera anegar la tierra.

Había un estupendo espacio de acampada, con un amplio techado que cubría una larga mesa y bancos de madera, y una cocina construida con ladrillos para hacer un buen fuego. También disponíamos de leña en abundancia y, a menos de treinta metros del campamento, discurría un arroyo de aguas muy claras de dulce sabor.

El único problema era la abundancia de mosquitos, a causa exuberante vegetación del lugar. Pero la lluvia arreció al poco de nuestra llegada y los insectos desaparecieron casi por completo. Cenamos arroz con carne y tomamos un poco de ron blanco para combatir el frío que esa noche traía el viento. Antes de encerrarnos en las tiendas para dormir, como muchas otras noches, hablamos de nuestros viajes por el mundo y, como era obligado, Jaime soltó una retahíla de chistes sin interrupción, algunos de ellos tan viejos como el ser humano. Después, nos contó que su madre ya intuía desde niño que acabaría en el oficio de guía:

—Cuando era pequeño, me decía que parecía un lobo encerrado. Es curioso, pero muchos años después, unos nómadas, en el sur de Marruecos, me dijeron que me había comido las patas de un chacal.

Llovió fuerte durante la noche y continuó lloviendo parte de la mañana, por lo que no pudimos zarpar hasta casi las once. Ese día, para nivelar pesos y puesto que yo había adquirido cierta pericia con el remo, Pere pasó a timonear en mi canoa y Jaime se trasladó a la popa de la barca de Rosa. Así seguiríamos hasta Dawson City. Me sentía fuerte y mis dolores habían desaparecido.

Al poco de partir, nos detuvimos en la pequeña Shipyard Island (isla del Astillero), en donde se encuentran los restos del vapor Norcom. Era una isla muy boscosa y la visión del buque, deteriorado por el paso de los años, dibujaba con dramatismo la decadencia de un mundo desaparecido, el período de la carrera del oro. El barco, llamado al principio Evelyn, cuando lo botaron en el puerto de Seattle en el año 1908, recorrió durante años la ruta entre Saint Michael, Dawson y Whitehorse, rebautizado ya, hasta que en 1931 fue sacado a tierra para servir como taller de los astilleros que instaló en la isla la Compañía de Navegación del Yukon, desaparecida en 1950.

Nos fotografiamos ante aquella reliquia del pasado y seguimos el viaje a bordo de nuestras embarcaciones. El río bajaba rápido, poderoso, y se iba ensanchando poco a poco. Cruzábamos junto a extensos bosques y, a veces, bajo largos terraplenes de tierra de aluvión, que parecían las cicatrices cenagosas de antiguas avalanchas. De cuando en cuando asomaban grandes espacios de selva arrasada por los incendios. Se veían pocas aves ahora, algún que otro martín pescador y un par de parejas de grandes cuervos feos, chillones y fúnebres. Me acordé de Edgar Allan Poe: «Said the Raven: never more…».

El viento era cortante y limpio. Remábamos alegres, todavía con la resaca del Laberge en la memoria. Poco antes de las dos, atracamos para comer al arrimo de un talud, en un lugar boscoso donde a duras penas se mantenían en pie los restos de una antigua granja. Nos acomodamos en la explanada de un altozano que se alzaba sobre la orilla derecha del río, al que nos costó no poco esfuerzo subir la cuba con la comida. Pero no había otro lugar accesible en las cercanías.

A las tres y media seguimos el viaje, tras echar una breve siesta bajo el sol tibio, cada uno en donde buenamente pudo acomodar su cuerpo. Al subir a las canoas, Juanra perdió pie en el talud y se fue al agua. Tuvo que cambiarse de ropa por completo, pero el incidente no pasó de un pequeño sobresalto.

A las cuatro comenzó a llover a mares. El río bajaba con violencia y se hacía muy duro remar cada vez que teníamos que enderezar el rumbo, cortando en forma oblicua la corriente, lo que sucedía con frecuencia. Envueltos en nuestros chubasqueros, parecíamos una pequeña partida de fatigados tramperos que bogaban con enorme dificultad en medio de una capa gris de lluvia, bajo un cielo también gris y sobre un agua del mismo color. La lluvia levantaba mucho frío y el viento nos arrojaba a la cara gotas de agua que picaban como alfilerazos. Lo único esperanzador era que íbamos muy deprisa.

Pugnamos contra la fuerza del río por detenernos en la desembocadura del Big Salmon River (Río Grande del Salmón), en donde quedan los restos de un antiguo poblado minero. Pero las orillas, sacudidas por los golpes de la corriente, oponían serias dificultades. Jaime, Rosa, Pere y yo conseguimos arrimar nuestras canoas, pero la barca de Juanra y Jon siguió río abajo, perdiéndose de vista. De modo que, tras saltar a tierra, bajo una lluvia frenética, volvimos a embarcarnos de inmediato para no perder contacto con ellos. Los alcanzamos un par de kilómetros más adelante.

Teníamos previsto detenernos a ver algunos puntos del recorrido, entre ellos algún otro poblado abandonado y una vieja draga de los tiempos de la fiebre del oro, pero la lluvia y el frío lo desaconsejaban.

Hacia las siete, el aguacero había adquirido tal virulencia que apenas veíamos las otras barcas, con los ojos cegados por la lluvia, mientras el río y el cielo parecían formar una pared opaca del color del granito. Nos arrimamos a una playa en la orilla derecha, frente a un lugar llamado en el mapa la Hendricksen Slough (Ciénaga Hendricksen). Jaime calculó con la carta que estábamos en el kilómetro 252 del Yukon, aproximadamente.

Discutimos sobre si acampar allí a pasar la noche. Pero todavía era temprano y el lugar era una explanada desolada, expuesta a la lluvia y al frío. Decidimos seguir.

Alrededor de las ocho, la tormenta amainó y finalmente cesó de caer agua. El cielo, sin embargo, seguía cubierto por nubes oscuras. Viajábamos empapados y ateridos. Eran las nueve menos diez cuando alcanzamos un punto llamado Twin Creeks (Arroyos Gemelos), que el mapa marcaba como un buen lugar de acampada. Aquel día habíamos remado cerca de diez horas y recorrido 94 kilómetros. Estábamos en el 275 del Yukon.

Costó trabajo atracar, a causa de la vehemencia del agua. Pero, de súbito, en la orilla aparecieron dos tipos grandes y fornidos que nos ayudaron a ganar la tierra firme.

Eran como dos angelotes de la guarda. Tenían un gran fuego encendido y té caliente, que nos ofrecieron con generosidad. Rosa y yo tiritábamos de frío arrimados a la hoguera, cada uno agarrado a un enorme tazón de bebida ardiente que nos calentaba las manos y el estómago.

Los tipos se llamaban Guy y Helmut y rondaban los cincuenta años de edad. El primero era francés, alsaciano, y el segundo, alemán, de Hamburgo. Bajaban, como nosotros, el Yukon, rumbo a Dawson, pero con mayor lentitud, pues su objetivo sobre todo era practicar la pesca del graylins ártico, un pez fluvial que puede llegar a alcanzar los dos kilos y medio de peso y los setenta centímetros de longitud. Guy era guardabosques y lucía un gran bigote rubio; Helmut trabajaba como geólogo y sus cabellos y su barba brillaban prematuramente blancos. Dormían cada uno en su propia tienda de campaña y las plantaban bastante alejadas la una de la otra, pues Helmut no soportaba los ronquidos de Guy. Eran bromistas, reidores y fornidos. Los bautizamos de inmediato como los «Mataosos» y nos encontraríamos con ellos todavía un par de veces en los días siguientes.

Esa noche, después de cenar, Guy nos ofreció un trago de calvados destilado por él mismo. Se había traído una garrafa de cinco litros, desde su tierra, para alegrarse el viaje.

—¿Es un vieux calvados? —le pregunté, aceptando el vaso de plástico que me tendía.

—Allí, en Alsacia, no le dejamos que envejezca. Así eran los «Mataosos».

Cenamos salchichas con beicon y, antes de retirarnos a descansar, al arrimo de la hoguera, charlamos durante un buen rato con Helmut y Guy, utilizando el inglés y el francés, que hablábamos casi todos, y en ocasiones, por parte de Rosa y Helmut, también el alemán. Si hubiese existido un Arca de Noé con especímenes humanos, sin duda los ocho hubiésemos formado parte de la tripulación.

Reparé en algo que ya venía percibiendo en viajes anteriores por el mundo: desde unos cuantos años atrás, cada vez que encontraba en el camino con otros viajeros europeos, sentía eran mis compatriotas. Aquella noche, conversando con el francés y el alemán, tuve el mismo sentimiento. La construcción de Europa va tejiendo con lentitud una recia alfombra de espíritu comunitario en la base social de nuestro continente. Nunca el sentimiento europeo ha sido tan vigoroso como ahora ni el nacionalismo tan inútil.

Cuando nos retiramos a las tiendas, siguió lloviendo. Pero estaba agotado y dormí como un saco. A mitad de la noche, sin embargo, me desperté alarmado: había soñado que me caía al agua y, de hecho, caí sobre mi compañero. Pere se sobresaltó también; no obstante, al minuto estábamos de nuevo dormidos. Ni siquiera las pesadillas podían contra el cansancio acumulado durante el día.

Cesó la lluvia por la mañana y, tras decir adiós a nuestros camaradas del río, seguimos el viaje a las diez y veinticinco. El sol comenzaba a asomar, primero con timidez y, más tarde, esplendoroso, con una luminosidad intensa que ensanchaba el espacio. A mediodía hacía calor. La presencia de aves era de nuevo frecuente, sobre todo los patos, los somormujos y los martín pescadores.

Cruzamos junto al Little Salmon River, el Río Pequeño del Salmón, a eso de las doce y media y, un poco más adelante, junto a un cementerio indio abandonado que marcaban las guías y que habíamos previsto visitar. Pero no nos detuvimos: el tiempo era bueno y queríamos aprovechar para ganar kilómetros de río.

