Capítulo 9
Bitterblue corrió de vuelta al castillo bajo un gris y cargado amanecer. Se adelantó al sol y llegó a palacio con la ferviente esperanza de que Po no estuviera planeando dejarla sin desayuno otra vez.
Encuentra algo útil en lo que ocupar la mañana. —Dirigió el pensamiento a su primo mientras se acercaba a sus aposentos—. Como, por ejemplo, realizar una heroicidad delante de una gran audiencia. Empuja a un niño y tíralo al río cuando no te esté mirando nadie y después rescátalo.
Al entrar en el distribuidor se dio de bruces con Raposa, que se encontraba en el recibidor limpiando el polvo con un plumero.
—Oh. —Bitterblue pensó con rapidez, pero no se le ocurrió nada parecido a una disculpa creativa—. Mierda.
Los ojos de distintas tonalidades grises de Raposa observaron con calma a la reina. La graceling llevaba una capucha igual que la anterior, la misma con la que Bitterblue se cubría en ese momento. La diferencia entre la otra mujer y ella era manifiesta: Raposa, alta y atractiva, sin nada de lo que avergonzarse; ella, menuda, poco agraciada, con aire de culpabilidad y no muy limpia precisamente.
—Majestad —saludó Raposa, que añadió—: No se lo diré a nadie.
—Oh, gracias. —Bitterblue casi estaba mareada de puro alivio—. Te lo agradezco.
Raposa inclinó la cabeza, se apartó a un lado y sanseacabó.
Al cabo de unos minutos, ya metida en la bañera, Bitterblue oyó el repiqueteo de la lluvia en los tejados del castillo.
Dio gracias a los cielos por esperar hasta que ella hubiera llegado a casa para que las nubes empezaran a descargar agua.
La lluvia resbalaba por los inclinados tejados de cristal de la torre de su despacho y se precipitaba por los canalones.
—¿Thiel?
El consejero se encontraba a su mesa de trabajo; su pluma chirriaba al deslizarse por el papel.
—¿Sí, majestad?
—Thiel, me inquietan algunas cosas que lord Danzhol dijo después de que te dejara sin conocimiento.
—Oh. —Thiel dejó la pluma, se acercó al escritorio y se detuvo frente a ella, muy preocupado—. Lo lamento mucho, majestad. Si me cuenta qué dijo ese hombre, estoy seguro de que podremos resolverlo.
—Danzhol era algo así como un compinche de Leck, ¿no es cierto?
Thiel parpadeó.
—¿Lo era, majestad? ¿Qué fue lo que le dijo?
—¿Sabes qué significa ser un compinche de Leck? —preguntó Bitterblue—. Sé que no te gusta este tipo de preguntas, Thiel, pero, si quiero saber cómo ayudar a mi pueblo, he de conocer los hechos de lo que ocurrió, ¿entiendes?
—Majestad, la razón de que me desagraden preguntas de este tipo es que ignoro la respuesta —contestó Thiel—. Como bien sabe su majestad, también tuve mis roces con el rey Leck, como supongo que los tuvieron los demás, e imagino que todos preferiríamos no hablar de ello. Pero solía desaparecer durante horas, majestad, y no tengo la más ligera idea de adónde iba. No sé nada más allá del hecho de que se había marchado. Ninguno de los consejeros de su majestad lo sabe. Espero que confíe en lo que le digo y no inquiete a los otros. Rood acaba de regresar a las oficinas. Su majestad sabe que no es fuerte.
—Danzhol me dijo que todo lo que robaba a las personas de su feudo lo hacía por petición de Leck, y que otros lores también robaban a su gente para el rey —mintió—. Eso significa que hay otros nobles del reino como Danzhol, Thiel, y también significa que hay ciudadanos a los que Leck robó y que podrían beneficiarse de una indemnización. ¿Entiendes que la corona es responsable ante esas personas, Thiel? Saldar esas deudas nos ayudaría a todos a seguir adelante.
—Oh, vaya. —Thiel recobró la estabilidad apoyando una mano en el escritorio—. Entiendo —dijo—. Es un hecho que lord Danzhol estaba loco, majestad.
