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Naves y almas naufragadas

Era un sábado de finales de junio y el madrugón se hacía necesario porque el autobús con destino a la isla de Vancouver, separada por el estrecho de Georgia de la ciudad del mismo nombre, salía a las cinco y media de la mañana desde la estación de ferrocarril, en una de cuyas anchas explanadas traseras se encuentra la estación principal de las líneas de autobuses con destino a otras ciudades. Tenía que alcanzar esa tarde Port Hardy, al norte de la isla, para tomar al día siguiente el ferry que, un par de veces por semana, parte siguiendo el Paso del Interior rumbo a Alaska. Dos meses antes de mi llegada, se había hundido el Princess of the North, el trasbordador que llevaba treinta años recorriendo la ruta entre el Vancouver peninsular y Port Hardy, en el extremo norte de la isla. De modo que el trayecto, a falta de barco, había que realizarlo en autobús, cruzando en ferry del continente a la isla por el tramo más corto del canal, entre las localidades de Horseshoe y Nanaimo.

A pesar de la temprana hora, ya había algunos mendigos en las puertas de la estación en demanda de limosna. Abrían ante ti las puertas con la gentileza de todos los pordioseros de Canadá y preguntaban: «Spare change, sir?».

El autobús, de la compañía Gray Line, era muy semejante a los que yo había visto en las road-movies americanas de los años cincuenta y sesenta. Respetaba esa vieja estructura de vehículo con carrocería de planchas onduladas y plateadas, morro largo y ventanas pequeñas. Su interior, sin embargo, era muy diferente al de aquellos de las inolvidables películas de antaño: ni el chófer llevaba gorra de plato ni una joven Marilyn Monroe viajaba sola, con una maleta vieja sobre las piernas enfundadas en medias de malla, amplio escote y mirada de ingenua niña desvalida que esconde a una inclemente devoradora de hombres. La busqué en vano en las filas de asientos.

Viajábamos a bordo un par de docenas de personas, más o menos la mitad de las plazas con que contaba el vehículo. El cielo comenzaba a relucir con brío cuando el coche salió del hangar y los reflejos del sol en los ventanales de los rascacielos nos arrojaban fogonazos de luz amarilla. Pronto dejamos atrás las vías de la urbe y entramos en el inmenso jardín de Stanley Park, un bellísimo espacio de bosques y de playas intocadas que surge como una uña verde de un extremo del Vancouver urbano.

Poco después cruzábamos el Lion’s Gate Bridge, en la parte norte de la ciudad. Me pregunté por qué llaman Puerta del León a un puente en un país repleto de osos y tan grande que resulta imposible ponerle puertas.

Siguiendo la costa de la bahía de Burrard, llegamos a Horseshoe Bay, una estrecha ensenada que sirve de albergue al puerto de los ferries con destino a Nanaimo, en la costa sudeste de la isla de Vancouver. Eran las siete menos veinticinco cuando el barco, el Princess of the Oak Bay, comenzó a moverse con nuestro autobús en su barriga.

Subí a la cubierta más alta. Las serenas aguas del estrecho de Georgia mecían con suavidad la media docena de barcos que en ese momento cruzaban los treinta y tantos kilómetros que separan el continente de la isla. No íbamos muchos viajeros a bordo y casi todos los que nos acodábamos en las barandas mirando hacia el mar formábamos parte de los pasajeros de mi autobús. Reconocí a algunos: dos chicas norteamericanas que venían desde Ohio y con quienes apenas crucé unas pocas frases, un matrimonio holandés de mediana edad con el que coincidiría algunas veces más y un hombre de rostro enrojecido, pantalones caídos por debajo de la cintura y fumador compulsivo. No cesaría de encontrármelo hasta que alcancé Whitehorse, la ciudad en donde comencé a navegar el Yukon un par de semanas después. Se acercó hasta mí:

—Soy inglés, de Doncaster. Mi nombre es John.

—Yo soy Martín, de Madrid. ¿Ha dicho Doncaster?

—No, he dicho Dorchester.

—¡Ah!, Dorchester.

—Eso dije: Doncaster, en Yorkshire.

—Claro, Dorchester. ¿Ha dicho Lancashire?

—Dije Yorkshire. Yo soy yorkist y no me gustan los lancastries. Ya les dimos lo suyo en la guerra de las Dos Rosas. ¿Ha oído hablar de ello?

—Desde luego.

