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Escaleras Doradas camino del infierno

La distancia por mar entre Skagway y Dyea es de tan sólo cuatro millas, pero si uno quiere ir por carretera, o mejor dicho, por un camino cuyo recorrido es la mitad de asfalto y la otra mitad de tierra alisada, debe hacer dieciocho kilómetros más o menos. Entre las dos ciudades sale hacia el mar, con la forma de la hoja de un cuchillo, una península formada por la desembocadura del Taiya y hay que sortearla dando una larga vuelta hasta el único puente que cruza el río. Es un viaje que casi nadie hace, pues en Dyea no queda apenas rastro de una ciudad que, habiendo albergado en otro tiempo a varios miles de personas, se usó tan sólo como lugar de tránsito para la gente que venía en busca del oro y que había decidido llegar al Yukon a través del Chilkoot Trail. Toda la presencia humana la constituyen las osamentas del antiguo cementerio de Slide, en donde están enterrados, entre otros, la mayoría de quienes perecieron en la avalancha de nieve del 3 de abril de 1898, cerca de la cima del Chilkoot, aquellos desdichados a los que una vez muertos, como ya he contado antes, les quitaron cuanto llevaban encima los hombres de Soapy Smith. De modo que no hay nada que ver allí salvo los troncos de sujeción de los muelles, clavados en la arena de la playa, comidos por el verdín y la mayoría mutilados por el tiempo. Por eso, en un pequeño folleto editado por el turismo canadiense, a quien tenga el propósito de acercarse a Dyea se le recomienda que lleve buen calzado, repelente antimosquitos, impermeable y, sobre todo, «¡una mente imaginativa!». Es un acertado consejo.

En 1884, el estadounidense John Healey, a quien la gente daba el título de capitán porque había servido como soldado en guerras contra los indios en el noroeste de EE.UU., estableció en el lugar, junto con su socio Wilson, un puesto para comerciar con los tlingit. Estos indios conocían muy bien el Chilkoot Trail, ya que lo habían utilizado durante generaciones para viajar al valle del Yukon, en donde trocaban con los tagish su pescado seco y su aceite de pescado por pieles y carne salada. Healey, veterano de los Territorios del Norte, tenía intención de establecer una serie de estaciones comerciales a lo largo del Yukon para la explotación de las pieles y, por supuesto, para hacer negocio con los buscadores si se encontraban minas de oro.

El primer signo de civilización de este lugar fue la apertura de una oficina de correos, en 1896. Al comienzo de la «estampida», en el verano de 1897, la población creció de pronto hasta las ocho mil personas, y en septiembre contaba ya con 46 hoteles, 47 restaurantes, 39 tabernas, dos periódicos, cinco estudios de fotografía, una iglesia metodista, cinco oficinas bancarias, una escuela, dos hospitales, un cuartel con un pequeño contingente militar y un número no determinado de prostíbulos. También se establecieron en el lugar once abogados, un dentista y siete médicos. Se abrieron cuatro cementerios y se comenzaron a construir los pilares del puerto. Hasta ese momento, los grandes vapores llegados a través del Paso del Interior fondeaban en la rada y los pasajeros, los animales y los equipajes eran trasladados a tierra por pequeñas embarcaciones.

En 1900, al completarse la obra del ferrocarril entre Skagway y White Pass, el Chilkoot Trail dejó de ser utilizado. En 1903, sólo media docena de personas vivían en Dyea. Entre 1915 y 1940, una tal Harriet Pullen mantuvo allí una granja de leche, de la que sólo quedan las ruinas de un granero. Pueden verse todavía las ruinas del cementerio entre los bosques de las orillas del río Taiya y los pilares del muelle sobre la playa.

Y, claro, quedan el paisaje y la imaginación de cada cual para rememorar el pasado.

El Taiya llevaba con mansedumbre sus aguas lechosas hasta el mar. Era un día de cielo abierto y sol. Dyea transmitía una sensación de soledad inmensa, de paisaje de fin del mundo habitado un día por el hombre. Un águila de plumas pardas, que se tornaban doradas al interponerse entre el sol y la tierra, volaba sobre la explanada desierta de árboles en donde crecían matorrales que movía el viento. Una tropa de cuervos, los torpes y grandullones raven, lanzaban desaforados graznidos a la nada. No había otra presencia humana que la mía y tan sólo me acompañaban unos cuantos feroces mosquitos que, gracias al repelente, no se atrevían a buscar resquicios por los que colarse bajo mi ropa y picarme en busca de sangre.

El mar era verdoso y la luz muy viva.

¡Ay, esos lugares en donde creció o, sencillamente, subsistió en un tiempo la vida humana, y ya no queda nada más que la ruina o un espejismo en la memoria…! Da lo mismo si son restos de templos egipcios o romanos, si es un pueblo minero abandonado o una playa vacía de vida como Dyea, o una olvidada estación con las ventanas rotas y el suelo cubierto de pedazos de tejas que van cayendo del techo al paso de los años y de las lluvias, o un campo de batalla en el que uno puede imaginar el lamento de los heridos cuyo eco ha quedado congelado en el rumbo de los siglos, e incluso un cementerio de automóviles: todo transmite un extraño presagio, el de un futuro que alguna vez nos expulsará de la Tierra para siempre porque habremos cumplido nuestro ciclo como especie y estaremos de más. Son lugares que transmiten una honda desesperanza y, curiosamente, parecen eludirlos casi todos los animales, como si estuvieran malditos por la naturaleza. A veces un águila vuela sobre ellos, quizás porque ha equivocado el rumbo. Pero, por lo general, son sólo pájaros feos los que acuden allí: cornejas, cuervos, urracas, grajos, buitres…, aves que gustan de escarbar en busca de los rastros del ayer y de la muerte.

