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Gran duelo en la ciudad sin ley

En 1887, la casi recién nacida Skagway era una ciudad al margen de las leyes, gobernada por la ambición y el pecado. Hoy, es un parque temático organizado alrededor del recuerdo de los días del oro y punto de destino de los grandes cruceros que hacen durante el verano la ruta del Paso del Interior. En los meses estivales, la calle principal y las adyacentes son un mero comercio, con las casas de madera levantadas al estilo de un decorado de Hollywood. Los turistas deambulan de un lado a otro sin cesar de comprar, o asisten a algún espectáculo musical sobre las aventuras de los antiguos pistoleros, o almuerzan comida basura en los cuatro o cinco espantosos restaurantes de la ciudad, o esperan la salida del tren que lleva a las cumbres en donde están los lagos en los que nace el Yukon, allá arriba, en la frontera con Canadá. En invierno, la mayor parte de los comerciantes se largan a Anchorage o a Vancouver, los llamativos decorados estilo country de las fachadas de sus tiendas desaparecen y el sector dedicado al turismo cierra puertas y ventanas. Los pocos habitantes que quedan en la población se retiran hacia las calles más dejadas del puerto, bajo la protección de las montañas.

Como sucede a menudo en Estados Unidos, la ficción camina en Skagway al lado de la realidad. Es un país en el que muchos niños no saben distinguir muy bien entre un grizzly y el oso Yogui, lo cual supone un riesgo grande, porque el tal Yogui canta y no ataca a los humanos, en tanto que el grizzly es una bestia agresiva que ataca a veces, devora la carne humana en ocasiones y de la que no hay noticia de que haya aprendido a cantar. En el fondo, las empresas de dibujos animados, comenzando por Disney y Barbera, son en buena parte las responsables del descerebramiento generalizado que se atribuye a una parte de la sociedad americana, la menos culta. Skagway, clavada en el extremo sur de Alaska, parece un buen ejemplo al caso.

Volviendo a la historia de la ciudad, hay que reseñar que, durante los tres meses que siguieron a la llegada de los barcos cargados de oro a San Francisco y Seattle, una miríada de seres humanos desembarcó en los muelles de Skagway y en los de la cercana Dyea, ciudad que hoy ha desaparecido por completo. A los buscadores de oro los aguardaban allí avarientos vendedores de suministros necesarios para el duro camino que les esperaba, todos a precios desorbitados. «El dinero se iba como el agua a través de un cedazo —contaba un periodista—. Los hombres eran como lobos que se devoraban los unos a los otros». Había casinos en los que los viajeros podían perder el poco o mucho dinero que llevaban encima, decenas de prostitutas con las que olvidar por un rato sus penalidades, más de ochenta saloons que almacenaban alcohol en cantidades oceánicas y bandidos, como el legendario Jefferson «Soapy» Smith, dispuestos a robar a los incautos todo lo que poseían.

Pero lo peor de todo era la personalidad de los recién llegados. La mayoría no habían salido en su vida de sus pueblos, no conocían los climas fríos, no estaban físicamente en forma para acometer los duros esfuerzos que les esperaban, ni habían escalado montañas, ni sufrido los rigores de la intemperie o la escasez de alimentos. Tappan Adney, un periodista que viajó con la «estampida», escribiendo crónicas para el Harper’s Illustrated Weekly de Nueva York, anotó en su diario el 21 de agosto de 1897: «El país entero se ha vuelto loco con el asunto del Klondike». Y recogía el siguiente testimonio de un ingeniero californiano:

Jamás he visto a la gente actuar como lo hacen aquí. Casi todos han perdido la cabeza y el sentido común. No he visto nunca hombres comportarse de tal modo. No tienen ni la menor idea de adónde van… Vienen de despachos y oficinas, no saben lo que es ascender una montaña con peso sobre los hombros y no están acostumbrados a ninguna tarea dura… Cada hombre va armado, con revólveres e, incluso, fusiles de repetición. Son los hombres con menos experiencia que nunca he encontrado en ninguna parte y con más armas que en ninguna parte. Seria una obra de caridad que la Policía Montada de Canadá se las quitase en Dawson City antes de que empiecen a dispararse entre ellos.

La riada fue tan súbita que las dos estaciones de Skagway y Dyea apenas podían acomodar a aquella enorme cantidad de gente. Las tiendas de campaña brotaron como champiñones de la noche a la mañana. Los campamentos —llovía a menudo— eran un barrizal. Y entre las gentes que intentaban organizarse había multitud de perros, burros, mulas, vacas y caballos. Los olores eran nauseabundos; las condiciones de higiene, penosas; las peleas, frecuentes y el orden, inexistente. Los indios bajaban de sus poblados a ofrecerse como guías y porteadores para cruzar los pasos de montaña a precios que no cesaban de subir conforme llegaban más y más gentes ávidas de oro. A menudo, las caballerías enloquecían y recorrían los campamentos derribando tiendas y repartiendo coces a diestro y siniestro. Había muchas mujeres, y no sólo prostitutas: la mayoría eran esposas de buscadores. Los niños, sin embargo, eran muy pocos.

Cuando el joven London llegó a Dyea, el 7 de agosto de 1897, el caos señoreaba en la región. Todavía no había nacido Walt Disney y la realidad se mostraba dura y terrible, aunque los hombres tratasen de convertirla de alguna manera en ficción, soñando cada uno con encontrar su particular El Dorado, para hacerla más digerible.

Me alojé en el hotel Westmark, en la Tercera Avenida, muy cerca de la estación y de Broadway Street, un hotel construido en madera y de ambiente agradable. La primera mañana en la ciudad soplaba un viento bastante frío desde las nevadas y altas montañas que crecían a la espalda del puerto. Y el cielo tenía pinta de ir a soltar sobre nosotros, en cualquier instante, un chaparrón de lluvia helada.

Siempre que visito un nuevo lugar, intento buscar una librería en la que encontrar información sobre la historia local. Pregunté en la oficina de turismo y la respuesta de la funcionaria, una dulce señora entrada en años, vestida de negro y con una blanca cofia cercada de puntillas en la cabeza, me dejó perplejo:

—¿Busca una librería de Biblias?

—No, una de libros normales.