—Por cierto —miró hacia la ventanilla—, ¿ha visto la cantidad de árboles que hay en este país?

—Canadá es un bosque inmenso.

—Son casi todos de Navidad, ¿se ha dado cuenta?

Me largó un discurso sobre lo hermoso que es viajar, pero no hablamos mucho más: yo no lograba entender muy bien su cerrado acento y a él le importaba muy poco cualquier cosa que yo le dijera.

El Paso del Interior, que cubre una distancia de 1750 kilómetros, se inicia en Seattle, en el estado de Washington (EE.UU.), recorre la costa de la Columbia Británica (Canadá) y va a morir en Skagway, Alaska (de nuevo EE.UU.), en un rincón cercado por enormes glaciares y adustas montañas. El recorrido forma un dédalo de islas, penínsulas, ensenadas, estrechos, fiordos y canales en el que a menudo resulta difícil orientarse y, sobre todo, donde la fuerza del mar se estrella con violencia, desatando súbitas y temibles tormentas que, a lo largo de los siglos, han provocado un incontable número de naufragios. Los barcos suelen navegar buscando la protección de los canales entre el continente y las islas, lo que hace que el viaje se desarrolle con bastante seguridad si el tiempo es bueno y el mar no se rebela. Pero cuando estalla un temporal, se forman grandes olas y remolinos que impulsan a las naves contra los farallones de la costa. En algunos lugares, grandes rocas permanecen escondidas a flor de agua: son como afilados cuchillos que pueden rajar el casco de un buque igual que se corta un flan con una cucharilla. Eso le sucedió al Princess Sophia en 1918, como se relatará posteriormente.

Los nombres con que se ha bautizado a algunos de los puntos del recorrido por el interior del Paso —entre el continente y las islas— son muy expresivos: estrecho de la Desolación, cabo de la Precaución, Agujero del Diablo, Bolsillo de Dios o la Cueva de la Salvación.

Navegar por el exterior de las islas, por fuera de los canales, es mucho más peligroso, una tarea casi titánica. Y lo era más aún en tiempos en los que no existía la navegación a motor, cuando los naufragios podrían contarse por centenares si hubiera noticia exacta de todos ellos. Las tenemos de algunos grandes buques, como el Pass of Meltford, el Valencia o el Carelmapu, que se llevaron cientos de vidas al fondo del mar.

Joe Upton, en el libro Viajes a través del Paso del Interior, describe así estas orillas salvajes:

Imagine un canal batido por los vientos y cubierto por la niebla. Imagine una costa sin puertos durante cientos de millas, nada salvo playas y rocas, un cementerio de mil millas para los barcos. Imagine el lector los sentimientos del capitán cuando se acerca a esta costa después de un viaje de cuatro o cinco mil millas a través del Pacífico, días o semanas sin poder fijar con exactitud su posición.

Así navegaron Pérez, Cook, Malaspina, La Pérouse y Vancouver, llegando desde el Pacífico Sur y recorriendo, por fuera y por dentro, estos parajes que tallan una costa infernal.

También hay nombres significativos para puntos de la costa exterior del Paso: punta del Terror o punta de la Pena, por ejemplo.

Alcanzamos Nanaimo un par de horas más tarde. Nuestro vehículo siguió hasta la estación de autobuses, en las afueras de la ciudad, y allí cambiamos de coche. Algunos de los viajeros de Vancouver se bajaron y subieron otros nuevos. Las chicas de Ohio, los holandeses y el tipo de Dorchester, o de Doncaster, o de donde demonios fuese, siguieron a bordo. El nuevo autobús partió diez minutos después de nuestra llegada.

En ocasiones podíamos ver el mar a nuestra derecha, mientras que a nuestra izquierda el paisaje lo formaban bosques tupidos de cedros, abetos, pinos, arces y otras especies que no lograba reconocer. A comienzos del verano, la mayoría brillaban con un fulgor de verdes, pero me llamó la atención un hermoso árbol, no muy alto, que se engalanaba de rutilantes y jugosas hojas ambarinas.

A veces, la carretera se retiraba de la costa hacia el interior y viajábamos rodeados por una espesa vegetación. Era una vía estrecha, pero muy bien señalizada y asfaltada. En la mayor parte de los tramos estaba prohibido circular a más de sesenta kilómetros por hora. En ocasiones, a nuestra izquierda se dibujaba sobre el horizonte una sierra de cumbres nevadas. Los pueblos, desparramados y de casas bajas, se iban distanciando más entre ellos conforme nos alejábamos hacia el norte.

