Rusos, otros naufragios y un Cuatro de Julio
Muchos son los que creen que la capital de Alaska es Anchorage. No es así. El honor corresponde a una urbe mucho más pequeña de la costa del Paso del Interior, próxima a la frontera canadiense de la Columbia Británica: Juneau. Esta villa costera, junto con la vecina isla de Douglas, alberga a poco más de treinta mil habitantes, en tanto que Anchorage da cobijo a cerca de trescientos mil. Con el mar delante y rodeada por el monte Roberts, el monte Juneau y el glaciar Mendenhall, la ciudad está encajonada y no existen carreteras para comunicarse con el exterior. La única carretera, que recorre un tramo de la costa, tiene sólo sesenta kilómetros. A Juneau sólo puede llegarse por avión o barco.
Juneau nace en las orillas del mar y es un amplio puerto en donde atracan los grandes cruceros turísticos, no muy lejos de los muelles destinados a una numerosa flota de pequeños hidroaviones. El emplazamiento es ideal para eludir la furia del océano, ya que un estrecho canal, el Gastineau, separa a Juneau de la isla de Douglas, que da la espalda al mar y se ofrece como un sólido escudo protector.
Desde los muelles, la población va creciendo hacia las montañas, en calles de empinada pendiente. En esa zona hay casas madera muy hermosas pintadas de llamativos colores y una iglesia ortodoxa rusa, San Nicolás, además de un templo baptista, otro presbiteriano y un tercero perteneciente a una secta que se llama La Asamblea.
Juneau es una ciudad alegre en el verano, a toda hora repleta de turistas llegados en los cruceros y ávidos de comprar artesanías y pieles en las lujosas tiendas del malecón, junto a los muelles. Hasta cinco grandes buques de pasajeros pueden atracar cada día al mismo tiempo, y durante los meses de verano, más de setenta mil turistas visitan la ciudad.
El día que llegué era viernes y llovía. Descendí del Matanuska, que seguía viaje hasta Skagway y tomé un taxi en el edificio de la terminal para que me llevara al downtown, a unos veinte kilómetros de Auke Bay, el muelle en donde atracan los ferries.
Causaba una cierta aprensión ver la pequeña ciudad humillada bajo la espesa lluvia y las montañas que cercaban su contorno, dos ceñudos y altos cerros repletos de bosque. Tenía la impresión de que podrían desmoronarse en cualquier momento y aplastar la población entera. Y provocaban una cierta claustrofobia.
No me costó mucho esfuerzo encontrar un hotel, porque la mayoría de los visitantes de la ciudad duermen en los camarotes de sus lujosos transatlánticos.
No obstante, la recepcionista me hizo la misma pregunta que oiría cuatro o cinco veces al día mientras permanecí en Juneau:
—¿Ha venido en un crucero?
Paró algo la lluvia por la tarde y salí a dar un paseo. Las tiendas del malecón, libres de impuestos para los extranjeros que viajaban en cruceros, bullían de compradores suecos, alemanes, americanos, canadienses, noruegos e ingleses. Se vendían costosas pieles, artesanías tlingit, piedras semipreciosas y toda suerte de objetos inútiles que uno no sabe dónde meter una vez en casa. Noté que hacían furor, entre los compradores compulsivos, las camisetas que exhibían la siguiente leyenda en la pechera: Alaska, the last frontier. Ciertamente, resultaba algo cómico ver ancianos de más de setenta años sentados en sillas de ruedas, o mujeronas de enormes traseros y senos vacunos criados a base de hamburguesas, luciendo un eslogan que remitía a imponentes aventuras en el Gran Norte.
En los bares sonaba la música country y grupos de jóvenes jugaban al billar americano. Por lo general, consumían grandes vasos de cerveza rojiza de olor poderoso. En uno de los garitos, un póster anunciaba en la pared: «El sheriff Wyatt Earp estuvo una vez en este saloon, pero ese día no mató a nadie». Un viejo revólver, que colgaba en una pared protegido por una hornacina, certificaba la veracidad de la leyenda.
Bajo la marquesina de la parada de autobús de la esquina de Franklin con Main Street, un grupo de hombres y mujeres tlingit consumían cerveza y fumaban sin cesar. Algunos ya estaban muy borrachos. No esperaban autobús alguno, sencillamente usaban el lugar como un bar al aire libre. El hedor a alcohol rancio y tabaco malo envolvía la atmósfera a su alrededor. En las horas y los días siguientes, los vería siempre allí, con sus enrojecidos rostros deformados por el alcohol, avejentados y sucios. Un hombre que se cruzó conmigo en una de las ocasiones que pasé junto al lugar, los señaló desdeñoso con el dedo y me dijo:
—¿No conocía el Indian’s Pub? Es uno de los atractivos turísticos de Juneau. ¡Qué vergüenza!
Esa noche cené en un restaurante japonés de calidad regular y, como llovía de nuevo con fuerza, me fui a la cama temprano y terminé de leer mi libro sobre los ataques de osos. Por fortuna, no soñé con ellos.
La mañana siguiente el sol nació esplendoroso y Juneau amaneció engalanada de banderas para la gran fiesta del lunes, que no era otra que el Cuatro de Julio, la celebración de independencia de Estados Unidos. Decidí arreglar mi pasaje a Skagway para un día después y busqué una agencia de viajes. La señorita, muy amable, contestó a todas mis preguntas:
—¿Venden billetes para el ferry que va a Skagway?
—No llevamos eso. Pregunte en el Centennial Centre, está en la marina del lado oeste de los muelles.
—¿Me puede conseguir un hotel en Skagway?
—Tampoco nos ocupamos de eso. Mejor que lo haga por internet.
—¿Y qué dice del tren que sube de Skagway al White Pass?
—No reservamos trenes.
—¿Y a qué se dedican ustedes? Es por curiosidad.
—¿Quiere unirse a un tour para ver osos, ballenas o las antiguas minas de la isla de Douglas? Eso es lo que hacemos.
—Tal vez mañana.
—Le advierto que hay mucha demanda y puede quedarse sin plaza.
—Ya veré.
—¿Ha venido usted en un crucero?
—No, en ferry.
—Ah, claro… Lo nuestro son los cruceros, disculpe. Buena suerte.
En el Centennial Centre pagué cuarenta y nueve dólares por mi billete a Skagway y me fui a comer. Por lo menos, la muchacha de la agencia me indicó un buen restaurante, el Hangar, situado en un área de pequeños comercios sobre unos antiguos muelles, zona conocida como Marchant’s Wharf. Era un local agradable y popular, con ventanales que se asomaban al embarcadero de los hidroaviones, y en donde servían platos de fletán, salmón y patas cocidas de grandes cangrejos de Alaska, los mismos que los rusos llaman chatka, muy abundantes en los mares del Norte.
