Caballos muertos y ciudades de oro
El tren para el White Pass salía a las ocho y cuarto de la estación de Skagway. No obstante, dado que las horas de luz son largas en el verano del Gran Norte, el sol brillaba, desde mucho antes de la partida, con el derroche de claridad de un brioso mediodía mediterráneo exento de calima. Pero, a diferencia del sur, el cielo se asemejaba a una chapa de refulgente acero.
El ferrocarril es uno de los atractivos turísticos de Skagway y, en los meses veraniegos, realiza a diario un viaje de ida y vuelta hasta la frontera de Canadá, marchando en paralelo al antiguo sendero que utilizaron los buscadores del oro del Klondike. Sin embargo, no todos los que lo usan son turistas. También es uno de los medios de transporte para llegar a Whitehorse, la capital del Territorio del Yukon canadiense, cambiando del tren a un autobús en el puesto fronterizo de Fraser.
El tren lo formaban siete u ocho vagones de color verde oliva. Eran modernos, aunque su diseño se basaba en coches antiguos construidos con madera. En total, cada uno de ellos contaba con cuarenta y ocho plazas, en dos filas de asientos a los lados del pasillo central. La locomotora, pintada de amarillo chillón y de un verde esmeraldino, se movía impulsada por un potente motor de gasóleo.
El revisor me indicó mi coche y, al subir, entre los pasajeros que ya ocupaban sus plazas distinguí a John, el borrachín inglés. Parecía seguir mis pasos…, o quizás yo seguía los suyos.
Tenía el rostro enrojecido por la evidente resaca. Me saludó con un movimiento de la mano. Respondí a su gesto vagamente pasé de largo y busqué un asiento cerca de la plataforma.
«All aboard, all aboard!», gritaba el jefe de estación recorriendo las filas de coches. Me acordé de mi infancia, de aquella voz de «¡Viajeros al tren, viajeros al tren!» en las estaciones de la posguerra española. Silbó la locomotora con nostalgias de antaño y estoy seguro de que el bramido hizo saltar de su cama a cualquiera que todavía estuviese durmiendo en Skagway. Y comenzó el tracatrá de las ruedas en nuestra marcha hacia el White Pass y el Yukon, bordeando el antiguo Sendero de los Caballos Muertos que ya nadie utiliza.
La vista era esplendorosa desde la plataforma de mi vagón. Los precipicios se sucedían a la izquierda de la vía mientras el tren trepaba zigzagueando las escarpadas montañas que llevan al White Pass y que parecían ir creciendo a nuestro paso. Atravesábamos túneles y cruzábamos sobre puentes de trazado imposible, colgados sobre el abismo con apariencia de ser de juguete. Abajo, el río Skagway garabateaba cascadas blancas entre los bosques de abetos. Atrás, un filo de mar se encogía con timidez, humilde bajo las recias cumbres coronadas de nieve. Delante, los pétreos picos se desvestían de vegetación en las proximidades de sus cimas. En lo alto, el cielo rugía en un feroz azul. Y el aire frío aguijoneaba mis mejillas.
En ocasiones, el trazado de las vías corría entre angostos cañones y veía a mi lado el siniestro Sendero de los Caballos Muertos, con restos de viejas vagonetas comidas por el óxido, de traviesas y de postes del antiguo tendido del telégrafo.
Cruzamos el White Pass sin detenernos. En el límite fronterizo, bajo el luminoso sol del verano y mecidas por el aire, flaneaban las banderas de Estados Unidos y Canadá. Seguimos viajando a través de un paisaje casi desprovisto de vegetación en donde abundaban las pequeñas lagunas y los riachuelos. Alrededor, en el horizonte, las crestas nevadas de enormes montañas tejían un bordado de inocente blancura. Las rocas que cercaban los lagos eran calizas y parecían temblar bajo la luz intensa del sol. El tren silbaba de cuando en cuando y levantaba violentos ecos en las paredes de los cañones de piedra.
Poco antes de las diez de la mañana, llegamos a la estación de Fraser, un puesto aduanero en donde se unen la carretera que comunica Skagway con la autopista del Klondike y el tendido del ferrocarril. En el aparcamiento de la estación, el autobús de Whitehorse esperaba a los viajeros que habíamos reservado plaza desde Skagway, entre ellos a John y a mí.
Había un lago grande junto a las vías y arboledas de arces y abedules. En las orillas brillaban el morado de los geranios silvestres y el vehemente violeta de unas bonitas flores que en Canadá se conocen con el nombre de «capuchas de monje».
Durante el verano de 1897, alrededor de cinco mil personas intentaron alcanzar el Yukon cruzando el White Pass, para seguir río abajo hasta el Klondike. Esta ruta, al contrario de la del Chilkoot, podía realizarse con la ayuda de bestias de carga, lo que animó a muchos buscadores a escogerla como mejor alternativa. En condiciones normales, llegar desde Skagway al lago Bennet suponía casi tres meses de viaje, pero en esta ocasión muy pocos lo lograron antes de la llegada de las nieves y el hielo, que congelan los lagos y los ríos a partir de octubre. En aquel año, además, las nevadas cerraron, desde septiembre hasta la Primavera, el cruce del White Pass. Miles de viajeros se vieron obligados a retornar a Skagway, vender sus víveres, su equipo y sus animales y, arruinados, embarcarse de regreso a Seattle o San Francisco.