Me quedé mirando a la playa durante un rato, intentando ponerle rostros a la historia.

Por ejemplo, el de Jack London, que llegó en agosto de 1897 a este lugar desde Juneau, cuando aquí se extendía una apresurada ciudad, dominada por la codicia y tejida con hileras de tiendas de campaña y unas cuantas decenas de edificios de madera alzados con urgencia. «Alquilamos unas canoas —escribió en una carta a una amiga— y remamos cien millas hasta aquí, donde nos encontramos ahora mismo. Los indios que nos acompañan han traído a sus mujeres, a sus hijos y a sus perros. Estoy disfrutando del viaje. Los ciento setenta kilómetros del Paso del Interior corren entre montañas, formando un valle del tamaño del valle de Yosemite desde un extremo al otro, y en varios puntos las cimas son maravillosas, rodeadas de glaciares y cataratas. Ayer hubo un alud de nieve y el ruido que provocó duró un minuto».

Imaginé a las gentes descendiendo de las barcazas que las traían desde los vapores a la playa. Las imaginé anhelantes y temerosas, informándose de las condiciones para seguir el resto del viaje hacia los lagos de la altura, negociando los precios de los porteadores indios, contemplando con asombro las montañas que rodeaban como un circo blanco el océano enfurecido y gris…

Luego volví la espalda al mar. Allá en lo alto, más allá de los bosques de gigantescas coníferas, crecían las cumbres que rodean el Chilkoot Pass, rudos y pétreos cerros azules, pintados por brochazos de nieve en los picos más elevados. Producía un reverente respeto, casi como el temor de los antiguos a los dioses, contemplar aquellas paredes agrestes que, a finales del siglo XIX, era necesario subir a pie durante varios días, con las espaldas cargadas de todo cuanto una persona necesita para resistir un año. Era la condición que imponían los agentes de la Real Policía Montada de Canadá a quien quisiera cruzar las montañas hacia los lagos y el Yukon: alimentos y herramientas para combatir el duro invierno, transportar lo necesario para tener las mínimas garantías de supervivencia.

Muchos se rindieron a la vista de aquellas montañas inclementes. Entre ellos, James Shepard, el cuñado de London. Llegados a la altura del llamado Sheep Camp, se sintió demasiado viejo, a sus sesenta años, para trepar hasta la altura del Chilkoot y ser capaz de llevar con él, aunque le ayudaran porteadores indios contratados para ello, los casi quinientos kilos de peso que los canadienses exigían portar consigo a cada viajero. «Sigue tú solo —le dijo a Jack—; yo me vuelvo en el primer vapor que vaya a San Francisco». Y regresó a Dyea dejándole a su cuñado parte del dinero que les quedaba.

Jack London estaba decidido a no abandonar su propósito. Había hecho unos cuantos amigos en el viaje entre Juneau y Dyea: Merrit Sloper, Jim Goodman, Fred Thompson y «Old» Tarwater. Y con ellos continuó camino hacia el Klondike. Conocemos las fechas concretas de su viaje y algunas de sus peripecias gracias al breve diario que durante el camino escribió Thompson.

El Chilkoot Trail sigue abierto como en los días de London, aunque muchos de los campamentos de la época del Gold Rush han desaparecido. Ahora lo recorren montañeros aficionados al ejercicio duro, pues hay que estar en muy buena forma para llegar arriba portando todo lo necesario, si no para todo un invierno, sí al menos para pasar unos cuantos días al aire libre.

La senda hasta el Chilkoot arrancaba antiguamente del corazón de Dyea, pero hoy comienza un par de kilómetros más arriba, justo al lado del puente que cruza el río Taiya, en la carretera que llega desde Skagway. Allí, en la margen derecha del entre un espeso bosque de álamos, se abre un estrecho sendero que va ascendiendo, levemente al principio, y en forma abrupta al final, durante veintiséis kilómetros y seiscientos metros hasta la cumbre del Chilkoot, donde se encuentra uno de los puestos fronterizos entre la estadounidense Alaska y el Territorio del Yukon canadiense. La primera parte del recorrido discurre por un denso bosque pluvial, un rainforest de exuberante vegetación. Después, la pendiente se empina y el terreno se vuelve muy difícil para caminar por él, sembrado como está de piedras de aluvión.

Hay varios lugares de acampada a lo largo del camino, por lo general los mismos que instalaron los buscadores de finales del siglo XIX. Los más afamados son el Finnegan’s Point, 7,7 kilómetros más arriba del punto de partida, Canyon City (12 km), Pleasant Camp (16,9 km), Sheep Camp (18,9 km) y The Scales (25,9 km).

Hasta Pleasant, el camino era relativamente fácil y el campamento, un lugar agradable donde reposar: de ahí su nombre. Alcanzar el siguiente campamento, el Sheep, tampoco era muy complicado. Incluso existía un servicio diario de la empresa Healey & Wilson: una reata de mulas y caballos que, a precios relativamente asequibles, transportaba entre Dyea y el Sheep los pesados equipajes y vituallas de los viajeros.