—Pero he pedido a mis espías que hagan algunas averiguaciones, Thiel —improvisó sin alterarse Bitterblue—. Y parece que Danzhol estaba en lo cierto.
—Sus espías —repitió Thiel.
En los ojos del consejero apareció una expresión confusa que luego empezó a dar paso a una mirada abismada con tal rapidez que Bitterblue alargó la mano hacia él para impedírselo.
—No —pidió, suplicante, al advertir que toda emoción se desvanecía en los ojos del hombre—. Por favor, Thiel, no lo hagas. ¿Por qué haces eso? ¡Necesito tu ayuda!
Pero el consejero estaba sumido en sí mismo, mudo, sin dar la impresión de haber oído lo que le decía.
«Es como quedarse sola en un cuarto con un caparazón vacío —pensó Bitterblue—. Y qué deprisa ocurre».
—Tendré que bajar y preguntar a alguno de los otros —dijo.
Una voz ronca salió de algún recoveco de la caja torácica del consejero:
—No se vaya aún, majestad. Por favor, espere. Tengo la respuesta acertada. ¿Puedo…? ¿Puedo sentarme, majestad?
—¡Pues claro que sí!
Lo hizo con pesadez y, al cabo de unos segundos, habló:
—El problema radica en los indultos generales, majestad. En ellos y en la imposibilidad de poder demostrar de forma incontestable si quienes robaron lo hicieron por orden de Leck o por propia voluntad.
—¿Acaso la razón de otorgar los indultos generales no fue la suposición de que Leck era el verdadero causante de todos los delitos?
—No, majestad. La razón de otorgar los indultos generales fue el reconocimiento de la imposibilidad de que llegáramos a saber alguna vez la verdad acerca de cualquier cosa.
Qué idea tan deprimente.
—Sea como sea, alguien tiene que resarcir a quienes sufrieron tales abusos.
—¿Y no os parece que si los ciudadanos desearan resarcirse se lo harían saber a su majestad?
—¿Tienen medios para hacerlo?
—Cualquiera puede escribir una carta a la corte, majestad, y los escribientes leen todas las cartas que llegan.
—¿Es que la gente sabe escribirlas?
Los ojos del consejero, enfocados en ella, tenían una mirada muy consciente y comprendían sin lugar a dudas a lo que se refería.
—Tras la discusión de ayer, majestad, cuestioné a Runnemood poniendo en duda las estadísticas de la alfabetización. Y lamento decir que admitió que estaba, de hecho, exagerándolas. Tiene la costumbre de… errar a favor del optimismo en la descripción del contenido de los documentos. Es una de las… —Thiel se aclaró la voz con delicadeza— cualidades que lo hacen un valioso agente de la corte en la ciudad. Claro que, con nosotros, debería ser transparente. Y lo será a partir de ahora. Eso se lo dejé muy claro. Y sí —añadió con firmeza el consejero—, hay suficientes ciudadanos que saben escribir; ya ha visto su majestad los fueros. Mantengo lo dicho respecto a que, si quisieran desagravios y retribuciones, lo pedirían por escrito.
—Bien, pues lo lamento, pero no me basta con esa explicación, Thiel. No soporto la idea de andar por ahí tan tranquila sabiendo lo mucho que esta corte está en deuda con el pueblo. No me importa si lo quieren de mí o no. Considero injusto actuar como si no lo supiera.
El primer consejero la observó en silencio, con las manos enlazadas ante sí. Bitterblue no entendía la singular expresión de frustración y desesperanza que asomaba a sus ojos.
—Thiel, por favor —dijo, casi suplicante—. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que ocurre?
—Entiendo a su majestad —dijo en voz baja al cabo de un momento—. Y me complace que haya acudido a mí con este asunto. Confío en que siempre acudirá a mí antes que a nadie con asuntos de este tipo. Esto es lo que le recomiendo: escriba a su tío pidiendo consejo. Cuando él venga de visita, quizá podamos discutir cómo proceder.
Tenía razón en cuanto a que Ror sabría qué hacer y el mejor modo de hacerlo. No era un mal consejo. Pero la visita de Ror estaba programada para enero, y acababa de empezar septiembre.