—La Biblia es el libro más normal de la historia. Lo lee todo el mundo que yo conozco. Y es el mejor que se ha escrito.

—Quiero decir que busco libros que no sean religiosos.

—En ese caso, vaya a la Biblioteca. Pero, créame, dudo que encuentre nada mejor que la Biblia…

Más tarde, deambulando por Skagway, Broadway Street arriba, Main Street abajo, encontré un par de papelerías en donde se vendían algunos textos sobre la ciudad. Compré unos pocos que merecían la pena.

Y así conocí, más o menos, la historia de Skagway, una población que nació como una pequeña estación comercial en 1887 y que continúa viva, nos guste o no, gracias al turismo de cruceros y a la cultura Disney.

Antes de la llegada de los blancos, esta tierra, que es como un codo doblado en el sur de Alaska, la habitaban los indios chilkoot, chilkat y tagish, todos ellos pertenecientes a la familia tlingit. De su lengua procede el nombre de la ciudad, ya que Skagway es un vocablo derivado del término Skagus, como los indios llamaban al viento del Norte, que siempre sopla con fuerza. Y a fe que se trata de un nombre bien puesto, ya que la población tiene una forma de tubo, cercada por el mar y las montañas, y cuando se levantan vientos septentrionales, no sólo hace un frío del demonio, sino que los sombreros y los paraguas vuelan, e incluso, en ocasiones, los tejados de las casas.

Durante la década de los setenta y ochenta del siglo XIX, algunas patrullas federales estadounidenses recorrieron la región y pronto también las siguió la Policía Montada de Canadá. Era una zona en disputa entre los dos países, pues las fronteras no estaban aún claramente determinadas en lugares tan abruptos.

En 1887, el guía indio «Skookum» Jim Mason condujo hasta la costa, viniendo desde las regiones del río Yukon, a un canadiense llamado William Moore. Lo hizo a través de un paso de montaña desconocido hasta entonces por los blancos, más tarde bautizado como White Pass, que cobraría una enorme importancia en plena «estampida» del Gold Rush. Moore tomó posesión de 1600 acres de terreno (unos 640 000 metros cuadrados) y, pocos meses después, regresó con su hijo e instaló una estación comercial junto a la playa, además de un muelle para el atraque de barcos. Bautizó el lugar como Mooreville.

Entre los años 1894 y 1895, los primeros buscadores empezaron a llegar al lugar. Moore les indicó el camino hacia el paso de montaña y ellos se adentraron en la región de los lagos y en la cuenca del Yukon, tras cruzar el White Pass. En 1886 se halló un importante yacimiento de oro junto al Yukon, en un establecimiento que se llamó Fortymile, y en 1894, otro importante en Circle City. Pero estaban muy al norte y sus descubridores habían hecho la ruta alternativa al Chilkoot y el White Pass, esto es, entraron desde el puerto de Saint Michael, en el mar de Bering, y siguieron sus prospecciones río arriba. Fortymile y Circle City quedaban más al norte del Klondike.

Algunos de los que empezaron a cruzar por el White Pass dieron con pequeños filones en varios tributarios del río, como el Stewart y el Pelly. Pero el gran descubrimiento llegó en agosto de 1896, cuando George Carmack, su esposa india, Kate, y sus cuñados también indios Skookum Jim y Tagish Charlie dieron con un imponente yacimiento en un arroyuelo llamado Rabbit Creek, afluente del río Klondike, que a su vez era tributario del Yukon.

La vida cambió en Mooreville. El primer barco de buscadores, el Queen, llegó en julio de 1897. Y le siguieron muchos otros. A finales de año, había ya ocho mil personas en el lugar y Frank Reid, el inspector ingeniero encargado de la medición y registro de Mooreville, rebautizó la población como Skagway. A Moore, por más que intentó resistirse, las autoridades federales le expropiaron todo el territorio del que había tomado posesión diez años antes, sin que recibiese un solo dólar a cambio. Y a unos seis kilómetros de Skagway, en donde habla otra pequeña estación comercial junto al último brazo del canal de Lynn, surgió una nueva ciudad, Dyea. Allí empezaba otra senda que llevaba a los lagos de las montañas, conocida como Chilkoot Trail.

En 1898 había ya varios periódicos en Skagway, así como bares, lupanares, una iglesia, casas de juego, almacenes y todo cuanto era natural que surgiera en una ciudad de paso hacia el oro prometido. Ese año comenzó la construcción del ferrocarril para ascender hasta el White Pass. Para prevenir el bandidaje, un destacamento del ejército americano se instaló en Dyea.

En 1899, el trazado del ferrocarril que llevaba al White Pass quedó concluido y, en pocos meses, al hacerse ya innecesaria la senda de Chilkoot, Dyea languideció, agonizó y murió, sin dejar otro rastro que algunas de las vigas que sostenían sus muelles. Muy poco después, la fiebre del oro del Klondike comenzó también a hacer crisis, agotados sus yacimientos, y el Gold Rush continuó, tomando una nueva dirección: hacia Nome, al norte de las costas de Alaska que dan frente a Siberia, en cuyas playas aparecían inmensas cantidades de oro.

Moore recuperó en 1902 parte de los terrenos que le habían arrebatado, unos doscientos cuarenta mil metros cuadrados. Era de justicia, aunque ya no le servían de mucho. No obstante, se había hecho rico con la explotación del muelle de una milla de largo que construyó justo cuando comenzaba a llegar a Skagway la riada de gente.

Finalmente, la disputa fronteriza entre Canadá y Estados Unidos se cerró a favor de los segundos en 1903.

Skagway sobrevivió a duras penas, hasta que el turismo insufló nuevas energías a la ciudad.

Al amanecer habían llegado tres grandes barcos repletos de turistas y casi no se podía andar por las calles comerciales de Skagway. Saqué mi billete de tren al White Pass para dos días después y seguí deambulando por la ciudad.

Es penoso caminar por un parque temático y no tener ganas de comprar nada, pero en mi caminata encontré algo curioso en Broadway Street: un antiguo prostíbulo, The Red Onion, convertido en museo. No creo que exista en otro lugar del mundo un burdel que se explote como museo para el turismo anhelante de sorpresas.