Estaba lleno a rebosar ese mediodía y, mientras esperaba turno en el mostrador tomando una cerveza, un tipo alto y fornido, que se acodaba a mi lado, comenzó a charlar conmigo. Por lo general, en Alaska, cuando la gente te ve solo, inicia una conversación. Las grandes soledades animan a los seres humanos a acercarse entre ellos. Le dije que era español.
—Estuve allí en 1972, en la base de Torrejón, durante la época de Franco. Soy piloto y entonces servía en la Fuerza Aérea.
—¿Habla mi lengua?
—Lo siento, soy el típico americano, sólo hablo inglés.
—¿Y conoció algo del país?
—Casi nada. Recuerdo que la vida era muy barata. Salíamos a veces a tomar copas a un barrio al que íbamos mucho los americanos…, Corea, creo que era así como le llamaban los españoles, no sé la razón. Por un par de dólares te emborrachabas.
—Lo pasó bien, ya veo…
—No crea, eran tiempos difíciles. Un poco antes había sido lo de la crisis de los misiles en Cuba y en ese momento teníamos la guerra de Vietnam… En Torrejón teníamos bombas atómicas.
—Franco lo negó siempre.
—Bueno, las teníamos, ¿qué quiere que le diga? Eran tiempos duros. Luego estuve destinado en Portugal. Me agradan mucho los portugueses, son hospitalarios, generosos. Me gustaban más que los españoles, lo siento.
—No importa, yo adoro Portugal.
—En España tuve la sensación de que la gente no nos quería mucho a los americanos. ¿Es verdad?
—Tal vez era así en los días del Vietnam.
—En Europa no nos quieren a los americanos. Yo no lo entiendo. Los hemos salvado en dos guerras mundiales. En Portugal sí nos quieren.
—¿Es usted de Alaska?
—No, soy de California. Me he trasladado aquí porque esto es como el Nuevo Mundo, todo está por hacer. Cuando dejé la Fuerza Aérea, antes de venirme a Juneau, trabajé asalariado para compañías privadas. Ahora tengo mi pequeña compañía propia y soy mi propio jefe. En Alaska hace frío, sí; pero tienes futuro. En California hace buen clima, pero ya sólo existe el pasado.
La historia blanca de Alaska comenzó en estas latitudes, cerca de Juneau. Y sus protagonistas fueron los rusos. En junio de 1741, dos barcos zarparon de la costa oriental de Siberia rumbo al sur. El primero, el San Pablo, navegaba bajo el mando de Aleksei Chikirov, mientras que el segundo, el San Pedro, tenía como comandante a un danés de sesenta años al servicio de la zarina Catalina II la Grande, Vitus Bering. El veterano marino contaba con cierta experiencia en estos mares, pues en 1728 había comandado una pequeña expedición que probó que Europa y Asia no estaban unidas, sino separadas por un estrecho que a partir de entonces recibió el nombre de Bering, el mismo con el que bautizaron el mar que se abre a occidente y que limita por el sur con las islas Aleutianas.
Un gran temporal separó a los dos barcos. Sin embargo, lograron llegar, cada uno por sus propios medios, a las costas del golfo de Alaska. El barco de Bering atracó, primero, en la isla de Kayak y, más tarde, en el cabo San Elías, al este del estrecho de Prince William.
El invierno se echaba encima y el San Pablo puso rumbo a Rusia, adonde llegó, tras no pocas dificultades, en octubre de 1741. Pero al San Pedro se le hizo tarde. Quedó atrapado en una isla rocosa cerca de las costas de la península de Kamchatka, rebautizada también con el nombre de Bering, y a causa de la falta de alimentos y de la escasez en su dieta de vitamina C, veinte de los marinos murieron de escorbuto, incluido el propio Vitus Bering. Los supervivientes lograron construir una embarcación más pequeña usando los materiales del San Pedro y alcanzaron al fin Kamchatka en diciembre.
El viaje le sirvió a Rusia para reclamar como propios los territorios de Alaska, cosa que importó por entonces muy poco a otros países europeos y a Estados Unidos. Pero, sobre todo, abrió para los rusos el rico comercio de pieles, un negocio que llegó a constituirse en la empresa con mayores beneficios del mundo a finales del siglo XVIII. Los dos barcos llevaron a Rusia numerosas pieles, sobre todo de nutria marina, cuyo pelo tenía mayor densidad que el de las focas. En los mercados orientales, el precio de venta de las pieles de nutria multiplicaba por cien los costes de su captura. Hacia 1820 esta especie marina se hallaba al borde de la extinción.
En 1790 entró en escena un personaje muy importante en la historia de Alaska: Alexandre Baranov, a quien la compañía rusa que disfrutaba de la exclusiva del comercio de pieles, la Shelikov, nombró como su representante en los nuevos territorios. Baranov, el «lord de Alaska», no sólo fue esencial para la consolidación de la presencia rusa, sino también para su expansión en las regiones costeras.
En 1799 se estableció en la isla de Sitka, unos doscientos cincuenta kilómetros —a tiro de piedra—, al sudoeste de Juneau, y volvió a reconstruirla en 1804, después de que fuera arrasada por los guerreros tlingit en 1802. Para esa época, dominaba ya el comercio en todo el sur de Alaska, desde las islas Aleutianas hasta Yakutat, al este del glaciar Malaspina.
Baranov ejercía un poder despótico en Sitka y, en la práctica, era el representante del poder político ruso en Alaska. Pero poseía enormes cualidades diplomáticas y, entre otras cosas, favorecía los matrimonios de europeos con mujeres nativas. Él mismo se casó con una indígena, Anna, que le dio dos hijos. Sus fiestas en el Castillo de la Colina, su pequeño Kremlin, eran famosas por la enorme cantidad de bebidas alcohólicas que se consumían. «Todos bebían una cantidad de alcohol asombrosa, sin excluir a Baranov», comentaba un capitán estadounidense que asistió a una de las fiestas. Y añadía: «No es poco el impuesto en salud que debe pagar una persona que trate de hacer negocios con él».
