Fieras asesinas y un barco-manicomio
Prince Rupert es una localidad de aire presuntuoso que se enreda entre los bosques del lado noroeste de la isla de Kaien. Los folletos que se ofrecen al viajero en la oficina turística de Cow Bay, que es algo así como el downtown de esta ciudad sin centro específico, afirman que su rada es el puerto natural más profundo del mundo y que es la urbe más grande de la costa al norte de Vancouver, siempre que se hable, claro está, del territorio canadiense y no se incluya el de Alaska. Lo más extraño del lugar es que, cuando estás en él, te preguntas una y otra vez quién demonios vive allí, porque es raro ver a alguien en alguna parte.
La ciudad tiene una forma alargada, con el puerto de ferries cerrando el extremo sur, y el área de Cow Bay, en donde se encuentran la mayoría de las tiendas y los restaurantes, en el extremo norte. La céntricas Primera, Segunda y Tercera Avenidas, rectilíneas, largas, anchas y carentes de cualquier tipo de encanto, acogen un tráfico indolente y, a veces, a algún peatón que camina con aire triste bajo la lluvia por las insustanciales soledades de las calles. Los folletos turísticos de Prince Rupert presumen también de tener uno de los índices más altos de pluviosidad de Canadá: doscientos veinte días al año. La verdad es que yo no encuentro la razón por la que nadie pueda sentirse orgulloso de tanta lluvia.
La ciudad es llana en su mayor parte, aunque se eleva levemente en la zona en donde se encuentra el Hotel Crest, frente al mar, y en las pequeñas colinas que la rodean por el sur. Así que es una ciudad cómoda de andar…, salvo por la lluvia y porque a menudo tienes la impresión de caminar por una ciudad fantasma.
Junto al puerto, en el que fondea una flota numerosa de pesqueros de mediano tamaño y entre tres y cuatro decenas de yates de recreo, hay algunos bares en los que ofrecen ostras empanadas y también fritas. En uno de ellos, el Breacker’s Pub, muestran una carta con el menú de 1945, en el que un sándwich de sardinas costaba cuarenta centavos de dólar. Ya no los sirven.
Y sería mejor que lo siguieran haciendo, porque en todos los comedores y pubs de Prince Rupert, cualquier asado, fritura o guiso resulta incomible e indigesto, por más que los folletos turísticos alaben las excelencias de lugares como el restaurante del Hotel Crest o el Dolly’s. ¿Qué hacen estas gentes con la estupenda pesca de estos mares?, se pregunta uno siempre que sale de almorzar de cualquier local de la ciudad, con ganas de buscar al cocinero y darle su merecido.
Debía esperar un par de días en Prince Rupert a la salida del ferry de Alaska, pero durante la primera mañana de mi estancia llovía, llovía, llovía y llovía y no tuve otro remedio que quedarme en la habitación del hotel a leer. Elegí un par de libros que había comprado en Vancouver, que trataban de ataques de osos y de pumas a seres humanos en los bosques de la provincia de la Columbia Británica. Eran tan apasionantes como pavorosos y agradecí el hecho de estar viajando en barco, un lugar en donde es tan difícil encontrar un plantígrado salvaje como un conejo en Marte.
El primer libro era algo menos interesante que el segundo, pero me llamó la atención un capítulo que hablaba sobre la conducta que debe adoptarse frente a los diferentes tipos de osos cuando atacan.
Según el autor, los polares o blancos, carnívoros de más de tres metros de altura en su edad adulta, cuyo hábitat son las regiones árticas de Canadá, resultan los más fieros, atacan a los humanos nada más verlos y no hay otra posibilidad, para escapar de ellos, que correr todo lo que se pueda y buscar un lugar seguro en donde esconderse. No especifica el autor del libro, sin embargo, en qué lugar de una plataforma helada puede encontrarse escondite contra un oso enfurecido que corre a casi sesenta kilómetros por hora sobre el hielo.
Los pardos son omnívoros y no suelen sentirse atraídos por la carne humana. Los hay de dos tipos: el gigante o grizzly, y el más pequeño, al que se conoce simplemente como pardo. Constituyen una misma especie, pero sucede que el grande es el que se ha criado más cerca de la costa y, al comer pescado, ingiere más proteínas que el segundo y eso le hace crecer. No obstante, en algunas zonas de Canadá y Alaska llaman grizzlies a todos los pardos, sean grandes o chicos. El gigante alcanza la altura del oso blanco.
De todas formas, un pardo puede también atacar, bien porque está con sus crías cerca, bien porque acaba de cazar y siente que el intruso pretende robarle la comida, o bien porque sencillamente es un depredador al que le atrae la carne humana, cosa poco frecuente, por fortuna.
Así que el libro aconsejaba que, cuando ataca un oso pardo, lo mejor es adoptar la posición fetal: rendirse, en suma. Lo más probable, al hacer eso, es que el oso olfatee al hombre, le toquetee un poco y se largue satisfecho de su victoria. A veces, sin embargo, puede no contentarse con eso. Lo que en ningún caso se debe hacer es plantarle cara y tratar de defenderse, porque ello significa muerte segura.
En cambio, el oso negro, la especie más pequeña de los plantígrados norteamericanos, es mucho más agresivo que el pardo. Nada de rendirse ante su ataque. Hay que recibirle a gritos, arrojarle piedras, tirarle palos, escupirle, recordarle que su madre trabajaba en un burdel… Lo más probable es que se vaya. Aunque no siempre.
El último consejo del libro señalaba: «Lo primero que debe procurar cualquiera que viaje a territorios de osos es aprender a distinguir entre un oso negro y un oso pardo, sobre todo fijándose en su constitución, puesto que a veces hay osos negros con pelaje pardo y osos pardos con pelaje negro».
Imagine el lector que le ataca un oso negro y adopta la posición fetal. O viceversa: que ataca un pardo y le llama uno ramera a su madre a voz en grito.
En fin…
El segundo libro, que firmaba James Gary Shelton, contiene la crónica de una veintena de relatos de ataques de osos a seres humanos, varios de ellos mortales, y a menudo recoge testimonios de personas presentes en los asaltos. Entre las gentes que lograron sobrevivir a un enfurecido plantígrado se encuentra Darwin Cary, un guía que salvó la vida ante la acometida de un grizzly en 1980, en las montañas Cassiar, al norte de la Columbia Británica. Así se lo relató al autor del libro:
Era una mañana excelente y me fui a dar una caminata por sendas de montaña para calcular el estado de la caza en la zona, sobre todo de cabras y de ciervos. Mi padrastro me dejó al borde de un río, a dos horas y media de camino del campamento en donde me esperaban dos compañeros guías. No llevaba armas y, en la mochila, tan sólo el saco de dormir y algunas cosas personales.
