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Niñas, marineros y escritores borrachos

Llegué a Vancouver a media tarde de un día de junio. El vigoroso sol del verano austral lucía implacable y el cielo, sin rastro de nubes, brillaba como un límpido océano. Era ese metálico y hermoso cielo del Norte, sin intermediarios entre la luz del aire y la superficie del mar, en el que los perfiles glaucos de las montañas brillaban tachonados de nieve y las penínsulas e islotes recortaban con precisión sus contornos sobre el agua azul añil. Hacía calor y corría una brisa muy húmeda.

El taxista que me recogió en el aeropuerto era un paquistaní de mediana edad, regordete, que hablaba inglés con un acento parecido al de Peter Sellers en la película El guateque. Vivía desde hacía quince años en Vancouver y era musulmán.

—Aquí viene gente de muchos sitios. Y ahora, los que más llegan son chinos de Hong Kong. Como allí manda el comunismo, se escapan en cuanto pueden y se traen montones de dinero. Sean bienvenidos con sus millones. Pero que dejen tranquilos a los osos.

—¿Los matan?

—Deben de matarlos, porque en el mercado nocturno de Chinatown venden testículos de oso. Dicen que son buenos para no sé qué enfermedades.

—¿No está prohibido?

—No todo lo que está prohibido deja de existir.

—¿Usted los ha visto?

—No…, pero es lo que se dice.

Zanjó el asunto y me contó que su padre había trabajado como albañil en España, contratado por Arabia Saudí para la construcción de la mezquita de Madrid.

—Aquí tenemos tres mezquitas, somos muchos musulmanes. Pero no tema, todos estamos contra el terrorismo y Bin Laden, ¡Dios le maldiga! Cuando asoma por aquí alguno de esos con largas barbas hablando del yihad, lo echamos a patadas de las mezquitas. Yo lo metería en un avión y lo arrojaría en paracaídas sobre Afganistán, para que se quede con los talibanes. Canadá nos ha aceptado a los que llegamos aquí pobres y nos ha dado la oportunidad de ganarnos la vida dignamente. Sería de bandidos engañarlos.

—¿Cuántos musulmanes hay en Vancouver?

—Creo que más de mil, pero no estoy seguro. Y por cierto, que lamento mucho lo de las bombas en los trenes de Madrid.

—Gracias. ¿Beben alcohol los musulmanes de aquí?

—Algunos. Yo no, desde luego. El alcohol es un problema muy grande en Canadá. Y en Vancouver más que en ningún sitio, ya lo verá.

Vancouver es una bella ciudad, crecida en las orillas de la bahía de Burrard, en el Canadá oriental, y la ciudad más grande de la Columbia Británica. En opinión de la mayoría de quienes la conocen, se trata sin duda de la urbe más hermosa del país. Vancouver se asienta en el extremo del sudoeste del Canadá continental, muy próxima a Estados Unidos, ya que apenas en cuatro horas de viaje en automóvil por una autopista bien trazada, se llega a la ciudad de Seattle, la ciudad más importante del estado de Washington.

Al sudeste del centro de la urbe se encuentra la isla de Vancouver, cuya ciudad principal es Victoria, capital de la Columbia Británica cuando esta provincia decidió confederarse con el resto de Canadá. La orilla sur de la isla fue el territorio que alcanzaron los primeros exploradores europeos del Pacífico Norte, en busca del mítico Paso del Noroeste. Y puesto que los adelantados de esos primeros europeos eran españoles, no es extraño ni casual que muchos de los nombres de estas costas sean hispanos.

Vancouver no es tan apabullante en su gigantismo como Toronto, ni tan pretenciosa como Montreal, ni tan pulcramente delicada como Quebec. A mí me cautivó de inmediato, igual que sucede con un amor a primera vista. En los días posteriores a mi llegada, me iría gustando aún más. Sobre todo, debido a su carácter cosmopolita y tolerante. La habitan gentes venidas de casi cada rincón del planeta y las diversas comunidades conviven en armonía, aunque algunas de ellas organicen su existencia al margen de las otras. Sucede así, por ejemplo, con la colonia china. Vancouver cuenta con uno de los chinatowns más grandes de América del Norte, con puertas custodiadas por dragones de piedra, armados de colmillos de felino y colas de saurio, que delimitan con fiereza su espacio. Es una especie de ciudad dentro de la ciudad. Los chinos de Vancouver, como en cualquier lugar del mundo fuera de su patria, sonríen a diestro y siniestro al tiempo que no quieren saber nada de ti ni que tú sepas nada sobre ellos.