Por la misma razón, tampoco atracamos para almorzar. A las dos, amarramos las canoas entre sí y, dejando que la corriente nos deslizara aguas abajo, comimos unos bocadillos de queso y de un espantoso salami ahumado, que a varios de nosotros se nos estuvo repitiendo en el estómago hasta la anochecida. Jaime, entre bocado y bocado, contaba chistes sin descanso y hacía el payaso, poniéndose de cuando en cuando en pie en popa de la barca y cantando baladas de amor a las montañas. Tres cuartos de hora más tarde volvimos al remo.

Era una tarde magnífica, con el sol entreverado de nubes, lo que nos ahorraba el calor y la quemazón del sol. El Yukon se mostraba pleno de pujanza. Próximo a la orilla, un alce bebía agua con las patas hundidas en el río y, al distinguirnos, alzó la cabeza y nos vio pasar con indiferencia. Las guías advierten que estos animales pueden ser peligrosos si se cruza cerca de ellos, sobre todo si van acompañados de crías. Aquel no se preocupó demasiado de nosotros.

El río era muy ancho y había numerosas islas. En las riberas se alternaban bosques apretados de coníferas con acantilados de piedra basáltica. Con frecuencia debíamos remar con mucho esfuerzo, para contrarrestar el capricho de la corriente que trataba de empujarnos hacia los canales próximos a las orillas, alejándonos de la ruta más directa. Pero nos sentíamos alegres, con las fuerzas recuperadas tras la fatigosa jornada anterior. Jaime no paraba de cantar, con su voz potente y desafinada que retumbaba a veces en los altos farallones de piedra. Acometía toda suerte de canciones, desde piezas de zarzuela hasta fandangos de Huelva, jotas navarras, habaneras de emigrantes, Beatles, Massiel, Rolling y Dúo Dinámico.

En ese tramo del curso del Yukon, hasta pasado el poblado de Carmacks, veíamos con frecuencia la carretera por el lado derecho del río, por encima de los altos taludes, coronada por el cable del teléfono. A veces, los grandes camiones asomaban su chimenea y su caja por encima de las chepas de los montes. Más allá de Carmacks y de los rápidos de Five Fingers, el Yukon giraba hacia el oeste y la carretera se perdía de vista, enfilando hada el norte. Volveríamos a estar muy lejos de la civilización en los días siguientes, a más de un centenar de kilómetros de cualquier establecimiento humano.

Eran las cinco menos cuarto cuando llegamos a las proximidades de Carmacks, la única localidad habitada que hay entre Whitehorse y Dawson City. Unos tres kilómetros antes del centro del pueblo, atracamos las canoas en las orillas del Coal Mine Campsite, un espléndido cámping que contaba con duchas, lavadora, leña en abundancia, sillas y mesas de madera, una cabina con teléfono, parrillas para asar carne o pescado y un quiosco de helados. Habíamos recorrido 76 kilómetros y nos encontrábamos en el 350 del río.

Creo que pocas veces, en mis viajes, he sentido tanto gozo como en la arribada a aquel lugar. Todos los poros de mi cuerpo pedían agua caliente y jabón. Alojarme en el hotel Meurice de París o en el Waldorf Astoria de Nueva York no me había producido tanto júbilo como llegar a aquel rústico campamento del Yukon. La utilización del cámping costaba cinco dólares por persona, incluyendo un viaje de ida y vuelta en el coche del encargado del cámping al centro de la población.

Pere y yo montamos nuestra tienda debajo de unos enormes abetos, no muy lejos de la orilla del gran río.

La leyenda dice que Carmacks nació cuando el descubridor del oro del Klondike, George W. Carmack, junto con su esposa y sus dos cuñados indios, construyó en el lugar donde se alza el poblado una primera cabaña, tres años antes de su gran hallazgo. Quizás sea cierto o quizás no, pero sí es seguro que en 1899 la Policía Montada creó aquí un puesto con barracones para los agentes, almacén, perreras, granero, establos y una oficina de telégrafo. Tres años después, cuando se terminó de abrir la primera pista entre Whitehorse y Dawson City, el lugar se convirtió en estación de la diligencia que hacía el viaje entre las dos ciudades. Y poco a poco, varias decenas de personas fueron estableciéndose alrededor del puesto, principalmente empleados de unas minas de carbón de la zona.

Carmacks cuenta hoy con cerca de doscientos cincuenta habitantes durante la primavera y el verano, que se reducen a la mitad cuando llegan las nieves y el hielo. En la población, además del cámping, hay un hotel, un bar, un supermercado y un restaurante.

Llenamos con nuestra ropa sucia las tres lavadoras del cámping e hicimos turnos para asearnos. Ducharse costaba tres dólares canadienses por seis minutos y medio. Cuando los otros terminaron, me di dos sesiones.

A eso de las siete de la tarde, el sol resplandecía como en un mediodía mediterráneo. Limpios y satisfechos, subimos a la furgoneta del encargado del cámping y nos dirigimos al centro de la localidad. No hubo que ponerse de acuerdo para entrar, casi en tropel, al bar Molson y pedir a la camarera seis pintas de cerveza tostada.

Era un local de luz mortecina que, en ese momento, ocupaban una decena de clientes de ambos sexos, casi todos ellos indios. En una pequeña sala había un billar americano en el que jugaban dos tipos fornidos. Sonaba música country en la máquina de discos.

Me puse a hablar con dos afables muchachos indios que se acodaban a mi lado en el mostrador. Tenían un pelo azabache, largo y lacio; eran bellos y fumaban sin cesar, mientras bebían una cerveza tras otra. No era difícil presagiar qué futuro les aguardaba.

Les pregunté por la fauna de la región. Me contaron que en el verano abundaban tanto los osos que incluso se aproximaban a las casas de las afueras de Carmacks, y que en invierno se veían por los bosques de los alrededores nutridas manadas de lobos.

—Hace dos meses —añadió uno de ellos—, una osa grizzly mató a un geólogo que investigaba en las montañas y que había acampado junto al río Nordenskiold, que desemboca en el Yukon cerca de aquí, en la orilla izquierda, corriente abajo. Fue mala suerte. El hombre había plantado su tienda en un lugar solitario del bosque y, al salir para prepararse el desayuno, se topó de bruces con el animal, que llevaba dos crías. Ya sabe…, cuando hay oseznos, estas fieras son muy peligrosas. Parece que la osa mató al hombre en cosa de segundos, de un mordisco en la garganta, según dicen los que encontraron el cadáver. Pero no se lo comió.

Cenamos salmón, costillas y ensalada en el Gold Panner, un agradable restaurante cercano al bar. Después, compramos yogures y frutas frescas en el supermercado y regresamos al cámping.

Con lentitud, la tarde se recogía, aleteando sobre la mullida superficie de los bosques de la otra orilla. Permanecí largo tiempo fuera de la tienda, antes de retirarme a dormir, escuchando con reverencia el bronco rumor de la corriente del Yukon cerca de nuestro campamento.

Desayunamos plátanos y yogures. El día era muy claro y la temperatura parecía diseñada a la medida humana: tibieza bajo el abrazo del sol y fresco a la sombra de los árboles. Partimos a eso de las diez y media del campamento de Carmacks. Teníamos por delante treinta y cinco kilómetros antes de alcanzar los rápidos de Five Fingers, la mayor dificultad en el camino hasta Dawson City.

Nubes solitarias viajaban por el cielo y dibujaban formas escultóricas que, al poco, se desvanecían para tallar otras distintas: la cabeza de un águila o de un león, el perfil de una chimenea, un seno de mujer, la figura de un guerrero griego… Viajábamos rodeados de bosques, con el aire impregnado de olor a hierba y arroyos de montaña. Jaime y Rosa no cesaban de cantar. Le propuse a Pere que, al cruzar los rápidos, entonásemos la Marcha Radetzky al ritmo de las paladas, y ensayamos un rato.

Cerca de las dos de la tarde se oyó rugir al río al otro lado de una curva y, cuando la doblamos, asomaron ante nosotros las grandes rocas que dividen la corriente del río en canales. Bramaban las aguas al romperse contra la piedra, bajo las altas laderas de los bosques de chopos, abetos y fresnos.

Según las guías, debíamos tomar el brazo del lado derecho, cerca de la orilla, que era el más seguro. De modo que nos arrimamos hacia allí. Jaime dio las instrucciones sobre el orden que deberíamos seguir: primero, su barca; tras ella, la de Pere y mía; por último, la de Jon y Juanra.

Situamos las canoas en fila a un centenar de metros del paso. Jaime y Rosa comenzaron a remar. Pere y yo los seguimos a una decena de metros. Era tan fuerte el ruido y bullía de tal modo el agua, que la excitación hizo que me olvidara de la Marcha Radetzky. De todos modos, no era el mejor momento para cantar nada. El corazón me latía con fuerza.

Y entonces, cuando ya ganábamos velocidad por el impulso de la vigorosa corriente, el golpe de una ola empujó la canoa de Jaime hacia la ribera. Nos gritó a Pere y a mí:

—¡A la orilla, a la orilla!

Las voces de Jaime nos desorientaron, y durante un segundo dudé con el remo, en tanto que Pere descuidaba el timón.

—¡A la orilla!

Pero ya no había tiempo.

Se conoce como Five Fingers a los canales que se forman entre las grandes rocas clavadas en el curso del río y los muros pétreos de las dos orillas. Además de la dificultad que presentan los canales, el cauce se estrecha sensiblemente en este punto del río, hasta quedarse reducido a más o menos unos cincuenta metros. Es decir, se reduce a una tercera parte de su anchura normal, lo que impulsa a la corriente a tomar una mayor velocidad, formando turbulencias y oleajes que constituyen una verdadera trampa para la navegación.

No existe una estadística sobre los naufragios y muertes que produjeron los Five Fingers en los días de la fiebre del oro, cuando los cruzaban centenares de frágiles embarcaciones que viajaban con exceso de peso y manejadas por gentes de escasa experiencia en la navegación fluvial. Pero en una de las guías del Yukon se cuenta lo siguiente:

Al otro lado de los peligrosos rápidos había una pequeña estación de policía en la orilla. Y cerca de ella, una red se extendía a lo largo del río, de tal modo que los cadáveres de los ahogados podían ser recogidos y su identidad, establecida. Todo viajero que cruzase el río por ese lugar en el momento en que la policía extraía cuerpos del agua, estaba obligado a cavar un hoyo y enterrar un cadáver en el cementerio que había en una pequeña colina cercana, recibiendo por ello un pago de diez dólares. Se decía que, en el cementerio, los muertos eran enterrados con algunas reliquias. A causa de ello, muchas tumbas fueron profanadas y las reliquias vendidas a los museos de Estados Unidos.