La planta baja del local era un bar en donde servían cervezas y espantosa comida basura en forma de pizzas y hamburguesas. La de arriba la ocupaba el antiguo lupanar. En realidad sólo consistía en cuatro habitaciones con su obligatoria cama, algunas fotos de antiguas meretrices y mobiliario de la época, con prendas de ropa interior femenina echadas aquí y allá sobre los sillones o las almohadas de los lechos. La visita costaba cinco dólares, guiada por una señorita ataviada de manera acorde con el entorno; a los turistas nos regalaban una liga roja y negra con el tíquet de entrada.

Ese día me uní a un grupo formado por unas veinticinco personas, en su mayoría matrimonios de mediana edad y seis o siete niños, que recorría las habitaciones tras la señorita disfrazada de ramera de época. Me llamaba la atención que, en un país tan puritano como Estados Unidos, la gente llevara a los niños a una casa de prostitutas en la que la guía explicaba con exactitud los precios que se cobraban por el rito y en qué lugares de la casa, y cómo y durante cuánto tiempo, se procedía al acto sexual. Como la chica-guía era graciosa, los mayores reíamos jubilosos y los niños también. Los hombres se intercambiaban guiños unos con otros cuando la muchacha contaba algo que podía resultar picante.

Lo mejor llegó cuando, ya terminando la visita, la señorita nos colocó en círculo alrededor de ella y preguntó:

—A ver, ¿cuál es la primera norma para una chica de burdel?

—Cobrar —respondió de inmediato una gruesa cuarentona, de mejillas naranjo-rosáceas como melocotones.

—¡Bravo, bravo! —exclamó la guía—. ¿Y el peor error de una prostituta?

—¡Enamorarse! —respondió también con prontitud la misma mujer.

—¡Ajá!, ya veo que conoce usted bien el negocio.

Todos rieron y el marido y los pequeños hijos más que nadie. Los melocotones de las mejillas de la mujer maduraron de pronto.

Salí del antiguo prostíbulo y me dirigí a la Segunda Avenida, en busca del lugar en donde estuvo la casa de juegos y bebidas de Jefferson «Soapy» Smith, el más grande bandido de la historia de Skagway.

El Jeff Smith Parlour, el principal de los salones de copas y juego que fueron propiedad de Soapy, no es más que una casucha larga, de fachada gris, sobre cuyo tejado asoma una ennegrecida chimenea metálica. Bien apretadas, calculé que cabrían dentro no mucho más de treinta personas. Es todo lo contrario de lo que uno imagina que pudieron ser aquellos saloons con numerosas mesas, largo mostrador de bebidas, chicas de can-can, jugadores ataviados con chalecos vistosos, pistoleros en las esquinas, lámparas de lágrimas y escalinatas por las que descendía Ann Margret con su ajustado corsé, liguero negro, medias de malla y tacón alto. Por alguna razón que no me explico, es el único lugar histórico de Skagway que no han convertido en un museo.

Tampoco me explico cómo Hollywood no ha llevado al cine la historia de este célebre forajido, mientras que ha convertido en figuras legendarias a personajes como Wyatt Earp, «Wild» Bill Hickock, John Wesley Hardin, Pat Garrett, Calamity Jane, Billy el Niño, Jesse James o «Doc» Holliday, por poner unos pocos ejemplos. Jeff «Soapy» Smith hizo méritos sobrados para figurar al lado de tan ilustres nombres en el friso de los héroes villanos de la historia de la frontera, cuyo último capítulo se escribió en Alaska.

Un historiador dijo de él que tenía «los ojos de un poeta y la barba de Mefistófeles». Y un vate llamado Billy Devere le dedicó en 1893 una oda, cuando Soapy Smith ya era un redomado tramposo en los casinos. Un extracto de la letra, que he traducido libremente, decía:

Todo cuanto de Jeff puedo decir
es que no existe hoy un hombre como él.
No digo bueno en el sentido que vosotros decís,
no es religioso; no, no lo es.
Es sincero consigo,
con sus amigos lo es.
No te abandona,
ni flaquea, ni es débil, no.
Puedo decir, sé lo que digo,
que siempre ayuda a quien le quiere bien.
Y aquí le agradezco, como se ve,
la gentileza que me mostró.

Smith, halagado, pagó mil dólares al vate. Después de todo, en aquellos días, las historias rimadas corrían de boca en boca y se cantaban en forma de baladas y, antes que un periódico, a cualquiera le hacían famoso, virtuoso y valiente los versos populares escritos por los que en la frontera llamaban tramp poets, y también los folletines con dibujos, un antecedente del cómic.

En cuanto al golfo del que nos ocupamos, tenía muy claro que debía labrarse una leyenda de bandido generoso, una figura que siempre gusta a la gente, grandes y pequeños, mujeres y hombres. Cual Robin Hood o Luis Candelas, Jeff robaba a los ricos, en el imaginario popular, para dárselo a los pobres, cuando en realidad timaba, extorsionaba y limpiaba los bolsillos a todo el que podía y no repartía beneficios nada más que con sus compinches.

Jefferson Randolph Smith nació en Georgia, en noviembre de 1860; era el mayor de cuatro hermanos e hijo de un abogado sureño, propietario de una explotación algodonera. A pesar de que la guerra de Secesión obligó al padre a liberar a sus esclavos negros y ocuparse directamente de la finca con mucho mayor costo, Jeff recibió una educación esmerada hasta los quince años. Durante toda su vida presumió de recitar mejor que sus maestros los hexámetros homéricos y de saber de memoria largos párrafos de las obras de Shakespeare. Siempre mantuvo sus exquisitos modales, escondiendo su alma de rufián bajo un acento suave sureño y un rico vocabulario. Nunca dejó de vestir con traje y corbata, de cubrirse con costosos sombreros y de exhibir, bajo la chaqueta, un chaleco sobre el que cruzaba la cadena de un reloj de oro. Era muy consciente de la forma en que debía escribir su leyenda. Y lo primero que tenía que cuidar al detalle era su apariencia de caballero del Sur.