Pero a partir del Sheep Camp, la vegetación desaparecía, todo alrededor se volvía roca desnuda y era imposible conseguir leña. Este campamento, que debía su nombre a un antiguo lugar de acampada de los cazadores de cabras montesas, era un lugar insólito en los días de la fiebre del oro. Cada jornada reposaban allí unas mil quinientas personas, que por lo general se iban al día siguiente para seguir ascendiendo al Chilkoot, mientras otras mil quinientas llegaban desde Pleasant Camp. Las tiendas de campaña se apiñaban de tal manera que resultaba casi imposible moverse entre ellas. Había un restaurante, el Packer’s, en donde se negociaban con los porteadores indios los precios de la carga, que se encarecían de semana en semana. En el Packer’s, pasar una hora con una mujer costaba cinco dólares y comer un menú que incluía carne, dos y medio.

El Sheep Camp contaba también con quince hoteles, por llamarlos de alguna manera. El más famoso era uno de los dos únicos edificios de madera del campamento. Lo regentaba un hombre llamado Palmer, ayudado por su mujer y siete hijos. El corresponsal del semanario neoyorquino Harper’s Illustrated Weekly, Tappan Adney, tal vez el mejor cronista de la carrera del oro, en su libro La estampida del Klondike describe así el hotel de Palmer: «Tenía unas dimensiones de unos seis metros por doce en una sola habitación. Una parte de ella, separada por una cortina, servía de alojamiento al propietario y a su familia, que preparaban tres veces al día cientos de comidas para los viajeros, en turnos que variaban por lo que tardaba en llegar el aprovisionamiento diario desde Dyea. El plato de beicon y judías costaba 75 centavos, aunque podía variar según la cantidad que llegaba desde Dyea. Cuando las comidas terminaban, se recogía la mesa y los hombres, unos cuarenta cada jornada, extendían sus sábanas en el suelo y se echaban de lado, colgando sus zapatos y sus calcetines de las vigas del techo. A las nueve de la noche, a causa de las personas tendidas en el suelo, era prácticamente imposible caminar por la sala». Una viajera, Emma Nelly, lo describió así: «El edificio era oscuro y triste y la visión era muy difícil en su interior, posiblemente por la falta de ventanas o por la cantidad de tabaco que se fumaba allí dentro».

Palmer había viajado al norte, en busca de fortuna, desde Wisconsin, unos meses antes de comenzar la «estampida». Cuando a comienzos de la primavera se le acabó el dinero, camino del Chilkoot, decidió instalarse en el Sheep Camp y abrir un hostal modesto para viajeros. El descubrimiento del oro del Klondike y la marea de gente que movió le convirtieron en un hombre rico. A base de judías, beicon y el suelo de su hotel, amasó una fortuna mayor que la que la mayoría de sus huéspedes lograrían reunir meses después recolectando pepitas de oro.

The Scales, un lugar en el que no existe vegetación alguna en muchos kilómetros a la redonda, era el punto más alto hasta donde la mayoría de los buscadores obligaban a subir a sus animales, aunque algunos de ellos todavía forzaban a los bueyes, mulas y caballos —aunque desprovistos de carga— para alcanzar la cumbre. Desde The Scales, casi todos los viajeros continuaban a pie, portando sobre la espalda su equipaje y sus vituallas. Los indios chilkat se alquilaban como porteadores, pero sus precios iban subiendo conforme crecía el número de gentes que ascendían al Chilkoot. El precio por kilo transportado llegó a establecerse en un dólar, lo que suponía que quien desease que los indios le subiesen todo su equipaje y vituallas al Chilkoot debía pagar casi mil dólares.

Desde The Scales hasta la cima se encuentra la pendiente que se conoce como The Golden Stairs (las Escaleras Doradas), una empinadísima cuesta de cuarenta y cinco grados de desnivel que, en los días de la «estampida», se convirtió en el icono de aquella marea humana que se movía en busca de los campos de oro y que fue inmortalizada en las fotos de E. A. Hegg, un inmigrante sueco. En ellas aparece una fila interminable de hombres que ascienden sobre la nieve, como una hilera de hormigas y pesadamente cargados, hacia la cumbre del Chilkoot. La escena, que reprodujo Chaplin en su filme La quimera del oro, la describía así el periodista Tappan Adney:

No hay nada más que una pared de roca gris y tierra. Pero ¡alto! Miremos más detenidamente. El ojo distingue un movimiento. La montaña está viva, algo parecido a un tren que no cesa de moverse. Son como hormigas que zigzaguean a lo largo de la pared que crece junto al precipicio, hacia arriba, hacia arriba, y que llegan a lo más alto. ¡Miren! Van hacia el cielo. Son seres humanos; pero nunca los hombres parecieron tan pequeños.

El nombre de «escalera» surgió cuando dos avispados socios construyeron una serie de escalones a golpes de pico, junto a los que tendieron una balaustrada formada por barras de hierro clavadas en el suelo y unidas por una soga, donde cobraban peaje a quienes lo utilizaban. Y todo el mundo lo hacía, pues a pesar de la dureza que suponía subir con veinte o treinta kilos a las espaldas aquellos mil quinientos peldaños, trepar la cuesta fuera de los escalones resultaba mucho más agotador.