Remando día y noche desde Hootalinqua, con el hielo echándose ya encima de ellos y turnándose en el timón, London y sus amigos cruzaron poco después del mediodía los rápidos de Five Fingers. Era el día 5 de octubre de 1897.

El instante de duda resultó fatal para nuestra canoa. Una primera ola la colocó de lado y, de inmediato, una segunda la volcó. Cuando saqué la cabeza del agua, vi la embarcación bocabajo, alejándose hacia el canal entre las rocas. Pere se había agarrado a la pequeña soga de popa y, milagrosamente, conservaba puesto su sombrero blanco, que asomaba entre los espumarajos de la corriente como un signo de esperanza de salvación. En cuanto a mí, el oleaje me empujaba hacia tierra y, con el chaleco salvavidas, me mantenía a flote sin dificultad. Por alguna razón extraña, seguía agarrando con fuerza mi remo con la mano izquierda. Ni pensé en ello, pero tal vez sentí una necesidad inconsciente de sujetarme a algo sólido. Me angustiaba pensar en la suerte de Pere, aunque de momento parecía estar bien.

Cuando Jaime y Rosa me vieron a salvo, se lanzaron en busca de la barca volcada, dándole fuerte a las palas. Alcancé la orilla justo en el momento que ellos se situaban junto a Pere y nuestra canoa, arrimándola a la suya, camino ya del angosto pasillo entre las rocas. Ambas embarcaciones descendían sobre los rápidos a gran velocidad.

Salí del agua, tiritando, en una pequeña lengua de arena y guijarros que se extendía bajo un talud de tierra tostada de unos veinte metros de alto, punteado por algunos ralos matorrales y raíces retorcidas de árboles. Seguía preocupándome el destino de mis compañeros y, en particular, el de Pere, que descendía río abajo entre las olas. Tenía motivos para estar asustado, pues la temperatura del agua del Yukon, en esas fechas, puede producir una hipotermia irreversible si se permanece en el agua más de veinte o veinticinco minutos. Yo había leído, antes de comenzar el viaje, que todos los años unos cuantos piragüistas mueren por hipotermia al caer al río. Pere, además, era muy flaco.

La tercera canoa llegó casi de inmediato a mi lado y Juanra me propuso tenderme sobre las bolsas y las cubas, en el centro de la embarcación para nivelar el peso, y cruzar de tal guisa los Five Fingers. Miré las rocas y el río. Me atemorizaba la idea de tratar de cruzarlos de nuevo.

—Ni hablar —dije con determinación.

—También puedes agarrarte a la borda de la canoa y viajas en el agua hasta que atraquemos río abajo.

Me negué de forma radical.

—Subiré el talud a gatas —señalé— y luego treparé por el roquedal. Os buscaré siguiendo la orilla del río, pasados los Five Fingers.

—Las orillas pueden ser muy escarpadas.

—Las prefiero a los rápidos. Además, vi el mapa esta mañana y señalaba un lugar bueno de acampada más abajo de una gran isla, cerca de la carretera general.

Dejé el remo y el chaleco salvavidas a Juanra y me dispuse a trepar. Sólo llevaba una camiseta de manga corta y un calzón también corto, además de las chancletas de plástico y el reloj de pulsera. La gorra la había perdido al volcar la barca en el río.

Subir el talud era arriesgado y, desde luego, una tarea fatigosa. Pero no sentía excesivo temor, porque el instinto de supervivencia se sitúa siempre, en situaciones difíciles, por encima del miedo. Y también del cansancio.

Empezaba a ascender cuando escuché la voz de Jon:

—Aguarda, voy contigo, te va a hacer falta que te echen una mano.

—¡Esperaré una hora aquí, por si tenéis que regresar! —nos gritó Juanra desde la canoa.

Jon tenía razón al ofrecerme su ayuda. Él contaba con cierta experiencia de montaña, en tanto que yo no tenía ninguna. Era delgado, ágil y su forma física mucho mejor que la mía. Se situó a mi lado y me dio las primeras instrucciones.

—Sube despacio, sin precipitarte. Cada vez que te sujetes a un matorral o a una raíz, comprueba bien que resiste tu peso antes de seguir. Si pierdes el equilibrio, no te dejes caer hacia atrás, sino que te giras y bajas deslizándote sobre tus espaldas, con los pies por delante. De otro modo, te puedes romper algún hueso e, incluso, la cabeza.

Ascendimos sin prisas. La tierra se desmoronaba bajo mis pies y a punto estuve de perder la estabilidad en un par de ocasiones. Pero hubo suerte y, en cosa de veinte minutos, ganábamos la cima del talud. Delante de nosotros, la pendiente se suavizaba un poco y los árboles del tupido bosque nos ofrecían protección: podíamos caminar, agarrándonos a los troncos si se hacía necesario.

Seguimos hacia nuestra izquierda, sin cesar de subir. Pretendíamos llegar al roquedal de la orilla de los Five Fingers y, una vez en lo alto, hacernos una idea del camino que podíamos recorrer, río abajo, en busca de nuestros compañeros.

Unos minutos después, dimos con una pequeña senda que bajaba hacia una hondonada y luego volvía a subir. En la altura podían distinguirse las piedras del roquedal que buscábamos.

Pasados diez minutos, llegamos a la cresta de la roca. Había una baranda de metal sobre el río y un cartel que mostraba una máquina fotográfica en donde se leía «Panoramic View». Rugían con ferocidad los rápidos y nubes muy negras avanzaban en el horizonte.

—Me temo que nos vamos a mojar —dijo Jon.

—Es igual, yo ya estoy mojado —respondí.

Desde allí, en dirección al río, no se veía otra cosa que bosque y nada nos indicaba cómo podrían ser las orillas. Pero a la derecha, un centenar de metros más allá de donde estábamos, había una escalera de madera que ascendía entre los bosques hacia la montaña y, arriba, en lo alto, sobresalía otra larga baranda de mirador. Sin duda, la carretera del Klondike corría cercana a aquel lugar. Agradecí, y todavía agradezco, la suerte de hallarme en aquel momento cerca de la civilización. Creo que si los Five Fingers se hubieran encontrado a varios kilómetros de la carretera, Jon y yo lo habríamos pasado bastante peor.

Decidimos ir en aquella dirección, pensando que desde la carretera podríamos ver mejor el río. En la escalera nos topamos de pronto con cuatro turistas armados con cámaras fotográficas que bajaban hacia el roquedal para contemplar los Five Fingers y retratarlos. Pensé que resultaba ridículo haber estado, minutos antes, en una situación ciertamente difícil y darme ahora de bruces, súbitamente, con un grupo de turistas que te saludaban con alegría juvenil y exquisita educación. La situación resultaba, sin duda, algo grotesca.

Al final de la escalera, apoyados en la baranda del mirador, otra veintena de turistas hacían fotografías del río. Sospecho que uno me tiró un par de ellas, tal vez porque le llamó la atención verme allí vestido con camiseta, calzón, chancletas y mostrando los signos de una reciente zambullida.

En la explanada había un puesto de refrescos y un autocar una agencia de viajes. Los turistas eran en su mayor parte hombres y mujeres de edad avanzada. Lucían camisetas de colores chillones que exhibían dibujos y eslóganes en la pechera, una se leía «I love the North»; en otra asomaba el rostro sonriente de Micky Mouse. Casi todos mostraban fisonomías de gente bien cebada.

Era desconcertante. Había estado en peligro en los rápidos de un río enfurecido, rodeado de bosques salvajes plagados de osos y, un par de kilómetros más arriba, me encontraba con el retrato de la América de las buenas gentes educadas en la cultura de los dibujos animados.

Me eché a reír. Jon me miró extrañado.

—¿De qué te ríes? —preguntó.

—¿No te das cuenta? Estamos perdidos, lejos de nuestros compañeros, sin dinero ni tarjetas de crédito; sin documentación, sin comida, apenas con algo de ropa… y ahí tienes a toda esa tropa de jubilados felices haciéndonos fotos. América es un lugar extraño.

Junto al quiosco de refrescos, un cartel mostraba un mapa en el que se indicaban los detalles de la zona en donde nos encontrábamos. Más abajo de la isla, en nuestro lado del río y muy próximo a la carretera, el mapa señalaba un campsite, junto a un arroyo llamado Tatchun.

Nos aproximamos a la baranda para hacernos una idea de qué dirección seguir. El autocar se iba y, desde las ventanillas, algunos de los pensionistas nos enviaban saludos jubilosos.

Podíamos bajar por la carretera hasta el Tatchun Creek, que calculamos podría encontrarse a unos dos kilómetros y medio. Pero era probable que nuestros compañeros se hubiesen quedado antes de llegar allí, en cualquier lugar en donde fuera posible atracar, para sacar a Pere del agua. De modo que nuestra mejor opción era volver al río y continuar recorriendo la orilla. Las nubes seguían avanzando sobre nosotros.

Jon señaló un umbrío bosque de coníferas, más allá de las arboledas de chopos, fresnos, arces y abedules cercanas a nosotros.

—Tenemos que dirigirnos siempre hacia esos árboles —dijo.

Y emprendimos el regreso camino de las orillas del Yukon.

Los bosques eran muy densos. Pronto, al dejar atrás la escalera y seguir hacia la derecha, comenzamos a caminar sobre un terreno húmedo y mullido, formado por una especie de musgo de color verde muy vivo, en el que nuestros pies se hundían levemente. Había huellas de animales y vimos excrementos de osos. Me acordé de los consejos de los libros que había leído sobre los plantígrados, de modo que continuamos nuestra marcha hablando en voz muy alta y golpeando las ramas de los árboles para hacer ruido. De cuando en cuando, giraba la cabeza para ver si distinguía a mis espaldas alguna presencia amenazadora.