En 1876, su padre se arruinó y se hundió en el alcoholismo. La familia se trasladó a Texas y la madre de Jeff abrió un hotel, en el que el chico trabajó como recepcionista. Poco después abandonó la empresa familiar y encontró empleo en un almacén, lo que le proporcionó un buen salario. Pero su ambición era superior a su afán por construirse una vida estable. Y se contrató como vaquero en una de las grandes manadas de ganado vacuno que partían, por el Chilholm Trail, desde Texas hacia el Oeste.

Le gustó la vida errante de aquel mundo que estaba surgiendo en las praderas y, sobre todo, acudir a las ciudades que de pronto nacían de la nada y crecían a toda velocidad en número de pobladores, hasta convertirse, casi de la noche a la mañana, en metrópolis de varias decenas de miles de habitantes. La razón no solía ser otra que el descubrimiento de oro o plata. A las riadas de buscadores que se lanzaban en pos de fortuna les seguía una tropa de ladrones, prostitutas, dueños de negocios de fortuna y taberneros. Los últimos en presentarse eran siempre los encargados de la ley y el orden. Y, en ocasiones, ni siquiera habían llegado cuando los filones habían sido ya exprimidos y la gente estaba haciendo las maletas para marcharse con la música y el revólver a otra parte.

El Oeste de aquellos primeros días podía parecerse a una gran sabana africana: aparecían manadas de herbívoros, y a las pocas semanas se plantaban en el lugar los depredadores y los carroñeros para darse el festín. Cuando las manadas languidecían, los leones, las hienas y los buitres se iban en busca de otro cazadero. Jeff Smith optó por tener el papel de los depredadores. Era mucho menos trabajoso y llevaba menos tiempo meter la mano en el bolsillo de un minero afortunado que dedicarse a cavar o a darle al cedazo durante meses.

Se instaló en Denver en 1879, cuando la plata apareció en Colorado, después de haber vagado durante unos años por Texas. Por allí andaban Calamity Jane, que tenía dos grandes aficiones: cazar búfalos si asomaban las manadas y ejercer de prostituta cuando escaseaban los rumiantes; y Wild Bill Hickock, reputado jugador y un pistolero al que pocos osaban enfrentarse; y Doc Holliday, un médico tísico que, dos días antes de la llegada de Jeff, había matado a dos hombres en un duelo a revólver.

Jeff se buscó la vida de inmediato. Se arrimó a un famoso trilero, «Old Man» Taylor, y, chantajeándole, consiguió que le enseñara los trucos del juego. El trile, al parecer, se había inventado en Inglaterra durante el siglo XVIII, y pronto saltó el océano y se hizo muy popular en Estados Unidos. Taylor lo practicaba en las calles de Leadville; el chantaje de Jeff consistía en sentarse a su lado y comenzar a denunciar sus trampas ante la gente, hasta obligar a Taylor a recoger sus trastos y largarse. De modo que, en poco tiempo, al viejo no le quedó otro remedio que pactar con Jeff o matarlo. Pactó. Y el muchacho aprendió los trucos del trile, conocido entonces como el soap game (juego del jabón). Allí nació su apodo de «Soapy», que le acompañó el resto de su vida. En una traducción literal, Jefferson «Soapy» Smith sería Jefferson «Jabonoso» Smith; pero lo más exacto, en castellano, sería traducirlo como Jefferson «Trili» Smith.

También aprendió el manejo de los naipes y se decía que muy pocos llegaron a manejar la baraja como él para colocar las cartas en el orden que deseaba. Y curtió toda una filosofía sobre su oficio: «Yo no soy un jugador —decía—. El jugador apuesta su dinero intentando ganar el de otro. Sin embargo, cuando yo apuesto dinero, es seguro que gano». O bien, en un tono más místico, esta otra reflexión: «Un jugador es alguien que ilustra la locura de la avaricia; es un sacerdote no ordenado que predica sobre la volubilidad de la fortuna y sobre cómo convertir la duda en certeza».

Meses después de comenzar a hacerse rico, se casó con una corista, Anna Neilson, a la que retiró a San Luis y de la que tuvo cinco hijos. Siempre los mantuvo lejos de él, haciéndoles ocasionales visitas mientras vagaba de ciudad en ciudad robando a la gente.

En Creede aparecieron minas de plata y allí se trasladó en 1892. Abrió su propio casino. No existía autoridad ninguna y el gang dominante lo dirigía un tal Bob Ford, ni más ni menos que el hombre que había matado, disparándole por la espalda, al legendario Jesse James. Una canción popular, que todavía canta Bruce Springsteen, le calificaba como «ese sucio pequeño cobarde». Mucho más hábil que él, Soapy se hizo con el control de Denver en pocas semanas. Acabó por designar incluso al jefe de policía, el famoso pistolero Bat Masterson, un buen amigo suyo. También tuvo relación con otro pistolero y jugador de leyenda, Wyatt Earp, el del duelo del O.K. Corral que hemos visto encarnar en el cine, entre otros, a Henry Fonda, Burt Lancaster y Kevin Costner.

A Bob Ford lo mató en un duelo, unos meses después de la llegada de Soapy, un hombre llamado Edward Kelly, pariente lejano de Jesse James. Con su oratoria convincente, Soapy logró arrebatárselo a una multitud cuando iba a lincharlo; en el juicio que siguió, Kelly fue absuelto. Soapy controlaba el jurado y, durante los días siguientes, se rumoreó que el pistolero trabajaba a sueldo suyo.

En 1893 regresó de nuevo a Denver, en donde permaneció hasta 1897. Ya contaba con una nutrida banda de seguidores; entre los más fieles se encontraban el «Reverendo» Charles Bowers, «Slim» Jim Foster y Van B. Tripp. En Denver le conocía y le temía todo el mundo. Tenía un aura de hombre generoso, gentil y duro, la perfecta imagen del hombre de frontera, triunfador y arriesgado, admirado por muchos hombres respetables y siempre pisando la raya del delito. De esa época data el verso que le dedicó el rapsoda Billy Devere.

Cuando las noticias del oro del Klondike llegaron a Denver, Soapy supo de inmediato cuál era su próximo destino.