La ruta hasta el White Pass, cuya altura se sitúa a 873 metros sobre el nivel del mar (desde Skagway, en las orillas del canal de Lynn), suponía un recorrido de unos treinta y cinco kilómetros, a los que había que añadir otros quince para llegar al lago Bennet. Los acantilados, los ríos, los cañones y la estrechez del sendero convertían el recorrido en un padecimiento sin límites. Las cortadas se abrían como abismos pavorosos, al borde de un camino que no tendría una anchura mayor de tres o cuatro metros, sembrado de pedruscos y de raíces de árboles que podían provocar los tropezones de animales y de hombres, o cubierto de escurridizo barro.
Si los sufrimientos de los hombres eran terribles, más aún lo eran los de los animales de carga. Según los datos que aporta Berton, unos tres mil caballos murieron entre el verano y el otoño de 1897. La mayoría, por mala colocación de la carga o exceso de peso, escasa o nula alimentación, roturas de patas, caídas a los abismos o simplemente abandono de sus dueños. El sendero hacia Whitehorse era un camino sembrado de cadáveres de mulas y caballos, osamentas y pellejos, costillares y cráneos, un hediondo escenario en donde los cuervos celebraban su cotidiano banquete.
Los hombres se convirtieron en bestias en el Sendero de los Caballos Muertos.
Abundan los testimonios espeluznantes sobre aquella siniestra ruta. Samuel Graves, que fue presidente de la compañía del ferrocarril al White Pass, relataba que el dueño de un caballo al que se le había roto una pata le quitó la vida dándole un hachazo en la cabeza. Como la senda era muy estrecha y la larga fila de hombres y animales no podía detenerse, todos pasaron sobre el cadáver. Graves contaba que, horas más tarde, cuando regresó al lugar, sólo se veían la cabeza del caballo, en un lado del camino, y la cola, en el otro, mientras que el resto de su cuerpo había sido enterrado por completo bajo las pisadas de los hombres y las bestias.
Un miembro de la Real Policía Montada señaló que muchos animales intentaban suicidarse y que él mismo había visto a un buey intentando arrojarse por un precipicio. En ese mismo sentido, el periodista Tappan Adney escribía una crónica fechada el 25 de agosto de 1897:
Ayer, deliberadamente, un caballo se arrojó desde la colina de Porcupine. Un hombre que lo vio me dijo: «Señor, me pareció verdaderamente un suicidio. Creo que un caballo puede suicidarse y hay muchos que lo hacen; creo que les importan menos los precipicios que el camino lleno de agujeros de cieno. Y yo no sé qué es mejor: si suicidarse o ser conducido por los hombres a través de esta senda».
El Sendero de los Caballos Muertos dejó de utilizarse cuando, en febrero de 1899, las obras del ferrocarril, iniciadas en mayo del año anterior, llegaron al White Pass. Posteriormente, en julio, el tendido alcanzaría el lago Bennet y, algo más tarde, la ciudad de Whitehorse. En total, treinta y cinco mil hombres trabajaron en la ambiciosa obra, un prodigio de ingeniería concebido por un irlandés nacionalizado canadiense, Michael J. Heney, quien afirmó cuando le propusieron la tarea: «Si me dan suficiente dinamita, construiré un tren hasta el Infierno». Le dieron la dinamita, por supuesto, ya que se preveía que el tren sería un gran negocio. Para llevar a cabo la empresa, Heney tuvo que diseñar un trazado que pudiera salvar pendientes que alcanzaban los dieciséis grados.
El costo de la línea ferroviaria superó los diez millones de dólares. En cierto modo, fue un dinero mal empleado, ya que el oro del Klondike se había acabado cuando el tren comenzó a funcionar de forma regular.
El turismo de hoy le ha dado nueva vida a este ferrocarril, que parecía condenado a la muerte como los miles de caballos, bueyes y mulas que perecieron durante la fatigosa carrera en pos del oro del Klondike. Si el tren no alcanzó el Infierno, al menos transitó por sus aledaños.
Una docena de viajeros tomamos el autobús a Whitehorse, y John, que subió el último después de apurar junto a la puerta del vehículo incontables cigarrillos, encendiendo cada uno con la colilla del anterior, se sentó a mi lado. Olía a alcohol rancio y a tabaco. De inmediato, me largó una parrafada:
—Mis amigos de la infancia no duran un par de horas como amigos si nos volvemos a ver. Llevamos años sin saber nada los unos de los otros y nos alegramos al encontrarnos, pero no hemos construido nada juntos y nos aburrimos enseguida, porque no tenemos nada que decirnos. El error es irnos a cenar: todo termina entonces. No hay que volver a ver a los viejos amigos, están mejor en el recuerdo. ¿Qué opina?
—Me parece una apreciación inteligente.