El downtown, el centro de la urbe, tiene la forma de un dedo gordo que sale desde la orilla sur de la bahía. La imaginaria falange la ocupan calles trazadas en su mayoría a cordel, que albergan la zona comercial; junto al mar se extiende Canadá Place, un bello espacio desde donde contemplar el paisaje de las islas, los viajes de los ferries, el despegue y amerizaje de los hidroaviones y las montañas, boscosas en su base y pétreas y nevadas en las alturas, que cierran el horizonte. En el extremo del dedo hay un inmenso espacio verde, con playas naturales, que se conoce como Stanley Park, un lugar espléndido para holgazanear y relajarse. En las noches de verano, parejas de enamorados de todos los pelajes pululan en sus arboledas y praderas.

El centro de Vancouver ofrece también la cara menos amable de Canadá: un pequeño dédalo de calles estrechas llamado Gastown, cuya parte norte es moderna y turística, en tanto que la sur, junto a la ancha vía East Hastings, aparece a toda hora, día y noche, habitada por drogadictos y borrachos, muchos de ellos en situación casi terminal. Creo que no he visto nunca un escenario semejante, salvo en el antiguo Bowery neoyorquino. El nombre del barrio le viene de un marino inglés, un tal «Gassy» Jack Deighton, que decidió quedarse en tierra cuando, en 1867, su barco atracó en los muelles de Burrard. Gassy abrió una taberna próxima a unos aserraderos y fue tanto su éxito que alrededor del bar comenzó a nacer una ciudad. Esa ciudad, que a finales de siglo superaba en habitantes a su vecina Victoria, se llamó luego Vancouver y se convirtió muy pronto en la metrópoli de la Columbia Británica.

De modo que la urbe más hermosa de Canadá, aunque les pese a los puritanos, nació en los barriles de whisky, ron y cerveza de un marinero borrachín y avispado a quien el ayuntamiento, como es de justicia, le ha alzado una estatua en la plazuela en donde estuvo su garito.

Por cierto, que la efigie muestra a Gassy subido en una cuba de cerveza y con aire de llevar un par de copas de más. Que yo sepa, no hay en todo el mundo otras estatuas esculpidas en honor de borrachos…, a excepción de las de los múltiples escritores que fueron aficionados a empinar el codo. Pero se les recuerda por otros aspectos de su actividad más que por el gusto de darle al trago.

Hay en Vancouver, en todo caso, algo que la hace inolvidable. Y creo que no he sabido bien qué era hasta este mismo instante, cuando escribo recordando la ciudad. No es otra cosa que la sensación, al pasear por sus calles, de que vives en el aire. El cielo limpio de nubes, la fuerza del sol, el viento acerado que baja de las montañas y la presencia del mar por todas partes, recogiendo durante las horas largas de los días estivales el reflejo del cielo, producen un espejismo en tu imaginación que te hace sentir que vuelas.

Como sucede con muchas de las grandes urbes de América del Norte, se llamen Washington, Nueva Orleans o México, la ciudad de Vancouver intenta presentarse ante el recién llegado como una ciudad antigua, un empeño tan grotesco como inútil. Cuando me arrimé al mostrador de información turística del aeropuerto en busca de un hotel en donde alojarme, la amable señorita de turno, una rubia grande como una joven percherona, me guiñó un ojo con aire de complicidad:

—Le aconsejo Hasting Street, la zona más liberal de la ciudad. Y no deje de acercarse esta misma noche a Gastown —indicándome el lugar en el mapa gratuito para los turistas—. Allí tenemos el reloj más antiguo de Canadá. Es del siglo XVIII, funciona a vapor, ¡y todavía lo hace!

No sé con qué cara llegué a Vancouver aquella tarde tras muchas horas de vuelo. Pero la recomendación de «zona liberal» tenía que ver, imagino, con algunos lugares en donde es fácil obtener marihuana, aunque no sea legal la venta en el país, y donde se puede fumar públicamente, cosa que sí está permitido en algunos sitios del pequeño barrio que llaman Little Amsterdam. La verdad es que se equivocó conmigo, porque no soy aficionado a la marihuana: siempre que la fumo, primero me convierto en un idiota que se ríe sin cesar y luego me adormezco y me largo de inmediato a la cama.

El hotel era un desastre. Y por lo que al reloj se refiere, se trataba de un trasto colocado sobre una columna de ladrillos, una de esas maquinarias feas y anticuadas de las que había hace unos años centenares en toda Europa y que han acabado, por lo general con merecimiento, en las chatarrerías o el desguace.

Quizás, aquella caballuna muchacha de la información turística del aeropuerto estaba haciendo un curso de prácticas, o era simplemente una amiga de la titular, a la que había dado el relevo durante unos minutos mientras esta iba al baño.

El primer europeo que tocó la isla de Vancouver se llamaba Juan Pérez, que partió en enero de 1774 desde el puerto mexicano de San Blas, setenta kilómetros al norte de Puerto Vallarta, a bordo de la Santiago, una fragata de 225 toneladas en la que viajaban 84 tripulantes y 24 pasajeros.