Jeff «Soapy» Smith tomó un barco en Seattle y, tras echar un vistazo a Juneau y Wrangell para decidir si se instalaba en una de las dos localidades, decidió seguir hasta Skagway, adonde llego en agosto de 1897, un mes después de que los dos barcos cargados de oro del Klondike, el Excelsior y el Portland, atracaran en San Francisco y Seattle. Fue una decisión acertada: en pocos días acordó con Moore las condiciones para establecerse en la ciudad, sus hombres llegaron un par de semanas después y, para finales de mes, inauguraba su primera sala de juego, a la que siguieron otras en la vecina Dyea y en los altos del White Pass, junto a la frontera canadiense. La Policía Montada de Canadá ya había establecido sus aduanas y, sobre todo, controles muy estrictos contra la delincuencia, de modo que Soapy no obtuvo permiso para instalar sus negocios en el otro lado.

Sus actividades lucrativas marchaban viento en popa. En octubre, ya le había limpiado todo su dinero en el casino de Skagway a un misionero de la iglesia anglicana que llegaba para instalar un centro religioso en White Pass. El hombre tuvo que volver a Seattle en busca de nuevos fondos y nunca más se supo de él. Para acallar todo tipo de rumores, Soapy hizo donaciones a otras iglesias instaladas ya en Skagway, dio dinero a los pastores presbiterianos para construir un templo y cooperó en la fundación de la primera asociación de ayuda a los necesitados de Skagway.

Actuaba con celeridad y eficacia. Ese mismo octubre puso en marcha un sistema de espionaje propio que trabajaba en los barcos que llegaban de Seattle y Vancouver. En las cubiertas de los vapores, sus agentes averiguaban qué pasajeros venían con sustanciosas cantidades de dinero en los bolsillos. Una vez en tierra, otros hombres de Soapy los embaucaban con su verbo florido —en especial el «Reverendo» Bowers—, los atraían al casino y allí los crupieres los desplumaban o el propio Soapy, si tenía ganas, los arruinaba con el trile. A otros sencillamente se les quitaba el dinero en la calle, por la noche, a punta de pistola.

En Skagway tan sólo existía un oficial de policía, un tal Taylor, asistido por un ayudante. Pero ambos estaban a sueldo de Soapy.

Su habilidad era pasmosa. En enero de 1898, un tabernero al que tenía comprado para su servicio de espionaje, mató a un hombre a tiros sin que el otro tuviera oportunidad de defenderse. Con su afinada oratoria, Soapy logró impedir su linchamiento, luego compró al jurado que lo juzgó y el asesino eludió la cárcel y consiguió huir a Sitka. De inmediato, Soapy abrió una suscripción para la viuda de la víctima del crimen, adelantando él mismo una buena suma de dinero.

Soapy había desarrollado una refinada técnica de actuación que casi parece el libro de instrucciones para un gángster. No se mezclaba personalmente en los robos: su gente era quien los llevaba a cabo, con una comisión para él del cincuenta por ciento. Contaba con una disciplinada tropa de hombres armados a su servicio. Cultivaba su imagen con la propaganda de periodistas comprados por él, como Billy Saportas, del Alaska News, y Edward Cahill, enviado especial del Examiner de San Francisco. Su red de espionaje alcanzaba todos los rincones de la ciudad y del puerto. Cuidaba con suma atención los núcleos básicos de la sociedad, como la iglesia, los negocios, el trabajo y la caridad. Eso sí, cuando entregaba una gran donación de dinero a una institución religiosa o filantrópica, al día siguiente disponía todo para que sus hombres se encargaran de recuperar la suma a punta de revólver. Sin embargo, nadie podía acusar a Soapy de estar mezclado, pues era el primero en poner el grito en el cielo ante semejantes atropellos.

Pero en Skagway había gentes honradas que detestaban a la banda de Soapy; sobre todas ellas destacaba Frank Reid, el ingeniero jefe de la ciudad, un hombre entrado ya en la cincuentena, honrado, alto y fuerte, que había estudiado en la Universidad de Michigan y combatido en las guerras indias de Oregon. Tenía fama de no temer a nadie y de manejar muy bien las armas de fuego.

El malo, como en Hollywood, tenía ya enfrente al bueno. ¿No suena toda esta historia verdadera a un western de ficción de los años cincuenta?

Por esos días hubo varios tiroteos con muertos en la ciudad y en las alturas de White Pass. Y hartos de las fechorías de Soapy, los ciudadanos de Skagway, dirigidos por Frank Reid, formaron un comité de 101 Voluntarios dispuestos a limpiar la población.

Las tropas federales de Dyea acudieron en su ayuda y muchos de los bandidos se largaron temporalmente de Skagway. Soapy se quedó.

Después de todo, él nunca daba la cara: otros hacían los trabajos sucios por él. Los periodistas que tenía comprados se encargaban, además, de hacer publicidad constante de sus «buenas obras», y unos cuantos agentes de la ley colaboraban en tapar sus fechorías. Al tiempo, contaba con un buen número de fans en la ciudad, que le consideraban un benefactor. En un alarde de desfachatez, llegó a apoyar una huelga de estibadores en los muelles de Skagway, contribuyendo con su dinero al fondo de resistencia. Los huelguistas ganaron la partida y él reforzó su crédito popular. Casi puede decirse que la mitad de Skagway lo miraba como a un dios y la otra como a un demonio.

Cuando el comité ciudadano dio un ultimátum a Soapy para que se fuera de la población antes del fin de marzo, este respondió creando un comité propio, sostenido por 317 ciudadanos y apoyado por «sus» periodistas a sueldo. Los 101 del otro comité entraron en un período de confusión absoluta, se dividieron y, al fin, el ejército decidió lavarse las manos y regresar a Dyea. Skagway quedó en poder de Soapy y de los doscientos y pico hombres que tenía empleados como espías, pistoleros, crupieres, taberneros, propagandistas o contrabandistas. Era un rey sin corona, o «el rey de los tramposos», como lo llama uno de sus biógrafos, la historiadora Jean G. Haigh.

En ese mes de abril aconteció una de las historias más siniestras de su carrera. El día 3, en el tramo superior del Chilkoot Trail, cuatro o cinco kilómetros por encima del Sheep Camp, se produjo una avalancha de nieve que, en pocos segundos, sepultó a un centenar de personas que se dirigían a la cumbre de la montaña para emprender, cruzando los lagos y descendiendo el Yukon, el duro viaje al Klondike. Murieron más de sesenta. En la tienda en donde se recogieron los cadáveres para proceder a su identificación, los hombres de Soapy robaron de cada cuerpo congelado todos los objetos de valor que portaban, desde dinero hasta joyas, e incluso prótesis dentales de oro. La audacia del bandido no conocía límites.