Poco antes de llegar a Campbell River, una encrucijada de carreteras, pasamos cerca de Seymour Narrows. Yo iba leyendo un libro de un tal Joe Upton, que incluía varios planos de la costa, sobre viajes a través del Paso del Interior. Y me detuve en una historia que aconteció en las proximidades de donde ahora me encontraba.

Los Seymour Narrows constituyen un repentino encogimiento del tramo final del estrecho de Georgia, en donde el brazo del mar gira bruscamente hasta formar casi un codo y las corrientes son muy fuertes. La navegación en esta área es complicada y peligrosa y lo era mucho más hasta el año 1958, a causa de una roca que surgía de una profundidad de más de cien metros, en forma de doble pináculo, cuyo extremo superior se encontraba casi a flor de agua, aunque no era fácil distinguirlo. Los marinos la conocían como Ripple Rock (Roca del Rizo). El promontorio se alzaba justo en el punto más angosto del lado norte de los Seymour, y las corrientes, cuando el mar se enfurecía, arrastraban inevitablemente los barcos hacia allí, como las míticas Scila y Caribdis de La Odisea. En 1875, el Wachusett, un buque de guerra estadounidense, cogido por un remolino, fue a chocar con la Ripple y se hundió. En los siguientes ochenta años, otras veinticuatro naves de gran tonelaje y más de cien pequeñas embarcaciones se perdieron o fueron seriamente dañadas por la roca, con un alto costo en vidas humanas.

En 1943 se intentó por vez primera volar la Ripple por medio de una compleja operación que consistía en acercar una barcaza para intentar perforar la roca e introducir en ella una potente carga de dinamita. Para fijar la barcaza, se emplearon seis gigantescas anclas, dos de doscientas cincuenta toneladas y cuatro de ciento cincuenta, que trataban de sujetarla junto a la roca con pesados cables de acero. Pero la fuerza de los torbellinos era tal que la tarea resultó imposible.

En 1953 se probó un sistema sin duda innovador. Se pretendía excavar un túnel bajo el agua, desde la tierra más próxima, y agujerear desde su base la Ripple hasta alcanzar el extremo de los dos pináculos. Partiendo de la isla de Maude, en el lado este del estrecho, los mineros abrieron un túnel de unos setecientos metros que bajaba hasta donde los ingenieros calculaban que se encontraba el asiento de la roca. Acertaron. Desde allí, cavaron otros dos túneles hacia arriba de unos ochenta metros cada uno. En total, las angostas galerías ocupaban novecientos metros de longitud y costó varios años llevarlas a término.

El siguiente paso consistió en colocar en el interior de la roca mil cuatrocientas toneladas de dinamita, una tarea muy arriesgada que costó varios meses concluir. Por fin, el 7 de abril de 1958 se accionó el mecanismo detonador. Unas ciento treinta mil toneladas de roca volaron por los aires saliendo desde debajo del mar, en la mayor explosión no nuclear de la historia de la humanidad hasta la fecha. Las televisiones de medio mundo retransmitieron el estallido. En el libro que yo leía se mostraba una foto que recordaba a la súbita erupción de un volcán.

La capacidad destructiva de la naturaleza es infinita, pero la del hombre no le va a la zaga. Después de todo, hemos aprendido a imitarla mejor que ninguna otra especie.

Llegamos a la estación de Port Campbell seis horas después de la salida de Vancouver y el chófer nos dio cincuenta minutos para almorzar antes de proseguir.

En el desangelado barrio, a las afueras de la población, tan sólo había una hamburguesería, de modo que la cansina tropa de viajeros nos dirigimos allí y casi llenamos al completo el establecimiento, como una familia bien avenida pero en mesas separadas, tal y como debieran hacer siempre las familias bien avenidas para seguir siéndolo. Las dos chicas de Ohio se zampaban sendas hamburguesas dobles; John comía un perrito caliente y, entre bocado y bocado, fumaba un cigarrillo detrás de otro y le daba un sorbo a la lata de cerveza: se bebió tres o cuatro en media hora. La pareja de holandeses compartían un plato de huevos fritos con una hamburguesa y se miraban melosamente. Yo daba cuenta de otra hamburguesa y de un cucurucho de patatas fritas que tenían la consistencia del chicle.