Otro problema añadido para quienes ascendían los escalones del último tramo del Chilkoot era conservar la plaza en la larga fila de gentes que subían sin cesar, los unos pegados a los otros. Había plataformas en los lados de la escalera para el descanso de quienes no podían seguir sin detenerse a recobrar fuerzas, pero sucedía que quien perdía la plaza, cuando quería reincorporarse a la hilera, debía esperar durante mucho tiempo, a veces horas, para lograr un hueco. Nadie cedía un sitio a nadie en aquella lucha sin tregua por llegar a Dawson City antes de que el invierno se echase encima y el río se helara.

Un hombre de constitución y fuerza medianas tardaba en completar la escalera unas seis horas. Si se tiene en cuenta que cada uno de ellos debía llevar consigo unos quinientos kilos de provisiones para que la Policía Montada los dejase cruzar la frontera, podemos calcular que, salvo que se tuviese dinero para pagar porteadores, cada persona tenía que realizar la subida de la escalera al menos cuarenta veces, lo cual significaba, con enorme esfuerzo, casi un mes de continuas subidas y bajadas. Miles lo hicieron, pero otros miles desistieron y se dieron la vuelta, abandonando una buena parte de cuanto llevaban consigo. Se calcula que, de cada dos personas que lo intentaban, sólo una lo conseguía.

Desde el Chilkoot, situado a unos mil metros sobre el nivel del mar y ya en territorio canadiense, la senda descendía hacia el lago Crater, luego al Lindeman y, finalmente, al Bennet, situado a 53,1 kilómetros de Dyea. Allí se reunía con la otra senda, la que partía de Skagway, 66 kilómetros antes, y cruzaba el White Pass después de ascender por el camino conocido con el nombre de Sendero de los Caballos Muertos. Imagine el lector por qué razón.

En tiempos del Gold Rush corría un dicho: «Cualquiera que sea la senda que usted haya escogido, la del Chilkoot o la del White Pass, al llegar arriba hubiese deseado elegir la otra».

La verdad es que nunca me ha gustado subir montañas ni escaleras, ni siquiera cuando era niño. De modo que tenía claro que no iba a recorrer la senda que lleva al Chilkoot desde el río Taiya. El grupo de cinco amigos con los que pensaba emprender días después, en canoa, la travesía del río Yukon entre Whitehorse y Dawson City, sí que tenían decidido realizar el ascenso. Así que habíamos convenido una fecha para encontrarnos en un hotel de la ciudad de Whitehorse. Mi intención era llegar en tren hasta la cima del White Pass y bajar desde los lagos en autobús a la ciudad de la cita. No obstante, pensaba acercarme en coche hasta el comienzo de la senda que conduce al Chilkoot y recorrer un tramo a pie para hacerme una idea de lo que era y es, ayudándome de un bastón y cargado tan sólo con mi cuaderno de notas y mi cámara de fotos.

La angosta senda comienza junto al puente que cruza el Taiya en su tramo más estrecho, con la corriente del río fluyendo a su izquierda. Antes de llegar al puente, hay unas cabañas para pescadores en las que un cartel advierte sobre cómo comportarse con los osos mientras se pesca. Tomé nota en mi cuaderno:

1. Deje de pescar si un oso se acerca a menos de noventa metros o a un punto en que el oso pueda quitarle el pez si ha picado uno en su anzuelo.

2. Haga todo lo que pueda por soltar pronto su pez del anzuelo para que no sea el oso quien trate de hacerlo.

3. No coma junto al río.

4. Evite pescar en áreas conocidas por ser frecuentadas por los osos, sobre todo en la orilla contraria de la carretera.

5. Deje sus animales domésticos en el coche o manténgalos todo el tiempo bajo su control.

6. No acampe junto a la carretera. Use estas casas.

7. Almacene su comida, sus capturas de pesca y su basura siempre dentro de su vehículo.

8. Obedezca las señales de lugares de cruce de osos. No se detenga o aparque en esas zonas, para dejar a los osos una salida fácil.

9. Si se acerca un oso, permanezca en donde está y hable con voz normal. Nunca eche a correr.

Aparqué junto al puente y entré en la senda. En los comienzos del verano, los árboles estaban repletos de hojas y el viento soplaba tímido y tibio. Caminé un primer tramo entre la fronda hasta que alcancé una especie de cabaña en cuya puerta se indicaban nuevas instrucciones para encuentros con osos:

1. Deposite toda la basura en los contenedores y mantenga limpio el lugar de acampada. Los osos tienen un gran sentido del olfato y son atraídos por cualquier cosa que huela a comida. Mantenga limpias las mesas de picnic.

2. No coma ni almacene comida en su tienda.

3. No limpie los pescados en el área de acampada, sino en una corriente de agua que pueda llevarse lejos los desperdicios.

4. Cuando vaya caminando, haga ruido para advertir a los osos de su presencia.

5. Un oso que se sienta sorprendido puede sentirse amenazado y atacar.

6. Evite especialmente las hembras con cachorros.

7. Llame inmediatamente a la Policía Forestal si encuentra osos.

Adentrarse a solas en aquel bosque, que era igual que una jungla tropical llena de osos, producía un cierto canguelo.