En ese momento había en Skagway más de setenta salas de juego, la mayoría controladas por Soapy. También monopolizaba la venta de alcohol no autorizada por la ley. Pero ¿para qué necesitaba Soapy autorización alguna si la ley la dictaba él?

Quienes han escrito sobre el forajido a partir de testimonios de gentes que le conocieron, afirman que, en esa época, por abril de 1898, se comportaba como un hombre envanecido y seguro de sí, convencido de que su papel era el de benefactor y protector de Skagway. Amaba el dinero, pero quería también la gloria.

Sin embargo, la hora del duelo se acercaba. Corría el reloj como en el filme Solo ante el peligro y la música de fondo iba subiendo de tono y ritmo.

En ese abril de 1898, Soapy vio la ocasión de acrecentar su fama, al estallar la guerra hispano-norteamericana en Filipinas y Cuba. De inmediato se autonombró capitán de la Compañía A del Primer Regimiento de la Guardia Nacional de Alaska. Repartió uniformes entre algunos de sus hombres y abrió una oficina de alistamiento de voluntarios para las Filipinas. El ardor patriótico recorrió Skagway y numerosos mineros que iban a dirigirse al Klondike decidieron posponer sus planes y marchar a la guerra en defensa de la patria. Soapy organizó un servicio de revisión médica en una tienda de campaña sobre la que ondeaba la bandera de las barras y las estrellas. Y mientras un supuesto médico examinaba el estado de salud de los voluntarios, los hombres de Soapy registraban sus ropas y se llevaban todo cuanto de valor había en sus bolsillos. Al que protestaba, 1o arrojaban a la calle en paños menores.

No obstante, era el héroe de la ciudad. El 1 de mayo organizó un desfile patriótico. Y marchó en un caballo blanco al frente de sus tropas al grito de «¡Recordad el Maine!» (navío americano hundido por una explosión en La Habana, lo que desató la guerra de Cuba). Para cerrar la fiesta, los hombres de Soapy ahorcaron y luego quemaron un muñeco que representaba al general Weyler, la máxima autoridad militar española en la isla de Cuba. Unos días después, el secretario de Guerra de EE.UU. le envió una carta agradeciéndole la formación del cuerpo de voluntarios, aunque rechazó la oferta de sus servicios. Soapy hizo enmarcar y colgar en la sala principal de su parlor la misiva que llegó de Washington.

Ya en el apogeo de su fama, figuró en la tribuna de oradores junto al gobernador de Alaska en las celebraciones del Cuatro de Julio. Menos de un año después de su llegada, era el amo de la ciudad y también su símbolo, su figura más heroica.

Pero, como podría escribir un Marcial Lafuente Estefanía, el tic-tac del reloj del destino se escuchaba con más fuerza mientras Frank Reid engrasaba su revólver.

Cuando un hombre llega a extremos desorbitados de fama y poder, es raro que no pierda el sentido común. Y Jefferson «Soapy» Smith, que era tan prudente en las formas como audaz en los objetivos, exultante de vanidad y en el apogeo de su éxito en ese mes de julio de 1898, se convirtió en un personaje trágico de la noche a la mañana. A él le gustaba recitar ante sus hombres, de vez en cuando y para hacer notar su formación shakesperiana, una frase de la que se sentía orgulloso: «Hay un tiempo para trabajar, un tiempo para jugar y un tiempo para morir». Había trabajado relativamente, jugado mucho a caballo ganador, engañado cuanto había podido y, pese a todo ello, seguía vivo. Quizás Presentía que llegaba su hora final.

Unos meses antes, cuando un tribunal local le acusó de arrastrar a la gente al juego para arruinarla, se defendió de una manera tan perversa como llena de sofismas. «En mis salas de apuestas —dijo—, un jugador nunca gana. Todos lo saben al entrar. Pero aprenden una lección profunda: consiguen una experiencia de gran valor. ¡Me considero un gran benefactor! Conozco a muchos que han renunciado al juego, se han curado de la avaricia y restaurado su salud mental gracias a mi tratamiento. El elogio, y no la censura, tendría que ser mi premio».

Dejó a la gente estupefacta con su discurso y ninguno de los asistentes fue capaz de replicarle. ¿Qué puedes decirle a alguien que asegura que el mejor tratamiento contra el juego es arruinar al jugador?, un argumento tan malévolo y extravagante como aconsejar a un condenado al paredón que se pegue un tiro en el momento en que está ante el pelotón de fusilamiento.

El 7 de julio, tres días después del gran desfile del Día de la Independencia, llegó a Skagway un minero que había logrado una gran fortuna en el Klondike, un canadiense llamado J. D. Stewart que traía una bolsa con pepitas de oro por valor de veintiocho mil dólares. Era el primero que regresaba de Dawson City tras el deshielo de las aguas del Yukon. Y también era el primer minero que buscaba el retorno por la ruta más corta de Whitehorse, White Pass y Skagway, desdeñando el más cómodo, pero mucho más largo viaje desde el puerto de Saint Michael, en el mar de Bering.

Los comerciantes de la ciudad le recibieron con los brazos abiertos. Se estaban enriqueciendo con la ruta de ida, la de los buscadores de oro que se dirigían al Klondike. Pero si se abría una ruta de vuelta, del Klondike a Skagway, la riqueza se multiplicaría, ya que los mineros del retorno vendrían cargados de oro, como Stewart.

El hombre se hinchó a copas. Y pese a que numerosos comerciantes de la ciudad le avisaron sobre el peligro de los bandidos de Soapy, uno de ellos logró embaucarle en un saloon y convencerle de que el cambio del oro por billetes de banco sería mucho más favorable para él si lo realizaba en el parlor de Jen «Soapy» Smith.