Después de apartarse de la actividad comercial durante un par de años, a causa de una profunda depresión que le llevó a retirarse a la isla de Kodiak y a encerrarse en su habitación rodeado de botellas de vodka, Baranov volvió a Sitka y dirigió de nuevo la compañía en sus años más prósperos, entre 1813 y 814. Cuando se retiró, a los setenta y un años, la influencia rusa se extendía en la zona costera que va desde Siberia al norte de California. Murió en abril de 1819, de camino a San Petersburgo después de un largo viaje de vacaciones.
Durante los años en que Baranov permaneció en Sitka, la expansión de la Iglesia ruso-ortodoxa entre los nativos cobró un enorme vigor, que aumentó más todavía con la llegada a la región del padre Ivan Veniaminov, «el apóstol de Alaska». El clérigo construyó los dos principales templos ortodoxos de Sitka, considerados hoy monumentos nacionales: la Casa Rusa del Obispo, en 1842, y la catedral de San Miguel, de 1848. Pero, sobre todo, Ivan Veniaminov, que viajó a Alaska en 1834 cuando tenía treinta y siete años, desarrolló una enorme labor entre los nativos, no sólo misionera, sino prestando una ayuda esencial a la población local cuando vacunó contra la viruela, que cada año se cobraba un buen número de vidas de nativos, a todos los habitantes de Sitka y de las estaciones comerciales próximas. Regresó a Rusia en 1868, para ocupar el puesto de metropolitano de Moscú, la cabeza de toda la Iglesia rusa. Murió en 1879.
Gracias a él, la fe en la Iglesia rusa sigue muy enraizada entre los nativos del sur de Alaska y la liturgia ortodoxa continúa celebrándose en sus templos.
El período de expansión imperial y crédito político durante los consecutivos reinados de las zarinas de nombre Catalina comenzaba a entrar en crisis en la Rusia de mediados del siglo XIX. Durante la guerra de Crimea (1853-1855), sus ejércitos fueron humillados por franceses e ingleses, y los gastos en empresas expansionistas se hicieron demasiado gravosos para la corte del zar Alejandro II. En 1857, su hermano, el gran duque Constantino, propuso vender Alaska a Estados Unidos, una potencia emergente que parecía destinada a dominar el Pacífico. La empresa de las pieles se hallaba al borde de la bancarrota con la casi extinción de la nutria marina y Rusia perdía el interés por aquellos solitarios espacios que el hielo y la nieve cubrían durante casi ocho meses al año. En 1866, el zar ordenó a su embajador en Washington entrar en conversaciones con el gobierno estadounidense para vender Alaska.
El secretario de Estado norteamericano, William H. Seward, un encendido defensor del «Destino Manifiesto» (la expansión del territorio de EE.UU. en el siglo XIX bajo la protección de la Providencia), recogió el guante. Y los dos países llegaron al acuerdo por una cifra de 7,2 millones de dólares. El Senado ratificó el tratado con rapidez en abril de 1867, después de que Seward distribuyese generosas cantidades de dinero entre los influyentes políticos de la capital federal para lograr apoyos. Por supuesto que, tanto en Washington como en Moscú, nadie pensó en preguntar su opinión a los nativos.
En octubre, soldados americanos[1] daban el relevo a soldados rusos en Sitka. Y aunque un sector de la prensa americana protestaba por la «ruinosa» operación, señalando que Alaska era «la nevera de Seward» y calificando al territorio como «Walrussia» (juego de palabras entre walrus, que en inglés significa morsa, y Rusia, escrita con dos eses en inglés), el acuerdo ya no tenía vuelta atrás.
En 1887, el primer oro encontrado en Alaska, precisamente en Juneau, alcanzaba un valor de treinta y seis millones de dólares, cinco veces el precio que Estados Unidos pagó por Alaska.
Pero antes de que llegara ese día, los barcos norteamericanos, exterminadas casi las nutrias de mar, se dedicaron a cazar ballenas y focas. Las primeras, con arpones disparados por pequeños cañones ajustados a las proas de los barcos; y las segundas, pie a tierra, sobre el hielo, a palos y tiros, preferentemente a las crías, dotadas de una piel más fina y apreciada por las grandes damas de América y Europa.
La mañana del domingo amaneció plena de luz y decidí subir al monte Roberts, que cierra la ciudad por oriente. A quien le guste ascender montañas, puede llegar a los mil metros que tiene esta colina por estrechas sendas abiertas entre densos bosques. Pero quienes sean partidarios de esfuerzos menores, tienen a mano un funicular, al precio de veintidós dólares ida y vuelta, un tranvía aéreo que deja a sus ocupantes a seiscientos metros de altura en cosa de minutos. El resto del camino hasta la cima es fácil de hacer a pie por sendas bastante practicables y poco empinadas. Eso sí, hay carteles con advertencias sobre la posible presencia de plantígrados potencialmente peligrosos.
El Roberts se alza como un súbito murallón sobre los muelles, cubierto de lo que los americanos llaman rainforest, esto es, bosque lluvioso, un tipo de densidad de vegetación que recuerda mucho a la del trópico, aunque las especies arbóreas sean muy diferentes. Al llegar a lo alto de la plataforma y tomar la senda para continuar la ascensión, los árboles desaparecen y, en su lugar, recios arbustos cercan el camino. La vista que se contempla desde allí es extraordinaria: el canal de Gastineau, entre Juneau y la isla de Douglas, cruzado por gigantescos buques que van llegando a puerto desde el sur, o que zarpan hacia el norte y que, vistos desde la altura, parecen barcos de juguete que navegasen en un estanque, movidos a pilas y controlados con mandos a distancia por niños. Más allá de la chepa de la isla de Douglas se distinguen nuevas islas, el ancho océano y alguna gran montaña de picos nevados. El aire puro y fresco, el sol radiante, la altura sobre el mar ganada en apenas unos minutos, me hicieron sentir una especie de dulce mareo, como si mis pies se desprendieran de la tierra por unos segundos y mi cerebro se dejase envolver por una suerte de tibio sueño.
Como era festivo, había bastantes personas recorriendo la senda. Unos subían y otros bajaban. Los saludos eran siempre amables e inevitables. A menudo, la pregunta se repetía:
—¿Ha visto osos por ahí abajo?
—No.
—¿Y por ahí arriba?
—Tampoco.
—Vaya, mejor así.
Si me detenía en una plataforma, al momento tenía a alguien al lado tratando de charlar conmigo.
Uno de ellos fue un joven mexicano, que había subido a dar un paseo con su novia alaskeña.
—Qué gusto oír español —dijo—. Llevo dieciséis años aquí y a veces pienso que voy a olvidarlo, de lo poquitito que lo hablo.
—¿Viven muchos latinos en Juneau?