Me encontraba a menos de un kilómetro del campamento cuando de pronto, a unos trece o catorce metros de distancia, vi el más bello grizzly rubio que había encontrado en mi vida. Se alzaba sobre sus patas traseras y me miraba fijamente. Tenía las orejas inclinadas hacia delante. Calculé que pesaría unos doscientos treinta kilos. Continué descendiendo el sendero, no me quedaba otra opción: iba calmado pero alerta.
Habría andado casi ciento cincuenta metros cuando, de pronto, oí retumbar el suelo. Volví la cabeza y vi al oso cargando hacia mí, a unos veinticinco metros de distancia. Aterrado, busqué el árbol más próximo e intenté trepar. Pero el grizzly llegó a mi altura y cerró sus mandíbulas alrededor de mi pie derecho.
Pude librarme dando un fuerte tirón con la pierna y seguí ascendiendo hasta una altura de unos dieciséis o diecisiete metros. Muerto de miedo y con un dolor enorme en el pie, cuando volví la cabeza vi que el grizzly subía detrás de mi. Pude seguir trepando otros tantos metros ayudándome tan sólo del pie sano. Cuando alcancé lo más alto del pino, me senté sobre las últimas ramas y miré hacia el oso. Seguía ascendiendo, hincando las garras delanteras en las ramas y saltando con las traseras hasta clavarlas a la altura de las primeras. Nunca imaginé que un oso pudiera trepar de esa manera.
Cuando llegó a mi altura, solté mi pie izquierdo y comencé a darle patadas en la cabeza. Cada vez que lo hacía, el animal me mordía. Gritando de dolor y miedo, seguí luchando. Sentía que mis tendones y mi carne iban siendo arrancados de mi pierna izquierda. Exhausto y con gran pérdida de sangre, no pude sostenerme mucho tiempo y me encontré cayendo del árbol.
Aterricé de espaldas, sobre la mochila que contenía mi saco de dormir. Creo que fue lo que me salvó de romperme la columna vertebral. Consciente de que no podía correr a causa de mis heridas, indefenso y repitiéndome que quizás el oso se iría, le vi descender con lentitud del árbol. Cuando le faltaban unos cinco metros para alcanzar el suelo, cerré los ojos, sin saber si volvería a abrirlos nunca más. La última cosa que recuerdo haber oído fueron los arañazos de las garras en el árbol.
Cuando abrí los ojos, no sé cuánto tiempo después, me encontré solo. No había tiempo que perder. Me miré las piernas. Mi pantorrilla izquierda casi había desaparecido, con los tendones y trozos de carne colgando. Pero no parecía sangrar mucho. Miré el pie derecho: el talón colgaba y una tercera parte de la planta estaba arrancada y sangraba en abundancia.
No podía andar y tenía que irme de allí, no fuera que el oso regresase. Me arrastré. Mis dolores eran tremendos. Al fin, utilicé un palo como si fuera una muleta y pude avanzar algo más. Más o menos cada media hora de marcha, me caía, volvía a levantarme, me arrastraba y apenas ganaba terreno. Pude hacerme unas vendas con la camisa para contener la sangre, sobre todo la del pie derecho. Y seguí arrastrándome en dirección a donde se encontraba el campamento.
A las nueve y veinte me encontraba ya muy cerca. Habían pasado dos horas desde que caí del árbol. Y diez minutos después, mis compañeros Stan y Doug me vieron y corrieron en mi ayuda. Tuvimos aún que recorrer un largo camino a caballo hasta poder encontrar un sitio desde donde llamar a un helicóptero, que no me recogió hasta el día siguiente por la mañana. Me llevaron, primero, al hospital de Whitehorse, en donde me hicieron las primeras curas, y luego al Hospital General de Vancouver. Después de ocho operaciones, varios implantes de plástico en ambas piernas y seis meses de rehabilitación, al fin pude ponerme en pie.
Otros no tuvieron la misma suerte que Darwin Cary. Como Marcie Trent, de setenta y siete años, y su hijo Larry Waldron, de cuarenta y cinco, muertos por el ataque de un grizzly en 1995, a tan sólo veinticinco kilómetros de Anchorage mientras hacían footing en una senda muy transitada por la gente. O el pequeño Ian Dunbar, de cuatro años y medio de edad, que perdió la vida en 1994 ante la puerta de su casa bajo las garras de un oso negro, en la isla de Vancouver, mientras su madre contemplaba la escena sin poder hacer nada por salvarle. O como Sven Satre, de cincuenta y tres años, al que asaltó un oso negro mientras iba a caballo en junio de 1996, a unos ciento cuarenta kilómetros de Bella Coola, en la Columbia Británica. La fiera lo descabalgó, le rompió el cuello y le arrancó la cabeza antes de proceder a comérselo. O como Shane Fumerton y William Caspell, a los que un grizzly mató poco después de que hubieran cazado un gran ciervo, seguramente para quitarles la pieza, en octubre de 1995, también en la Columbia Británica.
Y muchos más.
Shelton ofrece una tesis muy personal sobre los ataques de osos. Señala que nuestra cultura conservacionista ha extendido la idea de que la naturaleza es benigna y el hombre, un demonio. Según esa creencia, los osos son tímidos, inofensivos, animales que sólo atacan cuando son agredidos o atacados. Quiere decirse que, cuando un oso hiere o mata a un ser humano, la culpa es de este último, o bien porque ha hecho algo inoportuno, o bien porque ha entrado en el territorio de un animal y este se ha sentido acosado.
Shelton, sin embargo, afirma que los osos están genéticamente programados para varios tipos de comportamiento agresivo, que van desde el instinto de supervivencia a la simple actividad depredadora. Y concluye: «En la Columbia Británica y otros lugares de Norteamérica, la población de plantígrados se ha ido incrementando significativamente en los últimos diez años. Y son animales capaces de matar con facilidad a un ser humano».
El trabajo de Shelton está publicado en 1998. Desde entonces, el número de osos ha seguido creciendo y los ataques no cesan.
En consecuencia, no es muy recomendable leer este tipo de cosas si uno tiene previsto dormir en los bosques. Ni tampoco ver la película Grizzly, de Werner Herzog, algo que yo hice poco antes de emprender viaje al Yukon y de lo que me arrepentí la primera noche que dormí en una tienda de campaña en los bosques.