A lo mejor, si le escribía, podría adelantarle por carta algunas sugerencias previas a su visita.
El repiqueteo de la lluvia en el cristal del techo y en la piedra del muro circular de la torre le estaba dando sueño. Bitterblue se preguntó cómo estaría el patio mayor ese día, con el agua tintineando en los techos de cristal, desbordándose por los canalones y vertiéndose por un grueso caño de desagüe pluvial que se deslizaba, sinuoso, por la pared hasta el patio y acababa en una gárgola que vomitaba agua en el estanque de la fuente. En días así, el estanque se desbordaba al piso del patio. Pero no se desperdiciaba ni una gota, porque el agua encontraba sumideros en el suelo que la llevaban a cisternas en las bodegas y la prisión.
Que el patio se inundara los días lluviosos resultaba incómodo. Era un diseño extraño, muy fácil de revertir. Y no causaba daños estructurales en un patio que originalmente se había construido para que le lloviera encima; además a Bitterblue le encantaba, en las contadas ocasiones en que podía escabullirse del despacho para verlo. Las baldosas del suelo alrededor de la fuente estaban adornadas con mosaicos de peces que parecían saltar y nadar bajo el lustre del agua. La intención de Leck había sido dar un aspecto espectacular al patio en días de lluvia.
Cuando Darby entró en el despacho empujando la puerta y cargado con un montón de papeles tan alto que necesitaba los dos brazos para sujetarlo, Bitterblue anunció que iba a la herrería real para encargar una espada.
Pero, por los cielos benditos, exclamaron los dos, Thiel y Darby, ¿se había dado cuenta de que para llegar a la herrería iba a tener que cruzar el jardín bajo la lluvia? ¿No se le había ocurrido que ahorraría tiempo mandando llamar al herrero a su torre, en lugar de ir ella? ¿No había pensado que algo así podría considerarse inusitado…?
—Oh, hacedme el favor —espetó a sus consejeros—. Voy a darme un paseo hasta la herrería, no a hacer una expedición a la luna. Volveré en cuestión de minutos. Entre tanto, podéis volver todos a trabajar y dejar de fastidiarme, si es que tal cosa es posible.
—Al menos lleve un paraguas, majestad —suplicó Rood.
—No —fue su réplica, y acto seguido abandonó el despacho con la mayor teatralidad posible.
De pie en el vestíbulo este, Bitterblue contemplaba desde la arcada el agua de la fuente con su sonoro martilleo, el agua arremolinada del suelo, el agua que gorgoteaba en los desagües. Dejó que el sonido y el olor a tierra apaciguaran la irritación que aún sentía.
—Majestad —llamó una voz queda a su lado—. ¿Cómo está?
Bitterblue se sintió un tanto azorada al encontrarse en compañía de lord Giddon.
—Oh, Giddon. Hola. Estoy bien, supongo. Lamento lo de la otra noche. Por quedarme dormida, me refiero —balbució—. Y… lo del cabello.
—No tiene por qué disculparse, majestad. Una experiencia tan terrible como la que tuvo con Danzhol ha de ser agotadora. Fue el remate de un día fuera de lo habitual.
—Sí que lo fue —convino, con un suspiro.
—¿Qué tal lleva la solución del rompecabezas?
—Fatal —contestó, agradecida de que lo recordara—. En él hay nobles como Danzhol que robaban para Leck, lo cual va enlazado a ladrones que vuelven a robar las cosas y que están enlazados a su vez a una extraña información errónea sobre gárgolas que mis consejeros me facilitaron, la cual está relacionada con otras informaciones que, al parecer, mis consejeros prefieren paralizar, pero que se enlazan asimismo con detalles que a los ladrones les gustaría mantener fuera de mi alcance, como por ejemplo por qué alguien querría clavarles un cuchillo en el vientre. Y tampoco entiendo la decoración del patio —añadió con un refunfuño al tiempo que lanzaba miradas irritadas a los arbustos que un momento antes habían sido motivo de deleite para ella.
—Ya… Confieso que no parece muy revelador —comentó Giddon.
—Es un desastre.
—En fin, su patio mayor está precioso con la lluvia —le dijo Giddon con cierto regocijo.