—Muy pocos. Y seriamos menos si no tuviésemos que irnos de nuestra tierra a causa de la pobreza y la delincuencia. Por eso en los Estados cada vez hay más de los nuestros. Fíjese, en California ya somos más numerosos que los blancos.
—Pero usted es blanco.
—Sí, pero los gringos piensan que los blancos son sólo ellos. Yo soy blanco de segunda.
El muchacho trabajaba en una fábrica de conservas.
—¿Y qué tal la vida en Juneau?
—Pues ya lo ve. En verano, todo muy bonito y lleno de turistas. Pero en invierno se convierte en una ciudad fantasma. Nadie viene, no hay carreteras para salir muy lejos de la ciudad. Y los que tienen plata, se van a pasarlo a sus casas de California. Aquí nos quedamos sólo los pobres.
Alcancé la cima tras casi una hora de camino. Los mares azules y las islas verdosas de Alaska se extendían en la inmensidad grandiosa del paisaje. Sobre mi cabeza volaba una pareja de águilas calvas, el águila americana de plumaje negro, cabeza anca y pico amarillo. Abajo, en la isla de Douglas, se distinguían los restos de las construcciones de las viejas minas de oro.
Antes de que Estados Unidos comprara Alaska al zar Alejandro II, un ingeniero de minas ruso, Peter Doroshin, había descubierto en 1850 pequeños depósitos de oro en la península de Kenai, en el golfo de Alaska. Pero las autoridades de Moscú y los hombres de negocios rusos estaban por entonces mucho más interesados en el «oro suave» y fácil de lograr que ofrecían las nutrias marinas que en el trabajoso esfuerzo de extraer mineral de las rocas y de los ríos. Sin embargo, en Estados Unidos, agotados los ricos yacimientos californianos descubiertos en 1848, existía algo parecido a un compás de espera de un nuevo descubrimiento que se consideraba casi inevitable. Los hallazgos de oro en la Columbia Británica a comienzos de 1860 animaron esas esperanzas. Y todas las miradas se dirigieron hacia Alaska.
Un ingeniero alemán, George Pilz, que se había instalado en Sitka alrededor de 1870, oyó hablar de pequeños hallazgos de oro en las zonas costeras de los territorios tlingit, en las tierras entonces vírgenes que hoy ocupa Juneau. Decidió proponer a los líderes de las tribus indias un intercambio: regalos, como las apreciadas mantas de lana, por ejemplo, a cambio de noticias sobre el precioso metal. El jefe Cowee, un tlingit de la bahía de Auke, le llevó algunas muestras de mineral con ricas vetas de oro. Y Pilz contrató a dos expertos en prospecciones, que ya habían trabajado en la Columbia Británica, para tratar de encontrar yacimientos auríferos.
Los dos hombres eran Richard Harris y Joseph Juneau, a quienes Pilz ofreció cuatro dólares diarios por su trabajo. Tenían aproximadamente la misma edad, unos cuarenta años. Harris era nacido en Estados Unidos; Juneau, de origen francés, no sabía escribir ni apenas hablar el inglés. Los dos buscadores de oro dejaron Sitka en el verano de 1880.
Tras permanecer unas semanas con los tlingit del poblado de Auke, el jefe Cowee los guió por el canal de Gastineau hasta la desembocadura de un pequeño arroyo llamado Salmon Creek (arroyo del salmón). Ascendieron aguas arriba y encontraron trazas de oro. La falta de alimentos los obligó a volver a Sitka.
Regresaron al lugar una vez reaprovisionados y remontaron de nuevo el curso del agua. Llegaron a lo alto de la montaña y descendieron a un valle. Y hallaron al fin el oro en los alrededores de un riachuelo al que llamaron Gold Creek (arroyo del oro). Harris escribió más tarde: «Es delicioso contemplar grandes trozos de cuarzo veteados de oro». Juneau y Harris acababan de descubrir el primer gran yacimiento aurífero de Alaska. Eso era en octubre de 1880. Para Navidades ya había treinta mineros en la zona.
Y así nació Juneau, surgiendo de la nada en apenas unos meses, como todas las poblaciones mineras. En poco tiempo, la ciudad contó con casi veinte mil habitantes y se abrieron bares, cafés cantantes, salas de juegos, iglesias, almacenes, una oficina de correos, escuelas, cementerios, calabozos, prostíbulos e, incluso, se construyó un patíbulo para la horca. Todo lo necesario, pues, para las ceremonias de la vida y de la muerte.
El pueblo fue bautizado en principio Harrisburg, pero posteriormente, la asamblea de mineros, considerando que había demasiados Harrisburg en Estados Unidos, lo rebautizaron como Rockwell, el nombre del primer oficial de la Marina estadounidense que llegó con un destacamento de soldados para poner orden en la caótica y enriquecida nueva ciudad. A finales de 1881, Joseph Juneau se quejó de que ningún distrito del área le recordaba. Y los mineros de nuevo decidieron cambiar el nombre de la ciudad y darle el suyo. En 1906, Juneau era elegida capital de Alaska. Y siguió siéndolo cuando Alaska llego a ser oficialmente el 49 estado de la Unión, el 3 de enero de 1959.
También, a mediados de mayo de 1880, se encontró oro en la isla de Douglas, frente a Juneau. Un franco-canadiense registró la mina, pero de inmediato vendió su titularidad a John Treadwell. Los hallazgos resultaron ser los más ricos de la zona.
Con el área que logró registrar a su nombre cerca de Golden Creek, Harris logró una fortuna de setenta y cinco mil dólares.
Murió en Oregon en 1907. No obstante, su cuerpo fue trasladado al cementerio de Juneau.
En cuanto a su compañero Juneau, consiguió tan sólo dieciocho mil dólares con sus concesiones. Al producirse la noticia de la riqueza del Klondike, en el año 1897, hizo las maletas y se fue a Dawson en busca de una segunda oportunidad. Murió en su cabaña, cerca de la ciudad, en mayo de 1899. No encontró oro, pero consiguió abrir durante un tiempo un popular restaurante llamado Joe Juneau. Su cuerpo fue también trasladado al cementerio de la ciudad que lleva su nombre para reposar junto a su compañero Harris.
Las minas más importantes de la región fueron, primero, la Alaska Juneau, que tenía ciento ochenta kilómetros de galerías cerca del canal de Gastineau y que cerró en 1944, a causa de la escasez de mano de obra provocada por la Segunda Guerra Mundial y, en segundo término, la Perseverante Mine, que se encontraba cerca de Gold Creek y tenía un túnel de tres kilómetros para transportar el mineral de cuarzo hasta un molino alejado de Juneau. Fue clausurada en 1921.