La vida no era fácil durante las semanas o meses que duraba la ascensión del Chilkoot. No había ninguna ley, y si se producía un robo, una improvisada asamblea de viajeros nombraba un tribunal que analizaba el delito e imponía el castigo. En febrero de 1898, el Sheep Camp fue escenario del más famoso de aquellos juicios cuando tres hombres, llamados Dean, Wellington y Hansen, comparecieron ante un tribunal acusados de robo.

A Dean se le declaró de inmediato inocente y fue absuelto, en tanto que a los otros dos se los declaró culpables. Wellington, aprovechando un descuido de sus guardianes, se hizo con una pistola y un cuchillo. Mientras disparaba hacia el techo, rajó la tienda y escapó por el agujero. Un grupo de hombres armados salió en su persecución. Cuando estaban a punto de atraparle, el fugitivo se disparó en la boca y murió al instante.

A Hansen le impusieron una pena de cincuenta latigazos. Y al aire libre, con el torso desnudo, rodeado de curiosos, comenzó a sufrir el castigo aullando de dolor. Mientras parte de los asistentes gritaban al verdugo «¡Más, más fuerte!», otros suplicaban para que cesara el cruel espectáculo. Al final se consiguió detener la tortura cuando Hansen llevaba recibidos quince latigazos. Se le curaron las heridas y, unos días después, fue enviado a Dyea, maniatado y con un cartel en el cuello en el que se leía: LADRÓN.

En primavera comenzaban los deshielos y aumentaba el riesgo de los aludes. El 3 de abril de 1898, una gran avalancha, de la que ya he hablado y que cubrió una zona de cuatro hectáreas desplazando una masa de nieve y piedras de más de siete metros de espesor, acabó con la vida de más de sesenta personas. Se organizaron equipos de rescate y unos cuantos de los enterrados lograron salir, incluso tres horas después de la avalancha. Algunos de los cadáveres que pudieron ser recuperados en las horas que siguieron al desastre, congelados ya, mantenían la posición de la carrera que emprendieron cuando trataban de huir de la nieve y las piedras.

Al llegar el verano, el hielo y la nieve se derritieron. En el lugar de la avalancha se formó un lago. Docenas de cadáveres hinchados aparecieron flotando.

En su novela Una hija de las nieves, Jack London recreó el escenario del campamento:

Atravesó [Frena, la protagonista] el Sheep Camp. Arriba de la montaña, un enorme glaciar había reventado por mil grietas, bajo la presión de un pozo subterráneo, lanzando cientos de miles de toneladas de hielo y agua en tumultuoso alud por la rocosa garganta. La «gran ruta» estaba aún resbaladiza por el barro de la inundación y los hombres andaban de una a otra parte revolviendo desconsoladamente los escombros de las tiendas y las chozas aplastadas. Por doquier trabajaban con nerviosa prontitud, mientras los rígidos cadáveres, colocados a un lado de la ruta, asistían mudos a su dura labor.

En cuanto a los meses de invierno en los campamentos del Chilkoot Trail, el escenario se tornaba patético. Sobre todo por causa de los animales. Muchos quedaban abandonados por sus dueños en Sheep Camp o en The Scales y, durante días, vagaban hambrientos sobre la nieve. Si había por allí alguna alma caritativa, los mataba de un tiro. Pero la mayoría morían de frío e inanición. Y con la llegada del verano, sus cuerpos aparecían al retirarse la nieve y se pudrían bajo el sol.

Tenemos tendencia a pensar que el Gold Rush fue una empresa de hombres. Y no es así, de la misma forma que tampoco es verdad que todas las mujeres que se unieron a la «estampida» fuesen prostitutas o cabareteras. La gran mayoría de las que emprendieron la aventura y llegaron a Dawson e hicieron fortuna eran trabajadoras, o profesionales o esposas de los mineros. Algunas se enriquecieron con el oro, comprando concesiones que luego resultaban muy rentables, o sencillamente abriendo restaurantes o almacenes. Un buen número de ellas se ganaban la vida como cocineras, empleadas, maestras o enfermeras.

Emma Nelly, comisionada por un sindicato de mineros de Kansas, llegó a Dyea el 1 de octubre de 1897, un poco tarde ya y con el invierno encima. Logró contratar a diez hombres en los muelles, por supuesto que pagándoles muy bien, para que subieran sus quinientos kilos de carga obligada, portando cada uno de ellos cincuenta kilos de peso. El día 10 llegaban al Sheep Camp. El tiempo era penoso y todos los que regresaban desde la cumbre del Chilkoot aconsejaron a Emma desistir. Ella tenía miedo de que sus porteadores la abandonaran, de modo que empleó una sencilla treta, tan vieja como el mundo, para asegurarse de que seguirían con ella. Cuando dudaban, les decía: «¿Es que diez hombres tienen menos valor que una sola mujer?».

Tras esperar tres días en el Sheep, el tiempo mejoró. Y Emma dio la orden de seguir a las siete y media de la mañana. El camino era muy duro y animales y personas marchaban agotadas. Durante el ascenso se cruzaron con un hombre que venía en dirección contraria. «¿Cuánto falta para la cumbre?», le preguntó un porteador. «¿Cuánto peso lleva a la espalda?», inquirió el hombre. «Cien libras», dijo el porteador. «Entonces le faltan cien mil millas», concluyó el otro.