—Viajando, sin embargo, siento que puedo hacer de cada extraño un amigo —continuó John—. Cuando viajo soy absolutamente diferente a cuando estoy en mi ciudad. En la vida cotidiana, me dejo ir, pierdo mis defensas, incluso mis familiares abusan y se ríen de mí. Pero durante el viaje, estoy en guardia, mis sentidos se alertan, soy mucho más listo.
—Interesante.
—Me relaciono mejor cuando viajo porque hablo con prudencia, evito preguntar demasiado y no expreso abiertamente mis sentimientos. ¿Qué opina?
—Muy interesante.
—Bueno…, ya veo que todo lo que le digo le da lo mismo. ¿Se da cuenta? Mis sentidos lo perciben, estoy alerta. Así que le dejo en paz. No me gusta molestar porque tampoco me gusta que me molesten. Buen viaje.
Se levantó y buscó un asiento en la parte trasera.
Poco después, llegábamos a la pequeña localidad de Carcross, crecida a las orillas del lago Bennet. Había alquilado un coche por teléfono desde Skagway y debía recogerlo en la pequeña oficina turismo, junto al grandullón edificio de un hotel con una rústica fachada construida con troncos de madera, un vestigio renovado y convertido en tienda de souvenirs de la época de la fiebre del oro.
Descendí del autobús, envié un saludo a John con la mano y él me devolvió el gesto con aire fatigado.
Pensé que se me haría extraño no volver a encontrarme con él durante el resto del viaje, como así fue.
Tal vez vaya un día a darme una vuelta por Doncaster y me asome a los pubs, a ver si da la casualidad de que lo veo.
¿O era Dorchester?
Tenía todo el largo día por delante, lleno de interminables horas de luz, para llegar a Whitehorse, siguiendo en paralelo a los lagos que se suceden, como una cadena de ubres llenas de agua, antes de derramarla para dibujar el curso del gran Yukon.
Si uno quiere conocer un río, tiene que pegarse lo más posible a sus orillas y navegar sus aguas cuando hay posibilidad de hacerlo.
Siempre he pensado que los ríos, como las ciudades, tienen alma. Y la del Yukon es salvaje y tan dura como hermosa. Para recorrerlo, hay que sudar mucho, no rendirse a la fatiga dispuesto a pelear contra ti mismo a base de esfuerzo físico y voluntad. O sea, luchas contra lo que eras antes de llegar a sus aguas. ¡Y qué grande es la satisfacción que te regala el esfuerzo!
Decía un explorador inglés de las tierras árticas, Apsley Cherry-Garrard, miembro de la desdichada expedición de Scott, que la exploración no es otra cosa que la expresión física de la pasión intelectual. En el Yukon, de un modo mucho más modesto que el del viaje polar de Cherry-Garrard, comprendí la hondura de ese pensamiento.
Viajar, esforzarte, abandonar tu entorno en busca de lo desconocido, retarte a ti mismo, no es más que la expresión física de todo lo que han despertado en tu ánimo las novelas de aventuras y viajes, tus reflexiones y emociones, los venturosos poemas leídos con ardor; en definitiva, la humana y ardua empresa existir. Así era don Quijote, el más grande caballero que han dado las letras.
Y de alguna forma, así debieron de sentirlo muchos de los hombres y mujeres que participaron en el Gold Rush del Klondike. Por supuesto, entre ellos, quizás más que ninguno, quien mejor supo contar la epopeya: Jack London.
Bien lo dijo el humilde viajero Frank Thomas, uno de los miles que fracasaron en su intento de cruzar el White Pass y a quien antes cité: «Soy sólo unos pocos días más viejo que cuando partí…; pero mucho más sabio».
En el mes de septiembre de 1897, más de veintidós mil personas habían logrado cruzar el Chilkoot y el White Pass y alcanzado las orillas meridionales del lago Bennet. Convirtieron el lugar en una improvisada ciudad de blancas tiendas de campaña. Y comenzaron de inmediato a talar los árboles de los alrededores del lago para construirse balsas, canoas y barcas de vela con las que echarse río abajo. Corrían contra el tiempo, contra los hielos del invierno que cerrarían el paso hasta el Klondike.
Entre aquellos que habían tenido la fortuna de cruzar las montañas y descender hasta el Lindeman y el Bennet con su equipo y alimentos, se encontraba Jack London con sus cuatro compañeros: Thompson, Goodman, Sloper y Tarwater. Habían alcanzado el Lindeman el 8 de septiembre y debían construir embarcaciones para seguir el viaje. Hasta alcanzar el Yukon, tenían por delante los nueve kilómetros del lago Lindeman, los treinta y seis del Bennet, los cuarenta y siete del Tagish y los veintiocho del Marsh. Después de Whitehorse, ya en el curso del Yukon, aún tendrían que cruzar el lago Laberge, de cuarenta y siete kilómetros.