—Gracias. ¿Sabía que el simple hecho de que haya venido aquí sola para verlo en pleno día ha requerido un debate considerablemente largo? Y ni siquiera estoy sola —añadió, señalando con un gesto de la cabeza al hombre metido detrás de un arco en el vestíbulo sur—. Ese es uno de mis guardias graceling, Alinor, haciendo como si no nos vigilara. Le apuesto mi corona a que lo han enviado para que me espíe.
—¿O tal vez para velar por su seguridad, majestad? —sugirió Giddon—. Hace poco la atacaron mientras estaba a su cuidado. Es posible que estén un poco nerviosos, además de sentirse culpables.
—Es solo que… He hecho algo hoy por lo que debería sentirme contenta, Giddon. He propuesto una normativa de reparación por parte de la corona para aquellos a los que Leck robó durante su reinado. Pero lo único que siento es impaciencia, cólera por la oposición que preveía y por las mentiras que voy a tener que decir para conseguir que se lleve a cabo, y frustración de que ni siquiera puedo dar un paseo sin que envíen a alguien a rondarme cerca. Atáqueme —dijo.
—¿Cómo ha dicho, majestad?
—Debería atacarme para ver qué hace Alinor. Seguramente está muy aburrido… Sería un alivio para él.
—¿Y no podría ocurrir que me atravesara con la espada?
—Oh. —Bitterblue se echó a reír—. Sí, supongo que lo haría. Y sería una lástima.
—Me complace que piense así —dijo con sequedad Giddon.
Bitterblue observó con los ojos entrecerrados a una persona embarrada que entraba al patio chapaleando en el agua desde el vestíbulo oeste, por el cual se iba hacia los establos. El corazón le dio un brinco en el pecho, y ella saltó hacia delante.
—¡Giddon! —gritó—. ¡Es Katsa!
De repente Po apareció en el patio saliendo del vestíbulo norte al tiempo que gritaba de alegría. Al verlo, Katsa echó a correr y se precipitaron uno al encuentro del otro a través del agua arremolinada. Justo antes de chocar, Po fintó hacia un lado, se agachó y levantó a Katsa con admirable precisión, impulsándose hacia un lado de forma que ambos cayeron al estanque.
Seguían retorciéndose entre risas y chillidos, observados por Bitterblue y Giddon, cuando un pequeño y estirado secretario localizó a la reina y trotó hacia ella.
—Buenos días, majestad. Lady Katsa de Terramedia ha llegado a la corte, majestad.
—No me digas, ¿en serio? —Bitterblue enarcó una ceja.
El hombrecillo, que no parecía haber subido a su posición por los méritos de su poder de observación, confirmó el anuncio sin la menor muestra de humor, y añadió:
—El príncipe Raffin de Terramedia ha venido con ella, majestad.
—¡Oh! ¿Dónde está?
—Camino de sus aposentos, majestad.
—¿Lo acompaña Bann? —preguntó Giddon.
—En efecto, milord —respondió el secretario.
—Deben de estar exhaustos —le dijo Giddon a Bitterblue mientras el secretario se escabullía—. Katsa los habrá hecho cabalgar de firme bajo la lluvia.
Katsa y Po estaban intentando ahogarse el uno al otro y, a juzgar por los gritos y las carcajadas, les divertía muchísimo hacerlo. En las arcadas y los balcones corridos habían empezado a congregarse sirvientes y guardias que los señalaban y los miraban de hito en hito.
—Espero que esta exhibición dé pie a una buena historia en los mentideros —aventuró Bitterblue.
—¿Otro capítulo de Las heroicas aventuras de…? —preguntó en voz queda Giddon.
Entonces él le dedicó una sonrisa que se reflejó en los preciosos —aunque normales e iguales— ojos castaños del hombre, y Bitterblue tuvo de repente la sensación de no sentirse tan sola. En el momento de alegría al ver a Katsa se le había olvidado cómo eran las cosas. Preocupada por Po, Katsa ni siquiera se había percatado de su presencia.
—Me dirigía a la herrería real, por cierto —le dijo a Giddon con la actitud de quien también tiene preocupaciones y sitios a los que acudir—, aunque la verdad es que no sé con seguridad dónde está. Pero eso no iba a admitirlo ante mis consejeros, desde luego.