Había otras tres que pertenecían a la compañía de Treadwell y estaban en la isla de Douglas. Contaban con cinco molinos de mineral de cuarzo y empleaban a más de dos mil trabajadores. Los sueldos de los empleados, unos cien dólares al mes, eran de los más altos del mundo en aquellos años. Además, los operarios disfrutaban de piscina, baños turcos, pistas de tenis, bolera, gimnasio y una biblioteca de quince mil volúmenes. En 1917, un hundimiento de tierras enterró casi todas las instalaciones, aunque por suerte no murió en el desastre ningún obrero de los que se encontraban trabajando en el interior de las minas. Al único que dieron por desaparecido, lo encontraron horas después emborrachándose en el Totem Bar de la ciudad. Las minas cerraron para siempre cinco años después.
Ese domingo 3 de julio, los cielos de Estados Unidos, desde el Atlántico al Pacífico, desde el golfo de México al de Maine, desde San Diego, en California, a Barrow, en las orillas árticas de Alaska, se poblaron de luminarias y estallidos de pólvora. Y Juneau no quedó atrás en la fiesta, con un derroche de fuegos artificiales que atronaron sus cielos y lanzaron chaparrones de chispas sobre el mar.
La mañana del Cuatro de Julio, Juneau amanecía engalanada con multitud de banderas con las barras y las estrellas. Ondeaban en todas las ventanas de las casas y en las fachadas de hoteles y comercios. Flameaban en los sombreros, pintados, a su vez, con los mismos colores patrios, y en las antenas de los automóviles. Los colores rojo, azul y blanco lucían en las camisas y también en las t-shirts. En pequeños puestos callejeros vendían estatuillas de plástico del Tío Sam, tazas de café con la enseña nacional, y calzoncillos y juegos de ropa interior rayados en rojo y blanco y de cielo azul encuadrando un mar de estrellas.
Habían cortado al tráfico las calles principales. Y comenzó el desfile, un recorrido circular que iba desde los muelles de Egan Drive a Main Street, recorría luego Front Street hasta alcanzar Franklin Street y de nuevo regresaba a los muelles después de atravesar la Third Street. Tal vez, los únicos espectadores éramos los turistas, el grupo de indios borrachos de la marquesina de Main Street, que agitaban banderitas estadounidenses mientras bebían botellas de cerveza a morro, y unos cuantos mendigos harapientos con aspecto de estar medio muertos de hambre. Creo que incluso la gente más humillada y pisoteada por el sistema se siente el día Cuatro de Julio felizmente norteamericana. No sé si lo celebrarán también los condenados a muerte en las numerosas cárceles del país. Pero no pondría la mano en el fuego para negarlo.
La parada la abrieron los bomberos con sus coches, haciendo sonar sus sirenas, aireando banderas y echando caramelos a los niños y adultos. Siguieron los policías, los empleados de hospitales y organizaciones benéficas, el Ejército de Salvación, los funcionarios de correos, los guardacostas, el contingente del Ejército, el alcalde y su señora a bordo de una limusina, el gobernador y su limusina, los alumnos de los colegios, los profesores, la orquestina local, una banda de gaitas de los residentes irlandeses, los internos del centro de discapacitados con un afectado por el síndrome de Down al frente que tocaba el bombo, veteranos de la Segunda Guerra Mundial (iban tres vejestorios, uno de ellos en silla de ruedas), veteranos de Vietnam con carteles contra la guerra de Irak, familias de soldados muertos en Irak mostrando las fotos de sus seres queridos desaparecidos en la guerra, militantes de organizaciones pacifistas, asociaciones cívicas de apoyo a la guerra de Irak con un cartel en el que aparecía la efigie de John Wayne vestido de David Crockett en El Álamo, gentes disfrazadas como teleñecos que caricaturizaban a Bush, Condoleezza Rice y Rumsfeld, representantes de la comunidad filipina, de la china y de la andina, guardabosques, asociaciones de pescadores, pilotos (vi al de Torrejón entre ellos), el equipo de fútbol americano, el de béisbol, el de baloncesto femenino y el masculino, animadoras en minifalda con vestido de lentejuelas, los ancianos del asilo…, todo Juneau desfilando, a menudo bajo los compases del Dios bendiga a América o el America, America. Reparé en que no había representantes de las comunidades indígenas, salvo la decena de indios borrachos de la marquesina que contemplaban el desfile a un lado de la calle.
Nunca antes había asistido a una celebración popular del Cuatro de Julio. Merece la pena verlo si uno quiere conocer Estados Unidos y percibir la hondura de su patriotismo. Creo que ningún otro país, salvo Francia quizás, lleva a ese extremo su pasión por la idea de patria. El Catorce de Julio francés guarda bastante semejanza a este Cuatro de Julio norteamericano.
Y quizás es porque, en el fondo, las dos naciones poseen un mismo origen: las ideas de la Revolución francesa. Sobre ellas se construyó la noción republicana de la Francia del presente y la noción de libertad en Estados Unidos. Ambas, como hoy las conocemos, nacieron de dos revoluciones populares crecidas en los mismos principios y convertidas, al cabo, en dos patriotismos desaforados.
Es curioso observar, por otra parte, que en Francia, a aquellas ideas originales de libertad, igualdad y fraternidad, se añadió después una nueva ambición: el imperialismo. Quizás se debió a la temprana desaparición de Robespierre y al ascenso al poder, cinco años después de su muerte, de Napoleón Bonaparte. Tal idea, sin embargo, no cuajó en Estados Unidos, que siguió siendo, en ese sentido, una nación de alma jacobina. No obstante, en las últimas décadas, de la mano de los dos presidentes Bush, padre e hijo, las tentaciones imperialistas nacen en las brasas de las últimas guerras. Hasta estos años, Estados Unidos no había sido nunca un país favorable a la «ocupación» de otras naciones.
Al término de la parada, todo el mundo parecía estar muy contento esa mañana de sentirse americano, incluso los que no lo eran, como un grupo de turistas japoneses que paseaban, de arriba abajo y de abajo arriba, por la animada Franklin Street agitando banderitas de papel con las barras y las estrellas y sonriendo a todos lados. Los bares se llenaron a rebosar. Los cantos por América se voceaban a coro por todos los rincones de los locales públicos. «God bless America!», te gritaban los borrachos en las narices con peste a cerveza. Y tú repetías sonriente: «Yes, yes… Bless, bless America!».