A eso de las siete de la tarde cesó de llover. Y me eché a la calle con hambre. Como me dejaba llevar por los folletos de turismo que tomé en el hotel, me acerqué al Crest para degustar uno de sus «famosos y deliciosos» platos. Ya he dejado dicha mi opinión sobre la gastronomía de Prince Rupert, pero la verdad es que el escenario del restaurante era soberbio: un gran ventanal abierto sobre los muelles en donde se mecían los barcos bajo un cielo en el que varias águilas calvas pasaban casi rozando con sus alas la cristalera del local.
Por otra parte, las toilettes del Crest resultaban las más originales que he visto en ninguna parte del mundo: encima de las tazas destinadas a urinario, esas que se adosan a la pared en los servicios masculinos, había tres pantallas de televisión que ofrecían spots de publicidad de forma ininterrumpida.
Salí de nuevo y bajé hasta Cow Bay. Reparé en dos cosas curiosas. La primera, en que la gente, si preguntabas por algún lugar, respondía siempre: «En dirección al mar», o bien: «En dirección a las montañas». La segunda, que había decenas de aparcamientos marcados por todas partes y que casi ninguno estaba ocupado. ¿Dónde estaban los coches? ¿Quién vivía en Prince Rupert?
Alcancé la puerta de un cine. Dos taquilleras bostezaban en las celdillas del despacho de billetes y tres acomodadoras charlaban en la entrada. Miré las carteleras y las horas de las sesiones de las películas que ofrecían en las tres salas. Quedaba media hora escasa para que comenzase una de ellas, anunciada como Omen, un extraño título. Me acerqué a una de las taquilleras.
—¿De qué trata Omen?
—No lo sé, no la he visto. Es el día del estreno y a la primera sesión no ha venido nadie. Así que no la han proyectado. Y, por ahora, usted es el único que ha venido a preguntar antes del segundo pase. ¿Quiere una entrada?
—Déjelo, muchas gracias.
Aburrido, regresé al hotel para seguir leyendo el terrorífico libro sobre los osos: resultaba mucho más emocionante que pasear por el mustio Prince Rupert.
Mejoró el tiempo el segundo día de mi estancia en la ciudad. Y aunque el cielo seguía encapotado, al menos no llovía. Tomé un taxi y fui hasta el embarcadero del ferry estadounidense para comprar el billete. Era un barco de bandera americana, perteneciente a la compañía Alaska Marina Highway.
De regreso a la ciudad, con fuerzas renovadas tras una noche poblada de osos que trotaban por mis sueños, decidí recorrer a pie las tres avenidas, tomando la Primera de sur a norte; la Segunda, de norte a sur, y la Tercera, de nuevo de sur a norte. Iba más en busca de alguien que de algo. Si no llovía, los habitantes de Prince Rupert saldrían de sus guaridas, me dije, como las hormigas en verano después de una tormenta.
Era ilusorio. Raramente se veía un coche, ni recorriendo las avenidas y ni siquiera en los aparcamientos públicos. Y por las aceras transitaba más o menos la misma gente que el día anterior, esto es, casi nadie.
Entré en el Safeway Supermarket. Era un enorme galpón en el que abundaba la comida fresca: frutas, verduras, pescado, carne… Conté menos de una veintena de clientes en una superficie que podría sobrepasar con facilidad los mil metros cuadrados. ¿Quién se comía todo aquello? ¿Tiraban la mayor parte de los alimentos cada atardecer y bajaban los osos desde las montañas continentales para comérselos?
Llegué de nuevo a Cow Bay tras recorrer las tres avenidas y, por matar el tiempo, fisgué en las tiendas de souvenirs. En una de ellas me encontré con Max e Ingrid, el matrimonio holandés que seguía la misma ruta que yo desde Vancouver. Charlamos unos minutos.
—Esto es igual que La Haya y Luxemburgo —convino él ante mis comentarios sobre la ciudad—: Nunca hay nadie en la calle.
¡Cómo se estiraba el día! Sin saber adónde ir y harto de soledad, entré a comer en el Breacker’s Pub a eso de las doce y media. Había un par de mesas con turistas. Pregunté si tenían ostras crudas y el camarero me miró con espanto.
—¿Cómo vamos a servirlas crudas? ¡Nadie las comería!
—¿Es que no vienen franceses por aquí? —pregunté.
—No se ven muchos.
—Ya. Póngame las ostras fritas.
—¿Con salsa bearnesa o salsa rosa?
—Mejor de soja. Y me trae también mostaza. Y añada al plato un par de huevos fritos con patatas.
—A su gusto, señor. ¿Quiere ketchup?
—¿Por qué no? Y Perrins y tabasco, y todas las salsas que se le ocurran. Y mermelada de fresa si quiere.
—¿Qué tomará de postre?
—Una manzana.
—No tenemos manzanas.
—En el supermercado había manzanas de todas clases y colores…
—Pero aquí no tenemos manzanas, nadie las pide.
—Ofrézcalas fritas y ya verá cómo los clientes se dan de bofetadas por ellas.
Regresé al hotel, eché un rato la siesta, seguí leyendo sobre ataques de osos y volví a la calle al atardecer.
Nada. Nadie.
Me refugié en un pub a eso de las ocho. Sólo había un borracho sentado en una esquina: era John, el de Doncaster o Dorchester. Enfrascado en el disfrute de su copa, no me vio y yo me senté en un extremo del mostrador, oculto detrás de una columna.
Tomé dos pintas de cerveza Ale, fermentada en la Columbia Británica. Tenía mucho mejor sabor que la comida.
Antes de irme, entré en los servicios. Y al arrimarme a una de las tazas de la pared, me quedé estupefacto. Podía esperar publicidad televisiva, como en el Crest, y no me hubiese extrañado. Pero, en lugar de ello, delante de la fila de las tazas, a la altura de los ojos, clavados con chinchetas, se exhibían recortes de periódicos y revistas. En el primero se hablaba de orgías, con imágenes incluidas que no llegaban a mostrar el acto sexual; el segundo mostraba fotos de mujeres desnudas en actitudes provocativas; el tercero, una felación en primer plano, aunque el órgano sexual masculino aparecía cubierto por un borrón que lo hacía invisible; y el cuarto relataba con detalle los ménage à trois que Roger Vadim y Ted Turner organizaban con Jane Fonda y terceras mujeres cuando estaban casados con la actriz.