El desánimo cundió en el grupo, pero Emma reaccionó con rapidez. «Yo no llevo peso, ¿cuánto queda?», preguntó al hombre. El otro sonrió: «Entonces, milla y media».

Continuaron subiendo, coronaron el Chilkoot, descendieron hacia los lagos y alcanzaron las orillas del Lindeman a las nueve y media de la noche. Habían recorrido casi treinta kilómetros en catorce horas.

Emma se unió a un grupo de buscadores que seguían el viaje en varias barcas, atravesó el peligroso cañón de Miles y los más peligrosos rápidos de White Horse, cruzó el Yukon entre placas de nieve y alcanzó Dawson City el 16 de octubre, muy poco antes de la congelación total del río. Su grupo fue uno de los últimos en llegar al Klondike antes de que cayese el terrible invierno del Norte.

En su diario, que luego se convertiría en el libro Una mujer, pionera en el Klondike y Alaska, Emma Nelly escribió: «Quería hacer el viaje. Quería ver y sentir qué es eso que llaman miedo, eso de lo que los hombres hablan tan a menudo, pero de lo que una mujer solamente ha leído u oído hablar».

Otra mujer, la escocesa Margaret Shand, viajó con su marido Davy desde su país en busca de fortuna, ya que eran muy pobres. Tras alcanzar penosamente el Chilkoot, comprendieron que no podían seguir: el invierno se había echado encima y el Yukon se helaba. Hubieron de regresar a Sheep Camp para pasar el invierno. Como carecían de dinero, buscaron trabajo y la suerte quiso que Davy encontrase un empleo bien pagado como mecánico, mientras Margaret ayudaba a una cocinera que trabajaba para los empleados de un aserradero. Unas semanas después, Margaret recibió una sustanciosa oferta de empleo. Lo cuenta así en su libro The Summit and Beyond: «Se supone que todas las mujeres sabemos cocinar y un hombre me ofreció quince dólares diarios para hacer galletas y pasteles en su hotel. Davy se sintió ofendido: "No permitiré que mi mujer trabaje mientras yo pueda cuidar de ella", dijo. Nunca perdonaré a Dave por arrebatarme la ocasión de ganar mi propio dinero. Sin embargo, yo no sabía cómo hacer ni galletas ni pasteles en esa época, aunque estaba segura de que aprendería».

En un momento de su libro, Margaret retrata de forma sencilla y espléndida la esperanza que latía en su corazón, sufriendo las duras condiciones de la subida al Chilkoot. Lo que escribió ella podrían haberlo escrito muchos de los buscadores del Gold Rush. Mientras esperaba en las Escaleras Doradas a que su marido, que había llevado ya varios paquetes a la cumbre, regresara en su busca, anotó:

Sola, sentada sobre mi equipaje, miré hacia las distantes montañas, púrpuras y majestuosas, que teníamos que subir. Eran como murallas que guardaran un nuevo mundo. La vista me estremeció. Y temblé toda entera. Nada en mi vida me había atemorizado tanto como aquellos picos cubiertos de nieve. Pero traspasar montañas significa ir a un nuevo territorio, a una nueva vida, es algo así como nacer de nuevo. ¡Davy y yo juntos! ¿Estaremos a la altura del esfuerzo requerido, podremos vencer ese gran reto?

En las reflexiones de Margaret latía el sentido más íntimo de aquella marea humana que se movía hacia el Klondike jugándose la vida. De un lado, la ambición por obtener el oro y lograr una vida mejor. Y del otro, el valor y la voluntad, el coraje del espíritu, el esfuerzo físico llevado hasta su límite: el desafío al destino, en suma.

En la primavera de 1898, un avispado empresario logró construir un tranvía con cables de acero que subía desde Canyon City hasta la cima del Chilkoot, en un recorrido de unos veintidós kilómetros. Podía subir nueve toneladas de peso en sus coches cada hora. Y sus precios resultaban asequibles. Las Golden Stairs dejaron de utilizarse para siempre.

Pero las imágenes que fotografió Hegg, aquellas hileras de hombres agotados que trepaban sin descanso, con la locura del oro hincada en su cerebro, nunca se irán de la retina de quienes las han contemplado.

Al apartarse del río Skagway, la senda se estrechaba y se empinaba enseguida en forma abrupta y, desde el suelo, surgían vigorosas raíces que eran como los músculos petrificados de un gran animal: en ocasiones dificultaban el paso; en otras, servían como escalones. Era duro el ascenso y costaba trabajo imaginarse cómo hombres y animales cargados como iban aquellos del Gold Rush podían resistir tan ardua caminata. Los árboles, coníferas en su mayoría, eran muy altos, de unos cuarenta o cincuenta metros, y a menudo la densidad del bosque impedía el paso de la luz, hasta el punto de parecerme que marchaba en una hora próxima a la atardecida.

Otras veces el camino se cubría de humus, líquenes y musgo, mientras lo rodeaban recias matas de helechos. Había entonces que andar con sumo cuidado para no resbalar y caer. A la izquierda, entre los árboles, descendía hacia el río una empinada cuesta cubierta por la espesura de las zarzas y punteada por los troncos rotos de jóvenes abedules blancos.