Me encontré al piloto de Torrejón. Llevaba un gran parche con la bandera de las barras y estrellas cosido en la cazadora de cuero y un gorro de piloto con la insignia americana sobre la visera. Estaba algo beodo.
—Le invito a una cerveza.
No tuve más remedio que aceptarla.
—Me pregunto por qué el mundo no ama a los americanos si lo hemos salvado del comunismo y ahora lo estamos salvando del terrorismo. Me pregunto por qué no nos aman. ¿Usted lo sabe? Dígame, ¿cuál es la causa? Dígamelo.
—A lo mejor a la gente no le gusta que la salven tan a menudo. Pero Portugal sí los ama.
—¡Ah!, eso sí, los portugueses nos aman. Por eso me gustan tanto. ¡Brindo por Portugal!
Señalé a la calle. Pasaba por la acera contraria el grupo de turistas nipones con sus banderitas de las barras y estrellas.
—Y ya ve, también los japoneses los aman. Y eso que les tiraron dos bombas atómicas.
—Se hizo para salvar al mundo de males mucho peores. ¿Está seguro de que los japoneses nos aman?
—No sólo los aman, sino que quieren ser como ustedes.
—¡Pues brindo por Japón!
—¡Y yo por América! —respondí.
—Ah, ¿usted nos ama?
—Desde luego. Si no, no hubiera venido.
—Claro, es cierto. Pues ¡por España también!
Conseguí librarme del piloto y salí del bar. Un matrimonio de mediana edad me detuvo en la siguiente esquina. Hablaban con un acento gangoso bastante difícil para mi oído.
—Somos australianos —me pareció entenderle al hombre.
—Yo, español, de Madrid. ¿De qué parte de Australia son ustedes? ¿Melbourne, Sidney, Perth, Camberra…?
—Soy de Arizona. Le pregunté en broma que si era usted australiano porque tiene pinta de australiano.
—Ah, lo siento, no le entendí bien. A veces mi comprensión del inglés no es muy buena.
—Tampoco mi sentido del humor.
Me señaló con el dedo y se echó a reír. La mujer también rió. Y yo los imité.
Me pregunto por qué muchos americanos, sobre todo cuando están en grupo, se sienten obligados a decir frases ingeniosas y a provocar la risa de quienes los acompañan. Creo que les gusta pensar que a veces son ingleses. Si uno viaja cierto tiempo con un grupo de estadounidenses, no cesará de escuchar risotadas y melonadas supuestamente agudas e hilarantes. Es algo así como pasar un largo rato con un grupo de sevillanos «graciosos». Uno termina anímicamente agotado.
El canal de Lynn conduce desde la ciudad de Juneau hasta la de Skagway y, cuatro millas más lejos, marca el fin del Paso del Interior en la desierta playa de Dyea. Es una lengua de agua a menudo angosta que corre entre glaciares y altas montañas, sin apenas asentamientos humanos en sus orillas. Las tormentas son frecuentes y muy virulentas en él. El periodista Tappan Adney, que viajó con los buscadores del Klondike en los años de la fiebre, lo describe así: «Es un largo y profundo estrecho entre montañas que se alzan como torres y parece un gran lago de agua dulce. El gusto del agua es ligeramente salado y es difícil de creer que sea parte del mar. Es tan frío a causa de la nieve que desprenden los glaciares desde las cumbres de las montañas, que un hombre no podría nadar ni siquiera dieciocho metros en aguas tan heladas. Es un milagro que un caballo lanzado por la borda alcance la orilla».
La verdad es que, al reproducir este párrafo, me pregunto si habría mucha gente que tuviera por costumbre tirar sus caballos al agua del canal.
En el Lynn abundan las rocas a flor de agua y los arrecifes. En agosto de 1910 hubo un naufragio que casi movió a la risa, cuando en los arrecifes de la isla de Sentinel, a pocas millas de Juneau, un vapor, el Princess May, quedó atrapado entre las rocas durante un fuerte temporal. Cuando el tiempo se calmó y la marea bajó, el barco permaneció en lo alto de un pedestal de rocas, como en exposición, apenas dañado y con todos los pasajeros desembarcados en tierra firme. Durante varios días, hasta que fue retirado del lugar para ser reparado en unos astilleros, los viajeros hicieron curiosas fotos de aquella gran nave en imposible equilibrio sobre las rocas.
Pero no corrió la misma suerte el Princess Sophia la noche del 23 de octubre de 1918. El barco había zarpado esa mañana de Skagway, llevando a bordo 343 pasajeros y la tripulación. La mayoría venía de Dawson City y de los campos mineros del Klondike para pasar el invierno en Vancouver, Seattle o San Francisco. También como pasajeros, en la nave viajaban varias tripulaciones de las que recorrían, durante la primavera y el verano, el curso del Yukon, ahora a punto de helarse. Gente muy rica ocupaba los mejores camarotes y había a bordo numerosas familias con niños. Entre los viajeros se encontraba un montañero famoso, Walter Harper, el primer hombre que había alcanzado la cumbre del monte McKinley, el más alto de América del Norte, situado en el centro de Alaska.
A medianoche, el barco cruzó junto al faro de Eldred Rock. Comenzó a caer una nevada muy espesa. Tal vez por esa causa el piloto no pudo distinguir la boya que iluminaba el arrecife de Vanderbilt, una formación de afiladas rocas que emergen levemente del agua a unas tres millas de la orilla oriental del canal de Lynn. La nave chocó contra el escollo y quedó encallada.
El Princess Sophia lanzó sus llamadas de socorro y media docena de barcos acudieron en su ayuda. El vapor había quedado asentado firmemente sobre el arrecife, con la proa apuntando hacia lo alto y sus cubiertas secas. Aunque el mar estaba revuelto, los testigos de otras naves afirmaron que el Princess Sophia podía haber echado al agua sus barcas de salvamento para llevar hasta la orilla a los pasajeros. Pero el capitán, pensando que el lugar era seguro y en espera de la llegada, anunciada para el día siguiente, del vapor Princess Alice, al que podrían ser transferidos los pasajeros, decidió que todos pasaran la noche a bordo. Los barcos que habían acudido en su ayuda buscaron refugio en una ensenada de la costa, el Tee Harbor.
Pero al caer la noche, el tiempo empeoró y la tormenta multiplicó su violencia. Grandes olas comenzaron a golpear al Princess Sophia; una de ellas lo arrancó del arrecife de Vanderbilt y lo arrojó de nuevo al mar. Las grietas que herían el casco se abrieron ante la fuerza del agua. Se hundió en cuestión de minutos. Su última llamada por radio fue un grito desesperado: «¡Por el amor de Dios, vengan! ¡Nos hundimos!».