Me quedé un rato leyendo, arrimado a la taza. No entró nadie a interrumpir mi inesperado entretenimiento.
Sin duda, lo más divertido de Prince Rupert era orinar en los bares y restaurantes.
Pero ni siquiera allí, a pesar de la singular oferta, había gente.
De regreso al hotel, busqué la estatua de Charles Hays, un magnate del ferrocarril que fue poco menos que el fundador de la ciudad, cuando trató de convertirla en el centro de la navegación del Paso del Interior. Mi curiosidad era morbosa: Charles Hays murió en el Titanic y, quizás, es la única víctima de aquel famoso y legendario desastre que tiene una estatua para él solo. Naufragios, naufragios, naufragios: no hay palabra más usada en aquellas costas infernales del Paso del Interior, aunque Hays se ahogó muy lejos de ellas.
Prince Rupert: misteriosa, extraña, chiflada ciudad vacía de almas…
Mi barco con destino a Juneau, la capital de Alaska, no salía hasta la una de la tarde del día siguiente. Pero esa última mañana en la ciudad, no me sentía con ánimos de darme otro paseo por las calles de Prince Rupert. Además, lloviznaba. De modo que me quedé leyendo en el hotel hasta un par de horas antes de la Partida. Había llegado a un capítulo que relataba el espeluznante ataque de un puma a una joven que acampaba en Alberta, la provincia canadiense vecina de la Columbia Británica.
La pobre muchacha resistió durante casi dos horas el ataque del puma antes de que el felino lograse matarla. Cuando encontraron su cuerpo, en parte devorado, presentaba numerosas heridas de las garras del animal y en la cabeza quedaban los hondos agujeros dejados por los colmillos. Según los encargados de la autopsia, la mujer pudo morir cuando el puma consiguió quebrarle el cuello, usando sus mandíbulas para apretar su cráneo y agitarlo de un lado a otro con violencia hasta romperlo.
Se habían terminado las naves bautizadas como princesas y reinas. Mi nuevo barco, que aireaba la bandera de las barras y estrellas, se llamaba Matanuska, un trasbordador botado en Seattle en 1962, con una eslora de 120 metros por 23 de manga, tres cubiertas y 3000 toneladas de desplazamiento. La frontera con Alaska quedaba ya muy cerca, junto a la costa norte de la isla de Green y junto al Dixon Entrance.
Los pasajeros pasamos la aduana en el interior del embarcadero estadounidense de los ferries de la Alaska Marina Highway, en un área acotada del puerto de Prince Rupert. En Alaska, los policías y, en general, cualquier representante de la ley, exhiben un comportamiento más relajado que en el resto de Estados Unidos. Una agente rubia y guapota, de mediana edad, uniformada de negro y con pistolón al cinto, me atendió amable. Antes de estampar el sello y darme una estancia de sesenta días, me preguntó:
—¿Cuál es su trabajo?
—Soy escritor.
—Pues espero que encuentre buenas historias en Alaska; es un lugar formidable.
—Gracias.
—Buena suerte. Y tenga cuidado con los osos.
Pegó un tamponazo a mi pasaporte y me lo devolvió regalándome una gentil sonrisa.
Zarpamos una hora más tarde de lo previsto, por algún problema en las máquinas. No distinguí a Ingrid y Max en la cola de la aduana ni en la del embarque. Sí estaba John, que se mantenía a prudente distancia, con el rostro enrojecido por la resaca.
El tiempo comenzó a empeorar según navegábamos rumbo norte, aunque por suerte el mar se mantenía calmado. Hacia las cuatro de la tarde cruzamos junto al último puesto canadiense. Era una isla que quedaba a babor y que parecía moverse a la deriva, con un faro que se alzaba sobre dos galpones. Entrábamos en Alaska.
El trasbordador no llegaría a Juneau, mi próximo destino, hasta el día siguiente, de modo que había reservado un camarote. Era doble, pero por fortuna los pasajeros a bordo eran muy pocos y la amable azafata, una señora próxima a la edad de jubilación, me dio uno para mí solo. Dejé mi equipaje, cerré con llave y bajé con mi mapa y mis libros a la cubierta donde se encontraba el bar-cafetería. Era muy parecido al del barco anterior, con sillas y mesas frente a los ventanales que daban a proa, babor y estribor.
Reparé en una mujer de unos setenta años a la que iba a seguir viendo durante toda la tarde y la mañana siguiente ocupando el mismo lugar. Supe que era alemana porque, en una ocasión, al pasar a su lado para tratar de ver una ballena cuya presencia anunció el capitán por megafonía, eché una ojeada al crucigrama que rellenaba y alcancé a distinguir algunas palabras en lengua germana.
Siempre estaba ocupada con los crucigramas y a veces bebía una taza de café. Cuando se anunciaban cetáceos, miraba hacia el mar, sin levantarse y sin excesivo interés, y al poco volvía a enfrascarse en su entretenimiento. Si pasabas cerca de ella y la mirabas, sonreía con amabilidad. Me caía muy bien, parecía dulce y relajada. Me hizo pensar que no hay cosa menos dañina en el mundo que hacer crucigramas. Estoy seguro de que a Hitler y a Franco no les gustaban.
Para cambiar de lectura un poco y olvidarme un rato de los osos me dediqué a leer un estupendo libro de narraciones cortas de Eduardo Jordá, Playa de los ingleses. La verdad es que me lo terminé casi de una sentada. Pero al rato percibí que, ocasionalmente, algunos pasajeros que cruzaban a mi lado, entre otros la mujer alemana que iba en busca de un nuevo café, me miraban con cierta perplejidad. La razón no era otra que la portada, en la que aparecía la foto de un barco naufragado en un muelle, con un aire semejante al grabado del libro del abuelo de Byron sobre naufragios que andaba leyendo un par de días antes. Volví a esconderla a la vista de los otros.
El tiempo era muy cambiante. A eso de las cinco, el cielo se limpió de nubes y de nieblas. La tarde se volvió esplendorosa, con algunos cúmulos viajeros que surcaban el cielo, altas cumbres nevadas, mar del color del cobalto y costas e islas henchidas de bosques de coníferas, algunos de verdor oscuro, otros de verdosa plata.