—Yo he ido allí, majestad —explicó Giddon—. Está en la zona oriental del recinto, al norte de los establos. ¿Le explico cómo ir con más detalle o le gustaría tener compañía?
—Sí, venga conmigo.
—De todos modos, parece que la diversión llega a su fin —comentó lord Giddon. Y, en efecto, los chapoteos y el ruido parecían haber menguado. Katsa y Po se rodeaban con los brazos el uno al otro. No era fácil discernir si aún estaban peleando o si la sesión de besos había empezado.
Bitterblue se dio media vuelta con un pequeño y pasajero resentimiento.
—¡Espera!
Era la voz de Katsa, que fue como si chocara en la espalda de Bitterblue y la hiciera girar sobre sus talones. Katsa había salido de la fuente y de los brazos de Po y ahora corría hacia ella con las ropas y el cabello chorreando, y los ojos —uno azul y el otro verde— resplandecientes. Llegó junto a Bitterblue y la estrechó en un fuerte abrazo, para después alzarla en vilo, bajarla de nuevo al suelo, estrecharla más fuerte aún y besarla en la coronilla. Aplastada dolorosamente contra Katsa, Bitterblue oyó los fuertes y salvajes latidos del corazón de la mujer. Se aferró a ella y sintió el escozor de las lágrimas en los ojos.
Entonces Katsa se fue corriendo de vuelta a Po.
Mientras Bitterblue y Giddon caminaban a través del ala occidental del castillo hacia la salida más próxima a la herrería, él le explicó que la compensación por los robos de un monarca era una de las especialidades del Consejo.
—Su realización puede ser casi virtuosismo, majestad —dijo—. Por supuesto, cuando lo hacemos implica recurrir a artimañas, porque, a diferencia del caso del rey Leck, nuestros monarcas ladrones aún están vivos. Pero creo que si lo hiciera sentiría la misma satisfacción que nosotros.
A su lado, el noble era muy grande, tan alto como Thiel y más corpulento.
—¿Cuántos años tiene? —le preguntó sin rodeos tras decidir que las reinas tenían el privilegio de hacer preguntas entrometidas.
—Cumplí veintisiete el pasado mes, majestad —contestó él sin que pareciera molesto por la pregunta.
Así que todos eran más o menos de la misma edad: Giddon, Po, Katsa, Bann y Raffin.
—¿Desde cuándo es amigo de Katsa? —preguntó, al recordar de pronto, con una ligera indignación, que Katsa no le había saludado en el patio.
—Oh, unos… —calculó para sus adentros—, diez u once años. Me ofrecí como colaborador a Katsa y a Raffin tan pronto como empezó a funcionar el Consejo. Aunque la conocía antes de eso; la había visto en la corte muchas veces. Solía acudir a verla durante las prácticas.
—Entonces, ¿creció usted en la corte del rey Randa?
—Las posesiones de mi familia se hallan cerca de la corte, majestad. De muchacho, pasaba allí tanto tiempo como en casa. En vida, mi padre fue un gran amigo del rey.
—Sus prioridades difieren de las de su padre.
Él la miró sorprendido e hizo un sonido que tenía poco de jovial.
—En realidad no, majestad —dijo.
—Bueno, usted eligió el Consejo por encima de cualquier compromiso o lealtad para con Randa, ¿no es así?
—Me uní al Consejo más por la fascinación que ejercía en mí su fundadora que por otro motivo, majestad. Por Katsa y por la promesa de aventuras. No creo que me importase demasiado el propósito de la existencia de la organización. Por aquel entonces era uno de los matones de Randa más fiables.
Bitterblue recordó en ese momento que Giddon se encontraba entre los excluidos respecto a la gracia de Po. ¿Sería esa la razón? ¿Que era un matón? Pero Giddon era ahora uno de los mejores amigos de Po, ¿no? ¿Cómo se las arreglaba un hombre que era compinche de un mal rey para anular ese trato connivente mientras el monarca aún estaba vivo?
—¿Y ahora se siente identificado con el propósito del Consejo, Giddon? —preguntó.