El viaje continuó entre arboledas cada vez más densas, mientras las poblaciones iban escaseando según avanzábamos hacia el norte de la isla. De cuando en cuando, el bosque mostraba espaciosos calveros en las zonas de tala, al lado de los edificios planos y las altas pilas de troncos de los aserraderos. Apenas nos cruzábamos con otros vehículos.

En un tramo de carretera que se dirigía hacia el interior, a la altura casi de Port McNeill, dos osos negros comían bayas a la vera del asfalto. No se asustaron a nuestro paso ni nos dirigieron una simple mirada. Eran los primeros plantígrados libres que veía en mi vida y me emocionó su indiferencia: sabían que nadie los amenazaba.

A las tres y media de la tarde alcanzábamos Port Hardy, el punto de partida de mi ferry hacia el siguiente destino de mi viaje: Prince Rupert. Brillaba el sol sobre el azul brioso del mar calmo y el cálido verdor de los bosques en estío.

Había reservado hotel en una agencia de Vancouver e insistido al empleado en que lo quería en el centro de la población. Pero como sucede a menudo con este tipo de reservas, el establecimiento se encontraba en las afueras de la localidad, entre bosques frondosos y al lado de un riachuelo. Por otra parte, Port Hardy no era más que un puerto angosto con los muelles repletos de pequeños pesqueros y un puñado de casas diseminadas alrededor de los pantalanes y en las colinas próximas a la rada.

En el Pionner’s Inn me registró una pelirroja talludita estilo Barbie: labios pintados de un chillón carmín, pestañas postizas que surgían como negras púas de sus párpados, largas uñas carmesíes, cabellos en alboroto, sortijas, pulseras y collares dorados, patas de gallo en los rabillos de los ojos que no era capaz de cubrir la espesa capa de maquillaje sonrosado, wonderbra bajo la estrecha camiseta y unos jeans a punto de reventar. Sonriente y coquetona, me indicó que debía pagar por adelantado, como exige casi siempre la cultura hostelera de América del Norte. Dejé mi equipaje en la habitación, me di una ducha y le pedí a la beldad que llamase a un taxi para irme al pueblo a dar una vuelta y cenar. Las manecillas de mi reloj se aproximaban a las cinco, el sol lucía esplendoroso en los altos del cielo y quedaban muchas horas para el atardecer.

La taxista se llamaba Marion; era una mujer joven, gruesa, rubia platino, comunicativa y simpática. Conducía un viejo automóvil de color rojo. Le indiqué que me llevase al centro de Port Hardy.

—El centro no vale nada. Querrá cenar más tarde, ¿no?

—Me gustaría tomar pescado.

—Entonces le llevo al puerto. Allí está el mejor restaurante de pescado del pueblo, el Quarterdeck’s Pub. Es el mejor simplemente porque es el único.

Recorríamos una sinuosa y angosta carretera flanqueada por árboles de copas colmadas de ramas y de hojas.

—He visto osos desde el autobús, cerca de Port McNeill —le dije.

—¿Osos?

—Un par de ellos. ¿No los hay por aquí?

—Lo que hay son demasiados.

—¿Peligrosos?

—Un oso siempre tiene peligro. Pero si les sabes llevar la corriente, te evitas problemas. El año pasado, un pescador sacó una trucha. Al echarla a tierra, se encontró que había un oso negro a sus espaldas. El animal tomó el pez tranquilamente, lo arrancó del anzuelo y comenzó a comérselo.

—¿Y qué pasó?

—Nada: el tipo se fue despacio mientras el oso merendaba. Con los osos, más vale no discutir sobre peces. Ellos consideran que todos les pertenecen y no son partidarios de discutir sobre el asunto.

—¿Hay grizzlies en esta zona?

—Había. A los últimos los mataron hace unos cuatro años. Eran demasiado peligrosos.

—Tenía entendido que son más agresivos los negros.

—Eso depende de cómo sea el oso. Cada uno tiene su carácter, como las personas.

—Parece que los conoce bien, Marion.

—Ya le he dicho que aquí hay demasiados. Y yo no me fío de ningún animal, ni siquiera de mis perros.

Me dejó en el puerto y me dio una tarjeta.

—Cuando termine de cenar, le dice al camarero que me llame por teléfono y vengo a recogerle. Es mejor no regresar andando al atardecer.

—¿Por los osos?