A las ocho y cuarto, el barco atracó en Ketchikan, que en lengua haida significa «las alas de trueno de un águila», un hermosísimo nombre. La ciudad es una de las más populosas de la costa de Alaska, con ocho mil almas, y se encuentra en la costa sur de la isla Revillagigedo, bautizada así por George Vancouver en 1793, en honor del que era entonces virrey español de México. Imagine el lector cómo suena el nombre pronunciado por un norteamericano: algo así como «revilayiyido» con tono gangoso.
Los haidas y sus primos hermanos los tlingit son las principales etnias indias de las costas e islas del Paso del Interior, y Ketchikan presume de ser su centro histórico, todavía vivo. Tres kilómetros al sur de la ciudad se encuentra el pueblo de Saxman, en donde viven varias decenas de tlingit. No llevan mala vida, pues en el fondo el poblado es una suerte de parque turístico que atrae a numerosos visitantes en verano y echa el cierre en invierno. Allí pueden admirarse los tótems tradicionales de la tribu y ver cómo se esculpen. También es posible asistir a sus danzas y escuchar la historia de este pueblo contada por un anciano.
O sea, lo mismo que en los poblados maoríes de Nueva Zelanda o en los de los indios de varios lugares de Estados Unidos, de México y de Panamá.
La emigración de los amerindios desde Asia se produjo, según los arqueólogos, en un período largo de tiempo que se extiende desde hace cincuenta mil años hasta hace quince mil. Por entonces, el agua de los mares alcanzaba una altura inferior a la actual en unos cien metros y existía una lengua de tierra entre Siberia y el occidente de Alaska, a la que la ciencia atribuye el nombre de Beringia. Por allí pasaban las emigraciones que iban extendiéndose hacia el sur, hasta llegar al extremo meridional del continente americano.
En las costas del Ártico se quedaron los inupiat y al oeste de Alaska los yupiit, consideradas hoy como etnias esquimales o inuit, mientras que otras tribus indias comenzaron a poblar las costas del Paso del Interior. En las tierras continentales de Canadá y Alaska se instalaron los athabaska, cuyos subgrupos ocuparon territorios muy amplios. Las costas del Paso, hasta las barreras que imponen los grandes glaciares y montañas de la cordillera de los Wrangell, fueron en su mayor parte ocupadas por tlingit, haidas, tsimshian y otras etnias extendidas más hacia el sur.
Tlingit y haidas tenían estructuras sociales similares, pero sus lenguas eran y son distintas. El símbolo con que se distinguían los primeros era el águila, mientras que los segundos adoptaron el del cuervo. Ambas tribus habían adquirido una gran habilidad para navegar y construir canoas, y desarrollaron una hermosa artesanía: los tótems, esculpidos en su mayoría con madera de cedro, que representaban a los diversos clanes con diferentes animales, como ranas, lobos, osos, orcas o castores. Estos dos pueblos y sus vecinos vivían fundamentalmente del salmón, un pez que ofrecía cuatro ventajosas particularidades: primero, era abundante; segundo, nunca fallaba su llegada en los ciclos reproductores, lo cual lo convertía en una fuente segura de alimentación; tercero, era fácil de pescar; y cuarto, podía ser conservado con relativa facilidad, sobre todo con procedimientos de ahumado y secado. Ambas tribus, además del salmón, pescaban fletanes y arenques y, usando el arpón, cazaban focas, marsopas y leones marinos.
Todas las etnias indias del noroeste eran muy belicosas, en particular los haidas, que organizaban frecuentes partidas guerreras para capturar a las mujeres y los niños de otros establecimientos indígenas de la costa.
Los primeros europeos que tomaron contacto con los indios del noroeste americano fueron los navegantes españoles. Gracias a las órdenes estrictas de sus superiores, nunca entraron en guerra con los nativos, sino que comerciaron con ellos y mantuvieron una relación amistosa en todos los viajes. En los cuadernos de bitácora de varios marinos españoles hay amplias descripciones sobre la vida de aquellos amerindios del Pacífico Norte.
El inglés James Cook tuvo enfrentamientos armados con estas tribus, pero el mayor choque entre los indígenas de la costa del Paso del Interior y los blancos se produjo con la llegada de los rusos, a finales del siglo XVIII. El jefe guerrero Katlian destruyó la ciudad de Sitka, en la isla del mismo nombre, capital rusa de Alaska, en el año 1802. Y aunque los rusos la reconstruyeron dos años después, prácticamente quedaron sitiados por los guerreros tlingit todo el tiempo que duró su estancia en el noroeste del Pacífico, esto es, hasta 1867, el año en que Estados Unidos compró a Moscú el territorio de Alaska.
El naturalista americano John Muir, que realizó varios viajes a Alaska y a la costa del noroeste canadiense entre los años 1879 y 1899, escribía sobre los tlingit:
Son padres afectuosos e indulgentes. En todos mis viajes, jamás escuché una palabra de reprobación o nada parecido a una reprimenda a un niño indio, ni tan siquiera he sido testigo de una bofetada, algo tan frecuente en comunidades civilizadas. Consideran la ausencia de hijos que lleven su nombre y lo mantengan vivo como la desgracia más triste y deplorable que pueda imaginarse.
Durante el siglo XIX y parte del XX, los indios perdieron casi todos sus territorios a manos de los blancos, mientras que las enfermedades traídas de Europa y EE.UU. diezmaron las poblaciones nativas, sobre todo la viruela, la tuberculosis, la gripe y la sífilis. En 1909 sólo vivían en Alaska 25 331 nativos, entre indios y esquimales, una cifra patética si se tiene en cuenta que, a principios del siglo XIX, se calculaba que eran más de 80 000.
En las últimas décadas, los colectivos indígenas, apoyados por organizaciones gubernamentales y ONG de Canadá y Estados Unidos, han logrado que los nativos accedan a la propiedad de las tierras, recobren derechos tradicionales, reciban subvenciones, se autogobiernen en sus reservas, recobren sus derechos de caza y de pesca y, también, que la media de esperanza de vida se haya recuperado. El arte totémico ha renacido con vigor y las piezas artesanas, sobre todo de los haidas, alcanzan altos precios en los mercados artísticos y en las galerías de arte. Se han formado, además, numerosas empresas y cooperativas indígenas que explotan la creciente industria turística. Hoy, más de la mitad de los indios de las islas y tierras continentales del Paso del Interior viven fuera de las reservas, la mayoría en centros urbanos.
En el año 2000, sus poblaciones indias de la costa noroeste de Canadá y Alaska sumaban ya alrededor de ciento veinte mil almas. No obstante, en muchos de sus pueblos, las condiciones higiénicas siguen estando muy por debajo de las que disfruta la población blanca.