La tormenta estalló antes de que alcanzásemos el río. Jon buscó un lugar seco bajo los árboles y nos refugiamos protegidos de la abundante lluvia por las espesas ramas. A pesar de lo penoso de nuestra marcha, no me sentía cansado, quizás porque al entrar en el bosque había comenzado a segregar adrenalina en generosas cantidades.

Otra vez me dieron ganas de reír, quizás porque la risa es la mejor terapia contra el miedo.

—Y ahora —dijo Jon—, ¿qué es lo que te hace gracia?

Improvisé una explicación:

—Pensaba que tal vez deberíamos habernos subido al autocar de Micky Mouse y sus amigos y volvernos a Whitehorse.

—No creas que no lo he pensado yo también.

Media hora más tarde cesó el temporal. Seguimos nuestro camino. Bebíamos un agua muy limpia y muy fresca de los charcos dejados por la tormenta.

Alcanzamos a ver de nuevo el cauce del río desde la altura de un peñasco que se alzaba sobre la orilla. El Yukon bajaba con fuerza y alzando un bronco ruido en ese tramo. Enfrente, distinguimos la isla, alargada y tachonada por las manchas de las arboledas.

Continuamos el camino entre los bosques apretados, en paralelo a la corriente, asomándonos de cuando en cuando a sus riberas, que iban suavizándose y formando pequeñas playas. Pero no encontrábamos a nuestros compañeros.

De nuevo nos preguntamos qué hacer. Y optamos por regresar a la carretera y el mirador. Era el único lugar en donde podríamos obtener ayuda.

Pero unos minutos después de darnos la vuelta, oímos gritos que procedían del curso del agua. Nos asomamos a la cortada y, abajo, vimos pasar a gran velocidad la barca de Juanra, con Jaime remando en la proa. Gritamos, pero no nos oyeron.

De modo que convinimos que debíamos volver sobre nuestros pasos y continuar río abajo. Lo más probable era que Jaime hubiese regresado andando al lugar en donde volcamos en nuestra búsqueda, después de rescatar a Pere.

Caminábamos de nuevo en la espesura. Llovió otra vez y tuvimos que buscar refugio durante un cuarto de hora, hasta que el cielo dejó de llorar. Pese a la protección de los árboles, el agua caía con vehemencia sobre nosotros y volvíamos a estar empapados.

Al cabo de un rato, escuchamos el pitido de un silbato. Gritamos y el silbato respondió con nuevos pitidos que se iban acercando más y más a nosotros. Al poco, entre los árboles, distinguimos el chubasquero rojo de Jaime.

Mientras marchábamos hacia donde esperaban los otros compañeros, Jaime nos contó que habían logrado arrimar a tierra las dos barcas diez minutos después de haber cruzado los Five Fingers. Pere se encontraba bien. No obstante, una de las bolsas herméticas estaba mal cerrada y toda nuestra ropa se había mojado, lo mismo que el contenido de las bolsas personales. Temí lo peor para mis cuadernos de notas y mis cámaras. No obstante, me consoló algo pensar que, por fortuna, guardaba mi documentación en una pequeña bolsa hermética amarrada a mi banco de la canoa.

Como habíamos calculado Jon y yo, Jaime había regresado andando en nuestra busca tras rescatar a Pere. Incluso había subido la escalera hasta el mirador. Luego, en algún punto se cruzó con nosotros sin que nos viésemos, a causa de la espesura del bosque. De modo que decidió ir al encuentro de Juanra para cruzar con la tercera barca los Five Fingers, dejarla junto a las otras e intentar encontrarnos de nuevo.

Allí, en una pequeña playa, nos esperaban los demás. Me dio otra vez por reír mientras me colocaba un chubasquero que me prestó Juanra y una camiseta seca de Jaime. Pere y yo chocamos las manos con alegría.

No había mucho tiempo para hacer comentarios sobre la difícil jornada. Empezaba otra vez a llover y debíamos seguir remando hasta alcanzar el campamento de Tatchun Creek. Nos embarcamos de nuevo y le dimos con vigor al remo. La corriente era todavía muy fuerte, pero ahora no formaba turbulencias peligrosas.

Poco después, tras girar a la derecha, en una curva del río distinguimos en la orilla a dos hombres que agitaban un pañuelo rojo, llamándonos. Al acercarnos, reconocí a los Mataosos.

Había cesado de llover y Helmut y Guy nos ayudaron a subir las barcas a tierra en una lengua de playa protegida por un recodo de la corriente. En el momento de saltar de la barca, el alsaciano sacó de un bolsillo la petaca de calvados y nos la tendió.

Los Mataosos tenían un gran fuego encendido y una olla repleta de té caliente, lo mismo que cuando los encontramos la primera tarde en el campamento de Hootalinqua, dos días atrás. Seguían siendo nuestros providenciales ángeles guardianes del río.

Miré mi reloj. Eran las cuatro de la tarde. Desde el momento del naufragio, Jon y yo habíamos pasado cerca de dos horas vagando por el bosque.

Lloviznaba otra vez y nos apresuramos en montar las tiendas antes de que descargaran nuevas tormentas. Luego, cuando el agua dejó de caer, encendimos un gran fuego. Pere y yo tendimos la ropa a secar, sirviéndonos de cuerdas atadas a los troncos de los árboles. Entretanto, para nuestra fortuna, el sol ganó una súbita fuerza, subió la temperatura y el bosque se llenó de luminosidad. Era como volver a nacer. Una ardilla roja se acercó a fisgonear a prudencial distancia. Las aves volvían a volar en el cielo despejado de nubarrones.

El naufragio fue menos desastroso de lo que me temía. Mis cuadernos se habían mojado levemente y los tendí junto a la ropa. En cuanto a mis dos cámaras fotográficas analógicas, las puse a secar al sol y, más tarde, les cambié las pilas y pude recuperarlas. También rescaté la mayoría de los carretes que había tirado en las semanas anteriores. Por el contrario, mi máquina digital se había descompuesto sin remedio. En cuanto al pasaporte, el billete de regreso en barco a Europa, mi dinero y mis tarjetas de crédito, asomaron indemnes cuando abrí la pequeña bolsa de cierre hermético que llevaba amarrada al banco de la canoa.

Cenamos huevos fritos y beicon en aquel campamento que parecía, con tanta ropa tendida, una acampada de buhoneros camino del Oeste. Al olor de la fritura, reparé en que no había comido nada desde el desayuno y que, sin embargo, hasta ese momento no había sentido el hambre. Devoré mi ración con un apetito feroz.

Regresaba el buen humor, repuestos del susto de la aventura. Tranquilicé a Jaime, preocupado por cómo podíamos tomar Pere y yo aquel percance: después de todo, éramos sus clientes y se sentía responsable de nuestra suerte. Además de eso, se reprochaba no haber activado los teléfonos móviles que llevábamos con nuestro equipo, olvido que nos dejó incomunicados entre nosotros. Le insistí en que eso podía sucederle a cualquiera y que no era culpa suya.

—Los que remábamos éramos nosotros y conocíamos muy bien el riesgo que suponen los Five Fingers.

Calmado, me dijo sonriendo:

—A lo mejor esto lo has organizado tú con el fin de conseguir argumento para tu libro.

Más tarde, con el mapa en la mano, los dos echamos la cuenta de los kilómetros avanzados. Lo hacíamos cada noche, como una especie de rito. Jaime entendió al principio que yo lo quería saber tan sólo por mi ansiedad de llegar a Dawson y dejar de remar. Luego comprendió que mi interés no era otra cosa que recoger los datos exactos de nuestro viaje. Calculamos que ese día habíamos recorrido 36 kilómetros y estábamos en el 386 del río. Habíamos avanzado, pues, una treintena menos de los previstos para la jornada y aún nos quedaban 362 para alcanzar Dawson City. De modo que, al siguiente día, nos tocaba remar duro.

Los Mataosos se sentaron con nosotros a charlar un rato y compartir el ron y el calvados. Creo que les divertían enormemente nuestras vicisitudes. Eran algo así como los espectadores privilegiados de un grupo de patosos a los que no paraban de sucederles cosas extrañas y cómicas.

Poco después de la cena, cuando subía desde el río de llenar las cantimploras, me crucé con Helmut en el sendero que llevaba al campamento, cuando él bajaba para llenar las suyas. Yo iba vestido, ridículamente, con una camiseta que me venía corta y estrecha y calzaba unas mallas de lana sobre los calzoncillos, la única ropa seca, por supuesto prestada, con la que podía contar. El alemán me miró de arriba abajo, señaló las cantimploras, sonrió y me dijo:

—¿No has tenido bastante agua por hoy?

Así eran también los Mataosos.

Nuestra ropa se iba secando y, mientras recogía algunas prendas, percibía el olor a hoguera y a bosque prendido en los tejidos. Aún los guardo en la memoria olfativa. Su aroma me impregna el alma con la nostalgia de los días venturosos del Yukon.

Partimos la siguiente jornada, la octava desde el comienzo del viaje, a las once en punto, con casi toda la ropa ya seca. Era un día muy claro y el sol picaba. Las aguas formaban anchos y suaves meandros, que abrazaban islas boscosas en el centro de la corriente.

Ocho o nueve kilómetros más abajo del campamento de Tatchun, alcanzamos los rápidos de Rink, mucho más suaves que los Five Fingers. No obstante, en los días de la fiebre del oro algunos vapores de gran tamaño naufragaron en el lugar, a causa de las afiladas rocas que se esconden a muy escasa profundidad, casi a flor de agua. Pero las embarcaciones pequeñas sortean sus turbulencias con muy poco riesgo, sobre todo, como advierten las guías del Yukon, al arrimo de la orilla derecha, en donde apenas se siente la corriente. La verdad es que, tras el susto de los Fingers, Pere y yo manejábamos los remos con el alma en vilo. A la postre, cruzamos los Rink con una suavidad pasmosa.