—No; es por si pasa algún conductor bebido y le obliga a tirarse a un lado de la carretera con riesgo de caer al fondo de un barranco. Hay muchos barrancos entre los árboles y casi más borrachos que osos.

Llegaban algunos barcos a puerto. Eran lanchas de aficionados, de unos seis o siete metros de eslora, altas de proa, buen calado y manga estrecha. Me acerqué a una en la que viajaban tres hombres. Llegaba cargada de peces. Los hombres los bajaron en grandes cubas y los fueron pesando uno por uno en una gran balanza colocada en uno de los pantalanes. La mayoría pesaban entre cuatro y ocho kilos y algún que otro alcanzaba casi los veinte. Entre ellos, reconocí fletanes, salmones, meros de piel oscura, cabrachos y algún que otro túnido. Daban ganas de comérselos allí mismo en sashimi.

Los tres hombres se aplicaron de inmediato a la tarea de limpiarlos sobre una mesa de madera instalada junto al pantalán; usando afilados cuchillos, les quitaban la cabeza y los partían en trozos que iban echando en bolsas de plástico. Me acerqué a uno de ellos. Era pequeño de estatura, fortachón, con una espesa barba blanca.

—¿Qué hacen con los pescados, los venden? —le pregunté.

—Los congelaremos al llegar a casa. Son para nosotros.

—Desde que estoy en Canadá, sólo he podido comer fletán y salmón. ¿Por qué no sirven los otros peces en los restaurantes?

—Porque la gente no sabe comer pescado en este país. ¿De dónde es usted, amigo?

—Español.

—Ah, claro, ustedes sí saben, como los japoneses. Nosotros —señaló a sus compañeros— también sabemos. Pero la mayoría de mis compatriotas no tienen ni idea. Y además, los llenan de salsas, les quitan su verdadero sabor. Yo los hago casi siempre a la parrilla y al horno, sin salsas ni especias.

Señalé al cubo en donde iban arrojando los desperdicios.

—En España nos comemos las cabezas.

—Ah, eso sí que no lo hago yo. Aquí en Canadá, las cabezas del pescado sólo les gustan a los indios y a los osos.

Reparé en que, un par de metros a la izquierda, estaba la pareja de holandeses que habían viajado conmigo en el autobús desde Vancouver. Pero no se fijaron en mí, absortos en la contemplación de la carnicería.

Cené fletán a la parrilla en el Quarterdeck’s. En una mesa alejada de la mía, distinguí a John sentado ante una botella de whisky de tercio de litro, un vaso mediado y un sándwich sin tocar en el plato. Me saludó alzando el brazo.

Cuando me disponía a salir, John me llamó desde su mesa. Me acerqué. Olía a alcohol viejo y a sudor.

—¿No quiere una copa? —me dijo—. Le invito: es mi cumpleaños y lo estoy celebrando.

—Tengo un taxi esperando fuera, lo siento —respondí—. Felicidades, en todo caso.

—Ya veo…, me ha sucedido siempre: yo no le intereso a nadie, y menos aún a las mujeres. Así que los demás me han dejado de interesar y más todavía las mujeres. Pero viajando me encuentro bien, no me importa si le gusto a la gente o no le gusto. Es cosa de ellos y de ellas. Viajar es lo mejor porque a nadie le importas ni a ti te importa nadie. Que le vaya bien.

Me senté.

—De acuerdo, le acepto una cerveza. ¿Cuántos años cumple?

—¿Para qué me lo pregunta si no le interesa en absoluto? Disculpe, pero en Doncaster no nos gusta la hipocresía.

—¿Ha dicho Dorchester?

—Eso dije: Doncaster, en Yorkshire.

—Felicidades, de todos modos. Tomaré una cerveza.

John le hizo un gesto al camarero.

—¿No tiene familia? —pregunté.

—Es mejor estar solo.

—Yo voy a Alaska. ¿Y usted?

—Pasaré por Alaska, pero mi destino es Inuvik, más arriba de la línea del Ártico.

—Yo no voy tan lejos.

—Quiero ver esquimales, me atraen los esquimales. Y quiero comer hígado de foca; dicen que es muy bueno contra muchas enfermedades.

—¿Está usted enfermo?

—Todos estamos enfermos de algo, aunque no lo sepamos.

—Yo estoy sano.

—Usted está enfermo, como todo el mundo. ¿O es que no sabe que va a morirse? Todas las criaturas se mueren porque todas están enfermas.