Es curioso que en un tiempo como aquel, en el que la mayoría de los europeos y, entre ellos, los españoles, consideraban a los nativos de otros continentes poco menos que subespecies humanas, el virrey español de Nueva España, don Antonio María Bucareli y Ursúa, entregara a Pérez un pliego de órdenes entre las que se incluían las siguientes:

No se tomará nada que pertenezca a los indios contra su voluntad. Todos deberán ser tratados con gentileza y amabilidad, que es el medio más eficiente de ganar y establecer una fuerte estima. Bajo ninguna circunstancia se tomará por la fuerza posesión de sus tierras. La fuerza no se empleará jamás, salvo en defensa propia. De esa forma, aquellos que regresen más adelante a aquellas tierras con ánimo de crear establecimientos permanentes serán bien recibidos.

Pérez cumplió con escrúpulo las instrucciones de Bucareli y nunca, en todas las expediciones españolas que siguieron a la costa occidental canadiense y Alaska, hubo enfrentamientos armados ni sangre derramada entre los extranjeros y los indígenas, cosa que no sucedió, por cierto, con marinos tan afamados como James Cook.

En el primer viaje, Pérez atracó en lo que hoy se conoce como Nootka Sound, y que él bautizó como Surgidero de San Lorenzo. También llegó hasta el extremo norte de las Queen Charlotte Islands, en las cercanías de Alaska.

Siguieron nuevas expediciones españolas que entraron ya en Alaska, en las cercanías de la actual Sitka. Al sur de la ciudad de Craig, una bahía fue nominada por los españoles con el nombre de Bucary. Hasta el año 1794, en el que el gobierno de Madrid renunció a seguir enviando expediciones al Pacífico Noroeste, hubo siete grandes viajes españoles a los por entonces lejanos y desconocidos mares y territorios. Los marinos hispanos llegaron a alcanzar el actual Prince Charles Sound, la isla Kodiak y el sur de la península de Kenai. Y establecieron excelentes relaciones con nativos de la región, como los indios haidas y los inuit o esquimales alutiiq, de los que recabaron abundante información para llevarla a Madrid. La mayoría de las piezas recogidas en aquellos viajes se conservan en el Museo de América y en el Museo Naval de la capital española.

En 1778 llegó a la zona James Cook, en el último de sus tres legendarios viajes. Rebautizó San Lorenzo como Nootka y tuvo enfrentamientos armados con los indios. Él abrió la ruta a los navegantes ingleses, que comenzaron a rivalizar con los españoles. Cook murió a manos de nativos polinesios en Hawai, cuando regresaba a Inglaterra en el año 1788. Pero en 1792 ya había veinte barcos europeos, la mayoría ingleses y norteamericanos, comerciando con pieles en Nootka.

Los franceses, que también habían intentado asentar su presencia en los nuevos territorios, corrieron peor suerte que españoles y británicos. Jean-François Galaup de la Pérouse alcanzó con su barco Boussole las costas del noroeste en julio de 1786. Perdió un buen número de hombres a causa de los temporales y los enfrentamientos con los indígenas. Cuando regresaba a Europa con los supervivientes de su expedición, un tifón se tragó a su barco con la tripulación entera, él incluido, en el sudoeste del Pacífico.

En 1790, la disputa entre Londres y Madrid sobre los territorios del noroeste americano había encontrado un punto de difícil retorno, e incluso llegó a producirse una amenaza de declaración de guerra por parte de Inglaterra.

En 1791 alcanzó aquellas latitudes Alejandro Malaspina, marino italiano al servicio de la Corona española, en calidad de comandante de una expedición científico-política formada por las naves Descubierta y Atrevida. Venía dando la vuelta al mundo por todas las posesiones españolas, recabando datos científicos y cartografiando zonas no especificadas con detalle en los mapas de la época.

Malaspina buscaba, entre otras cosas, el mítico Paso del Noroeste, una supuesta comunicación entre los océanos Atlántico y Pacífico que se pensaba podría encontrarse entre los 45 y los 60 grados de latitud norte. Era un propósito que también habían alentado Pérez y Cook, y después Vancouver, en el que todos fracasaron. El Paso estaba mucho más arriba, como comprobaría el noruego Amundsen más de un siglo después. Pero esa es otra historia.

Malaspina lo intentó en la costa de Alaska, cerca de Yakutat. Entró en una estrecha bahía, siguió un canal hacia el norte y se topó con un enorme glaciar. No había paso. «Fuimos decepcionados, pero encontramos la verdad de la mano de la experiencia», escribió en su cuaderno de bitácora aquel hombre cultivado y crecido en las ideas de la Ilustración. Bautizó el lugar como Bahía del Desengaño, nombre que perdura en los mapas en su traducción inglesa, Disenchantment Bay. El glaciar era el mayor de los más de trescientos que existen en Alaska y hoy se le conoce como Malaspina. Con cierto afán poético y abrumado ante tanta magnificencia, el navegante italo-español escribió: «¿Cuál sería, pues, la masa enorme de hielo que cubra la parte opuesta a la cordillera, adonde no alcanza jamás la dirección de los rayos del sol y adonde operan más directamente los vientos invernales del Norte? ¿Cuáles los pies humanos que hayan de transitarla?».