A eso de la una y media amarramos las tres barcas para almorzar, dejándonos llevar con lentitud por la corriente. Atravesábamos un paisaje de grandes extensiones de bosque quemadas, en donde refulgía el morado de las fireweed (hierba de fuego), unas flores que brotan en racimos y que son las primeras que salen tras los incendios. Hacía calor y pegaba duro el sol. El río olía a hoguera, a hierba joven y me pareció también que transportaba aromas de melocotón y albaricoque.

Tenía la sensación de que la naturaleza se iba haciendo más bravía. Las islas eran numerosas y grandes, algunas pobladas de roquedales y de arboledas y otras muy llanas y apenas cubiertas por una rala vegetación. En el camino aparecían lugares de nombres siniestros, como las ruinas de un embarcadero llamado la Encrucijada del Diablo, o un acantilado conocido como la Puerta del Infierno, o un terreno cubierto por las huellas de una antiquísima erupción volcánica al que, en recuerdo del poema de Robert Service, se bautizó en los mapas como Cenizas de Sam McGee.

En Minto, un pequeño establecimiento a la orilla del río, situado en el kilómetro 440, la carretera del Klondike se desviaba hacia el nordeste, mientras el Yukon giraba hacia occidente. Ya no volveríamos a verla hasta Dawson City y, durante las siguientes jornadas de viaje, nos encontraríamos a menudo a más de cien kilómetros de cualquier lugar, por llamarlo de algún modo, civilizado.

A media tarde, mientras cruzábamos junto a una orilla boscosa y repleta de matorrales en el lado izquierdo del río, un pato salió de súbito entre las ramas de los arbustos y voló a ras de la corriente, golpeando con el ala derecha la superficie del agua, mientras chillaba presa, al parecer, de una especie de histerismo. Al pasar junto al lugar de donde había salido, escuché el piar de sus polluelos.

Cuando dejamos atrás el nido, giré la vista y vi al pato volver con sus crías. Jaime me explicó más tarde, cuando acampamos, que muchas aves, para distraer a los depredadores que acechan a sus polluelos, simulan estar heridas, tocadas del ala, para atraer al cazador y alejarlo del nido.

Remamos sin cesar durante una buena parte de la tarde, deteniéndonos tan sólo en un arroyo para llenar nuestras cantimploras, pues el esfuerzo y el sol nos producían una sed enorme. A eso de las siete, la desembocadura del río Pelly, uno de los grandes tributarios del Yukon, asomó a nuestra derecha. Una espesa humareda, probablemente causada por un incendio incontrolado, se elevaba al cielo desde la orilla derecha del cauce.

A las siete y media, atracábamos en un empinado ribazo junto a Fort Selkirk, en el kilómetro 478 del río. Habíamos recorrido un enorme tramo, 94 kilómetros, en ocho horas y media.

No pude ayudar a mis compañeros a subir las cubas y las bolsas con los equipos de acampada y nuestras ropas, pues los gemelos se me habían entumecido y apenas era capaz de andar. Rosa me dio un masaje en los músculos que, poco más de una hora después, me permitió caminar con recobrada ligereza.

El actual Fort Selkirk, una ancha llanura elevada sobre el río, situada dos kilómetros y medio más abajo de la confluencia del Pelly y el Yukon, fue tradicionalmente un lugar de encuentro entre las tribus indias y también de luchas intertribales desde siglos antes de la llegada del hombre blanco. Incluso se han encontrado trazas de presencia humana, como herramientas de piedra y puntas de flecha de sílex, con casi diez mil años de antigüedad. La reunión de los dos grandes cursos de agua hizo que, desde centurias atrás, fuese un establecimiento perfecto para el comercio entre las tribus, principalmente los tutchone, venidos del norte, y los chilkat, de origen tlingit, llegados desde las costas del Paso del Interior y del sur de Alaska. Numerosos senderos indios confluyen en el lugar, que más tarde, en los días de la fiebre del oro, se convirtió en un puerto de avituallamiento para los vapores y en estación para la diligencia que cubría, a partir de 1897, la ruta entre Whitehorse y Dawson City. La caza y la pesca son abundantes en la región.

El primer blanco que, en junio de 1843, alcanzó a llegar hasta allí, descendiendo el río Pelly, se llamaba Robert Campbell, un agente de la Hudson Bay Company. En su segundo viaje, durante el verano de 1848, Campbell levantó una estación comercial en la boca del río Pelly, más arriba del actual establecimiento, y la llamó Selkirk en honor de un director de la compañía. Los indios locales le recibieron amistosamente y pronto comenzó a comerciar con ellos, sobre todo con la compra de pieles, rivalizando con los tutchone y los chilkoot. Campbell, que escribió unas memorias sobre aquellos años, contaba que, mientras los indios pelly eran tan pobres como ingenuos y honestos, los chilkoot no practicaban el comercio limpio, sino que robaban si podían y eran sólo leales cuando se sentían débiles.

En 1852, Campbell mudó la estación a su actual emplazamiento, mucho más cómodo y protegido, y no se molestó en cambiarle el nombre, con lo que siguió siendo Fort Selkirk. Al mismo tiempo, abrió una vía de aprovisionamiento con Fort Yukon, río abajo, hacia el norte, en donde podía conseguir las vituallas, mercancías y productos necesarios para su empresa comercial. Fort Yukon, ya en territorio de Alaska, se hallaba en el camino al puerto de Saint Michael, junto al mar de Bering, y era un buen lugar para el atraque de los barcos venidos de Seattle y San Francisco.

Los chilkoot reaccionaron con furor ante el reto que suponían los planes de Campbell. Atacaron Fort Selkirk, lo saquearon, destruyeron cuanto no pudieron llevarse y al tercer día lo incendiaron. Fue una suerte que no muriese nadie, aunque el propio Campbell estuvo a punto de perder la vida en su enfrentamiento con los chilkoot. Gracias al jefe de los pelly, pudo escapar río abajo hasta Fort Yukon y pasar allí el invierno antes de viajar a Vancouver y a Montreal, en donde estaban las oficinas centrales de su compañía. Sus jefes no aceptaron su idea de enviar una tropa armada para escarmentar a los chilkoot. Campbell no volvió nunca a Selkirk y el establecimiento fue abandonado.

En 1889, Arthur Harper, un veterano de los días del oro en Fortymile y Circle City, estableció una nueva estación comercial sobre las ruinas de la de Campbell y siguió explotándola hasta que murió de tuberculosis, poco tiempo antes de que comenzase el Gold Rush. En 1892 se estableció en Selkirk una misión anglicana, que levantó la iglesia de San Andrés. El templo ardió unos años después y, en 1929, se construyó uno nuevo. En 1898 llegaron los misioneros jesuitas, que levantaron la iglesia de San Francisco Javier. Ambas construcciones siguen en pie.

La fiebre del oro deparó prosperidad a este lugar de tránsito y, en 1898, se estableció allí un destacamento de la Policía Montada y un cuerpo del ejército canadiense con doscientos hombres, que fue retirado al finalizar el Gold Rush del Klondike. En Selkirk había en ese tiempo escuela, las dos iglesias citadas, cuatro hoteles, algunos saloons, varias decenas de residentes blancos y unos cuantos cientos de nativos. Colonos e indígenas vivían en armonía, e incluso celebraban conjuntamente con una comida la fiesta en honor del primer salmón pescado en el Yukon al comienzo del verano, una costumbre en cierto modo semejante a la que se celebra en la Asturias española con la captura del «campanu», el primer salmón atrapado de los que comienzan a subir en primavera, desde la mar, a los ríos asturianos para desovar.

El fin del oro supuso un declive en la vitalidad de Selkirk. En los años veinte del pasado siglo, sus habitantes eran tan sólo veinticinco blancos y doscientos nativos. Pero el poblado volvió a cobrar cierto impulso cuando la Hudson Bay Company se estableció de nuevo en el lugar, en 1936, manteniendo la estación comercial abierta hasta 1951. La construcción de la carretera de Klondike, en la década de los cincuenta, dio la puntilla a Selkirk y, durante los años posteriores, sus únicos habitantes fueron un indio llamado Danny Roberts y su esposa Abigail.

En los ochenta, sin embargo, el gobierno canadiense declaró el lugar archeological site y rehabilitó los viejos edificios: algunas viviendas, los almacenes, las dos iglesias y el viejo cementerio de la tribu pelly. Unas pocas familias indias regresaron para quedarse de forma permanente. Algunos llevan todavía el apellido Campbell, donado a perpetuidad a los pelly por aquel explorador blanco a quien salvó la vida el jefe de la tribu en el asalto al fuerte del año 1852. Actualmente viven en Selkirk durante el verano trece personas, que pasan el invierno en otros lugares, como Whitehorse o Carmacks.

Al tiempo que reconstruía el lugar, el gobierno canadiense habilitó para los viajeros un espacio de acampada que es hoy uno de los mejores del río. En un terreno alisado cerca de los viejos edificios del poblado, el campsite cuenta con bancos y mesas de madera, una bomba que extrae agua fresca y limpia de los acuíferos que rodean el curso del río y una cabaña destinada a cocinar. Es un lugar hermoso, rodeado de bosques que se asoman al brioso Yukon.

Aquella noche, tras acampar, contemplamos uno de los más bellos atardeceres que he visto en mi vida. La forja de un sol color calabaza hacía sangrar el horizonte sobre una curva del río, pintaba de escarlata las copas de los árboles y provocaba llamaradas de fuego en el acerado cauce.

Además, estábamos de nuevo junto con los Mataosos, que llegaron a Selkirk una hora y media después de que lo hiciésemos nosotros.

Nos produjo una enorme y casi infantil alegría reencontrarnos con nuestros solidarios y guasones compatriotas europeos.

Jack London llegó a Fort Selkirk el miércoles 6 de octubre de 1897. Allí firmaron un registro informal en la estación de la Hudson Bay Company, y Thompson anotó en su diario el número que le correspondió de cuantos habían cruzado el lugar desde el mes de agosto: el 4845. Dos días después, el Belle of Yukon se separó del Yukon Belle y Old Tarwater cambió a la primera embarcación. El propósito de London y sus otros tres compañeros era pasar el invierno en el boca del río Stewart, mientras que los otros continuaban viaje hasta Dawson. Las razones no eran otras que la dificultad de encontrar alojamiento en Dawson y la imposibilidad de buscar oro en el invierno, a causa de la congelación de los cursos del agua y el endurecimiento de la tierra.