Al día siguiente, Stewart se dirigió al local del forajido cargado con su saco repleto de oro. Los ladrones le llevaron a una habitación trasera y pesaron el mineral, negociaron, establecieron un acuerdo justo para ambas partes, un apretón de manos… Y en ese instante, un hombre de la banda de Soapy, fingiéndose borracho, entró en la sala, tomó el saco como si gastase una broma y salió corriendo a la calle. Stewart, tras unos momentos de duda, salió tras él. Pero una vez al aire libre, otro grupo de hombres de Soapy le rodearon, impidiendo que siguiera corriendo, preguntándole si estaba borracho o qué demonios le ocurría. Minutos más tarde, estaba solo en Broadway Street, sin un solo dólar en el bolsillo y con su oro esfumado.

De inmediato, Stewart fue a ver al comisario Taylor, uno de los hombres a sueldo de Soapy. El marshall, mientras cenaba, le dijo que no podía hacer nada ante la falta de pruebas y, sardónico, le recomendó que volviera al Klondike a intentar labrarse una nueva fortuna.

Desesperado, a la siguiente mañana, Stewart comenzó a recorrer los comercios de la ciudad y a explicar su historia. Y el escándalo empezó a crecer. Y no porque los hombres de negocios tuvieran piedad de aquel hombre, pues la piedad no existía en esa parte del mundo por aquellos días, sino porque calibraron el perjuicio que el suceso les podía acarrear: si la historia de Stewart llegaba a Dawson City, ningún minero regresaría con su oro por la ruta de Skagway, sino que se irían por Saint Michael, y la prosperidad de la ciudad se vería seriamente dañada en aquel verano en el que se prometía una lluvia de pepitas de oro traídas del Klondike.

¿Qué hacer para conseguir la devolución del dinero a Stewart? Sólo quedaba un hombre capaz de enfrentarse a tan arriesgado y espinoso asunto: Frank Reid.

Las manecillas del reloj seguían andando.

Frank Reid percibió que, en pocas horas, la mayoría de los habitantes de Skagway habían mudado su opinión y se posicionaban en contra de Soapy. El héroe de pronto resultaba ser una lacra, por mor de los negocios. Pero Soapy, encumbrado y vanidoso como nunca, no percibía la realidad del cambio.

Reid llamó a los federales de Dyea, que se presentaron en Skagway en algo más de una hora. Una multitud envalentonada y en buena parte armada, cercó entonces el casino de Soapy y le conminó a salir. Jeff comenzó a beber whisky, a pesar de que no solía hacerlo casi nunca. Algunos de sus hombres le aconsejaron entregar el dinero de Stewart y él respondió, ya borracho: «A quien vuelva a hablarme de devolver ese oro le corto las orejas».

Terminó la botella y salió a la calle con un rifle. Insultó a la multitud, pero nadie se movió. Alguien le dijo que tenía de plazo hasta las cuatro de la tarde para reembolsarle a Stewart lo que le pertenecía. «En otro caso, habrá jaleo», añadió. Y Soapy respondió: «Eso es, precisamente, lo que estoy buscando: jaleo». Reid no estaba entre la multitud, sino que esperaba en los muelles.

Algunos de los hombres de Soapy comenzaron a escapar del pueblo hacia las montañas, mientras él regresaba a su guarida y seguía bebiendo. Los ciudadanos se dirigieron a los muelles para preparar una asamblea y decidir qué hacer con el bandido.

Entonces Soapy tomó la iniciativa y salió del casino, con una pequeña pistola Remington escondida en su manga y un Colt-45 en el bolsillo. Se echó un rifle Winchester 30-30 al hombro y comenzó a caminar hacia los muelles. Tripp, Slim, Bowers y otros compinches intentaron detenerlo. «Si quieres que te maten, sigue adelante», le dijo Johny Clancy, uno de ellos. «Mejor dejadme solo», respondió antes de seguir su marcha. Los otros buscaron sus caballos y se alejaron al galope de Skagway.

Llegó al muelle. En la entrada, distinguió a un hombre apartado de los otros. Era Frank Reid. La escena, según los historiadores, fue como sigue:

—Maldito seas, Reid —dijo Soapy—; tú eres la causa de todos mis problemas. Debí haberme librado de ti hace tres meses.

Se acercaron el uno al otro, hasta casi rozarse, frente a frente. Soapy alzó su Winchester hacia la cabeza de Reid. Este, entonces, en un movimiento rápido de su mano izquierda, dio un golpe al fusil, desviando la boca del cañón hacia el suelo, mientras que su mano derecha sacaba un revólver de seis tiros de la cartuchera del cinto.

En ese instante, Soapy tuvo un ataque de pánico.

—¡No dispares! —suplicó—. ¡Por el amor de Dios, no dispares!

Reid apretó el gatillo y el detonador no funcionó. Soapy alzó entonces el rifle levemente y disparó: la bala atravesó el vientre de Reid a la altura de la pelvis. Pero Reid logró disparar dos veces. Una de las balas alcanzó de lleno el corazón de Soapy, mientras que la otra se alojó en su pierna izquierda.

Los dos hombres cayeron al suelo casi al mismo tiempo: Soapy, muerto al instante; Reid, alcanzado por la primera bala en un punto vital. «¡Estoy malherido —gritó a la gente que corría en su socorro—, pero le di al hijo de perra!».

Mientras Reid fue trasladado de urgencia al hospital, el cadáver de Soapy permaneció toda la noche abandonado junto al muelle.

La historia concluyó con la detención de todos los miembros de la banda de Soapy. Los últimos, Tripp, Bowers y Foster, cerca de White Pass. La Real Policía Montada de Canadá no les había Permitido cruzar y huir hacia el Yukon.

La leyenda aporta este diálogo entre el «Reverendo» Bowers y Tripp;

—Me voy a entregar —dijo el segundo cuando ya estaban rodeados.

—Nos colgarán si lo hacemos —replicó Bowers.

—Deberían habernos colgado hace veinte años —concluyó Tripp.

La misma noche del día del duelo en los muelles, el 8 de julio, en un arcón del casino de Soapy apareció el oro de Stewart, que le fue devuelto. Sólo faltaban unos seiscientos dólares.

En cuanto al dinero que contenía la caja fuerte de Soapy, no pasaba de los quinientos dólares. Sin embargo, su familia, en el lejano San Luis, vivía rodeada de respetabilidad y disfrutando de abundancia de dinero y lujos.