De todos modos, las ayudas y subvenciones tienen también su lado amargo. Tanto en el noroeste de Canadá como en Alaska, el alcoholismo y la drogadicción se ceban especialmente en poblaciones indígenas. Y la alteración de las dietas produce una tasa elevada de muertes por diabetes y paros cardíacos. El bajo nivel de cultura genera serios abusos sobre niños y mujeres. También, la proporción de nativos en prisión es muy elevada en comparación con los blancos. Asimismo, los índices de suicidios entre esquimales e indios de Alaska son, proporcionalmente, los mayores en EE.UU. Los nativos alaskeños también lideran las estadísticas sobre la pobreza y el desempleo.
Su imagen tiene que ver con el retrato que de los tlingit yakutat pintaba el navegante italo-español Alejandro Malaspina en el último tercio del siglo XVIII:
Son altos, membrudos, sanos y ágiles, bien sea para la pesca, o la caza, o la guerra. Son igualmente sanas las mujeres, aunque constituidas a una vida sedentaria, y si juzgásemos o por la disposición exterior de sus miembros, o por el número de niños que las rodean, se puede asegurar que son igualmente dispuestas al embarazo, al parto y a la crianza, y que esta disposición les continúa hasta una edad bastantemente adulta. El semblante de los hombres es, por lo común, algo fiero; siendo por otra parte común hallar un mayor grado de fiereza en los que se inclinan a la caza, y que no pocas veces, sin ventaja de armas, tienen que luchar pecho a pecho con los osos y otras fieras. No así por lo común con quienes siguen el oficio más apacible de la pesca, ni tampoco con las mujeres y los jóvenes, brillando a cada paso en estos una docilidad no estúpida y en aquellas los sentimientos de pudor y de afabilidad que puede dictar en su niñez la ruda sociedad de la especie humana.
Tardamos algo más de una hora en zarpar de nuevo, siempre rumbo al norte. Cené en la cafetería un chili con carne y me encerré en el camarote para leer el último cuento del libro de Jordá, un inquietante relato sobre las ambigüedades del racismo.
El Matanuska navegó tranquilo por las aguas calmas del Paso del Interior y dormí como un niño.
A las siete de la mañana, cuando me desperté y salí a cubierta en busca de mi desayuno, el barco estaba atracado en el puerto de Petersburg, una localidad fundada en el siglo XIX por inmigrantes noruegos dedicados a la caza de ballenas. Había muchas pequeñas lanchas pesqueras en la rada y, más allá de los muelles, se alzaban numerosas casas de madera de una sola planta.
Seguimos el viaje a las siete y media y poco después atravesamos el estrecho de Summer camino del estrecho de Frederik. Allí, la niebla descendió de golpe desde la altura, comenzó a llover y aumentó el frío. Seguí con mi libro sobre los ataques de osos mientras la megafonía, de cuando en cuando, anunciaba la presencia de cetáceos.
La verdad es que eran numerosos y pasaban muy cerca del Matanuska, hasta tal punto que no hacía falta usar los prismáticos para verlos con claridad. Eran ballenas jorobadas y se movían con mucha calma. Las distinguías antes de que salieran del agua, cuando surgía de la superficie del océano un chorro de agua vaporizada; unos segundos después, aparecía el lomo del animal como una mancha oscura sobre la grisura marina. Luego, en cuestión de segundos, se zambullía de nuevo y la cola parecía agitarse en el aire como las alas de una mariposa negra sobre las aguas de un arroyo de montaña.
Pese a la lluvia, la luz del sol se filtraba entre las nubes, vigorosa y feroz, más arriba de las indestructibles montañas, que mostraban el perfil de las mandíbulas de un escualo.
La alemana de los crucigramas pasaba a mi lado en busca de un café. Se detuvo, sonrió y señaló mi libro: en la portada aparecía un oso en pleno ataque, con los enormes dientes al aire, mirando a la cámara.
—Pero, hombre de Dios —me dijo—, ¿sólo lee usted sobre desastres, peligros y desdichas?
El barco se acercaba a Juneau. No obstante, en lugar de entrar por el canal Gastineau, entre la isla de Douglas y la ciudad, trasbordador rodeó la isla por la costa sur y atracó en el embarcadero de ferries, en Auke Bay, unos veinte kilómetros al norte de Juneau, de tal modo que no pudimos distinguir desde la borda el perfil de la capital de Alaska. Pasaban diez o doce minutos del mediodía cuando los marineros del Matanuska amarraron el buque a los norays del puerto.
La ciudad de Juneau ofrece, desde finales de junio hasta principios de septiembre, el aspecto de una villa animada y próspera, sencillamente porque es uno de los puertos de destino de los cruceros de lujo que recorren en los meses de estío el Paso del Interior, desde Vancouver hasta el fiordo de Prince William, las orillas de Anchorage y la isla de Kodiak. Cuando se desató el Gold Rush, sin embargo, al igual que San Francisco, Seattle, Vancouver y otras ciudades costeras de la Columbia Británica y de Alaska, Juneau era poco menos que una batahola. Sus calles se llenaron de gentes llegadas de Inglaterra, Irlanda, Escocia, Francia, Suecia, Noruega, Estados Unidos e incluso Australia. En su puerto fondeaban todo tipo de naves, desde grandes vapores hasta veleros y embarcaciones de remo.
Pero no eran sólo estas gentes las que pululaban por la ciudad; también había cientos de animales: bueyes, caballos, mulas, borricos y, desde luego, perros, cuyo precio se disparó a cantidades desmesuradas. Los muelles aparecían llenos de mercancías y los comerciantes se enriquecían en cuestión de semanas con la venta de los productos que los afectados de «klondikitis» necesitaban para el viaje a Dawson City. Florecían los bares y los prostíbulos. Cada día, desde el sur, llegaban a puerto decenas de barcos mientras zarpaban hacia el norte otros tantos.
Juneau, en los meses del verano de 1897, era el lugar en donde confluían todos los barcos que transportaban a las gentes ávidas de oro. Desde allí partían dos rutas: la primera recorría el canal de Lynn, que iba a morir al pie de las montañas que rodean Skagway y Dyea, mientras que la segunda salía a mar abierto por el estrecho de ley, tomaba la dirección de las costas del golfo de Alaska, cruzaba por Unalaska el archipiélago de las Aleutianas, entraba en el mar de Bering y concluía en el puerto de Saint Michael. De Juneau a Skagway y Dyea hay una distancia de unos 180 kilómetros, en tanto que hasta el puerto de Saint Michael es de casi 2500.