Helmut celebraba el decimoséptimo aniversario de su matrimonio y tras la cena, nos invitó a tomar un trago de whisky de su petaca.

—Espero que mi mujer no esté brindando con otro —bromeó.

Y agregó dirigiéndose a mí:

—¿Estás casado y viajas solo?

Asentí.

Yo creo —añadió Helmut— que la clave del amor está en la libertad. A ella no le importa que viaje en soledad de vez en cuando para hacer lo que a mí me gusta y a ella no le apetece hacer. Navegar un río y pescar, por ejemplo.

El sol se iba poniendo y el cielo ardía en rojo sangre.

—¿Habéis visto el fuego que había en la orilla del Pelly? —nos preguntó el alemán.

—Parecía un incendio importante —respondió Pere.

—Cuando lo vimos —siguió Helmut—, pensamos de inmediato: debe de ser la expedición española, que ha vuelto a meterse en líos y ha tenido que montar un campamento de urgencia y encender una gran fogata para secarse.

Guy nos ofreció una copa de su garrafa de calvados. Señaló a nuestros teléfonos móviles, que estaban en una de las mesas de madera.

—¿Funcionan bien? —preguntó a Jaime.

—Desde luego.

—¿Y son resistentes al agua?

La cúpula del espacio mudó del rojo al dorado. Mirarlo producía ceguera, tal era la intensidad de la luz del ocaso del Yukon.

En la explanada del campsite había excrementos recientes de oso.

La siguiente mañana, el noveno día de nuestro viaje, un rabioso sol bañaba de luz los bosques, las montañas y el río. Después del desayuno, escuchamos el ruido de un motor y un quad asomó en el sendero que se abría entre los árboles, en el extremo del campamento. Lo conducía un hombre alto y fornido, de cabellos largos, gafas de miope y una edad que rondaría los sesenta y cinco años. Detuvo la moto ante nosotros y descendió cojeando, apoyándose en un bastón.

Era un tipo simpático. Se llamaba Don Trudeau y vivía durante el verano en el pequeño poblado indio instalado a unos tres kilómetros río abajo. Nos contó que era chamán, perteneciente a la etnia de los tutchone del norte y, al notar mi interés me pasó de inmediato una tarjeta en la que figuraban los datos de su página web. A mi regreso a España, la he buscado sin éxito: www.theshamanspeaks.com.

—Escribo libros de espiritualidad —dijo—, una serie que he titulado The Shaman Speaks. Si quiere comprar alguno, es probable que los encuentre en Dawson City, en las tiendas que hay a la orilla del embarcadero principal. También puede conseguirlos por internet.

No salía de mi asombro. ¡Un chamán indio, con página web, en medio de los bosques del Yukon!

—Pero ¿tienen aquí internet?

—No, no… Aquí estamos sólo en el verano. En el invierno me voy con mi familia a Pelly Crossing. ¿Lo conoce?

—No.

—Es un pequeño establecimiento en la autopista de Klondike, entre Carmacks y Stewart Crossing, unos ciento setenta kilómetros antes de llegar a Dawson. Allí sí hay internet.

—¿Y qué hace aquí durante el verano?

—Me inspiro con las voces de mis antepasados, que habitaron muchos siglos estos bosques. Y pesco y cazo, claro.

—He visto excrementos de osos en el campamento. ¿Hay muchos por aquí?

—Más de los que nos gustaría.

—¿Peligrosos?

—Bueno, en el poblado tenemos un generador y, al sentir el ruido, se alejan.

—¿Y si no lo oyen?

Sacó una bala de elevado calibre del bolsillo.

—Esto es muy útil para los osos sordos…

Antes de partir, Pere y yo nos acercamos hasta el cementerio indio cercano a la iglesia de San Francisco Javier, a cosa de medio kilómetro del campsite, en medio de un bosque de coníferas. Era un lugar curioso: cada tumba tenía a su alrededor una cerca de listones de madera pintados de vivos colores. La mayor parte de los sepulcros carecían de nombre y de fechas. Conté cerca de cuarenta enterramientos.

Nos despedimos de los Mataosos, que iban a quedarse un par de días en Fort Selkirk, dedicados a la pesca. Ya no volveríamos a encontrarnos. Cuando estreché sus manazas, sentí deseos de abrazarlos. Una vez más, como en tantos otros viajes, percibía esa emoción intensa de la amistad entre viajeros, que crece fuerte como un árbol joven, se enraíza en tu alma y se desvanece luego para siempre, como el humo. Guy y Helmut, con su solidaridad y sus guasas, siempre estarán en mi recuerdo del río, como una parte indisoluble del paisaje del Yukon.

A las once menos cuarto estábamos en las barcas. El cauce se ensanchaba, crecían las montañas y nos alejábamos más y más de todo rastro de civilización. Durante todo el día no vimos a nadie.

Avanzábamos con cierta lentitud, pues la corriente no era fuerte e, incluso, en ocasiones había que combatir con ella, a causa de las numerosas islas que desviaban el curso del agua y la hacían enloquecer. Además de eso, el viento soplaba en contra nuestra.

A media mañana, en la inmensidad del cielo, asomaron nubarrones muy oscuros. Durante todo el día, mientras remábamos, tuve la impresión de que jugábamos con ellos al escondite. A menudo se acercaban y percibíamos el intenso olor de la lluvia cercana; pero, al instante, una curva del río nos alejaba de ellos. El Yukon parecía gemir bajo las canoas, como si sintiese temor de la ira del cielo. Cuando lucía el sol, me llegaban aromas húmedos e intensos de plantas, igual a los que se perciben al entrar en un invernadero. En la lejanía, bramaban los truenos y resplandecían las llamaradas de los relámpagos y los rayos.

Vimos a un alce con su cría bebiendo en un recodo del río. Y bandadas de patos, somormujos y gaviotas; y frecuentes águilas de cabeza canosa. En ocasiones nos rodeaban altos muros de basalto, tallados en grandes bloques como una especie de tosca sillería. Al arrimo de las orillas, los sauces se hundían en el agua, como los manglares de los trópicos. Las islas eran en su mayoría muy boscosas y el ancho río cobraba un intenso color verde. Cuando nos alejábamos de las nubes de la tormenta, asomaba el sol y el cielo enviaba sobre nosotros veloces nubes algodonadas, que dibujaban rostros de indios quechuas de Bolivia o apaches de Nuevo México, y perfiles de dioses joviales o ridículos. Una de las deidades parecía soplar y me recordó un cuadro goyesco del dios de los vientos griego, aquel Eolo que desvió a Ulises de su ruta hacia Ítaca.

Un mar de bosques ascendía de las riberas hacia las laderas de las montañas. No había rastros de nada humano: ni iglesias, ni casas, ni siquiera ruinas de viviendas antiguas. Y el río se extendía azulado, largo como una soga, en las honduras del valle flanqueado por las cordilleras.

Sentía aflorar en mi ánimo cuanto de primitivo se esconde en las profundidades del corazón humano. Y la emoción, que tenía algo de impreciso misticismo, me inyectaba juventud y vigor.

Cuando Jaime y Rosa se arrancaron a cantar, les pedí por favor que callasen durante unos instantes, para poder disfrutar en plenitud el conmovedor ritual de la naturaleza palpitante.

A las siete y media, bastante fatigados por la lentitud de la corriente, que nos obligaba a remar con mucho esfuerzo, intentamos encontrar un lugar de acampada. Los mapas no marcaban ninguno aceptable en aquella zona del Yukon, probablemente la más salvaje de la parte canadiense del río. Pretendíamos atracar en una isla, en donde cabían menos posibilidades de encontrarnos con osos. Sin embargo, en las primeras a las que nos aproximamos había un exceso de vegetación, lo que significaba abundancia de mosquitos. Decidimos arrimarnos a una playa de la orilla izquierda, situada al lado de un arroyo que figuraba en la carta con el nombre de Britannia Creek. Parecía un sitio conveniente para hacer fuego y plantar las tiendas, pero las huellas recientes de un gran plantígrado nos hicieron desistir y continuamos remando unos pocos kilómetros más.

Al fin, cerca de las ocho y cuarto, malhumorados y cansados física y mentalmente, atracamos en la orilla derecha, junto a un altozano. A su lado corría un riachuelo, rodeado de bosques de coníferas y chopos. La pequeña corriente figuraba en el mapa con el nombre de Pedlar Creek.

Habíamos remado durante más de nueve horas, con apenas un breve descanso para comer. En la jornada habíamos cubierto 87 kilómetros y nos encontrábamos en el 565 del río, contando desde sus fuentes.

El campamento era un lugar sombrío, oscurecido por árboles que crecían a gran altura y juntaban sus copas sobre nosotros. El suelo estaba cubierto de pequeñas plantas y tuvimos que limpiarlo a golpe de machete para colocar nuestras tiendas. Cenamos en silencio alrededor de la hoguera una lata de horrendas judías negras estofadas y algo de embutido. Había mosquitos, pero por fortuna en esa hora no parecían muy agresivos.

Durante la noche llovió.

A la amanecida, mientras los otros preparaban el desayuno, Jon y yo bajamos al riachuelo para llenar las cantimploras y los recipientes de plástico. Resultaba muy difícil abrirse camino entre los matorrales y las raíces de los árboles para alcanzar el lecho del arroyo, que discurría debajo de un empinado talud plagado de arbustos. Así que tuvimos que seguir corriente arriba hasta encontrar un lugar en el que poder descender y recoger el agua, alejándonos bastante del campamento. Delante de nosotros, el bosque se iba espesando más y más, y el paisaje cobraba a nuestro alrededor un aire lúgubre. Tenía la sensación de que había osos en las cercanías y de que quizás nos observaban. La verdad es que aquel sitio no me gustaba en absoluto. Era inhumano, demasiado primitivo, me remitía instintivamente a un tiempo muy lejano en el que la naturaleza y el hombre eran igualmente brutales.