Como ya hemos visto, Jack tenía experiencia como marino No sólo porque en 1893 había navegado en la goleta Sophia Sutherland durante ocho meses cazando focas, sino porque antes, en 1890, fue dueño y piloto de una balandra de vela, la Razzle Dazzle, que se dedicaba al lucrativo negocio de «pirata de ostras» en su ciudad natal de Oakland. Sloper también había sido marinero, así que entre los dos lograron disponer, más o menos en dos semanas, sendas balsas de largo timón, ayudadas por ve las, mejor construidas que las de la mayoría de los hombres y mujeres que se disponían a navegar el Yukon hacia el Klondike.
Jack bautizó a la suya Yukon Belle, mientras que para la otra se decidió el nombre de Belle of Yukon. Esta última fue preparada por Sloper para un grupo de nuevos compañeros que conocieron durante su escalada al Chilkoot y el descenso a los lagos.
El 21 de septiembre, los cinco compañeros, cargados con sus pesados equipos y alimentos, zarparon del Bennet rumbo al norte a bordo del Yukon Belle, una de las mejores embarcaciones construidas en el Lindeman por los miembros de aquella estampida. El 22 cruzaban el lago Bennet y el 23 por la mañana, un jueves, alcanzaban el canal que une los lagos Tagish y Marsh.
Como ya he dicho, las rutas del Chilkoot y el White Pass no eran las únicas utilizadas para llegar al Klondike. Existía la alternativa de navegar el Pacífico hasta el mar de Bering, desembarcar en el puerto de Saint Michael y navegar en un vapor por el Yukon, contra corriente, a lo largo de unos dos mil cuatrocientos kilómetros Hasta alcanzar Dawson City. Aunque la distancia era muchísimo mayor, la ventaja de esta vía era la comodidad, ya que todo el viaje se realizaba en barcos y no había que dar un solo paso.
Pero la llegada temprana del hielo al río impidió que la mayoría de quienes eligieron esa ruta alcanzaran su objetivo. Se calcula que, de los mil ochocientos que lo intentaron, sólo lo lograron cuarenta y cinco. Y de ellos, treinta y cinco hubieron de regresar a toda prisa río abajo, al no encontrar en Dawson ni equipo ni alimentos para afrontar el invierno. «Nadie que dejó Estados Unidos después del 1 de agosto —cuenta Pierre Berton— logró alcanzar el Klondike».
Fue un invierno de hambre y escasez en El Dorado. En los bolsillos de muchos hombres bailaban las pepitas de oro, pero casi ninguno encontraba un saquito de judías secas.
Carcross es un pueblo pequeño y tranquilo, constituido por tres avenidas y cuatro calles a las orillas del Bennet, poco antes de que el lago se desborde y salga bajo el puente de la carretera, en dirección noroeste, rumbo al siguiente lago, el Nares. Aquí empieza el largo camino del agua hacia el mar de Bering. Carcross se llamó al principio Caribou Crossing; nació en 1896 como puesto de la Real Policía Montada y se convirtió, tres años después, en estación del ferrocarril.
Ignoro la razón concreta por la que las fuentes de los ríos me emocionan tanto. Tengo la sensación de que me comunican un pálpito de intensa vitalidad, que son una expresión directa y limpia de lo que significa el existir, el gran regalo que la naturaleza nos ofrece como un privilegio a los seres que transitamos la Tierra.
Además, los ríos no mueren, por más que sus aguas nunca sean las mismas, como decía Heráclito. Porque no son tan sólo agua, sino un organismo único que se renueva a sí mismo: en sus honduras, en sus vados, en sus meandros, en los pastos y bosques de sus orillas, en los establecimientos humanos ribereños… Los ríos dibujan un paisaje preciso y preñan la tierra. De ellos se alimentan la mayoría de los seres vivos, plantas o animales. Y los humanos hemos crecido a su lado porque nos han hecho falta para sobrevivir. Son mucho más necesarios que el mar para nuestra frágil condición de hombres.
Me emocionan, quizás, porque percibo que les debo la vida y que han sido generosos conmigo y con los míos, con mi raza y con mi estirpe.
Me senté un rato junto a las aguas del Bennet, mirando hacia el sur. Era un luminoso día, radiante bajo el cielo encendido. La superficie del lago se movía con ondas muy calmas y levantaba un leve murmullo al rozar la arena gris de la playa.
Al fondo, rascando el cielo como enormes uñas de cobre, se alzaban las cumbres de apariencia metálica que rodean el Chilkoot: gigantescas estructuras talladas con anárquicas cuchilladas, como si la mano de un diablo iracundo las hubiera cincelado a golpes de cortafríos con el propósito de despedazarlas. Alcancé a ver un glaciar que lamía la cadera de una montaña, despeñándose hacia los abismos sobre el lago.
Después caminé hasta la salida del pueblo y descendí junto al canal que lleva al lago Nares —al que llaman río Natasheen—, por debajo del puente que cruza la carretera. Había unas cuantas casas construidas entre la maleza, algunas habitadas por familias indias y otras abandonadas desde años atrás.
Una de ellas, de dos pisos alzados en madera y con tejado a dos aguas, mostraba su decrepitud en los cristales rotos de sus ventanas y las placas desprendidas de parte del techado.