Se escuchaban graznidos de cuervos y el rumor del río cuando formaba rápidos. A veces su curso asomaba a mi izquierda, abajo del terraplén boscoso. Las aguas eran opacas, de color muy claro, levemente parduscas, y formaban en ocasiones islotes cubiertos de guijarros blancos. Álamos gigantescos crecían en sus orillas.

Cuando las copas de los pinos y los abetos, sobre mi cabeza, abrían un espacio de cielo, veía en lo alto un intenso azul. Cada vez se hacía más fatigoso trepar por aquella apretada senda.

Dejé pasar a un grupo de gente cargada con mochilas a la espalda. Lo formaban un matrimonio joven, dos niños de unos doce y catorce años y una mujer de unos cincuenta y tantos, tal vez la abuela. Era la que caminaba con mayor dificultad y su abultado morral parecía bastante pesado. Se detuvieron un momento a mi lado.

—¿No llega hasta el Chilkoot? —me dijo el hombre.

—Ya ve que no —dije mostrando mi cámara como único equipaje—. ¿Y ustedes?

—Eso pensamos hacer.

Miré a la mujer mayor. Vestía un pantalón cortado a media pantorrilla y sus piernas parecían fuertes. Se encogió de hombros y me miró con cierta fatiga.

—O al menos lo intentaremos —dijo.

Siguieron su marcha y los perdí de vista entre la espesura.

De pronto, el camino descendió con brusquedad hacia el río y llegué hasta la misma orilla. Las aguas corrían alegres y Poco profundas. Soplaba una brisa vivificante. ¡Qué aire más limpio se respiraba! La senda se ensanchó. El camino era llano, rodeado de helechos de un verdor intenso, sombreado por álamos de hojas bailarinas.

Ahora veía las cumbres que rodean el Chilkoot, rocas azules parcheadas con refulgente nieve. Todo resultaba espléndido hacia cualquier punto adonde mirase. Disfrutaba respirando aquel aire dulce y afilado.

En una curva del sendero, una pareja de edad madura descansaba sentada sobre un tronco de árbol. No llevaban mochilas, por lo que supuse que hacían lo mismo que yo.

Me detuve un instante a charlar con ellos. Eran alemanes. Nos dio por hablar de Europa.

—Da gusto ser europeos —me dijo ella— y viajar por nuestros países en estos tiempos. Imagine, ¡no tener que cambiar dinero nada más que en Inglaterra y en Suecia! Se hace extraño venir a Norteamérica y a otros lugares del mundo después del euro.

—Ya somos un solo país con no sé cuántas lenguas, da gusto —dijo él.

Antes de despedirme, el hombre me preguntó:

—¿Ha visto osos por ahí atrás?

—No, ninguno. ¿Y ustedes por ahí delante?

—Tampoco.

—Mejor así —dijo la mujer.

Seguí le vereda hasta que completé algo más de una hora de caminata en paralelo al río. Una empinada cuesta se abría delante de mí y se hundía en la espesura. Regresé sobre mis pasos, tomé el coche y volví a Skagway.

Jack London llegó al pie de las Golden Stairs con sus compañeros Fred Thompson, Jim Goodman, Merrit Sloper y Old Tarwater el 30 de agosto, según el diario de viaje de Thompson, y el 31 acometieron la subida hasta el paso. Con el dinero que le había dejado su cuñado Shepard, pudo pagarse la ayuda de algún porteador, aunque él mismo, como sus compañeros, hubo de emprender la tarea de llevar, subiendo y bajando una y otra vez los peldaños de aquellas escaleras, parte de su equipaje y sus vituallas a la frontera instalada por los canadienses en lo alto del Chilkoot.

La Real Policía Montada de Canadá, en el paso fronterizo de la cima, efectuaba un estricto control de las herramientas, ropas y provisiones que llevaban los viajeros. Puede parecer cruel la lista de lo exigido, pero lo que se intentaba era asegurar un mínimo de necesidades cubiertas para un año de supervivencia en el duro norte. El peso se establecía en libras, que equivalen a unidades de 460 gramos. La lista esencial contenía, entre otras cosas, lo siguiente:

Comida: 200 libras de beicon (panceta ahumada), 400 libras de harina, 50 libras de avena, 50 libras de maíz, 40 libras de arroz, 25 libras de peras secas, 25 de pescado salado, 50 de cebollas secas, 50 de patatas, 15 libras de sopa de vegetales, 4 docenas de latas de leche condensada, media libra de mostaza, 25 libras de café, 10 libras de té, 100 libras de azúcar, 15 libras de sal, 1 libra de pimienta, 25 botes de mantequilla, 100 libras de frutos secos…

Ropas: un abrigo de invierno, tres calzoncillos largos, dos pantalones de pana, doce pares de calcetines de lana, seis pares de mitones, un gorro de piel, tres pares de manoplas, dos camisas de lana gruesa, dos pares de botas de goma, dos pares de calzado de montaña…

Equipo: un infiernillo, un cedazo, dos cubos, un juego de cubiertos, dos juegos de tarteras, cafetera o tetera, sartenes, agujas de coser, barras antimosquitos, un martillo y clavos, un hacha pequeña, un cepillo, dos sierras, un compás, un taladro, 60 cajas de cerillas, 50 libras de velas, un estuche de primeros auxilios, una tienda de campaña, tres sogas, cinco pedazos grandes de jabón, tres mantas gruesas, un toldo, dos sábanas…

Los canadienses prohibían la entrada o venta de armas de fuego en su territorio, salvo si se obtenían permisos de caza, Mientras que en la vecina Alaska, como parte de EE.UU., se podían comprar libremente en cualquier almacén y llevarlas encima: al cinto el revólver o el rifle en bandolera. Hoy sigue sucediendo lo mismo, aunque los alaskeños procuran portarlas con cierta discreción en ciudades como Skagway, Sitka, Juneau, Anchorage o Fairbanks.