Dejé la cerveza a la mitad, cuando la taxista Marion asomó, me buscó en el local con la mirada y sonrió al verme.

—En fin, John, me buscan. Feliz cumpleaños.

—Gracias por la compañía, aunque yo le importe un bledo —respondió alzando su vaso en amago de brindis—. Parece usted buena persona. Y suerte con su chica. ¿Le gustan las gordas?

—No es mi chica; es mi taxista.

—¿Quién es su amigo? —me preguntó Marion al subir al coche.

—Apenas le conozco. Vino conmigo en el autobús de Vancouver. Es inglés, de Dorchester o Doncaster, no sé bien.

—Tiene una apariencia extraña. Aunque, claro, como es inglés…, todos los ingleses son raros.

Mientras regresábamos al Pionner’s le pregunté a Marion por el Princess of the North, el ferry que hacía el trayecto entre Vancouver y Prince Rupert, naufragado dos meses antes de mi llegada.

—Es inexplicable —me respondió Marion—. El capitán llevaba haciendo la misma ruta más de treinta años y la conocía de memoria. Supongo que el accidente se produjo a causa de la tripulación. Los marineros eran todos novatos, creo que asiáticos, de esos que contratan por poco más que la comida y que sabrán mucho de sus mares pero nada del Paso del Interior. Cuando llevaban tres cuartas partes del viaje recorridas, se desató un temporal y las olas empujaron el barco contra las rocas. Allí se quedó encallado. Los pasajeros, unos cuarenta, pudieron salir antes de que se hundiera. Pero dos tripulantes se quedaron en las bodegas y no lograron escapar a tiempo. No se han encontrado los cadáveres.

Marion meneó la cabeza.

—Esas cosas pasaban a menudo antiguamente. Pero ¿cómo pueden suceder ahora?

La talluda muñeca del hotel dejó caer sus pestañas con languidez y sonrió melancólica cuando le pedí la llave de mi cuarto.

Antes del amanecer de aquel domingo, los pasajeros aguardábamos bajo los faros amarillos del muelle a que nos dieran paso al interior del Queen of the Prince Rupert, el siguiente ferry que debía tomar en mi camino hasta Alaska. Era un barco de más de 100 metros de eslora por 18 de manga, botado en Noruega en 1978, que se desplazaba a una media de 16 nudos, lo que equivale casi 30 kilómetros por hora. Mientras esperaba, me pregunté por qué todos los trasbordadores canadienses de esa parte del Pacífico se bautizan con nombres de princesas y de reinas. A los canadienses, cuya historia parecía destinarlos a tener una república moderna, les gustan las tradiciones monárquicas y entonar, de cuando en cuando, el God save the Queen en honor de su casi simbólico jefe de Estado, que reside en la lejana Inglaterra.

Sobre nuestras cabezas, el cielo asomaba hosco, feo, gris y cubierto de nubes bajas. El aire venía frío y húmedo desde el norte. La cola de los pasajeros que íbamos sin coche no sumaba más allá de medio centenar de personas. Distinguí a John unos metros delante de mí y también a la pareja de holandeses. El resto eran caras nuevas. No había rastro de las chicas de Ohio.

La mustia luz del día iluminó con levedad el entorno a eso de las seis menos cuarto, cuando vehículos y pasajeros ya habíamos embarcado. La boina de la niebla se hizo más visible sobre el mar y el embarcadero. Era una desagradable jornada para navegar, pero al menos las aguas del canal parecían calmadas.

Miré mi reloj cuando sentí moverse al barco bajo mis pies. Eran las seis y tres minutos. Zarpábamos. El ferry abandonó despacio los muelles, dejó atrás el puerto y puso rumbo hacia la costa, rumbo al nordeste. La isla de Vancouver se quedó a nuestras espaldas, envuelta por la bruma.

Como hacía frío, los pasajeros nos refugiamos en el interior de las cubiertas. Algunos dormían en los cómodos sillones de la cubierta 8, que se ordenaban como las filas de butacas de un teatro. La primera fila era la más solicitada, pues se situaba frente a una cristalera que miraba a proa y al mar abierto.