En 1794 puso rumbo a España. Desde meses antes, otro navegante, un inglés llamado Vancouver, se encontraba en Londres de regreso de las mismas latitudes que había recorrido Malaspina. Y cuando el marino italo-español alcanzó el puerto de Cádiz, Inglaterra y España habían llegado ya a un acuerdo que daba libre acceso a la zona a las dos naciones. Un año después, en 1795, Madrid ordenó a todos los españoles evacuar Nootka: sus problemas políticos en las posesiones de América del Sur y en Europa no le permitían esfuerzos en otros lugares de la Tierra.

Cabe añadir que Manuel de Godoy, el primer ministro español responsable de la desastrosa política del reinado de Carlos IV, envió durante diez años a la cárcel a Malaspina y prohibió la publicación de sus logros geográficos y científicos.

Durante las décadas que siguieron, los establecimientos ingleses fueron extendiéndose por toda la isla y por el cercano continente. Nacía así la Columbia Británica que, por qué no, bien podría haber sido, en otras circunstancias políticas, la Columbia Española.

Vancouver, con gentileza —cosa que no hizo Cook—, respetó muchos de los nombres dados por los navegantes españoles a los lugares que cartografiaban por vez primera. Y él mismo homenajeó a Malaspina manteniendo su apellido para denominar al mayor glaciar de Alaska.

Si uno viaja por la Columbia Británica puede encontrarse, en la costa del Paso del Interior, nombres como estos: islas Gabriola, Galiano, San Juan, Vargas, Bonilla, Aristizábal, Cuadra y Flores; estrecho de Juan de Fuca, cabo Sutil y punta Ferrer; canales de las Goletas, de Laredo, de Cordero y Malaspina (aparte del glaciar); ensenada de la Esperanza, fiordo Boca de Quadra, y localidades como Santa-Boca o López. Y hay muchos más.

De modo que la ciudad se llama Vancouver y no Gassy a causa de aquel magnífico navegante que fue el citado George Vancouver, un experimentado marino que había viajado en las dos últimas grandes expediciones de James Cook, formando parte de la tripulación. Entre 1792 y 1795, Vancouver recorrió las costas de la Columbia Británica y una buena parte de las de Alaska e hizo entrar a sus barcos en cada ensenada, estrecho, canal o fiordo que encontraba a su paso. Cartografió al completo el Paso del Interior y, en Alaska, atracó en las bahías en donde hoy se cobijan las ciudades de Juneau y Anchorage, además de ser el primer europeo en divisar desde la lejanía el imponente monte McKinley, el techo de América del Norte. Durante el viaje, puso además nombre, en los mapas de la época, a 383 puntos geográficos.

Así que la ciudad prefirió ser bautizada con el nombre de un prestigioso navegante y geógrafo mejor que con el de un afamado borracho.

Mi alojamiento resultó no ser tan céntrico como me había anunciado la equina informante del aeropuerto ni tan cómodo como pregonaba su descripción en el folleto que me había ofrecido. Vaya usted a saber a quién se le había ocurrido llamarle Paradise, quizás a alguien con una cierta capacidad en el manejo de la ironía. Era un edificio destartalado, en la calle East Hastings, y mi habitación, en el quinto piso del ala del sudoeste, resultaba ser una sauna, con el duro sol batiendo a toda hora contra mi ventana. Intenté cambiarla por una que diera al norte, pero no había otra libre. Así que me largué a dar mi primer paseo por la ciudad, esperando que cayera el sol para poder abrir la ventana y recibir el aire de la noche.

En el autobús, camino del downtown viajaban unos cuantos mendigos, un par de ellos con trazas de alcoholismo en el rostro. Me fijé, en las sucesivas paradas, que cuando subía uno nuevo, hacía un gesto al conductor y este le miraba y asentía, dejándole entrar sin pagar, ya fuese blanco, indio, esquimal o asiático. Durante los siguientes días en la ciudad, asistí varias veces al mismo ceremonial. Jamás vi a un conductor echar a un mendigo ni subir a un inspector que pidiera los billetes a los viajeros. En los autobuses de Vancouver se ejerce una hermosa caridad teñida de un decidido rechazo al racismo.

Llegábamos al centro y, en el último tramo de East Hastings Street, a la altura de Canal Street, asomó el escenario de la desolación. Decenas de gentes borrachas y drogadictas, o ambas cosas a la vez, poblaban las aceras. Eran jóvenes y viejos, hombres y mujeres, y miembros de todas las etnias que habitan Canadá. Se sentaban al arrimo de las fachadas, a la sombra, o iban y venían de un lado a otro con carros de supermercado cargados de ropas viejas y de trastos sin sentido. Algunos habían echado una manta en el suelo y vendían zapatos, o gorras de béisbol, o cinturones usados, o calcetines baratos de fibra. Parecía un mercado de la desesperanza.