La mayoría de los cómplices de Soapy fueron juzgados en Sitka. Les cayeron penas de cárcel de entre uno y tres años. El marshall Taylor y el periodista Saportas fueron liberados por falta de pruebas, pero se los expulsó para siempre de Skagway.

Los pastores de las iglesias metodista y baptista de Skagway se negaron a oficiar el funeral de Soapy. Sólo aceptó hacerlo el ministro presbiteriano, quizás, entre otras cosas, porque Soapy había financiado meses antes la construcción de su templo. Como responso, eligió un fragmento del libro bíblico Proverbios: «Dios agradece los favores corteses —leyó—; pero el camino de la transgresión es duro». Y añadió: «Lamentamos que, en la carrera de uno que vivió entre nosotros, haya muy poco que podamos mirar hoy como bueno o heroico». De haberlo escuchado, Soapy hubiese disparado un tiro al reverendo Sinclair.

Al funeral, antes del entierro, sólo asistieron tres abogados, un miembro del comité de ciudadanos y la última amante del forajido. A su término, la mujer se dirigió al muelle para embarcarse camino de Seattle. Los nuevos agentes de la policía la hicieron descender del barco cuando estaba a punto de partir, pero le permitieron salir en el siguiente trasbordados…, después de confiscarle los tres mil dólares que llevaba encima.

Jefferson «Soapy» Smith fue enterrado el 15 de julio en una sencilla tumba del cementerio de las afueras de la ciudad, donde comienza la senda que lleva al White Pass. Cerca corre un arroyo y, junto al agua, se tienden las traviesas de la línea del ferrocarril, inaugurado meses después de la muerte del bandido.

Mientras era sepultado en soledad, a Reid le operaban en el hospital, en un desesperado intento por salvarle la vida. Fue inútil. Murió el día 20 a causa de la herida en el vientre.

Su entierro, días después, fue el más multitudinario de la historia de Skagway, con más de mil personas despidiendo al héroe de la ciudad. Se le erigió un monumento con una placa que decía: «Dio su vida por el honor de Skagway».

Alquilé un viejo pick-up en una extraña tienda en la que vendían chicles, revistas viejas, discos de vinilo, reproducciones de antiguas fotos del Gold Rush y otras cuantas chucherías por el estilo. El chico que atendía, un chaval melenudo de pantalones desgastados y aretes de plata en las orejas y las narices, se excusó señalando que el vehículo no era automático, sino de marchas, y que no tenía otro disponible en ese momento. A mí me pareció que era el único que poseía y que quizás ni siquiera era de alquiler, sino del empleado, que aprovechaba para ganarse unos dólares. Me pidió cincuenta dólares por dos días de alquiler y acepté. Al tiempo de entregarme las llaves, apuntó en un papel un número de teléfono:

—Si pincha, me llama. Es que sólo tenemos un gato y lo guardo aquí para cualquier emergencia.

Sospecho que el gato no existía.

El cementerio se encontraba al final de la ciudad. A esa hora no había nadie en el lugar. Las tumbas se diseminaban en una pequeña colina cuya falda formaba una cuesta leve y, en lo alto, la vegetación era tan densa que parecía un pedazo de selva amazónica, con lianas colgando de los árboles y copas tan repletas de ramas y de hojas que apenas quedaba hueco para que pasara la luz del día.

La tumba de Reid era fácil de encontrar, puesto que tenía pretensiones de mausoleos. Se alza más o menos en el centro del camposanto y consiste en una suerte de columna recia de unos tres o cuatro metros de altura.

La de Soapy queda escondida en un rincón umbrío, rodeada por una cerca liviana de alambre, y no es más que una estela de mármol con los datos del huésped que ocupa el agujero bajo la piedra. Lo extraño es que tenía flores frescas.

Di un paseo breve por el cementerio. Casi todos eran sepulcros de 1898-1899 y, una buena parte, de gente muy joven. Más arriba, en la zona devorada por la maleza, encontré estelas con los nombres borrados y agujeros bajo las losas rotas. Aquella huesa mostraba un melancólico escenario de olvido y desolación. ¿Quiénes llorarían alguna vez por aquellos muertos que ya nadie podría reconocer?

Volví al hotel a guardar mi pesada cámara de fotos, antes de irme a cenar, y aparqué mal el coche. Quiero decir que lo arrimé a la acera de una esquina próxima a mi hospedaje, porque en Skagway los coches son muy poco numerosos y uno los deja casi en donde quiere.

Pero al salir, cinco minutos después, había un tipo enorme uniformado de negro, con el cinturón lleno de cartucheras y varias fundas en las que guardaba una enorme pistola, un cuchillo, un fusil corto, un aparato de radio y una cachiporra. En el pecho, la antena de un teléfono celular sobresalía de su vaina. El policía tomaba nota de mi matrícula en un cuaderno.

—Lo ha aparcado en sitio incorrecto —dijo secamente cuando me acerqué.

—No me he fijado, hay tantos sitios…

—Las esquinas son peligrosas. Puede llegar otro coche y no ver el suyo. Y eso provocaría un accidente. Le va a costar ochenta dólares.

—Soy turista.

—Y a mí qué me importa lo que usted sea… ¿En su país aparcan en las esquinas? Más le vale ir ahora mismo a comisaría y pagarlos. En caso contrario, cuando abandone Estados Unidos, el ordenador le detectará en cualquier frontera. Y tendrá que pagar un tanto por ciento más por el retraso en el pago. Mi deber es informarle, pero haga usted lo que le venga en gana.

No había mucho que discutir ante un tipo tan grande y armado hasta los dientes. Me acerqué a la estación policial, junto a los muelles, y pagué al contado a una agente entrada en años, fondona, morenota y simpática.

—¡Qué pena! —me dijo con una sonrisa llena de conmiseración.

Por la noche, arranqué una página del periódico en la que aparecía el rostro del presidente George Bush II. Y lo dejé junto al rollo de papel higiénico de la taza del váter. Reconozco que no fue muy ingenioso, pero en aquel momento me consoló algo de la pérdida de mis ochenta dólares.

Pero al día siguiente, por la mañana, vi que las mujeres de la limpieza eran latinas. ¡A quién iba a dolerle la imagen de Bush junto al retrete! Hay venganzas que no llevan a parte alguna.