Las dos rutas tenían como destino Dawson City, en el Klondike, y mientras que la de Skagway y Dyea era más corta, la de Saint Michael resultaba mucho más segura. En la primera, los stampiders (la gente que partió en la «estampida» de 1897) llegados a Skagway y Dyea tenían que subir —cargados con vituallas para un año, tal y como exigía la policía canadiense— uno de los dos dificultosos pasos de las montañas, el de Chilkoot o el de White Pass, para alcanzar los lagos en donde nace el Yukon, a unos mil metros sobre el nivel del mar, y seguir río abajo durante 900 kilómetros hasta llegar a Dawson City. Los que elegían la otra ruta, una vez llegados a Saint Michael, debían embarcarse en vapores, río arriba, y recorrer 2300 kilómetros para llegar a los yacimientos del Klondike. Se tardaba mucho más por este camino, pero se sufría mucho menos.
En Seattle, San Francisco y Vancouver, cualquier nave era susceptible de ser transformada en un buque de pasajeros, desde barcos destinados al transporte de carbón hasta viejos cargueros al borde del desguace. Se colocaron motores a decrépitas barcazas y se construyeron cabinas para decenas de personas en embarcaciones que nunca habían ocupado más de una veintena de pasajeros. El precio de los billetes se multiplicó por veinte entre julio y septiembre de 1897.
La crónica de algunos de aquellos viajes mueve a la risa, pese a su alto contenido dramático. El Islander, por ejemplo, que partió el 28 de julio hacia Alaska, llevaba a bordo cuatrocientos pasajeros, cuando su capacidad era para cien. Los caballos tenían tan poco espacio en la cubierta que iban atados unos a otros, sin poder moverse y ni siquiera tumbarse. Viajaban en un constante estado de pavor, relinchando y dando coces a quien se acercaba.
El Amur, originalmente construido para transportar cien pasajeros, llevaba quinientos, entre ellos cincuenta prostitutas. «Era un manicomio flotante —lo describía un pasajero—, el Agujero Negro de Calcuta rumbo al Ártico». Las cabinas destinadas a tres pasajeros las ocupaban diez. El comedor tenía capacidad para dar comidas a veintiséis personas, de modo que servir a todos los viajeros llevaba más de siete horas. Algunos acechaban en los pasillos a los camareros para robarles la comida que llevaban en las bandejas.
Los barcos naufragados se contaron por decenas en esos meses, con la consiguiente pérdida de vidas humanas. Por ejemplo, el mercante Clara Nevada, haciendo oídos sordos de la prohibición de tomar pasajeros a cualquier barco que llevase a bordo una carga de dinamita, explotó en el canal de Lynn, llevándose al fondo del mar a setenta y cinco personas. Sólo sobrevivió un perro. La crónica de los naufragios alcanza a otros buques como el Nancy G., el City of Mexico, el Laurada, el Helen W. Almuy, el Queen, el Hera y otros cuantos.
Pero el más loco de todos aquellos vesánicos viajes fue, quizás, uno que relata Pierre Berton en su extraordinario libro Klondike Fever, guía ineludible para cualquiera que pretenda documentarse, o simplemente entretenerse leyendo, sobre la estampida de 1897. Es la historia del Eliza Anderson, un barco movido con ruedas de palas impulsadas por combustión de carbón, construido cuarenta años antes de la explosión de la fiebre del oro del Yukon.
Hacía casi una década que el vapor permanecía atracado en los muelles de Seattle y sus salas eran utilizadas como casino. Pero la escasez de barcos para llevar a la gente a Alaska impulsó a sus dueños a echarlo de nuevo a la mar, para hacer el viaje de casi cinco mil kilómetros hasta Saint Michael. La ambición de los armadores era tal que vendieron billetes duplicados. Cuando los pasajeros descubrieron el engaño, ya en el océano, trataron de arrojar al agua al sobrecargo, que fue salvado de una muerte segura por varios tripulantes.
El Eliza Anderson transportaba varios cientos de personas, además de animales de tiro y perros. Sus calderas eran viejas y los almacenes de carbón, provisionales. No contaba con condensadores de agua, ni luz eléctrica, ni refrigeración y, peor que todo eso, el barco no llevaba compás. Además, sus tripulantes carecían de experiencia como marinos. En cuanto al comandante de la nave, un tal capitán Power, al parecer sabía más de whisky que de navegación. Con tal panorama, sólo podía esperarse un desastre.
El Eliza Anderson era algo así como el buque insignia de una flotilla de la que formaban parte otras tres embarcaciones más pequeñas. Una de ellas, el carguero Merwyn, utilizado durante años para transportar grano, parecía, según Berton, «una réplica del Arca de Noé». Alojaba en sus cubiertas a dieciséis pasajeros de los que ya no cabían en el Eliza Anderson. La idea de los armadores era que, al llegar a Saint Michael, el Eliza Anderson fuese abandonado en el puerto y se embarcase a la gente en el Merwyn para llevarla Yukon arriba. Nadie podía explicar cómo lo lograrían, ya que este segundo barco era bastante más pequeño que el primero. Otra de las naves que acompañaban al Eliza Anderson, un antiguo navío de guerra ruso llamado Politovski, tenía la función de llevar las reservas de carbón para suplir a las otras de combustible. Y finalmente, la cuarta embarcación de la flotilla era un remolcador y tenía por nombre Richard Holyoke.
El pasaje se llevó el primer susto en el puerto de Comox, todavía en la isla de Vancouver, donde la flotilla atracó para llenar los depósitos de reserva de carbón. La tripulación, novata en esas lides, cargó inadecuadamente el combustible y, a poco de zarpar, el barco se venció del lado de estribor, el timón quedó al aire, y por lo tanto inservible, y la marea llevó al Eliza Anderson hasta un velero, un clíper que navegaba en las proximidades, el Glory of the Seas. Los dos barcos chocaron sus costados y una de las ruedas de palas del Eliza Anderson resultó seriamente dañada.
Siguieron algunos problemas menores y los pasajeros, cada vez más aterrados, se organizaron en asamblea para exigir al comandante de la nave que regresara a la isla de Vancouver. Tocado en su honor etílico, el capitán Power, cuando todavía no existía Hollywood, clamó como podrían haberlo hecho décadas después Errol Flynn o John Wayne: «Llegaremos a Saint Michael, aunque caigan sobre nosotros el Infierno o las tormentas». Cuando el barco atracó en la isla de Kodiak, ya en Alaska, cinco pasajeros se bajaron del barco y escaparon tierra adentro. Los que se quedaron a bordo debieron de pensar, pocos días después, que tendrían que haber hecho lo mismo.