Me bajé en West Hastings Street, dejando atrás aquel universo desconsolador, y caminé hasta Canadá Place. Sobre el largo muelle en forma de proa de buque que hendía las aguas de la hermosa bahía, se alzaba un edificio que coronaba una suerte de velamen, a imitación de un navío. Era un centro de convenciones y de ocio, con algunos pubs y gente vestida con elegancia. Todo era chic en el entorno y varias limusinas aparcaban en la entrada. En los alrededores había unos cuantos bares y restaurantes de elevados precios. Después de contemplar un rato, bajo el fiero sol, el paisaje que se tendía enfrente, el mar y la montaña, el ir y venir de los ferries y de las lanchas a motor, me tomé una pinta de cerveza tostada en un pub irlandés y me fui a comer algo en un shusi bar, que suelen ser excelentes en todo Canadá por la abundancia, variedad y calidad del pescado.

Al salir del restaurante, me topé con un grupo de mujeres en una esquina de la zona más comercial. Llevaban con ellas un caniche de color blanco con un lacito rosa en el cuello y desplegaban un cartel en el que se veían perros muertos y algunos ya despellejados y listos para ser cocinados. «Beaten and eaten in Korea. Stop killing the dogs». («Apaleados y comidos en Corea. Alto a las muertes de perros»).

No vi a nadie, en las calles de Vancouver, que protestase contra el alcohol y la heroína.

Decidí regresar andando hasta la zona deprimida de East Hastings y tomar allí el autobús hasta mi «Paradise».

El tráfico, salvo los autobuses, había desaparecido casi por completo. Las tiendas echaban el cierre y tan sólo quedaban abiertas las que anunciaban, con luminosas letras rojas en los escaparates, la venta de licores. Hombres y mujeres jóvenes recorrían las calles desiertas y recogían del suelo colillas que iban guardando en bolsas de plástico. No eran funcionarios de limpieza del ayuntamiento: sus rostros enrojecidos exhibían impúdicamente la drogadicción o el alcoholismo.

De nuevo llegué, esta vez caminando, al mismo escenario de desolación. Ahora podía verlo de cerca. Nadie me molestaba y la mayoría de aquella pobre multitud que poblaba las aceras ni siquiera parecía reparar en mi presencia. Hombres y mujeres olían a marihuana y alcohol y todos sin excepción iban muy sucios. En ocasiones, alguno de los jóvenes se acercaba y pedía: «Spare change, sir?». Yo negaba con la cabeza y ellos se alejaban saludando con cortesía. Una chica me dijo algo en slang y supuse que me ofrecía droga. Negué y se fue sonriendo. Crucé junto a la puerta de un mezquino bar y vi salir a un borracho con una botella de cerveza en la mano. Se acercó a un contenedor de basura y la arrojó dentro. Reparé en que las aceras de la calle no exhibían suciedad alguna. En la esquina de Canal Street, un coche de policía vigilaba discretamente el área.

Cuando tomé el autobús en dirección a mi hotel, más de la mitad de los viajeros eran menesterosos alcoholizados o atrapados por las drogas. Dos de ellos charlaban a voz en grito. Uno era fornido, de cara surcada por cicatrices y la mirada oculta tras unas gafas oscuras. Tendría unos treinta y cuatro o treinta y cinco años. El otro era en extremo delgado, de pelo cano y rostro prematuramente envejecido. Aparentaba unos cuarenta años, pero tal vez no pasara de los treinta. Por su conversación, deduje que eran estadounidenses.

—Me vine a Canadá porque en los Estados todo está perseguido —dijo el fornido.

—Yo igual —respondió el delgado.

—Estuve en Nueva York y todo era policía. Me vine.

—Yo igual.

—Luego estuve en California. Todo era policía. Me vine.

—Yo igual.

—Ya sabes que en los Estados hay el mayor número de presos del mundo.

—Oh, sí.

—Pero hay todavía más policías que presos. Me vine.

—Yo igual.

Una mujer gruesa, con la pelambrera teñida de rubio, de rostro ancho y mirada de loca, asentía solemne mientras seguía el diálogo con atención.

Continuaba el calorón en mi cuarto, aunque el sol ya no daba de frente sobre la fachada, sino que caía sesgado mientras marchaba a ocultarse detrás de los edificios más altos. Dejé las ventanas de la habitación y del baño abiertas con la intención de crear una corriente refrescante y me bajé a esperar la caída de la tarde a un bar que había visto abierto bajo el hotel, en la esquina: se llamaba Pat’s Pub.

Era un local desangelado y de luces avaras. Apenas había clientela salvo en una especie de cuartucho cerrado por una urna de cristal, esto es, a la vista de los que estábamos fuera. Allí dentro conté once personas que, rodeadas del humo de sus cigarrillos, consumían grandes cantidades de cerveza. Parecía una especie de museo de la borrachería.