A las diez y treinta y cinco reemprendimos la marcha. Era un día de vibrante luz y navegábamos a buen ritmo. De vez en cuando, el sol se retiraba y el cielo se cubría de nubes que amenazaban con descargar furiosas tormentas sobre nosotros. Se oía el fragor de truenos más allá de las montañas que cerraban el curso del Yukon. Los bosques eran muy densos y el aire se movía impregnado de aromas dulces y sutiles. Al finalizar el día, después de una breve lluvia, los olores se tornaron intensos y empalagosos.

Las murallas de piedra se alternaban con las orillas cubiertas de espesura, en donde crecían bosquecillos de jugosos sauces. La sensación de soledad nos acompañaba sin descanso. El cielo se ensanchaba como una inmensa campana y me parecía más grande que nunca. A la una y media amarramos las barcas para comer y nos dejamos arrastrar suavemente por el agua. El viento, viniendo del sur, era muy cálido y algunos echamos una pequeña siesta tendidos sobre las cubas y las bolsas, mecidos por la corriente. Hora y media después volvimos al remo.

El cielo ancho del Yukon y la fuerte luz de un sol que no parecía desfallecer nunca recortaban las siluetas en el horizonte: los riscos pétreos, las lomas punteadas por las copas afiladas de los abetos, las montañas todavía más altas ornadas por el fulgor de la nieve… Y más cerca, las islas formadas por los troncos y las ramas arrastradas por la corriente, las fortalezas de los castores, los bosques de las orillas… Pensé que el viento y el sol ennoblecen la Tierra.

A las cinco y cuarto cruzamos junto a la desembocadura del White River, otro de los grandes tributarios del Yukon, llamado así por el color de sus aguas, que arrastran una mezcla de residuos de lava y sedimentos de glaciar.

Y a las siete y cuarto nuestras canoas pasaban ante la boca del río Stewart. Lloviznaba.

Atracamos en una isla larga, de terreno llano y muy escasa vegetación, un poco más abajo de la desembocadura del Stewart y frente a la isla de Split-up. Habíamos pensado en acampar en esta última, pero la niebla se espesaba sobre ella y la vegetación parecía muy densa. Fue un desembarco difícil, pues apenas había profundidad y nos vimos obligados a arrastrar las canoas sobre la arena, con el agua hasta casi las rodillas y no poco esfuerzo. Notaba síntomas de malhumor en mí y en algunos de mis compañeros. Pero como tantas otras veces en el viaje del río, todos intentábamos colocar nuestros instintos por detrás del espíritu de concordia. Además de eso, Jaime y Juanra eran maestros en el arte de amainar las tempestades del ánimo que cualquier viaje puede provocar.

Cesó la llovizna y refulgió el sol. El agua no estaba muy fría. De modo que me alejé del campamento, me desnudé y enjaboné, y tomé un baño. Resultaba grandioso estar allí, solo en un extremo de la isla, sin ropas, en el bravo Yukon, bajo los bosques y las montañas aceradas. Lancé un aullido imitando a los lobos. ¡Qué hermosa es la vida cuando te aproximas a tu naturaleza más simple y olvidas por un instante tu lado racional!

Jaime había preparado un toldo para proteger el fuego de la tormenta que, de pronto, asomaba tras las montañas y parecía dirigirse hacia nosotros. Cenamos arroz con carne seca y recobramos ánimos con las últimas existencias de ron. Luego, mapa en mano, calculamos que habíamos navegado durante nueve horas para hacer 82 kilómetros. Estábamos en el 647, a un poco más de cien de nuestro destino.

La tormenta no descargó. Pero un súbito e imponente ventarrón nos obligó a recoger el toldo y apagar el fuego echando tierra sobre las brasas, para que no volasen y provocaran un incendio en los bosques de alrededor.

Una hora después paró el viento. Me aparté de nuevo del campamento y me alejé hacia el sur de la isla. Desde las orillas contemplé la isla de enfrente, la de Split-up, en la boca del Stewart. Allí había pasado el invierno Jack London, tras decidir que no seguiría el viaje a Dawson City hasta la primavera. De estaba en uno de mis particulares templos literarios: aquellos que han sido paisaje de los libros, aquellos en donde se tejieron magníficas historias que tenemos el privilegio de leer. En buena medida, el talento de escritor de London se había forjado en esa isla durante aquellos duros meses, rodeado de nieve y hielo. Así lo describía en «El silencio blanco», uno de sus más famosos cuentos:

La Naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud: el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo… Pero la más temible y estremecedora de todas ellas es la pasividad del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. Único átomo de vida en las espectrales inmensidades de un mundo muerto, tiembla ante su propia audacia y percibe que es poco más que una quimera. Surgen extraños pensamientos no deseados y el misterio de todas las cosas pugna por darse a conocer. El temor a la muerte, a Dios y al Universo se apodera de él; y también, su esperanza en la resurrección y la vida, su deseo de inmortalidad, la lucha vana de la esencia aprisionada. Es la única ocasión, si es que hay alguna en la existencia, en que el hombre camina solo con su dios.

Llovió bastante durante la noche. Al amanecer, miríadas de mosquitos volaban a nuestro alrededor y todos recibimos una buena ración de picaduras.

London y sus tres compañeros llegaron a la desembocadura del Stewart, algo más de cien kilómetros antes de alcanzar Dawson City el 9 de octubre de 1897. Pocos días después, los hielos cerraron en forma definitiva el curso del Yukon. Podían haber llegado a Dawson antes de que el río se hiciera innavegable, pero sabían que era imposible encontrar ningún tipo de alojamiento en la superpoblada Dawson y que buscar oro se hacía ya imposible, con los arroyos y los ríos congelados. Pensaron que era mejor esperar en el Stewart, al abrigo de alguna de las muchas cabañas abandonadas en la zona. Y viajar a Dawson justo a comienzos del deshielo, antes de que llegase al Klondike la gran riada del Gold Rush, que sin duda descendería el río la primavera siguiente.

En la vecina isla de Split-up —en realidad se trata de tres islas muy cercanas las unas de las otras— y en las orillas del Henderson, un afluente del Yukon, durante años había residido una pequeña comunidad de buscadores de oro, cazadores y agentes de compañías canadienses que comerciaban con los indios. London, Sloper, Thompson y Goodman encontraron una cabaña abandonada en la parte oriental de la isla y decidieron instalarse por el momento allí. «Llegamos al río Stewart alrededor de las 3 horas —cuenta Thompson— y tomamos posesión de una cabina en una isla situada entre la boca del río Stewart y la de uno de sus tributarios, el Henderson Creek. Encontramos varias cabañas de la Hudson Bay Company, pero a ninguna persona. Era un buen lugar para plantar nuestros cuarteles de invierno».

Esa tarde se cumplían los dos meses y dos días de viaje para London y sus compañeros. Además, habían viajado desde el lago Lindeman en poco menos de veinte días. El 13 de octubre, el Yukon empezó a congelarse, aunque algunas embarcaciones lograron seguir llegando a sus muelles hasta principios de noviembre.

London, apenas un día después de instalarse junto al Henderson Creek, recorrió los alrededores con su cedazo y encontró algo de oro. El día 16 decidió desplazarse hasta Dawson, adonde llegó el 18, junto con Thompson. Y registró a su nombre una parcela del Henderson, la número 54, con fecha de dos días antes. Por los derechos de explotación pagó veinticinco dólares. Durante seis semanas permaneció en Dawson y, tal y como tenía previsto, regresó a Split-up a invernar, esta vez en trineo tirado por perros. En los meses que siguieron, su cabaña se convirtió en algo así como el centro de la vida social de la comunidad del Stewart: todos acudían a escuchar boquiabiertos las historias que les contaba aquel joven que quería ser escritor, historias extraídas de sus lecturas de los clásicos: batallas homéricas, el deambular de Raskolnikov por las calles de San Petersburgo, la ardiente pasión de Madame Bovary… Por allí desfilaban tramperos, pescadores, buscadores de oro y sus esposas, comerciantes de pieles, delincuentes, cazadores y sus amantes indias, mestizos como Malamoute Kid, uno de los personajes de los cuentos del Yukon de London… Una procesión de tipos pintorescos que se reunían al arrimo del fuego para contar sus vivencias y escuchar las que contaban los otros: sus desdichas, sus luchas, sus logros y sus insólitas aventuras. Jack, además de narrar las peripecias de los personajes del mito y la ficción sobre los que había leído tanto, escuchaba y almacenaba en su memoria aquella inmensa riqueza de historias verdaderas contadas por hombres sencillos. Serían las que, años después, al escribirlas, le convertirían en el narrador más popular de su tiempo.

También empleaba muchas horas en la lectura. Tenía con él, entre otros, El capital, de Marx; El paraíso perdido, de Milton; El origen de las especies, de Darwin; algunos relatos de su admirado Kipling, y Madame Bovary, de Flaubert, la novela que leía una y otra vez.

A Jack le fascinaban aquel ambiente y aquella naturaleza dura y hermosa, todo lo contrario de lo que le sucedía al novelista Rex Beach, que también quedó atrapado por el hielo antes de llegar a Dawson, en la pequeña localidad de Beach, cuando ascendía el río en un vapor desde Saint Michael. Beach escribió: «La vida es aquí tan pálida y fría como la nieve. Nunca leeremos ninguna gran historia acerca de Alaska y el Klondike. Estas tierras son demasiado monótonas y sombrías». Curiosamente, años después, se hizo famoso y rico con su novela Los expoliadores, que transcurre durante el gold rush de Nome, en el norte de Alaska.

Jack London no opinaba lo mismo. En un tronco de la pared de su cabaña grabó a cuchillo una frase premonitoria: «Jack London, escritor minero. 17 de enero de 1898».

Al cabo de siete meses, en mayo de 1898, la capa de hielo del Yukon comenzó a quebrarse. Fue una suerte para Jack, que había enfermado de escorbuto. Junto con sus compañeros, siguió río abajo, en una peligrosa travesía entre bloques de hielo, y alcanzó Dawson City pocos días más tarde.