Cuando él la miró a la cara, Bitterblue supo la respuesta antes de que se la diera.
—De todo corazón.
Entraron a un vestíbulo poco alumbrado en cuyos ventanales repicaba la lluvia. Había un par de guardias monmardos apostados a la entrada de una poterna. Cuando Bitterblue la cruzó se encontró en una terraza de pizarra cubierta que daba a un campo de bocas de dragón empapadas. Más allá de las flores se alzaba un edificio de piedra de planta achaparrada, con varias chimeneas por las que salía humo. El golpeteo musical de metal chocando con metal en diferentes tonos y ritmos sugería que habían tenido éxito en la búsqueda de la herrería.
—Giddon, ¿no ha sido un poco grosero que Katsa no le haya saludado ahora, en el patio? —quiso saber—. Hacía tiempo que no se veían, ¿verdad?
El hombre esbozó de repente una amplia sonrisa y luego se echó a reír.
—Katsa y yo no nos caemos muy bien —respondió.
—¿Por qué? ¿Qué le hizo usted?
—¿Y por qué tiene que ser algo que haya hecho yo?
—¿No lo es?
—Katsa es dada a albergar resentimiento durante años —contestó Giddon sin dejar de sonreír.
—Es usted quien parece inclinado a sentirse resentido —barbotó Bitterblue de forma acalorada—. Katsa es fiel y sincera. No le caería mal sin haber un motivo.
—Majestad, no era mi intención ofenderlas ni a usted ni a ella —dijo suavemente—. Si tengo coraje, es por haberlo aprendido de ella. Diría incluso que formar parte de su Consejo me ha salvado la vida. Puedo trabajar con Katsa tanto si me saluda como si no me saluda en el patio.
El timbre de la voz y las palabras lograron que Bitterblue recobrara el control. Aflojó los puños y se enjugó las palmas en la falda.
—Giddon, le pido perdón por mi salida de tono.
—Katsa tiene suerte de gozar de su leal amistad.
—Sí —dijo Bitterblue, turbada, e hizo un gesto de cruzar bajo el aguacero hacia la herrería, deseosa de poner fin a la conversación—. ¿Intentamos llegar de una carrera?
En cuestión de segundos, estaba calada hasta los huesos. El macizo de bocas de dragón se había anegado y una de las botas se le hundió profundamente en el barro; faltó poco para que se fuera de bruces al suelo. Cuando Giddon llegó a su lado y la sujetó por los brazos con el propósito de sacarla del atolladero, se le hundieron también los pies en el fango. Con una fugaz expresión de desastre inminente, el noble cayó hacia atrás, encima de las flores, con tan mala fortuna que, al tirar de ella, aunque la sacó del barro también la lanzó despatarrada por el aire.
Metida de bruces en las bocas de dragón, Bitterblue escupió lodo. Después de eso ya no tenía sentido guardar las formas. Cubiertos de barro y de bocas de dragón rotas, se ayudaron a levantarse el uno al otro; tambaleándose, riendo hasta quedarse sin resuello, llegaron al cobertizo que comprendía la mitad delantera del edificio de la herrería. Bitterblue reconoció al hombre que salía en ese momento pisando con fuerza. Era bajo, de rostro anguloso y gesto comprensivo; vestía el uniforme negro de la guardia monmarda, con galones plateados en las mangas.
—Espere —le dijo mientras intentaba quitarse el barro de la falda—. Usted es el capitán de mi guardia monmarda. El capitán Smit, ¿verdad?
Los ojos del hombre recorrieron con rapidez su aspecto mojado y sucio y a continuación hicieron otro tanto con Giddon.
—Así es, majestad —respondió con escueta corrección—. Es un placer verla, majestad.
—Ya lo creo. ¿Es usted quien decide el número de guardias que patrullan por las murallas?
—En último término sí, majestad.
—¿Y ha incrementado ese número hace pocos días?
—En efecto, majestad. Fue a consecuencia de las noticias de la agitación en Nordicia. De hecho, ahora que nos hemos enterado de que el rey de Nordicia ha sido destronado, es posible que incremente de nuevo el número de guardias, majestad. Ese tipo de noticias puede fomentar comportamientos violentos. La seguridad del castillo y la de su majestad son prioridad para mí.