Al abandonar la isla de Kodiak y en el momento en que el buque cruzaba el paso entre Unalaska y el archipiélago de las Aleutianas para entrar en el mar de Bering, se desató una violenta tormenta. El Eliza Anderson forzó sus máquinas para abandonar la zona de peligro. Y en ese instante los motores se pararon: al barco se le había acabado el carbón. ¿Qué había sucedido? Pues sencillamente que los tripulantes encargados del combustible habían dejado la mitad de los sacos en el puerto de Kodiak para no tener que realizar el penoso trabajo de cargarlos. Los otros tres barcos habían desaparecido entre las densas cortinas de lluvia y el Eliza Anderson se encontró solo en medio de un mar furioso. No quedaba otra solución que quemar todo lo que hubiese a bordo susceptible de arder. Así que toda la madera de la nave, desde las cubiertas de los suelos hasta el mobiliario, e incluso los biombos que separaban los camarotes y las diversas secciones del barco, acabó en las calderas, «hasta que el barco fue poco más que una concha vacía cabeceando caprichosamente en el Pacífico Norte», según expresó Berton.
Los pasajeros comenzaron a arrojar al agua mensajes en botellas vacías de whisky. Y sobraban las botellas, porque casi todo el licor se había agotado en el intento de mantener los espíritus a flote. La tormenta creció más aún en su violencia y el capitán Power, harto de todo y sin nada que beber, hizo arriar las barcas de salvamento, ordenó distribuir los chalecos salvavidas y dio la orden de abandonar el barco.
En ese instante, en la cabina de mando apareció un hombre alto y fornido, de larga barba blanca, vestido con un impermeable y botas de goma. El tipo se hizo con el timón olvidando al capitán, logró el control del barco y lo llevó al abrigo de una rada de la isla de Kodiak. Y sin dar explicaciones a nadie, saltó a tierra y se esfumó. Tras él se largaron del barco otra decena de viajeros.
La tripulación y el pasaje consideraron lo sucedido como un milagro y se discutió sobre la naturaleza del desconocido: ¿Dios, el Diablo, un ángel o un arcángel? Una investigación llevada a cabo por la Marina norteamericana descubrió finalmente que se trataba de un antiguo recluso noruego, que se coló como polizón en el Eliza Anderson para llegar al Dutch Harbour, en Unalaska, en el extremo occidental de la península de Alaska.
En Kodiak, el Eliza Anderson tuvo un nuevo golpe de fortuna: en el edificio de una fábrica de conservas ya abandonada, los tripulantes encontraron una buena cantidad de carbón. Con el nuevo combustible regresaron a Unalaska. En el Dutch Harbour, uno de los tubos de las calderas estalló y envió nubes de ardiente vapor en todas direcciones. El capitán, con su bodega otra vez rebosante de whisky, juró rugiendo que llevaría el Eliza Anderson hasta Saint Michael. Pero otros veintiocho pasajeros descendieron del buque y compraron billetes de regreso a su casa.
Los demás decidieron que ya estaba bien de Eliza Anderson y alquilaron el ballenero ruso Baranov para recorrer las mil millas que quedaban hasta Saint Michael. Al llegar, encontraron en el viejo puerto al resto de la flotilla que salió de Seattle con el Eliza Anderson.
Desde allí, los que pudieron se embarcaron en los vapores que, aguas arriba del Yukon, se dirigían a Dawson City, junto al Klondike. Todavía tenían que recorrer dos mil quinientos kilómetros hasta alcanzar su particular El Dorado.
Pese a todo, renqueante, medio deshecho, el Eliza Anderson alcanzó Saint Michael. Allí fue desguazado.
En aquellos días del verano de 1897, el joven Jack London recorría los muelles y las calles de la enloquecida Juneau, rodeado de una multitud ávida por llegar a las regiones del Klondike. Él conocía ya esos ambientes desde muy joven, cuando deambulaba por los bajos fondos de Oakland y no le asustaban los garitos, ni las peleas callejeras, ni le hacía ascos a los prostíbulos. Pero ahora sólo le obsesionaba la idea de encontrar un barco con el que llegar a Skagway y Dyea. Había decidido que subiría a través de las montañas, en lugar de dirigirse al lejano Saint Michael, y tenía prisa, pues de lo que se trataba era de ser de los primeros en alcanzar Dawson City y antes de que cayera el invierno, para poder comprar una buena concesión en los arroyos que dan al Klondike. Corría contra el clima, pero también contra los otros stampiders.
Le había supuesto un enorme esfuerzo llegar a Juneau. Sencillamente porque carecía de dinero. En Oakland intentó convencer al marido de su hermana Eliza, James Shepard, de que hipotecase su casa, para así poder prestarle el costo del pasaje. Pero Shepard puso una condición: que él también fuera. Y a pesar de que Jack le rogó una y otra vez que no lo hiciese, pues era un hombre que contaba ya con sesenta años de edad, Shepard no se avino a razones. Hipotecó su casa por mil dólares, Eliza puso quinientos de ahorros de varios años y Shepard pagó su pasaje y el de Jack. El 25 de julio de 1897 se embarcaban rumbo a Juneau en el Utamilla, un buque con capacidad para 290 pasajeros en el que ahora viajaban 471. «De nuevo me encontraba camino de la aventura», escribió Jack años después. Al barco le llevó ocho días alcanzar Juneau.
Allí, el joven tardó poco en encontrar un medio de transporte hasta Alaska: canoas indias. Él, Shepard y algunos compañeros con los que habían hecho amistad en el barco, guiados por los indios que les alquilaron las embarcaciones, alcanzaron su destino después de remar ciento ochenta kilómetros subiendo el canal de Lynn.
Había dos pasos para cruzar las montañas y llegar al lago Bennet, en donde nace el Yukon. Uno era el White Pass, que salía de Skagway. El otro, el Chilkoot Trail, que partía de Dyea. John escogió el segundo. Ambas eran sendas que comenzaban en territorio de Alaska y terminaban, arriba de las cimas de la cordillera, en la frontera canadiense. Desde allí se iniciaba el largo descenso del río hasta alcanzar Dawson City, en la confluencia del Yukon con su afluente el Klondike.