Mi pequeño mapa del lugar la señalaba como la casa que se hizo construir en 1899 Skookum Jim Mason, el indio tagish que guió al primer blanco, William Moore, en 1887, a través de la senda del White Pass y uno de los cuatro que hallaron el oro del Klondike diez años más tarde.
Los historiadores canadienses y americanos señalan a George Washington Carmack como el descubridor del oro del Klondike y dejan en segundo plano a las tres personas que le acompañaban: su esposa Kate y sus cuñados Skookum Jim y Tagish Charlie. Tal vez se les olvida porque los tres pertenecían a una etnia india. Eran hijos de un jefe tribal y el segundo de ellos, Skookum, poseía un físico envidiable y una excepcional resistencia. Además de eso, Skookum conocía mejor que la mayoría de los indígenas los territorios que rodean el nacimiento del Yukon, lo que le había convertido en uno de los mejores guías de la tribu tagish.
En 1887, Skookum Jim encontró a William Moore en las regiones del bajo Yukon y le condujo a través del White Pass hasta la playa en donde hoy se levanta Skagway. Como ya señalé antes, Moore estableció allí una estación comercial y construyó un muelle que, al producirse la carrera del Klondike, le hizo rico.
La posterior gesta de Skookum sería superior a la primera, pues fue él quien llevó hasta el Klondike a sus dos hermanos y al más tarde famoso George Washington Carmack. Skookum, al igual que sus compañeros, se haría inmensamente rico con el descubrimiento.
Juneau fue el primer lugar de Alaska en donde se descubrió oro, en el año 1880, lo que provocó un éxodo de aventureros en pos de fortuna hacia la región y la fundación de la ciudad. Pero algunos buscadores habían viajado, en años precedentes, más al norte, seguros de que en esos territorios encontrarían un nuevo El Dorado. Otros, cuando las concesiones más ricas de Juneau se acabaron, decidieron también seguir en la misma dirección.
Los primeros que comenzaron a subir al alto Yukon viajaban en barco hasta el puerto de Saint Michael y, desde allí, se adentraban río arriba en busca de filones auríferos en arroyos nunca hollados por los hombres blancos. Los segundos cruzaban por el paso del Chilkoot.
De todos aquellos pioneros, la historia nos ha dejado tres nombres: Arthur Harper, Al Mayo y LeRoy Napoleón McQuesten. En 1873 se reunieron en Fort Reliance y, desde allí, en los años siguientes, exploraron los ríos tributarios de la región, bautizándolos simplemente con el nombre de la distancia en millas que los separaba del fuerte. De ese modo, en los mapas del norte de Canadá y Alaska se encuentran corrientes de agua que llevan el nombre de Twelvemile, Fortymile y Sixtymile.
Al tiempo que buscaban oro, aquellos aventureros del Gran Norte exploraban y abrían estaciones comerciales. Estaban casados con indias y tenían hijos con ellas, pero no vivían en los campamentos indios y enviaban a sus hijos a estudiar a San Francisco o Seattle. Gracias a sus informaciones y a las de un posterior compañero que se les unió, Joseph Laser, un oficial de la caballería de Estados Unidos llamado Frederick Schwatka recorrió por vez primera el curso entero del Yukon y trazó el mapa del gran río.
En 1886, doscientos buscadores habían cruzado el paso del Chilkoot y viajado hacia el norte. Ese año, justamente, un minero encontró oro en el Fortymile, un tributario del Yukon que se encuentra casi en la frontera misma de Canadá y Estados Unidos, a unos sesenta kilómetros de Dawson, navegando río abajo. De inmediato, viniendo río arriba, varios centenares de personas llegaron desde Saint Michael en viejos transbordadores de rueda impulsada por carbón.
Fortymile, a pesar de encontrarse en territorio canadiense, se convirtió en una sociedad estadounidense al estilo de las comunidades del Oeste. La Real Policía Montada no llegó hasta 1894, bajo el mando de un inspector llamado Charles Constantine, con el mandato de imponer en aquellos territorios salvajes las leyes canadienses. Antes de su llegada, la localidad se gobernaba por normas no escritas, pues no existían leyes, ni juez, ni policía y ni siquiera cárcel. Se creó un sistema de autogobierno que parecía salido de un manual sobre las utopías del anarquismo, en donde la asamblea de mineros tenía capacidad para juzgar, expatriar, divorciar, penalizar con latigazos e incluso ahorcar a quien considerara que había delinquido. En el período en que ejerció su poder la asamblea, fueron ahorcados, al menos, dos indios, acusados de asesinato.
En Fortymile, cualquier mercancía se pagaba en polvo de oro y el crédito era abierto para todo el mundo y sin límite. Cuando algún minero encontraba un nuevo arroyo aurífero, de inmediato lo comunicaba a todos los demás. Esa fue una norma que durante años se respetó en el territorio del Yukon y que raramente se vulneraba. Otro de los hábitos de los fortymilers era dejar sus cabañas siempre abiertas para cualquiera que llegase y tuviese necesidad de alojamiento: simplemente entraba y podía dormir en la cama que encontrara vacía. Las primitivas nobles reglas de la hospitalidad y la autarquía reinaban en la nueva ciudad.