Pero los lugares más agradables eran el bar y la cafetería, en la cubierta 4, donde había veladores con cómodas sillas y ventanales que daban al mar. Estaban ocupados por gentes que jugaban a las cartas, o mujeres y hombres solitarios que hacían crucigramas, o grupos de tertulianos que se contaban historias y lanzaban grandes risotadas, o algunas parejas que ojeaban mapas del Paso del Interior. Logré una mesa, desplegué mi mapa a un lado para seguir de cuando en cuando la ruta y me dediqué a leer un libro.

El viaje proseguía sobre aguas tranquilas y con una densa capa de niebla en los altos del cielo. Pero podía verse con claridad un ancho espacio de mar. En ocasiones, el capitán anunciaba por los altavoces: «¡Ballena a la vista, por el lado de babor!». O bien: «¡Delfines por estribor!». Entonces, los pasajeros nos lanzábamos en turbamulta hacia la dirección indicada, armados con cámaras digitales o prismáticos, mientras un coro general de voces repetía un «¡Ooooh!» extasiado cada vez que asomaba el chorro de agua pulverizada de la espalda de una ballena jorobada o los lomos de una tropa de delfines. Y la fiesta era aún más ruidosa si alcanzábamos a ver de cerca el espectáculo de una cola de ballena saliendo del agua como las alas de una mariposa, para clavarse de nuevo bajo la superficie. En ese instante, los niños y los adultos saltaban moviendo los brazos como si imitasen un vuelo, algo parecido a ese baile de los «pajaritos por aquí, pajaritos por allá» que fue tan popular en la España de los ochenta. Pese a que yo me acercaba también a intentar ver los cetáceos, procuraba evitar los «Oooh» y el bailongo.

Poco a poco, las orillas se iban cerrando sobre el canal; eran elevadas y hurañas, en ocasiones cubiertas de bosque y otras, desnudas, formando acantilados que semejaban haber sido cortados a cuchillo en la seca roca calcárea.

Continuaba la niebla y parecía que fuésemos navegando hacia un embudo que nos engulliría sin remisión. Encogía el alma la visión tenebrosa de aquella costa sin presencia de vida humana.

Reparé en que, de cuando en cuando, pasaba alguien a mi lado, miraba mi libro y luego me miraba a mí, con gesto de quien contempla algo extraño. Y caí en la cuenta. El libro era de un abuelo de lord Byron, un tal John Byron, y se titulaba Viaje alrededor del mundo, precedido de un naufragio. Pero lo que llamaba la atención de la gente no era el título, sino la fotografía de un barco naufragado que aparecía en la portada. Así que procuré esconderla a la vista de los pasajeros, pues lo más probable es que pensaran que da mal fario llevar en un barco la fotografía de un naufragio. Es algo así como proyectar, en un avión en vuelo, una película sobre desastres aéreos.

Las orillas se ensancharon y la dureza del entorno se suavizó. Veíamos bosques dormidos bajo la niebla y pequeñas montañas, en cuyas caderas se deshilachaba la niebla, desmayándose hacia las playas y las rocas del borde del agua.

La pareja de holandeses asomó por la cafetería. Buscaba plaza. Como yo estaba solo y había dos sillas junto a mi mesa, les hice un gesto cuando pasaban cerca de mí y les ofrecí sentarse. Aceptaron encantados. Él tenía un aspecto enfermizo y un rostro algo deforme, con mejillas abultadas y bolsas rojizas en el cuello. Su cara era redonda y el pelo, oscuro y crespo. En cuanto a ella, como correspondía al tópico sobre las holandesas, era rubia y poseía caderas poderosas y pechos enormes: el aspecto de una mujer salida de un cuadro de la escuela flamenca del XVII. Su tez era muy blanca y la nariz, muy roja.

—Realmente yo no soy holandés, aunque mis padres sí lo eran —dijo el hombre, que se presentó con el nombre de Max—. Nací aquí, en la Columbia Británica, pero siendo muy pequeño me enviaron a Holanda con mis tíos para curarme de una enfermedad muy grave. Y me quedé allí y me casé. —Tomó la mano de la mujer con enorme cariño—. Ahora vuelvo a los lugares de mi infancia. ¿Ve ese faro? —Señaló a la costa—. Durante años lo veía desde el mar, cuando iba a pescar con mi padre, y el faro nos guiaba. Siempre añoraré esta costa y estos bosques, a mi padre y su barca, aunque vuelva a vivir a Holanda hasta el fin de mis días… Quería que Ingrid viese todo esto conmigo antes de…, bueno, cuanto antes.