Sólo había una mujer en el grupo. Tendría unos treinta años y era menuda, pelirroja, de piel muy clara, ojos tristes y aire dulce. Sonreía a todos los otros. Me pareció que su pareja era un tipo de unos cuarenta años, que exhibía una barba sin cuidar, negra en su nacimiento y blanca en el extremo, que le llegaba al pecho. Todos hablaban sin cesar y, por sus gestos, a voz en grito; pero la cerrada urna no permitía que se escuchase nada de cuanto decían. De cuando en cuando, alguno salía, se acercaba a la barra y regresaba cargado de cervezas.

Percibieron mi curiosidad y, a través del cristal, me sonrieron y me enviaron un brindis con las botellas alzadas.

El sol se había retirado y el calor había desaparecido de mi habitación. Pero dejé las ventanas abiertas. En ocasiones, rompía mi sueño la sirena de un coche de policía.

Vi que mi reloj marcaba las tres cuando me despertó un llanto de mujer que venía de la calle. Era un lamento prolongado y sonoro, que parecía el lloro de una niña que se ha quedado sola en un lugar desconocido para ella. Me asomé y, en el sitio de donde provenían los gemidos, distinguí la sombra de una persona junto a la luz de una farola. No sé por qué se me ocurrió pensar si sería la mujer pelirroja que horas antes bebía, con mirada entristecida y rodeada de hombres, dentro de la urna de cristal del Pat’s Pub. Mi corazón se llenó de congoja.

Volví a la cama y traté de conciliar el sueño mientras seguía oyendo aquel sollozo inconsolable. Luego, se fue apagando poco a poco y me quedé dormido.

Al amanecer, cuando me asomé a la ventana, tan sólo había ropas viejas, una mochila abierta y una muñeca rota tiradas junto a la farola apagada.

Un atardecer me acerqué al mercado nocturno de Chinatown, que abre los días no festivos entre las seis de la tarde y las once de la noche. Paseé entre los puestos y me detuve junto a uno de los que vendían alimentos. El anciano que lo atendía me sonrió gentil. Era uno de esos chinos pequeños que se ven en tantas películas: cara muy arrugada, barba blanca puntiaguda, bonete aterciopelado en la coronilla y chaquetilla bordada, abrochada con palitos de madera en forma de cuerno a modo de botones.

—¿Qué desea el señor?

—¿Tiene testículos de oso?

Nunca he visto mudanza tan rápida en un rostro humano. La gentileza se transformó en furor, el gesto servil en ardor combativo, incluso creo que su figura cansada se irguió de pronto y creció en estatura. Me gritaba en chino sin dejar de apuntarme con el dedo y, al poco, una mujer más joven y un muchacho se unieron al irascible tendero. Retrocedí mostrando mis palmas abiertas en señal de rendición. Y me largué del mercado a toda prisa.

Siempre he pensado que no es conveniente ni de buen gusto pasarse de gracioso ni de listo. Pero a veces soy incapaz de resistir la tentación de hacerlo.

Vagabundeé tres días más por Vancouver en espera de la salida de mi ferry hacia el Paso del Interior. Pero no podía irme de la ciudad sin cumplir uno de mis particulares ritos: buscar la sombra de un escritor, en este caso la de Malcolm Lowry, el novelista inglés autor de Bajo el volcán, una de las obras literarias del siglo XX que más admiro. Lowry vivió en la ciudad con su segunda mujer, Margerie Bonner, entre 1939 y 1954, en condiciones económicas muy precarias, entregado febrilmente a su obra y, como siempre, al alcohol. En la ciudad de Gassy Deighton, Lowry encontró tranquilidad suficiente y licor de sobra para revisar su trabajo fundamental y escribir algunas cosas nuevas. En una antología publicada en 1962, entre sus poemas aparecía este, que con cierta probabilidad hacía referencia a sus días en México o en Vancouver:

Y yo, crucificado entre dos continentes.
No hay mensaje para mí,
oh, muchedumbre, para mí,
acá,
donde curan la sífilis con linimento Sloan
y a los tumores purulentos los frotan con el mismo líquido.

No encontré la menor información sobre la estancia de Lowry en Vancouver; ni en las oficinas de turismo, ni en las guías sobre la ciudad, ni en las librerías cultas. Por la biografía de Douglas Day, sabía que Lowry, al poco de llegar a Vancouver, vivió en un edificio del sur de la urbe, separado del downtown por un brazo de mar al que llaman False Creek. El edificio estaba en la West 11th Street, pero no se especificaba cuál era el número; y la calle, cuando me asomé a verla, era una de esas vías solitarias llenas de edificios sin gracia que tan a menudo encuentras en Norteamérica. El poco tiempo que permaneció allí el escritor lo dividió entre su creación literaria, la redacción de cartas que enviaba a Inglaterra pidiendo dinero a sus amigos y parientes y, por supuesto, la bebida, que fue una constante en toda su existencia.