La población llegó a tener más de mil habitantes y la riqueza era inmensa. Había casas con sillones Chippendale traídos río arriba y los comercios ofrecían foie gras de pato. Existían un club de lectura de Shakespeare, una biblioteca con libros de ciencia y filosofía, médicos, sastres, un grupo de bailarinas y coristas llegadas de San Francisco, una fábrica de cigarros y diez saloons de bebida y juego.
Dice Pierre Berton sobre el lugar: «Fortymile fue una comunidad de eremitas cuyo único lazo común fue la mutua soledad». Y añade a propósito de las duras condiciones en que trabajaban durante los inviernos al aire libre: «La vida de un hombre dependía de su rapidez para encender el fuego».
En 1894, cuando el oro de Fortymile se agotaba, de nuevo aparecieron yacimientos en el Yukon, esta vez más al norte, en Circle City, por encima de la línea ártica y en territorio de Alaska. Los fortymilers se largaron hacia allí y calcaron su forma de vivir en la primera ciudad. Durante un año, no hubo ni sheriff, ni cárcel, ni leyes, ni oficina de correos, ni escuela, ni iglesia, ni bancos. «Pero había hombres graduados en Oxford —escribe Berton— que cuando estaban borrachos podían recitar de memoria poemas en griego clásico». LeRoy McQuesten, dueño del principal almacén, era el reyezuelo de la ciudad. Querido y respetado por todos, concedía crédito sin límites a cualquiera que se lo solicitase, sin pedir a cambio otra garantía que la palabra de honor.
A más de siete mil kilómetros de San Francisco, habitada por más de mil doscientas almas, Circle City contaba en 189 con un music-hall, dos teatros, ocho salas de baile, veintiocho saloons, hospital y una biblioteca con obras de Darwin y Carlyle. Pronto se le conoció como el «París de Alaska». En aquel mismo año, el oro extraído de sus ríos alcanzó un valor superior al millón de dólares.
En Fortymile residió durante unos meses George Washington Carmack. Casado con una india tagish, viajaba siempre con ella, con sus hijos y con sus dos cuñados, Tagish Charlie y Skookum Jim Mason. Hablaba a la perfección la lengua de esta etnia y su aspiración mayor era llegar a convertirse en el dirigente principal de la tribu establecida en Caribou Crossing —el actual Carcross—, pues su esposa era la hija del jefe y, en la tradición tagish, la línea hereditaria de la jefatura venía del tronco femenino.
Al contrario que la mayoría de los blancos establecidos en los Territorios del Yukon, Carmack era un desarraigado al que no parecía interesarle mucho el oro. Los blancos solían llamarle «Siwash», el apelativo despectivo con que calificaban a los indios y a sus amigos. A Carmack, sin embargo, le enorgullecía ser conocido como un siwash.
Cuando en 1896 comenzaron a cruzar más y más buscadores el paso del Chilkoot, Carmack y sus cuñados regresaron a Caribou Crossing y trabajaron como porteadores ganando una buena paga. Pero en mayo de ese año, el grupo decidió irse a pescar salmones más al norte, hacia un río muy famoso por su riqueza en este pez y que los indios llamaban Thron-diuck, un nombre muy difícil de pronunciar para los mineros y que, al intentarlo, sonaba algo así como «Klondike».
Gracias a su trato con los indios y a la casualidad, Carmack daría con el filón más rico de Alaska, una historia que seguiré contando más adelante.
Tagish Road es una carretera que pocos coches recorren. De hecho, apenas me crucé con más de cuatro o cinco durante las horas que empleé en recorrerla, deteniéndome en los lagos para hacerme una idea del paisaje y del camino y para tomar unas cuantas fotografías. Son tierras duras, de poca vegetación, y el y los lagos forman un paisaje gris y azul con apariencia de estar deshabitado, salvo cuando, en forma inopinada, aparecen bandos de gaviotas pescadoras o de feos cuervos que esperan hacerse con los despojos desdeñados por las primeras.
Transité junto al Tagish y el Nares y, al alcanzar el Marsh las arboledas comenzaron a abrazar las orillas. Justo en el extremo norte del lago, el río M’Clintock entregaba su caudal al Marsh, muy cerca ya de la salida del Yukon. Crucé un puente de hierro y allí apareció, de súbito, el río que mi imaginación había trazado tantas veces mientras leía, en la niñez, los libros de Jack London y James Oliver Curwood, cuando soñaba con ser algún día un viajero por el norte de Canadá y Alaska. Alrededor de medio siglo después de aquellas lecturas, me encontraba junto a la corriente vigorosa del Yukon.
Me bajé del coche, me acodé en el puente y contemplé las aguas que corrían entre espesos bosques de delgadas coníferas.
Tiré algunas fotografías y anoté en mi cuaderno algunas ideas para un verso. Unos días más tarde, cuando ya navegaba en canoa hacia Dawson City, disfruté como un niño escribiendo poemas junto a la hoguera del campamento y escuchando el rumor del río.