Cuando los otros barcos llegaron al lugar por la mañana, calmada la tormenta, junto al arrecife de Vanderbilt sólo asomaba la punta de un mástil. Los 343 pasajeros habían muerto en las aguas heladas del Lynn.
El superviviente fue un perro, al que sacaron medio loco del agua cuando estaba a punto de perecer congelado. Es curioso que lo mismo sucediera en el hundimiento del Clara Nevada en 1897 del que sólo sobrevivió otro perro, en tanto que murieron ahogadas setenta y cinco personas. Parece que, en el Paso del Interior, las famosas siete vidas las tienen los cánidos en lugar de los felinos. Muchas más que los infelices humanos.
Mi nuevo trasbordador, de la misma compañía Alaska Marina Highway, se llamaba Malaspina y era gemelo del Matanuska. Salimos pasadas las cuatro de la tarde de Auke Bay, el embarcadero de ferries, unos veinte kilómetros al norte de Juneau. Por delante teníamos algo menos de ciento ochenta kilómetros hasta alcanzar Skagway.
Al poco de zarpar, salí al aire libre. Y me topé casi de bruces con John, el de Doncaster o Dorchester, que como siempre fumaba con un anhelo mal contenido y atufaba a alcohol agrio.
—Parece que estamos destinados a encontrarnos —se me ocurrió decir.
—Ya veo… ¿Quiere un cigarrillo?
—No fumo.
—Hay una campaña en el mundo contra el tabaco, pero a mí me gusta y no pienso dejarlo. Después de todo, si algo me sucede, da lo mismo: no tengo hijos y no le importo nada a nadie. ¿Sabe que, desde que charlamos en Port Hardy el día de mi cumpleaños, no he hablado con ninguna persona más que lo justo en los hoteles y en los restaurantes?
—Vaya…, ¿y cómo se siente?
—Frío. No tengo mucho que decir ni me importa demasiado lo que me cuenten otros. Por eso me gusta viajar, porque las obligaciones no existen: no hay que poner cara de qué interesante es lo que te cuentan ni te la tienen que poner a ti cuando hablas. Odio la hipocresía, ¿sabe? Por eso me encanta viajar, aunque me importen un bledo los lugares por donde paso. Juneau me pareció una mierda, por ejemplo.
Se dio la vuelta y se largó hacia popa. No le volví a ver durante las horas siguientes ni cuando desembarcamos en Skagway.
Por megafonía, poco después, relataban la historia del Princess May y del Princess Sophia.
Hacía un día espléndido, de viento algo frío y de sol luminoso que hería casi la vista. Y el paisaje solitario que se ofrecía alrededor me parecía el más bello y magnífico desde que abandoné Vancouver. En las costas, bajo el manto de las nubes, asomaban ocasionales glaciares. Se mostraban como lenguas blancas y sedientas que buscaran saciarse en el agua del canal. A veces podía escucharse con un eco trágico el crujido del hielo al romperse y se veían pesadas masas de roca helada rodar pendiente abajo y chocar con los árboles, quebrándolos. Nubes de polvo nacarino se levantaban entonces de la punta de aquellas lenguas impolutas y el agua mansa de las orillas se alborotaba, formaba anchos rizos y olas que se sacudían con violencia sobre el mar tranquilo, como perros atacados por pulgas, antes de desvanecerse en la serenidad del agua.
Águilas calvas y gaviotas volaban sobre el Malaspina y, de vez en cuando, un gran salmón saltaba siguiendo la estela del ferry o la cola de una ballena jorobada revoloteaba en la lejanía, más allá del bauprés de la nave. En cierta ocasión, la megafonía señaló la presencia de una orca próxima a la orilla. Por un instante, logré distinguir en la distancia la parte blanca de su pie asomando sobre la superficie del agua azul.
Me acodaba en la borda de la segunda cubierta, mirando hacia proa, cuando una mujer delgada, pequeña de estatura y de rasgos orientales, se situó a mi altura. Iba con un niño de once o doce años. El aire era muy fresco, pero ella no parecía sentirlo, vestida con un pantalón ligero y una camiseta sin mangas. Yo llevaba puesto un chaquetón forrado. La miré y me sonrió.
—¿No tiene frío? —le dije.
—Vivo en Fairbanks, y allí sí que hace frío. Para mí, esto es pleno verano: ¡un día estupendamente cálido!
Charlamos. Se llamaba Virginia y calculé que podría tener entre cuarenta y cuarenta y cinco años.
—He venido con dos de mis tres hijos. La chica, que tiene quince años, está dentro, con varios chicos y chicas de su edad que ha conocido en el barco.
Posó la mano en la cabeza del niño. Era muy rubio y mostraba leves rasgos asiáticos.
—Pet acaba de cumplir doce. El pequeño tiene sólo cinco y lo he dejado en Fairbanks.
—¿Vacaciones?
—Verá —siguió—, en Fairbanks los fuegos artificiales de la víspera del Cuatro de Julio son muy pobres. Y prometí a mis hijos llevarlos a ver los de Wrangell, que son los mejores de Alaska. Ahora regresaremos a casa, en Haines, el puerto anterior a Skagway.
Virginia estudiaba español e intercambiamos algunas frases. Luego seguimos en inglés. Me dijo que su esposo era el principal obispo anglicano de Alaska.
—De todas maneras, eso no es gran cosa: aquí no es tan fácil ser la esposa del obispo anglicano. En otros estados, formas Parte de la aristocracia y disfrutas de vida social. Pero en Alaska hay cuarenta y cinco templos anglicanos y mi marido tiene que estar viajando continuamente de un lado a otro. A mí me toca ocuparme de mis hijos y de la casa. O sea que, en Fairbanks, limpio, cocino, corto la leña, pesco, cultivo vegetales en el invernadero y llevo a mis hijos a la escuela.
Virginia era hija de una china nacida en Taiwán y de un estadounidense. Su madre vivía en Oregon, en donde ella había nacido. Tenía una hermana en dicho estado y otra en Hawai.
—Es duro vivir en Alaska —añadió—, sobre todo en invierno. Sin embargo, yo lo amo. El clima es muy frío pero la gente es muy cálida, más que en otros estados.
—¿No la visitan sus familiares?
—Yo voy a verlos de vez en cuando. Pero ninguno de ellos viene a verme a mí. «¡Tú estás loca! —me dicen—. ¡A quién se le ocurre vivir en Alaska!».