La única esperanza es el próximo trago.
Si tienes ganas, vete a dar un paseo.
Pero no pierdas tiempo parándote a pensar,
pues la única esperanza es el próximo trago.
Son inútiles tus titubeos cuando llegas al límite,
pero es más inútil todo este parloteo,
pues la única esperanza es el próximo trago.
Si tienes ganas, vete a dar un paseo.

No obstante, los Lowry abandonaron pronto la vida urbana y, en agosto de 1940, se trasladaron a la orilla del mar, en North Vancouver, a vivir en una cabaña de la pequeña villa de Dollarton. La cabaña estaba al otro lado de la bahía de Burrard, hacia el este, junto a una pequeña ensenada que llaman Indian Arm.

De modo que me largué en busca de las trazas de Lowry la última tarde de mi estancia en Vancouver. Seguir los pasos de mis mitos literarios me produce una honda emoción; así que, incluso si no quedaba nada por allí que recordase al novelista, al menos vería las mismas montañas y cielo que él contempló y podría asomarme a las calas en que nadaba durante las mañanas de verano para combatir la resaca del día anterior.

Subí al Sea-Bus cerca del Canadá Place y crucé Burrard hasta el embarcadero de Lonsdale Quay en cosa de diez minutos. El ferry era una embarcación de una única cubierta y, en pleno período de vacaciones escolares, iba repleto de niños alborotadores, que corrían sin parar de un lado a otro entre las filas de bancos de la cabina. A través de las anchas cristaleras podía contemplar un bello paisaje de mar y cielos bruñidos.

Los autobuses que hacían la ruta de los diversos pueblos de la costa del norte de la ciudad salían desde el mismo muelle. Tomé primero el número 239, en el que viajé unos quince minutos hasta alcanzar un comunicador, en el que cambié al número 212. El vehículo tomó una avenida boscosa, salpicada de casas ocultas entre la arboleda que daban a la bahía. Era uno de esos lugares de América del Norte en donde sientes que estás en el centro de la civilización controlada por el hombre y, al tiempo, no estás en parte alguna que ofrezca visos de humanidad. Le pregunté al conductor, sentándome a su lado, sobre cómo orientarme en la localidad. Era negro, de los pocos que se veían en Vancouver.

—Dollarton no existe como tal pueblo. Pero hay un centro comercial junto a una gasolinera. Si quiere, le aviso cuando lleguemos.

—¿Le suena un tal Malcolm Lowry?

—¿Cómo dice?

Tuve que deletrearle el apellido.

—Ni idea, hermano. Pregunte en el centro comercial.

Como era de suponer, la encargada hindú a la que pregunté sobre Lowry en el supermercado de Dollarton no tenía ni idea de quién era el escritor. Ni tampoco la china que atendía la tienda de teléfonos móviles del centro comercial, ni el muchacho peruano de la gasolinera. Me miraban con gesto extrañado. Y supongo que tenían razón, ya que ni siquiera la mayoría de los ingleses que conozco, ingleses que viven en Inglaterra, han oído hablar nunca de su compatriota Lowry. ¿Cómo han de saberlo gentes que provienen de Asia y Latinoamérica? Pero uno siempre juega a los dados, por si acaso. Porque un gran lector puede esconderse discretamente en cualquier rincón de la Tierra y ejercer oficios variopintos. He conocido a unos cuantos de esa estirpe y son ellos quienes convierten en admirados escritores a los que tratan de decir «algo nuevo sobre el Infierno», como pretendía hacer Lowry con sus libros.

Así que crucé la carretera en dirección al mar, siguiendo una calle estrecha que se llamaba Dollar Street. Era una zona de chalets rodeados de bosque, cerca de la playa, y había pequeños embarcaderos en donde se mecían lanchas de pesca y muelles de madera que se tendían sobre las aguas quietas de la bahía.

No había nadie en ninguna parte y el sol batía fuerte, pero era fácil encontrar sombras de árboles bajo las que refugiarme. Algún que otro cuervo, de esos grandullones que en inglés se llaman craven, caminaba con pasos torpes sobre el asfalto, sin asustarse demasiado a mi paso. La naturaleza era majestuosa y tranquila. Bajo el cielo limpio, al otro lado de la ensenada, veía soberbias lomas cubiertas de vegetación y, más allá, montañones de pétreas cabezas nevadas. A mi alrededor olía a hierba mojada, y en los jardines abiertos a la calle crecían matas enormes de rododendros morados y azaleas rosáceas.

Y de pronto vi el cartel. Era una plancha verde de metal con letras blancas clavada en lo alto de un poste, en el inicio de un pequeño callejón que salía de Dollar Street y que, junto a una casa de una planta, bajaba hasta la playa. Decía sencillamente: «Lowry Lane». De inmediato tomé la estrecha vía.