La carretera se internaba en los bosques, apartándose una corta distancia del río. Unos kilómetros después, un cartel señalaba la pista de tierra que se dirigía hacia Miles Canyon, otro de los lugares marcados por la mitología del Yukon.
Seguí la pista con mi automóvil durante un par de kilómetros. De nuevo asomó el río, viniendo desde el oriente con mansedumbre hasta quedar de pronto encerrado entre las paredes adustas de una garganta de piedras basálticas. Las aguas rugían con violencia bajo un puente colgante de madera que cruzaba de una orilla a la otra.
El Miles, en los días de la fiebre del oro, era una dificulta mucho mayor para la navegación que hoy en día. El pequeño desvío de las aguas del río, realizado en 1958 para la construcción de una presa en el lugar en donde se encuentran los rápidos del White Horse, ha subido el nivel de las aguas y la navegación por la garganta no ofrece ningún problema para las lanchas a motor y es tan sólo un excitante divertimento para quienes practican el remo en canoa o kayak.
Emma Nelly, una de las mujeres que viajaron en la «estampida» hacia el Klondike, relataba su paso en barca por el cañón de Miles en el año 1899: «Las olas salvajes golpeaban y se deslizaban por encima de nuestro bote y ocasionalmente rompían sobre nosotros. La espuma crecía tan alta y tupida que no podíamos ver las orillas; el aspecto del río era el de un mar de hirviente niebla».
Había esa soleada mañana un buen puñado de coches en la pequeña explanada junto a un mirador y numerosos visitantes asomándose a ver las honduras del cañón. Abajo, las aguas corrían apresuradas a través de la angosta hoz y tomaban un intenso color azul cobalto, casi de océano.
Crucé el puente y seguí la senda que, desde la otra orilla, llevaba hasta el antiguo establecimiento de Canyon City, un par de kilómetros río arriba.
Jack London y sus compañeros atravesaron con rapidez los lagos, camino del valle del Yukon, acompañados por decenas de embarcaciones en aquella frenética carrera contra el invierno. El primer obstáculo llegó enseguida: el Miles Canyon, al que seguirían un poco después los pequeños rápidos Squaw y, de inmediato, los mucho más peligrosos del White Horse. En lugar de salvarlos por tierra cargando con todo su equipaje, lo cual era mucho más lento pero más seguro, decidieron dejar parte del equipaje en tierra, atravesar con la carga más pesada los obstáculos del cañón y los rápidos, y regresar, más tarde, a recoger y transportar a pie lo que dejaban atrás. En el Yukon Belle, Jack ocupó el puesto de popa ocupándose del timón, situó a Sloper en la proa y a Thompson y Goodman en los laterales, cada uno de los tres con un largo remo. Tarwater se quedó en tierra y siguió a pie, en parte por su edad y en parte porque así descargaba la embarcación del peso. Era el día 25 de septiembre.
Navegaron por el centro del río impulsados por la tremenda velocidad del agua, entre las escarpadas paredes del Miles Canyon, que pasaban a los lados de la balsa «como dos trenes de relámpagos», en expresión del propio London. En los rápidos de Squaw se le rompió el remo a Sloper y, entre las espumas blancas del White Horse, London perdió el control del timón y a punto estuvieron de naufragar. Pero, por milagro, el golpe de una ola les permitió alcanzar su objetivo: salvar el equipo y sus vidas. Thompson anotó en su diario: «Transportamos en tres minutos lo que nos hubiera llevado cuatro días transportar por tierra». El día 26 alcanzaban el lago Laberge.
En el camino de setecientos cincuenta kilómetros hasta Dawson City, quedaban todavía por eludir las dificultades que ofrecían los vientos del peligroso lago Laberge y los rápidos de Five Fingers y de Rink. Y, por supuesto, la proximidad de los hielos del invierno.
Caminé entre bosques de coníferas un par de kilómetros río arriba, por un alto sendero que bordeaba su curso, hasta alcanzar el lugar en donde se alzó, en el verano de 1897, un campamento de los viajeros que se dirigían hacia el Klondike: Canyon City. No quedaba rastro alguno de presencia humana, salvo algunas estacas de sujeción de los muelles del antiguo embarcadero.
Paseé un rato junto al río. Era un lugar solitario y silencioso. Ocasionalmente, alguna ave de presa o una gritona gaviota planeaba en las alturas del cielo, muy lejos de la tierra. El aire mecía un pequeño grupo de álamos jóvenes junto a la orilla: sus hojas se movían como moneditas de plata y sonaban como murmullo de un riachuelo.
A mi alrededor, numerosos troncos de árboles jóvenes aparecían talados por los castores, y en los vados del río se mecían las fortalezas construidas sobre el agua por estos roedores. Vi el lomo de uno de ellos surgir sobre la superficie tranquila del río, cerca de la ribera, a mi derecha. Asomaba la cabeza como la torreta de un submarino y dejaba detrás una leve estela sobre el agua.
La placidez del lugar me producía un efecto relajante. Costaba trabajo imaginarse aquel escenario como un bullicioso puerto adonde llegaban a diario, a finales del verano de 1897, centenares de embarcaciones, que se convirtieron en más de siete mil un año después, el 29 de mayo de 1898, justo cuando comenzó el deshielo del segundo año de la conquista del Klondike.