Cuando el capitán Smit se hubo marchado, Bitterblue lo siguió con la mirada, fruncido el entrecejo.
—Ha sido una explicación perfectamente razonable —rezongó—. A lo mejor mis consejeros no me mienten.
—¿Y no es eso lo que quiere? —preguntó Giddon.
—¡Sí, claro, pero no dilucida mi rompecabezas!
—Si se me permite decirlo, majestad, no siempre es fácil seguirle la conversación a usted.
—Oh, Giddon —suspiró—. Si le sirve de consuelo, yo tampoco la sigo.
Otro hombre salió de la herrería en ese momento y se quedó parado, parpadeando y mirándolos. Era bastante joven y estaba manchado de hollín; llevaba enrolladas las mangas, que dejaban al aire los musculosos antebrazos, y sostenía en las manos la espada más grande que Bitterblue había visto en su vida. La hoja, reluciente como un relámpago, goteaba agua del pilón de templar.
—Oh, Ornik, qué buen trabajo —dijo Giddon, que fue hacia el herrero dejando tras de sí un rastro de bocas de dragón y cieno. Tomó la espada con mucho cuidado, probó cómo estaba equilibrada y le tendió la empuñadura a Bitterblue—. Majestad.
La longitud de la espada era casi igual a la altura de Bitterblue, y tan pesada que la joven reina tuvo que echar el resto con hombros y piernas para lograr levantarla. La movió con esfuerzo en el aire y la contempló llena de admiración, encantada con su brillo uniforme y la sencilla y excelente empuñadura, complacida con la solidez y el peso equilibrado que tiraba de ella hacia el suelo.
—Es muy hermosa, Ornik —afirmó, para añadir a continuación—: La estamos llenando de barro y es una verdadera lástima. —Después, ya que no se fiaba de ser capaz de bajarla sin golpear con la punta en el suelo de piedra, pidió—: Por favor, Giddon, ayúdeme. —Por último, se volvió hacia el herrero—. Ornik, hemos venido a encargar una espada para mí.
Puesto en jarras, Ornik se retiró un poco hacia atrás y observó la estructura menuda de la reina, recorriéndola con la mirada de arriba abajo como solo hacía Helda y únicamente cuando le estaba probando un vestido nuevo.
—Me gusta la solidez y quiero notar su peso, no soy endeble —dijo, a la defensiva.
—Eso ya lo he visto, majestad —contestó Ornik—. Permítame que le muestre varias posibilidades. Si no tenemos algo que le venga bien, diseñaremos algo que la satisfaga. Con su permiso.
Ornik hizo una reverencia y entró a la herrería. De nuevo sola con Giddon, Bitterblue lo observó con detenimiento y descubrió que le quedaban muy bien los manchurrones de barro en la cara. Parecía un hermoso barco de remos hundido.
—¿Cómo es que conoce a mis herreros por el nombre, Giddon? ¿Ha estado encargando espadas?
Giddon echó un vistazo a la puerta que daba al interior de la forja y luego bajó la voz al hablar:
—¿Po le ha hablado ya de la situación en Elestia, majestad?
—Sobre la de Nordicia sí, pero no de la de Elestia —respondió con los ojos entrecerrados—. ¿Qué es lo que pasa?
—Creo que ha llegado el momento de incluirla en las reuniones del Consejo. Tal vez en la que tendrá lugar mañana, si el horario de la jornada de su majestad se lo permite.
—¿Cuándo es?
—A medianoche.
—¿Adónde he de ir?
—A los aposentos de Katsa, creo, ahora que ella se encuentra aquí.
—De acuerdo. ¿Cuál es la situación de Elestia?
Giddon volvió a echar una ojeada al umbral de la forja y bajó aún más la voz.
—El Consejo prevé un levantamiento popular contra el rey Thigpen, majestad.
Se lo quedó mirando de hito en hito, estupefacta.
—¿Como en Nordicia? —preguntó tras superar el estupor.
—Como en Nordicia —ratificó el noble—. Y los rebeldes están pidiendo ayuda al Consejo.