Me di cuenta, de pronto, de que aquel hombre estaba condenado a muerte y viajaba para mirarse en el espejo de su infancia.

Cruzamos frente a la desembocadura del río Bella Coola pasado el mediodía. Es una zona salvaje, con aguas repletas de salmones y bosques que habitan numerosos osos, lobos y pumas. La costa se quebraba en múltiples canales y las crestas calcinadas de algunas cordilleras se asemejaban a las quijadas desnudas de un mitológico ser colosal. Yo sentía algo extraño que me dejaba perplejo: como si todo rastro humano se hubiera perdido en el tiempo para siempre, bajo el lóbrego cielo y junto a las orillas inclementes en donde se despeñaba la niebla. Parecía que la naturaleza quisiese afirmar ante nosotros su poder, hacernos saber que nunca podríamos dominar sus riberas escarpadas, decirnos que el hombre sería siempre un extraño en la Tierra. Imaginé lo que podría ser la visión de aquel mar y aquellas costas en pleno temporal. Y recordé lo que decía André Malraux en un breve texto viajero: «… todo aquello que sólo los marinos reconocen todavía, el ruido sordo de las tres voces de la muerte: la soledad, la tempestad y la bruma».

En aquel escenario de vida libre y dura podía pensarse que la naturaleza nos ignora, que desdeña incluso el dolor que le causamos, que es inhumana por más que intentemos modelarla a nuestro antojo. Y que hagamos lo que hagamos, tanto herirla como protegerla, le resulta indiferente, porque acabará con nosotros tarde o temprano. Es un dios tenaz, exento de piedad y sin cerebro.

Max lo sabía mejor que yo.

Pero cerca de la una del mediodía, el cielo se abrió de pronto, a la vuelta de un montañón de paredes rocosas, y el mundo se tornó alegre. Refulgía el sol y el mar adquiría una tonalidad parecida a la del vino tinto de Borgoña. Los bosques se apretaban a las caderas de las sierras y se atisbaban cumbres aún más altas en la lejanía. Los pasajeros corrimos al exterior en busca de un hueco en las atestadas barandas, a respirar el aire fresco y limpio de las selvas y el mar. Tenía la impresión de que nos invadía a todos una unánime sensación de alivio y de consuelo. Había en los pasajeros un silencio reverente y ni siquiera se oía gritar a los niños. Pues la belleza impone y nos hace sentirnos frágiles y minúsculos mientras la admiramos.

El paisaje aparecía tocado por una luz serena e inalterable, como si fuera eterna. ¿Es esa la íntima esencia de la belleza?, me pregunté.

Miré el mar que se movía ondulado bajo las montañas, coronadas de grandes formaciones de piedra más arriba de los bosques. Pensé que la montaña está eternamente muerta y el mar, eternamente vivo.

A las once y media, el barco atracó en Port Rupert. Había caído ya la noche y varios shuttle, los autobuses fletados por los diferentes hoteles de la ciudad, nos esperaban al pie de la pasarela, en la explanada del embarcadero. Vi a John entrar en uno a toda prisa, dando traspiés. Por fortuna no era mi vehículo. Quienes sí iban al mismo hotel que yo, el Pacific Inn, eran Ingrid y Max. Me saludaron con simpatía.

Pensaba en John, que sin duda estaría ya borracho, mientras el coche entraba en Port Rupert. Imaginé que la vida puede en ocasiones ser como una pintura que retrata a seres perdidos y dolientes, almas naufragadas sobre un paisaje tan bello como inhumano.

En el hotel, a los recién llegados nos ofrecieron un ligero y breve refrigerio. Ingrid y Max me indicaron un asiento vacío a su lado.

—Nadie diría, por su aspecto, que es usted español —me dijo ella.

—Tengo una cara muy común —respondí—. En Egipto me han tomado por egipcio, en Italia por italiano y en Argelia por argelino. Tiene sus ventajas.

—A mí me pasa igual —intervino Max—. En Italia me dicen: «¿Por qué no habla italiano?». Y en España: «¿Por qué no habla español?». Y en Holanda siempre me reprochan que hable de cuando en cuando en inglés. Tengo una cara común, como usted.

—Lo que tienes es una nariz enorme, poco holandesa —dijo Ingrid en tono cariñoso.

—¿Te has visto la tuya? —preguntó Max, simulando cierto enfado.

—La mía es muy holandesa —repuso ella.

—Claro, como las patatas.

Nos reímos.