En realidad, Canyon City era poco más que un alto en el camino para descansar y, sobre todo, para armarse de valor antes de cruzar el cañón y los rápidos. Lo juicioso para aquellos viajeros hubiera sido dejar las frágiles embarcaciones, llevar el equipo por tierra durante varias jornadas hasta más allá de los rápidos y construir una nueva embarcación para seguir navegando hacia el Klondike.
Pero los hielos se aproximaban y no quedaba tiempo. La mayoría de los hombres y mujeres se lanzaban con sus canoas y sus balsas río abajo, decenas de ellas naufragaban y mucha gente perdía todo su equipo y sus vituallas. Era también numerosa la cifra de ahogados. Un año después, en mayo de 1898, la avalancha de embarcaciones fue de tal calibre y tan numerosos los naufragios y los muertos, que fue enviado con urgencia al lugar un destacamento de la Real Policía Montada de Canadá, al mando del superintendente Samuel Steele, para atajar el desastre. Asentado en Canyon City, Steele prohibió de inmediato la navegación a quienes no pudieran demostrar que contaban con conocimientos marineros. Así que los viajeros inexpertos hubieron de recurrir a pilotos profesionales, que se instalaron por esos días en Canyon para emprender un próspero negocio.
No fueron los únicos en sacar provecho de la situación. A comienzos de junio de 1898, Norman Macaulay’s puso en marcha una especie de tranvía, tirado por mulas o caballos, que salvaba por tierra el Miles Canyon y los rápidos. Viajaba, en paralelo al río entre Canyon City y el actual Whitehorse, transportando personas y equipajes en carromatos sobre una vía construida con raíles de madera. La compañía se llamaba Canyon and White Horse Rapids Tramway y en pocas semanas hizo una fortuna. Para el final del verano, un tal John Hepburn le imitó, trazando un recorrido por la orilla occidental para su Miles Canyon & Lewes River Tramway.
El negocio resultó lucrativo para ambos: un año después, en julio de 1899, cuando el trazado del ferrocarril del White Pass estaba a punto de alcanzar la recién nacida ciudad de Whitehorse, la compañía explotadora del tren compró a Macaulay’s y Hepburn sus dos tranvías por ciento ochenta y cinco mil dólares. Los dos hombres ganaron mucho más dinero que la inmensa mayoría de quienes se dirigían en pos del oro del Klondike.
Whitehorse es una ciudad desangelada, grandullona, de anchas avenidas trazadas a cordel, crecida al abrigo de suaves montañas por el lado occidental y cortada por el curso del Yukon en el lado oriental. La población domina una región de pequeñas lagunas y bosques dormidos. En invierno, durante noches que parecen interminables, el frío puede bajar la barrera de los cuarenta grados, y en verano, bajo las largas horas de sol, el calor llega a superar los treinta y cinco.
El centro comercial de la villa, capital del Territorio del Yukon, se sitúa entre la Primera Avenida, la Segunda, trazadas en paralelo al río, y las calles de Elliot y Wood, que corren en perpendicular. Hay allí varios hoteles, algunas tiendas de souvenirs y de material deportivo y unos cuantos restaurantes. Whitehorse es una ciudad de poco tráfico, habitada por veintitrés mil quinientas almas.
En la Segunda Avenida, justo en la esquina con la calle Wood, había un bar oscuro, el Blue Moon, en cuya puerta varios hombres y mujeres embriagados, y tal vez algunos drogadictos, fumaban cigarrillos. Cuando los concluían, regresaban al interior del local para beber cerveza y volvían a salir a fumar. Un coche azul de policía vigilaba a distancia. Junto a mi hotel, el River View, en la Primera Avenida, había otro local de parecido jaez.
Reparé en que la mayor parte de la clientela de los dos bares eran gentes indias. En Canadá, un país políticamente bastante más correcto que EE.UU., a las tribus originarias del país se las etiqueta como «primeras naciones», en tanto que los vecinos del sur los llaman simplemente «indios». No obstante, vista la forma en que viven en los dos países, una gran parte de ellos atenazados por el alcohol y la droga, se siente que esas primeras naciones están en situación terminal.
Al atardecer de mi primer día en Whitehorse, me asomé a la orilla del río. Corría veloz y vigoroso en un cauce cuya anchura no alcanzaba mucho más de los cien metros. Con el sol ya algo sesgado, las aguas lucían en un oscuro verdor y no era posible calcular la profundidad. Lancé una piedra y sonó como un rudo chasquido que denotaba hondura.
Pensé que, en cierta manera, podía percibir en mi interior una excitación parecida a la de aquellos hombres y mujeres que, una vez cruzados el Chilkoot o el White Pass y salvados el Miles Canyon y los rápidos del White Horse, contemplaron ya el río como un camino abierto hacia su utopía: los yacimientos auríferos del Klondike.
Ellos buscaban oro para enriquecerse, mientras que yo buscaba una historia que contar. Pero quizás mi emoción podía ser tan intensa como fue la suya.