En su novela Una hija de las nieves, relata en términos de ficción los hechos que vivió en la realidad:

Parecía que toda el agua se alzaba y se iba río abajo. El impulso del movimiento aumentó, ocasionando la ruptura del muro de hielo, seguida por la caída y el desgajamiento de árboles arrancados de raíz… Del desbordado río, surgieron masas de barro, traídas por los glaciares, que se extendieron entre los árboles, la hierba y cubrieron a las flores de fango, como si el río vomitara de forma titánica algún monstruo ártico. El sol tampoco permaneció quieto y limpió con sus rayos la mugre y el lodo de las enormes masas de hielo, que parecían diamantes bajo la luz y refulgían en una opalescencia azul.

El deshielo del Yukon en primavera, hoy en día sigue constituyendo un fenómeno sobrecogedor. En un artículo publicado por la edición española de la revista National Geographic de julio de 1998, el naturalista Michael Parfit describe así el momento:

La tarde del 4 de mayo se abrió una pequeña grieta en la barrera de hielo. Un agua marrón salió a borbotones, contrastando con la plácida superficie blanca. Sin hacer ruido, la masa hielo comenzó a deslizarse corriente abajo, como un tren al partir de una estación. Al poco rato, toda la enorme extensión blanca se movía. Era demasiado espectacular para creerlo. Parecía que todo Canadá se hubiera puesto en marcha. La gran masa helada daba vueltas mientras avanzaba, chocando contra la orilla y arrojando enormes bloques de hielo, algunos tan altos como casas, sobre la ribera, donde arrancaban la tierra y partían los sauces como si fueran ramitas. Los bloques de hielo se resquebrajaban y chocaban unos con otros, superponiéndose y triturándose hasta convertirse en una masa viscosa. El río parecía un desprendimiento y un alud al tiempo. Cerca del borde del agua, pude sentir cómo se estremecía la tierra cuando unos fragmentos más grandes que Cadillacs chocaron contra la orilla. La lenta salida del tren de hielo se había convertido en un accidente ferroviario colosal. Detrás del hielo en movimiento, apareció el agua, arremolinada y centelleante, recién nacida al mundo. El invierno era un mero recuerdo.

El siguiente día, undécimo de nuestra travesía, resultó muy relajado. No teníamos prisa, el aire era cálido y el cielo lucía despejado. Tan sólo nos quedaban ciento quince kilómetros para alcanzar Dawson. A eso de las once y media volvimos a las canoas.

Cruzamos las bocas del Henderson Creek, que rinde sus aguas al Yukon por cuatro anchos canales. Los cauces eran verdes y muy caudalosos, las colinas mostraban formas achaparradas y abundaban los bosques de fresnos, álamos, sauces y abetos.

Jaime y Rosa no cesaban de cantar y los demás los acompañamos algunas veces. Más tarde, Jaime comenzó a imitar las frases hiperbólicas de la épica cinematográfica americana de los años cincuenta:

—¡Atravesaron anchos valles, altas montañas, desiertos inclementes y grandes ríos, siempre hacia el norte, hacia el norte! ¡Tenían remos largos y brazos fuertes! ¡Sí, ellos podrían decir con orgullo a las generaciones siguientes que habían remado con brío en las aguas temibles del Yukon! ¡Desde la espesura de los bosques, decenas de ojos, invisibles a los suyos, los acechaban! ¡Pero eran hombres valientes, de corazón de acero y sangre de fuego! ¡Sí, sí…, tenían brazos fuertes y remos largos…!

A la una y media atamos las barcas para comer algo de queso, un chorizo español que habíamos reservado para el final del viaje y las últimas porciones de pan de molde. Luego, sesteamos casi dos horas y media bajo el sol cálido.

A eso de las cuatro, una súbita tormenta de viento y agua se arrojó sobre nosotros y nos obligó a remar con fuerza para refugiarnos en la orilla izquierda. El temporal duró casi una hora. Después volvió a lucir el sol.

Encontrábamos numerosos diques de castor en aquel tramo del río. Y de nuevo vimos un alce hembra con su cría. A eso de las siete y diez de la tarde, Jaime encontró una isla que le pareció conveniente para montar el campamento. Era alargada, sin árboles y muy escasa de vegetación. En los mapas carecía de nombre; tan sólo aparecía como una mancha formada por puntos oscuros, como si fuese una sombra sobre el río. Habíamos recorrido 71 kilómetros y nos encontrábamos en el 718. De modo que tan sólo nos separaban 34 de Dawson City.

El desembarco fue muy trabajoso. La orilla era una ciénaga y apenas tenía profundidad desde unos treinta metros antes de alcanzar el piso firme. Nos hundimos en el fango hasta las rodillas para lograr llevar las canoas a tierra tirando de los cabos de amarre. El lodo enterró a Juanra casi medio muslo de una pierna en el último tramo antes de la tierra firme.

Era quizás el lugar de acampada más hermoso de cuantos habíamos utilizado. Salvaje, solitario, abierto al río y al cielo, nos hacía sentir la impresión de que llegábamos al mar. La isla era muy llana, arenosa, en forma de lengua, y mediría unos quinientos metros de largo por cien de ancho en su punto más ancho. Algunos yerbajos ralos, de delicado color trigueño, crecían sobre su superficie, en la que había numerosos troncos de árbol arrojados por la corriente del último deshielo. Eran troncos pulidos, sin ramajes, brillantes como los huesos de un cadáver. Nos proporcionaron un buen fuego.

Encontramos las huellas de un gran alce y también unas más recientes que Jaime identificó como de lobo ártico. Las huellas cruzaban la isla de este a oeste y luego se hundían en el lodo, frente a la orilla izquierda. Jaime calculó que se trataba de un animal enorme, de casi cincuenta kilos de peso.

Pasadas las diez de la noche, la luz se hizo muy intensa y bajó sesgada sobre el río y los bosques. Era una luz bellísima, acaramelada y refulgente, y teñía la tierra de color melocotón. El viento fresco soplaba con lozanía y rizaba levemente la superficie del río en la ribera de la playa, mientras alzaba rumores de hojas en las arboledas del otro lado del río.

El Yukon me ofrecía, en la despedida, el atardecer más hermoso, con el olor de la hoguera, el silencio de la isla desierta y las huellas de un gran lobo solitario, como los del universo narrativo de Jack London.

La última jornada caía en domingo y era el día de mi sesenta y dos cumpleaños. Mis compañeros, por sorpresa, me prepararon una sencilla ceremonia. Encendieron una vela, protegida del viento por un pequeño toldo, sobre los rescoldos de la hoguera. La soplé y ellos me cantaron el «Cumpleaños feliz». La verdad es que resultó muy emotivo y me conmovió tanto que no acerté a pronunciar nada más que unas palabras de agradecimiento. Les hubiera debido decir cuánto creía deberles a todos por su buen ánimo, que contagiaba siempre al mío. Tendría que haber hablado de la fuerza de voluntad y la elegancia de Rosa; de la serenidad, el buen criterio y el sutil humor de mi camarada Pere; de la paciencia y la discreta fuerza interior de Juanra; de la alegría de vivir de Jon y su gusto por el ejercicio físico; y en fin, de la experiencia mostrada sin presunción, la inteligencia sin alharacas y la animosa juventud del alma de Jaime.

Yo era el más viejo, el menos vigoroso y, además, el más novato; pero no el menos animoso. En todo caso, sin ellos a mi lado, la travesía nunca habría sido tan hermosa.

A las diez y cuarto seguimos la marcha. A las doce nos cruzamos con una gran gabarra que viajaba río arriba, transportando en su cubierta una casa prefabricada de madera. Creó en la corriente tales turbulencias que, al menos durante medio kilómetro, tuvimos que remar como si lo hiciésemos contra el furor de unos rápidos. Temí, durante largos minutos, que se repitiera el incidente de Five Fingers.

En un pequeño canal entre dos islas, nos detuvimos a darnos un baño bajo el sol. El agua estaba muy fría. Jaime no cesaba de hacer el ganso intentando dar aguadillas a Rosa, que lo tomaba con un gran sentido del humor.

Más adelante, muy cerca ya de nuestro destino, amarramos las barcas y comimos las últimas porciones de queso y las barras energéticas. No nos quedaba ni una miga de pan en las cubas de víveres, Jaime había cuadrado con asombrosa exactitud las raciones del viaje.

A la una y cuarto divisamos la montaña del Dome, que se alza sobre Dawson City y que muestra en la falda que da al río una inconfundible y gran mancha de arena rosada, desprovista de vegetación, a causa de las erosiones de los arroyos subterráneos. Las nubes cercaban el horizonte y amenazaba lluvia.

A las dos cruzamos la desembocadura del Klondike, que se vacía sobre el Yukon por su orilla derecha. Sus aguas eran claras y transparentes, mientras que las del Yukon bajaban con el color de la horchata.

Diez minutos después ganábamos el embarcadero, al final de una pronunciada pendiente. Era el kilómetro 752 del gran curso de agua. Nos estrechamos las manos: todos nos sentíamos orgullosos de haber vencido al río. Yo estaba particularmente feliz: ¡había logrado navegar el Yukon en la ruta de mi admirado Jack London! ¡Uno de mis sueños juveniles quedaba cumplido! Pensé que debía pellizcarme para asegurarme por completo que había llegado a Dawson City.

Todavía nos faltaba subir las canoas y los equipajes a la parte superior del talud. Era una tarea muy pesada, pero nuestra felicidad superaba con creces la fatiga del esfuerzo. Y al llegar a lo alto, las casas de madera de Dawson asomaron ante nosotros. La ciudad parecía un poblado del antiguo Far West, con sus calles de tierra y altas tarimas de madera al pie de los edificios. Nuestro alojamiento, un sencillo hostal de dos pisos construido en madera, estaba enfrente mismo de nosotros, al otro lado de la calle que daba al embarcadero. Se llamaba Bunk House Hotel.

Le pasé el brazo por el hombro a Jaime.

—Ha sido como jugar a ser otra vez unos chavales, Jaimín.

—Ni tú ni yo tenemos todavía frío en el alma, Tío Reverte.

Esa tarde, todas las bebidas corrieron a mi cuenta, para celebrar mis infantiles sesenta y dos años. Mis amigos del río me regalaron una gorra de béisbol en cuyo frente se lee: «Yukon. Canadá’s true North». La conservo como un tesoro.