Fue en este lugar en donde Lowry alquiló una primera cabaña en la zona por quince dólares mensuales y, unos meses después, compró una casa por cien. Construyó un embarcadero y vivió los años más felices de su vida junto a la ensenada. Al principio bebía muy poco y corregía sin cesar su Bajo el volcán, pese a los sucesivos rechazos de las editoriales a publicarlo. Nadaba, cortaba leña y aprendía sobre flores y sobre pájaros. Además, escribía poemas. Y también textos muy hermosos sobre su entorno, que incluyó más tarde en su libro Escúchanos, oh señor, desde el cielo, tu morada. Por ejemplo:

… una región en donde palabras como fuente, agua, casas, árboles, enredaderas, laureles, montañas, lobos, bahía, rosas, playa, islas, bosques, mareas y venados, y nieve y fuego, habían alcanzado su verdadera esencia; y tal como esas palabras habían reemplazado alguna vez sobre una página aquello que simbolizaban, así ahora, la realidad que conocíamos representaba algo más de lo que simbolizaba o reflejaba; era como si estuviéramos envueltos en esa clase de realidad que antes sólo habíamos visto desde lejos…

O esta visión del invierno escrita en el mismo libro:

El paisaje era hermoso esos días raros y breves de sol y flores de escarcha, en que el cristal envolvía las delgadas ramas de los abedules y de los arces con hojas de pámpano, las gotas de diamante centelleaban sobre las borlas de los pinabetes y el follaje escarchado de las siemprevivas brillaba. La escarcha se fundía sobre nuestro porche en franjas y trazaba un círculo sobre la madera húmeda y negra como una capa extendida de incontables abalorios, sobre la que nuestro gato caminaba con sus patas delicadas y frías, para ir a sentarse fuera, en el alféizar, la cola enrollada alrededor de las patas.

Pero en junio de 1944, por accidente, su cabaña ardió por completo. Pudo rescatar Bajo el volcán y los poemas, pero perdió algunos de los manuscritos que había terminado en ese período feliz y feraz. A su gato se lo había comido un puma una noche del invierno anterior.

Siguió viviendo en Vancouver, pero regresó con furor al alcohol. Muchas tardes desaparecía de su hogar y pasaba días perdido en las tabernas del barrio de Gassy.

Había una casa a la derecha del Lowry Lane, quizás construida en el lugar en donde estuvo la cabaña. Un embarcadero de troncos de madera se balanceaba sobre las aguas de la ensenada de Indian Arm.

Junto a la orilla, un tipo que me daba la espalda echaba migas de pan a un bando de ánades. Llevaba ropas viejas.

Le llamé:

—¡Oiga, amigo!

Volvió el rostro. Tenía la piel enrojecida por el alcohol.

—¿Qué quiere? —dijo.

—¿Sabe si en este lugar vivió Malcolm Lowry?

—¿Tiene algo de dinero para darme?

—Tal vez si me dice algo de Lowry.

—No sé nada de Lowry. Deme dinero.

—No tengo.

—Pues váyase al infierno.

Y giró el rostro y siguió sacando migas de pan de una bolsa de plástico para echárselas a los patos.

Lowry le hubiera aplaudido a él y a mí me hubiera mandado al mismo sitio que me envió el tipo. Habría sido una gentileza, pues Lowry amaba el Infierno.

No obstante, me quedé allí unos instantes y recité en voz baja el epitafio que Lowry escribió para sí mismo y que a mí me suena mitad a tragedia y mitad a burla:

Malcolm Lowry,
un paria del Bowery.
Su prosa florida
fue vehemente y transida.
Vivió por las noches
y bebió todo el día
y murió tocando el ukelele.

Todo resultaba un poco cómico, pensé mientras regresaba sobre mis pasos a esperar en la parada al autobús 212. Creo que algo parecido dijo John Ford sobre la tragedia: que no existe ninguna sin un toque ridículo.

A Malcolm Lowry lo subieron borracho a un avión en el aeropuerto de Vancouver, un día de agosto de 1954, rumbo a Nueva York. Su Bajo el volcán, tras múltiples rechazos, había sido publicado en 1947 y había recibido el aplauso general de la crítica. Se le consideraba un clásico y lo era, porque, junto con Joyce, nadie había llevado tan lejos en su audacia literaria a la novela anglosajona en el siglo XX. «Tengo miedo de irme, tengo miedo de que nunca regresemos», dijo a sus amigos, balbuceando, en la sala de embarque. Y en efecto, jamás volvió. Murió a causa de un coma etílico en un hotel de Londres tres años después.

A bordo del autobús medio vacío, camino del embarcadero de Lonsdale, pensé que mi viaje a Dollarton en pos de Lowry había sido una buena idea. La mística de la literatura nunca decepciona, por lo menos a mí.