Otra cosa que llama la atención es que, salvo el estuche de primeros auxilios, los viajeros no estaban obligados a llevar ningún medicamento consigo. Quizás porque no los había. De modo que la supervivencia de un año se basaba en alimentos suficientes y en medios para combatir el frío, pero no las enfermedades. Por otra parte, las provisiones exigidas servían contra el hambre, pero no contra el escorbuto, que hizo verdaderos estragos entre los buscadores de aquella quimera de oro.

London y sus compañeros habían empleado tres semanas en subir su carga hasta la cumbre del Chilkoot. El escritor, en Una hija de las nieves, trazó su visión de aquella ascensión:

El Chilkoot, batido por la tempestad, dominaba el paisaje. Por su ladera, los hombres trepaban de uno en uno. Este desfile interminable partía del pie de la montaña, allí donde dejaban de crecer los matorrales enanos, trazaba una línea negra sobre una superficie deslumbradora de hielo y continuaba a lo largo de la pendiente escarpada, en una cinta cada vez más estrecha […] La cumbre del Chilkoot aparecía rodeada de niebla y, de pronto, una tempestad de viento y de granizo se abatía sobre los pigmeos que escalaban con pesadumbre. La luz del día se eclipsaba y cedía su lugar a una tupida oscuridad. Si ella [Frena, la protagonista de la historia] no les veía de nuevo, sabía sin embargo que, en alguna parte de la altura, las hormigas continuaban su marcha hacia el cielo.

El grupo de London tuvo suerte. El invierno no estaba lejos y una súbita nevada, o algo peor: un alud, podía haber puesto en peligro su viaje. El 1 de septiembre cruzaron el paso de Chilkoot y emprendieron el descenso hacia el lago Lindeman, el inicio de la segunda etapa del penoso viaje, aunque esta vez era ya todo cuesta abajo. Alcanzaron las orillas del lago el día 8 de septiembre.

Tenía un hambre feroz después de la caminata. Y devoré una espantosa hamburguesa made in Skagway, o sea, grasaza en estado puro. Por la tarde, aburrido, me di una nueva vuelta por la ciudad, que iba vaciándose de turistas según los cruceros del muelle zarpaban. Se apagaban las luces de los comercios, caían los cierres de metal sobre los escaparates, los coches de caballos con conductores ataviados con ropas decimonónicas volvían a las cuadras, el neón desaparecía del café cantante en donde se representaba la epopeya de Soapy, los borrachos locales se encerraban en los dos únicos saloons de la población y Skagway se iba a dormir.

Uno de los pocos lugares públicos abiertos era un comercio en donde vendían golosinas, ofrecían locutorio con llamadas baratas y también conexión por internet. Entré a mirar mi correo. La mayor parte de la clientela eran trabajadores latinoamericanos que hablaban con la familia dejada en su país o chicos jóvenes que se entretenían con videojuegos.

El dueño de la tienda era un hombre moreno y delgado, de unos cincuenta años de edad. Cuando le pedí la clave para internet y pregunté el precio de uso, reconoció mi acento.

—He vivido muchos años en Londres —me dijo en español, con leve acento latinoamericano—. Y tuve cinco años una casa en Jerez de la Frontera. Es difícil que se me «despinte» un español.

—Vaya, habla muy bien mi idioma. Incluso usa argot.

—Ya ve, soy judío, de Israel, y durante siglos hemos tenido que andar de un lado a otro. Así que no nos ha quedado más remedio que aprender idiomas.

—¿Y qué hace aquí, en Skagway?

—¿Qué cree que puede hacer un judío? Pues negocios. En Skagway se hacen buenos «bisnes» en la temporada turística. Los turistas que vienen aquí son ricos y se gastan el dinero a manos llenas. Mi negocio es modesto, pero me llevo mi parte.

—¿Y cómo pasa el invierno?

—Me largo de aquí, claro; en Skagway no hay quien aguante a partir de mediados de septiembre o principios de octubre. Hace mucho frío y eso que las cosas han cambiado algo, ya sabe, con eso del famoso cambio climático. Yo paso aquí cinco meses, más o menos, luego me voy un mes a Miami, para controlar mis inversiones, y los otros seis me largo a Uruguay. Allí he comprado una granja y es el sitio en donde mejor me encuentro.

—Ya veo que ha corrido mucho.

—La vida es muy corta y el mundo, muy largo. Hay que aprovechar.

—¿Terminará en Uruguay?

Tenía una mirada muy vivaz y la sonrisa siempre puesta en la cara.

—¿Y cómo voy a saberlo? Ya le he dicho que la vida es muy corta. Pero, en muy poco tiempo, también da muchas vueltas.

Me recomendó un buen sitio para cenar que no figuraba en las guías de la ciudad. Sin duda era el mejor de Skagway. Y, además, barato.