Conversamos un rato más y, al fin, ella se excusó y volvió al interior del ferry. Yo continué al aire libre, a pesar del frío.
El paisaje alrededor del barco era grandioso, como en las viejas películas del Oeste: verdor turmalina en los bosques de coníferas, montes de piedra de un tono obsidiana, los picos dentados de las cordilleras, como guadañas melladas que parecían rasgar el vientre de las nubes hasta convertirlas en jirones. Cúmulos y cirros, ora blancos y ora grises, el cielo acuchillado por las cumbres agrestes, la lengua de los glaciares bebiendo insaciable del mar. Y el frío que se sentía descender desde las enormes montañas que cierran el este del golfo de Alaska.
Había más pasajeros en el Malaspina que en el Matanuska. Me fijé en algunos. Llamaban la atención, por sus indumentarias, dos matrimonios de amish menonitas. Ellas se cubrían la cabeza con cofias, vestían largas faldas anticuadas de grueso paño y blusas de cuello cerrado. Ellos, en mangas de camisa, gastaban sombrero negro de ala redonda y plana. Los dos hombres exhibían luengas barbas grises.
Uno de ellos se detuvo un instante a mi lado. Cuando le miré, me tendió la mano sonriente.
—Amish, ¿no? —pregunté.
Siguió sonriendo:
—Sí, nos ha hecho famosos en el mundo Único testigo, aunque yo no la he visto. Pero no somos de Pennsylvania, como los de la película, sino de Ohio. ¿Y usted?
—Español.
—Católico, ¿no?
—Más o menos.
—¿Qué significa más o menos en religión?
—Pues que no acudo mucho a la iglesia y no estoy seguro de mis creencias.
Se despidió con cierta brusquedad y regresó junto a los otros. Me sentí en pecado, como cuando era niño e iba a un colegio católico en el que los sacerdotes me amenazaban a diario con mi irremediable caída a los infiernos si continuaba portándome como lo hacía.
Otra pareja que no pasaba inadvertida la formaban un indio cincuentón de pequeña estatura y cabellos largos y su grandullona esposa, pelirroja y de piel del color de la carne de manzana. No hablaban entre ellos una simple palabra y recorrían sin cesar la cubierta, de babor a estribor y de proa a popa. Ella no cesaba de hacer fotos al paisaje y, en ocasiones, a su marido, que posaba con placer ante la cámara. Mientras caminaban, él se detenía ante cualquiera que se encontraba en su camino y repetía: «Lovely day, isn’t?».
Más adelante, las montañas crecían alrededor del barco y parecían grandes paquidermos que nos dieran la espalda. Entre ellas se formaban hendiduras por donde caían hilos de nieve y agua de deshielos. Detrás, nuevas montañas crecían más altas aún. El cielo se cubría a veces de nubes negras y otras eran de límpido azul. Había tanto cielo sobre el canal que uno podía verlo pintado de diversos colores. En algunas montañas, las nubes descendían hasta tapar sus cumbres. En otras refulgía la nieve bajo el sol.
A las ocho y veinte de la tarde, el canal se dividió en dos brazos. En el de la derecha se distinguían las luces de Skagway. En el de la izquierda, más cercanas, las de Haines. El barco enfiló hacia los muelles de esta última ciudad.
Salían muchos coches de la barriga del Malaspina y unos cuantos pasajeros a pie. Me acerqué al autoservicio del restaurante y cené un plato de chili con carne regado con una cerveza. John libaba al fondo del bar de un alto vaso de whisky. No reparó en mi presencia o tal vez hizo como si no me viera.
Volví al aire libre a esperar a que zarpásemos de nuevo y me asomé a la banda de estribor, la que daba hacia Skagway. Anochecía, pero aún permanecía un vivo resplandor tras la primera opacidad del cielo. Todas las noches de las semanas siguientes serían parecidas: oscuridad en la primera capa del espacio y claridad al fondo, algo parecido a mirar la luz del día a través de unas gafas de sol.
Un tipo se acercó. Imaginé que subía de las calderas, pues vestía un mono azul manchado de grasa. Era muy rubio y flaco, labios cubiertos por un liviano bigote y dientes irregulares. Llevaba unos lentes de gruesos cristales que a duras penas disimulaban su estrabismo. Encendió un cigarrillo y se acodó a mi lado. Tendría unos cuarenta años y se llamaba Jim.
—¿De Alaska? —pregunté.
—No, de Montana. Me vine hace veinte años y no pienso volver. Vivo en Ketchikan, ¿lo conoce?
—Sólo los muelles; vengo en barco desde Port Hardy.
—Ketchikan es estupendo. Salgo de mi casa y en quince minutos estoy en plena naturaleza, en el bosque virgen, sin otros ruidos que el río y el aire rozando los árboles. En invierno a veces oigo el aullido de los lobos. ¡Es magnífico!
—Hay que tener un carácter particular para eso, de todos modos.
—Claro. Conmigo se vinieron dos de mis hermanos. Y se volvieron a Montana. Me decían: «Aquí no hay nada que hacer». Todavía me lo recuerdan cuando los veo. Pero yo digo: cazo, pesco, paseo por la naturaleza, puedo estar solo sin que haya nadie en cien kilómetros a mi alrededor, tengo un buen trabajo y mis hijos van a un buen colegio. ¿Qué significa eso de que no hay nada que hacer? Hay televisión y bares, si eso te gusta. ¿Y qué es lo que hay que hacer en otro lado, en Montana o cualquier estado o cualquier gran ciudad? Amo Alaska. ¿De dónde es usted?
—De España.
—¡Ah! Un hermano mío está casado con una española. Pero ella no me cae demasiado bien. Es muy mandona y a mí no me gusta que las mujeres me digan lo que tengo que hacer. ¿Son así todas las españolas?
—Mi madre era buena cocinera.
—Bah, no me merece la pena aguantar a una mujer mandona aunque sea buena cocinera.
—¿La suya no es mandona?
—Lo intentó al principio. Y cuando vino a Alaska, enseguida se quería volver. Pero yo le dije: si lo deseas, te puedes ir; pero yo me quedo. Y se quedó. Ahora le gusta. O eso dice. Y mando yo.
A las diez y diez zarpamos de Haines y a las once y cuarto atracábamos en Skagway. Delante del embarcadero se tendía una calle desierta, adormecida, poco iluminada, que parecía un poblado fantasma de los que se ven en los westerns. En torno a la encogida ciudad crecían rudas y gigantescas montañas tachonadas de nieve, ciclópeos guardianes helados de las noches del Norte.